Moscú
—Preside la comisión coordinadora el parlamentario y vicecomisario del Soviet, el camarada Gamarnik —anunció Serebryanski.
El aludido levantó una manaza como la pala de un panadero, en gesto de aquiescencia. Stalin, en su afán por quitárselo de encima, le había encomendado la presidencia de la coordinadora de los servicios de información. De sobra sabía el dictador que no había nada que coordinar.
—El camarada Togliatti, director del departamento latino de la oficina exterior del Komintern, va a exponernos el estado de la cuestión en relación con el asunto de España.
Gamarnik asintió con pose y autoridad.
En aquella reunión de funcionarios de colmillos retorcidos, el único incauto era el capitán piloto Antonov. Todavía no sabía qué papel le habían asignado. A casi todos los había visto en los periódicos, y en cuanto al italiano, tenía una vaga idea de quién era porque años atrás había aparecido en el noticiario soviético. Palmiro Togliatti, jefe del Partido Comunista Italiano, arrestado y torturado por Mussolini, había escapado de una cárcel fascista y se había refugiado en Moscú.
Togliatti saludó brevemente a los presentes y fue directamente al meollo del asuntó.
—En 1931, cuando los españoles expulsaron al rey felón y proclamaron la República, la GB operó en la oficina extranjera del Komintern para organizar una red de espías en España. Todavía no sabemos quién será la mujer que espiará el avión, pero ya le estamos fabricando una personalidad falsa que le permita moverse en los círculos fascistas. En Madrid, algunos activistas de izquierdas han establecido cárceles populares, las llaman chekas precisamente, donde retienen a elementos reaccionarios enemigos del pueblo. Entre éstos hay un aristócrata que está retenido junto con toda su familia. Este aristócrata tiene una hija de veinte años. Nos proponemos trasladarla a otra prisión y fingir que se ha fugado y alcanzado Portugal. De este modo nuestra informadora podrá hacerse pasar por ella. Ya la estamos interrogando exhaustivamente para conocer sus gustos, sus antecedentes familiares, sus amistades, y cuanto sea necesario.
Antonov asintió.
—La mujer que se haga pasar por ella tendrá que operar desde Sevilla, una ciudad del sur en la que disponemos de cierta infraestructura. Un poco antes de la rebelión militar, uno de nuestros hombres, Alexis Katezbenkov, reorganizó las células comunistas de Sevilla y dejó un agente equipado con un transmisor cuya emisión alcanza a otro agente nuestro en Gibraltar. Desde que comenzó la rebelión hemos recibido dos mensajes. Su nombre en clave es Manzanilla. Está canalizando las informaciones de un valioso espía cuyo nombre en clave es Mediopeo.
—¿Qué significa Manzanilla? —interrumpió Gamarnik.
—Manzana pequeña —aclaró Togliatti—, pero también puede aludir a la infusión de la camomilla y, por último, un vino excelente que se cría en Sanlúcar de Barrameda, donde desemboca el Guadalquivir.
—Creo que vamos demasiado aprisa —objetó Gamarnik desconfiado—. Como representante del Soviet Supremo, que es tanto como decir del pueblo ruso, tengo el derecho y la obligación de informarme sobre las decisiones que se tomen en este gabinete. —Consultó sus notas—. Para empezar, ¿qué es eso de Guadalquivir?
—Es un río —informó Togliatti mirando con desamparo a los testigos, como inquiriendo: «¿De dónde ha salido este bruto?». Los otros le devolvieron miradas compasivas, como respondiendo: «De una mención por productividad en el torno de una fábrica de arados».
—¿Y ese río da vino? —preguntó Gamarnik incrédulo.
—¡No, hombre de Dios! —exclamó Togliatti—. ¡Qué disparate! El río no da manzanilla. Las vides plantadas en las tierras que rodean al río dan un mosto que luego produce ese vino.
—Es decir, que es un vino que se cultiva cerca de un río —precisó Gamarnik.
—¡Eso es! —asintió Togliatti armándose de paciencia.
—Es que me parece que ustedes, con lo bien hablados que son, no se explican, y yo estoy acostumbrado a que cada cosa tenga un nombre. Y si esa palabra… ¿cómo dicen que es?
—Manzanilla —suspiró Togliatti.
—¡Ésa! Si significa manzana pequeña, ¿cómo es que también sirve para un vino y para la infusión?
Togliatti se encogió de hombros.
—¡Son misterios del español!
—Ahí se echa de ver —pontificó Gamarnik golpeando el tablero de la mesa con la vigorosa uña remachada de su índice—. Ahí se echa de ver cómo al obrero español, además de oprimirlo, lo mantienen sumido en un mar de confusiones. Es una maniobra de los capitalistas que controlan el idioma. Cuando triunfe la revolución en España deberían hablar ruso. ¡La lengua de la Rodina debiera ser la del obrero universal!
Los asistentes cruzaron miradas. Gamarnik se disponía a continuar, convencido de que su propuesta los había dejado mudos de admiración, pero Serebryanski aprovechó la pausa para arrebatarle la palabra.
—Gracias, camarada Gamarnik. Es un aspecto interesante sobre el que convendrá volver en foros más amplios. Ahora, esto sentado, quizá debamos regresar al asunto.
—¿Cómo han dicho que se llamaba el otro agente? —volvió Gamarnik a la carga.
—Mediopeo —informó Togliatti con cara de malas pulgas.
—¿Y qué significa Mediopeo?
Togliatti titubeó. Miró a Serebryanski antes de responder, pero el ruso se limitó a abrir las manos en un gesto de impotencia que venía a significar: «Dígaselo, a ver si permite que continuemos».
—La mitad de un pedo —explicó Togliatti.
—¡La mitad de un pedo! —repitió Gamarnik incrédulo—. ¿Quiere decir «la mitad de un pedo»?
—Eso he querido decir exactamente, camarada vicecomisario general: la mitad de un pedo, el cincuenta por ciento de una ventosidad; un cuesco escindido justamente por el eje.
Gamarnik sonrió lentamente mientras sus neuronas procesaban la información con la lentitud con que el torno recorta el estriado de la pieza. Cuando captó la comicidad de la situación, soltó un bufido de sorpresa y, a continuación, una carcajada. Le resbalaron las lágrimas por la ancha faz y su mano robusta de fresador golpeó el tablero de roble.
Al final todos se echaron a reír, incluido el piloto Antonov, que hasta entonces había permanecido serio y con cara de circunstancias.
—¿De verdad se llama así? —tornaba a preguntar Gamarnik entre carcajadas.
—Ésos son mis informes, camarada secretario.
—¿Cree que los informes de un hombre llamado Mediopeo pueden ser de confianza? —preguntaba Gamarnik sin dejar de reír.
—Por lo que sabemos, el tal Mediopeo es persona de absoluta confianza. Aunque todavía no pertenece al Partido, lleva años rindiendo muy buenos servicios a la revolución y debido a su oficio, que es el de limpiador de zapatos, tiene acceso al hotel donde se reúnen los oficiales alemanes y puede escuchar las conversaciones.
—¿Cómo va a transmitir la información?
—Ya he dicho que tenemos una emisora en Sevilla, la de Manzanilla, y otra en Gibraltar.
Sevilla
Después de la Gran Guerra, en la que sirvió como alférez de Intendencia, tío Martin regresó a Alemania y trató de adaptar la empresa familiar al difícil mercado, pero cuando su esposa falleció, se trasladó a España y terminó estableciéndose en Sevilla como agente de las compañías marítimas alemanas y nórdicas que cubrían las rutas entre la Península y Sudamérica. Además, aplicó sus conocimientos del comercio internacional en varios negocios por cuenta propia. Amasó una considerable fortuna vendiendo café americano en Europa y maquinaria agrícola europea en Sudamérica. Vivía en un palacete del barrio de Santa Cruz, poseía un hermoso coto de caza en la sierra próxima, en una antigua cartuja, y además criaba perros y caballos de raza.
A bordo del «usaramo»
Von Balke, acodado en la borda, contemplaba el cóncavo horizonte donde a ratos se dibujaba la tenue línea de la costa portuguesa.
—¿Está preocupado, teniente?
Volvió la mirada. Era Kolb.
—¿Qué le hace pensar eso, cabo?
Von Balke se había hecho a un lado, dejando espacio al subordinado, un rasgo de camaradería bastante inusual en un oficial prusiano que Kolb no dejó de apreciar.
—Lo he observado estos días y lo veo poco comunicativo —comentó Kolb—. Si le digo mi verdad, yo también estoy preocupado, aunque quizá mi manera de disipar las murrias sea haciendo el payaso. Eso es bueno para la tropa y levanta la moral. Por otra parte, no sabemos cómo nos va a ir cuando estemos allá arriba.
Von Balke miró al cielo despejado y azul en el que flotaban dos gaviotas.
—Espero que formemos un buen equipo. De lo que usted y yo consigamos dependerá en gran medida lo que Berlín decida sobre el aparato.
—Supongo que lo haremos bien, teniente. El Stuka es una excelente máquina.
«No tiene vocación de héroe —pensó Balke—, pero al menos muestra cierto entusiasmo por el aparato».