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A bordo del «usaramo»

Nueve años después, el sargento Kolb rememoraría en su almacén de chatarra berlinés su primera charla con el teniente Von Balke. Fue bajo la toldilla de proa, el primer día de navegación. El teniente sorbía una taza de té mientras contemplaba, entre las brumas del canal, la cinta blanca de la costa inglesa. El sargento se presentó ante su oficial superior.

—¿Teniente Von Balke? —Soy yo.

—A sus órdenes. Soy el sargento primero Hans Kolb, su ayudante de vuelo.

Von Balke lo miró de arriba abajo apreciativamente y él no se molestó en disimular la incipiente barriga.

—Abróchese el botón superior de la camisa, sargento primero —ordenó secamente Von Balke.

Mientras Kolb obedecía, el teniente se desentendió de él y volvió a examinar el brumoso horizonte. El sargento recuperó la posición de firmes, ya abrochada la sotabarba, y maldijo su suerte mientras reprimía los deseos de lanzar al agua al petimetre prusiano que iba a ser su mando directo en la aventura española. Estaba dudando sobre la conveniencia de retirarse cuando Von Balke, sin dejar de escrutar el mar, le habló de nuevo.

—¿Cuánto tiempo lleva en Stukas, sargento?

—Todo lo que se puede llevar, teniente: un año, pero he volado quinientas noventa horas. Antes he estado cinco años de radiotelegrafista.

—¿Y antes?

—Antes no era nada, teniente. Aprendí el oficio de cerrajero, trabajé en una panadería amasando bollos berlineses e incluso fui vigilante de almacén. Cuando me alisté en el Ejército no tenía empleo y llevaba muchas noches acostándome sin cenar. El Ejército es como una madre que cuida de los suyos.

Von Balke advirtió una sombra de ironía y reproche en estas últimas palabras.

—También lo haría por patriotismo, supongo.

«El hijo de la gran puta pretende que, además, sea patriota», pensó el sargento Kolb. Sin embargo lo que respondió fue:

—No, teniente, lo hice por ganarme la vida. No soy ningún héroe y espero que Alemania nunca entre en guerra con nadie, al menos mientras yo tenga edad militar.

—¿Entonces por qué se ha alistado para luchar en España?

—En el cuartel nos dijeron que vamos a instruir a los nativos en el manejo de los aviones, no a luchar. Por otra parte, me designaron directamente, y si me negaba no iba a tener mucho futuro en el Ejército. Parece que formo parte de las dos mejores dotaciones de Stukas que existen en Alemania.

Lo había dicho sin entusiasmo. Von Balke se volvió a contemplarlo un instante y después tornó a observar el mar.

A Kolb le hizo gracia la manera súbita e inarticulada, decididamente prusiana, con que Balke había movido la cabeza. «Como un muñeco mecánico —pensó—. Como si se hubiera tragado un asador».

—Es evidente que usted ha sido designado más por su eficacia como auxiliar que por su entusiasmo —comentó secamente Von Balke desentendiéndose del sargento—. Espero que, a pesar de ello, formemos un buen equipo.

El sargento asintió gravemente y a su vez miró melancólicamente el mar. «Estamos aviados», pensó. Había caído en la jurisdicción de un buscador de medallas, un aspirante a héroe muerto que arrastraría fatalmente al copiloto en su heroísmo suicida.

Aquellos días, echado en la colchoneta del camarote de los suboficiales, Kolb dispuso de todo el tiempo del mundo para reflexionar. Llegó a la conclusión de que no era un patriota, sino solamente un obrero que se esforzaba en hacer bien su trabajo y aspiraba a ascender y mejorar la paga. El Ejército era un refugio propicio, un lugar donde te daban comida, techo y calefacción.

Esos eran sus motivos.

Moscú

El capitán aviador Yuri Petrovich Antonov penetró en el despacho, se cuadró militarmente y saludó.

—Volvemos a vernos, camarada capitán —correspondió al saludo Yagoda—. ¿Le apetece una taza de té?

—Muchas gracias, camarada secretario —respondió el piloto.

Había dos sillas delante del escritorio. Una de ellas estaba ocupada por un hombre rubio de severas facciones que contemplaba al recién llegado con interés. Su postura era relajada, con una pierna encabalgada sobre la otra.

Yagoda terminó de servir una taza de té. Señaló la silla libre.

—Siéntese, camarada capitán. Le presento al camarada coronel Yakov Serebryanski. Pertenece al Gosudarstvennoye Bezopasnosti o seguridad del Estado, GB. Es el director de «Asuntos Turbios», o sea, operaciones especiales. —El aludido hizo una leve venia a guisa de saludo y continuó examinando a Yuri—. El camarada Yakov Serebryanski ha insistido en esta entrevista, así que le cedo la palabra.

Serebryanski tomó un sorbo de té y se limpió los labios delicadamente con una diminuta servilleta bordada que había sobre la bandeja.

—¿Ha oído hablar de España, capitán?

—Sí, camarada secretario. En la Academia estudiamos tres cursos de geografía europea.

—Quiero decir, ¿sabe lo que está ocurriendo allí?

—Creo que hay una guerra entre las fuerzas reaccionarias y el pueblo bolchevique.

—Algo parecido —murmuró Serebryanski. Con expresión ausente miró la pantalla de la lámpara que pendía del techo, una bella lámpara francesa del tiempo de los zares. Luego descendió nuevamente a la realidad y observó al piloto como si lo viera por primera vez. «¿Será este hombre capaz de llevar a cabo lo que hemos planeado, o todo este laborioso edificio se vendrá abajo por falta de cimientos?». En su puesto, los grandes trabajos fallidos eran enfadosamente frecuentes—. Bien, camarada capitán, observe esta lista. Son nombres de pilotos alemanes. Díganos si conoce a alguno.

Yuri Antonov repasó la lista que le entregaban.

—Creo que conozco a uno. Este Rudolf von Balke. Era alférez en Lipetsk en 1932. Fuimos…

—… ¿amigos? —sugirió Yagoda con una sonrisa cínica.

—Bueno, hasta cierto punto. Él era alemán y yo soviético y rivalizábamos en el aire. No obstante —titubeó—, sí, quizá se pudiera hablar de una cierta amistad.

—Por los informes que tenemos, ustedes comenzaron siendo rivales y terminaron siendo amigos, pero finalmente volvieron a enemistarse, ¿por qué? Antonov se sonrojó levemente.

—Tuvimos diferencias personales, camarada secretario.

—Bien. Creo que deberá explicar esas diferencias personales.

—Von Balke tiene una hermana, camarada secretario, una militante comunista a pesar de su origen aristocrático. En un viaje a Leningrado la acompañé y nos enamoramos. Él se lo tomó como una traición.

—Un simple asunto de faldas —comentó Yagoda—. No obstante lo explicará detalladamente en el informe que va a redactar. Ahora será mejor que el camarada Yakov Serebryanski le diga el resto.