Alemania
—Entramos en Hamburgo, teniente —informó el conductor lanzando una ojeada a su pasajero a través del retrovisor.
Rudolf von Balke, que había dormitado en el asiento trasero durante buena parte del viaje, se incorporó para contemplar las fachadas altas y estrechas y los finos tejados a dos aguas que desfilaban velozmente al otro lado de la ventanilla. El Horch negro se internó por el laberinto de almacenes y talleres de la zona portuaria en el ensanchamiento del río Elba.
—El Usaramoestá atracado en el muelle Petersen —les indicó el policía que examinó la documentación—, detrás de aquellas grúas.
Era un barco de transporte de silueta anticuada, con una alta chimenea cilindrica. Dos grandes grúas se afanaban con la carga.
Von Balke se presentó ante el oficial superior, el coronel Alexander PapaSpeerle. Se le asignó un pequeño camarote que compartiría con otros tres oficiales.
El Usaramo zarpó antes del amanecer. No era ningún secreto que navegaba sin documentación, escoltado discretamente por dos torpederos que se mantendrían a prudente distancia.
Moscú
—Siéntense, por favor.
Dos generales, un ministro y dos secretarios generales con rango casi ministerial ocuparon asientos en torno a la mesa rectangular.
Stalin estaba en la ventana, vuelto de espaldas, contemplando los jardines del Kremlin donde el calor del verano comenzaba a marchitar las rosas. Al rato se volvió, ocupó su asiento en la presidencia de la mesa, y dijo:
—¿Qué nos cuenta el camarada Jan Bersin?
Jan Bersin, jefe del servicio de Inteligencia Militar o GRU, cruzó las gordezuelas y pilosas manos sobre el tablero de roble.
—Nuestros informes coinciden en gran parte con los del camarada Yagoda —comenzó, mientras lanzaba al aludido, su mortal enemigo, una sonrisa sardónica—, aunque quizá, me atrevería a decir, los complementan un poco. En efecto, como el camarada Yagoda ha establecido, hace dos días las autoridades alemanas enviaron a España un barco cargado de equipo militar y con ochenta y seis oficiales y técnicos del Ejército que van de paisano y se hacen pasar por atletas de la Reisegesellschaft Union.
—¿Cómo son de fiables sus fuentes, camarada secretario? —saltó Yagoda sin poderse contener.
—De lo más fiables —sonrió Bersin—. Provienen del propio Ministerio del Aire de Berlín.
Yagoda enrojeció levemente. «Esto lo explica todo, grandísimo hijo de puta —pense»—. «Un colega alemán te lo cuenta todo, y a saber lo que tú le cuentas a ellos. Todos sois iguales». Yagoda hubiese dado un brazo por saber quién era el informador de Bersin, pero Bersin guardaba el secreto celosamente: era un funcionario del Ministerio del Aire alemán, el capitán Harro Schulze Corro, el que le enviaba informes vía Suiza.
—Casi todos los expedicionarios pertenecen al arma aérea —prosiguió Bersin—, quizá diez tripulaciones con sus técnicos, mecánicos y pilotos.
—Y ¿qué hay del material? —se impacientó Stalin.
—Han embarcado veinte camiones de material —intervino Yagoda—, pero es imposible saber de qué se trata porque todo se ha embalado en cajas y fardos.
—No se moleste en intentar averiguarlo, camarada secretario —repuso Bersin con una sonrisa helada—. Nosotros tenemos ya la lista. —Consultó uno de sus papeles y leyó—: Veinte grandes trimotores de transporte, que ya han enviado por aire, una estación de radio, seis cazas Heinkel cincuenta y uno, veinte cañones antiaéreos de veinte milímetros, veinte piezas de artillería antiaérea, munición y equipo de transmisiones. Y lo más interesante de todo, dos misteriosos aviones denominados Antón Uno y Antón Dos, procedentes de la fábrica Weser Flugzebau de Berlín. —Dejó el papel sobre la mesa y miró al director de la Oficina Técnica sin perder la sonrisa—. El protocolo de ese tratado secreto establece que los aviones llamados Antón Uno y Dos radicarán en un aeródromo especial a cargo de personal exclusivamente alemán.
—¿Pueden ser los Stukas? —preguntó Stalin.
—Deben serlo, camarada secretario. De otro modo no se comprende tanto secreto.
Stalin reflexionó un momento.
—Quizá esta coyuntura nos dé la oportunidad de hacernos con esa información vital para la Unión Soviética… me refiero a la mecánica de los Stukas. —Miró a los jefes de la NKVD y del GRU—. Por una vez pónganse ustedes de acuerdo para coordinar una acción conjunta. Quiero información exacta sobre esos aparatos: adonde van, y, sobre todo, los resultados de su evaluación: si sirven o no para destruir objetivos de pequeño tamaño. De eso puede depender el futuro de la guerra. —Hizo una pausa y sonrió bajo el poblado bigote—. Éste es el objetivo prioritario de sus departamentos —prosiguió—. Si en el plazo de un mes no obtienen resultados, tendrán que dimitir de sus cargos.
Stalin se incorporó, apoyó los puños sobre el borde del tablero y se inclinó levemente como despedida sin dejar de sonreír. La audiencia había terminado.
Los funcionarios se marcharon tremendamente preocupados. Todos ellos disfrutaban de dacha en las afueras de Moscú y de coche oficial con chófer. De sobra sabían que Stalin cumplía sus amenazas. Si no obtenían resultados inmediatos podían verse degradados a contables en alguna remota colectividad agraria de Georgia o a directores de alguna ruinosa fábrica de jabón en Tiflis.