33

Sevilla

Carmen no sabe si el sonido procede de la silla al caer o de la puerta. Tampoco sabe si el grito lo ha proferido ella u otra persona. Pero siente que los brazos que se aferran con desesperación a sus muslos no son los suyos. Abre los ojos y ve que doña Herminia, la maestra, la está abrazando, la sostiene en el aire y la contempla con ojos espantados, sus dos grandes ojos de vaca, húmedos y maternales, dos ojos con los párpados en carne viva de llorar.

—¡No, niña mía, tú no!

Doña Herminia aprieta la cabeza contra el pubis torturado de su antigua alumna, escala su cuerpo con las manos fuertes, la alza vigorosamente, la besa desesperadamente en el vestido.

—¡No, sangre mía, tú, no! ¡Tú, no!

Carmen rompe a llorar con un sollozo agudo y penetrante, acepta el consuelo de su amiga que es como una madre nueva y se deja liberar del mortífero lazo. De pie, en medio de la miseria del mundo, las dos mujeres abrazadas celebran la vida con lágrimas y vehementes abrazos.

Afuera, en el patio, alguien ha sacado una radio. Una muchedumbre de fantasmas temerosos se congrega alrededor para escuchar al general Queipo de Llano: «A partir de mañana advierto a los radioescuchas que cambiaremos el horario a las diez y media porque me ha venido a visitar una delegación de guapas muchachas sevillanas las cuales me han pedido que retrasemos la emisión porque con este horario sólo pueden estar media hora en la reja con los novios. Bueno, la retrasamos para que los novios no se me quejen».

Berlín

Udet miró la hoja con el membrete de la oficina de Protocolo e hizo sus cálculos. Por el despacho de la Cancillería que daba a la Wilhemsplatz había pasado ya la comisión de artesanos de Baviera. Los fabricantes de calzones de cuero habían obsequiado al Führer con dos pares de calzones a su medida, bellamente repujados. También había pasado la delegación de las Juventudes Hitlerianas que figuraba en segundo lugar, todos guapos, altos, rubios y recién bañados, y el grupo folklórico nacionalsocialista de la Baja Sajonia que los precedía llevaba quince minutos en el despacho del Führer. Les tocaba ya. De pronto se abrió la puerta y compareció, solemne, Meissner, el incombustible jefe de protocolo, un hombre que llevaba ejerciendo sus funciones desde los tiempos del kaiser Guillermo. Meissner los invitó a entrar en el despacho del Führer con un gesto palaciego.

Adolf Hitler, flequillo, bigotito, severo uniforme pardo, ignoró las dificultades ambulatorias que le planteaban las botas hasta la rodilla y caminó hasta el extremo de la alfombra persa para estrechar la mano de cada uno de los visitantes. No era muy alto y se le veía algo fondón, pero irradiaba poder y al mirar taladraba los ojos del interlocutor con su mirada clara y magnética. Tendía la mano, la mano espasmódica de los discursos en Tempelhoff, gordezuela y fría. Después de que el fotógrafo Heinrich Hoffmann inmortalizó el acontecimiento en sus placas, el guía de Alemania pareció relajarse y charló distendidamente con la comisión. Los oficiales se sintieron cautivados por aquella figura que irradiaba fuerte magnetismo, por la fuerza expresiva de su discurso, por la pasión con que emitía sus razonamientos, sirviéndose de una voz extrañamente fascinadora, aunque su timbre quizá no fuera excesivamente agradable. Aquel hombre, así lo percibieron ellos, tenía la facultad de explicar los verdaderos problemas de Alemania con palabras sencillas e inteligibles que iban directas al corazón de cada alemán: «Tú perteneces a una raza superior. La culpa de todo lo que pasa la tienen los otros».

—Ustedes son la flor y nata del Ejército alemán —peroró—. Por eso los hemos designado para la operación Fuego Mágico que otorgará la victoria al general Franco.

La audiencia se prolongó por espacio de veinte minutos durante los cuales el Führer exhibió su vasta cultura al exponer sus opiniones sobre España con aplomo y conocimiento de causa.

—El español es una mezcla de sangre goda, franca y mora —le oyeron decir—. Esa mezcla ha originado un pueblo indolente de raza inferior. Los españoles se contentan con unas pocas aceitunas al día y prefieren no comer con tal de rehuir el trabajo: son un buen ejemplo de la irremediable decadencia de los países latinos. España es un país que me desagrada: creo que nunca lo visitaré. Quizá ustedes se pregunten: ¿entonces por qué intervenimos? Responderé a esa pregunta: intervenimos por los supremos intereses de Alemania. El general Franco será un aliado agradecido que nos devolverá la ayuda en el futuro. —Se permitió una sonrisa y un chiste—: A no ser que crea que gana la guerra gracias a la intercesión de la Virgen María —hizo una pausa para permitir que los visitantes rieran su ocurrencia—, España será un excelente banco de pruebas para nuestras nuevas armas: tanques, aviones, ametralladoras, minas… En especial, las condiciones para probar el Stuka son inmejorables: dispondrán de excelentes blancos navales en el Estrecho, sin alejarse más que unas docenas de kilómetros de sus bases.

Tras la audiencia se marcharon encantados. El Führer les había estrechado la mano dos veces, una al entrar y otra al salir.

Sevilla

No le basta con poseerla y humillarla, tiene que castigarla, quiere mortificarse en ella por su propia dependencia y su propia locura obsesiva; quiere destruirla, quiere ensañarse en ella, aplastar y triturar a la que lleva la misma sangre de sus enemigos, los que un día humillaron y le pusieron la mano encima a su madre, que es lo más sagrado en este mundo. Quiere que la criada remilgada sólo pueda meterse a puta, quiere verla arrastrarse por tabernas y colmados, aceptando clientes de lo más bajo, hasta que acabe mendigando en los paseos o en la puerta de las iglesias, cuando su belleza y su juventud se marchiten.

—Es que esta mujer no sabe el daño que me ha hecho a mí —solloza Torres Cabrera en el hombro de doña Mariquita—. Y el que me sigue haciendo.

No es la primera vez que llora en brazos de la querida de su padre. Hace años que viene a confesarle sus cuitas y sus fantasías.

—Si yo la pudiera secuestrar y encerrar para toda la vida en un cortijo, tratándola como a una reina, eso sí, pero viéndola sólo yo. Le llevaría vestidos, le llevaría manjares, le llevaría collares de perlas y corales y zarcillos de oro… Todo lo que me pidiera le llevaría, todo se lo daría menos la libertad.

—¿Tú no comprendes que eso son quimeras? —le riñe suavemente doña Mariquita.

—Lo sé, pero fíjate cómo he querido yo a esa mujer. —No la has querido: te has encaprichado con ella, que no es lo mismo— rebate la voz profunda de doña Mariquita mientras su mano sabia le acaricia el pelo. —Y ahora has roto el juguete y lloras sobre sus pedazos. Tienes que olvidarte de ella. Ya le has hecho bastante daño.

El delegado gubernativo refrena el llanto, eleva la cabeza rebelde y replica con voz ronca:

—¡Menos del que ella me ha hecho a mí!

—¡Ay, pobre niño mío!