32

Berlín

Udet extrajo un cigarrillo de una elegante pitillera de oro, lo golpeó un par de veces contra la tapa, lo prendió, exhaló una profunda bocanada y tras esta cuidadosa escenificación de su elegancia se fue directo al grano.

—Aquella institutriz española que había en Starken, ¿logró que aprendieras español?

A Rudolf le sorprendió que Udet guardase tan preciso recuerdo de su fugaz visita al castillo familiar en 1917.

—Algo consiguió, coronel. Estuvo poco tiempo. En 1919, cuando mi madre murió, tía Ursula despidió a la nurse española y la sustituyó por otra inglesa. No obstante, creo que me defiendo bastante bien en español, aunque lo tengo algo oxidado.

—¿Has estado alguna vez en España?

—Sí, hace ya años. En 1929, fui con mi tía y mi hermana para ver la Exposición Universal de Sevilla y de paso hicimos un corto viaje a Granada y Toledo. Tengo un tío que vive en Sevilla. Es consignatario de buques de varias compañías alemanas.

—Martin Bauer —asintió Udet—. Un hombre singular. Es uno de los pocos miembros de la colonia sevillana que no pertenece al Partido.

—Sí, coronel —admitió Rudolf—, mi tío es un hombre un tanto peculiar. Es bastante refractario a pertenecer a grupo alguno. Sin embargo, me consta que es un buen alemán.

Udet sonrió.

—Sin duda lo es. —Expulsó una bocanada de humo y prosiguió—: ¿Recuerdas una finca que tenía tu tío en un lugar llamado La Cartuja, no lejos de Sevilla?

—Pasé varios días en ella hace años, coronel. Está en plena sierra. Mi tío se retira allá algunas veces. Es aficionado a la caza y en aquellos montes abundan el jabalí y el venado.

—Un lugar idílico.

—Sí, coronel, aunque caluroso —corroboró Rudolf, escamado.

No lograba comprender adonde quería ir a parar su interlocutor.

—¿Crees que la finca de tu tío sería un buen lugar para establecer un aeródromo militar?

—En absoluto. Es un lugar muy accidentado y casi cubierto de árboles.

—Sin embargo… Haz memoria: en la parte de atrás de la casa existe una explanada capaz.

Rudolf se esforzó en recordar.

—Es cierto, coronel. Pero en esa explanada no podría aterrizar un avión. Es demasiado corta.

—¿Ni siquiera el nuevo Stuka?

Rudolf quedó conmocionado como si se le hubiese desplomado el techo sobre la cabeza. ¿Podía no ser un juego aquel interrogatorio? ¿Es que estaban pensando en la posibilidad de instalar en aquel remoto lugar una base de Stukas?

—Sí, coronel —respondió con precaución—. La pista podría alcanzar las dimensiones precisas para que un Stuka aterrice. En sus extremos más cortos la arboleda es bastante baja porque hay olivos. Y en el lado largo, frente a la casa, comienza el bosque tupido de encinas y castaños.

—Suficiente para cobijar a un par de nuestros Stukas experimentales. ¿Te atrae la idea?

—¿Es que vamos a intervenir en la guerra de España, general?

—Eso parece. Franco ha pedido ayuda al Führer y éste ha decidido enviarle algunos aviones. La base principal se establecerá en el aeródromo militar de Sevilla, que compartiremos con los españoles. No obstante, puesto que el Stuka es alto secreto, hemos exigido dos pequeños aeródromos exclusivamente alemanes. El principal sería esa finca de tu tío y el secundario estaría en Jerez de la Frontera. En este último, que está a media hora del mar, instalaremos un depósito de bombas. Llegado el caso experimentaremos los Stukas contra los submarinos y naves de superficie. ¿Te gusta la idea de participar en una guerra como Dios manda, con fuego real?

—¿Vamos a intervenir? —inquirió Rudolf esperanzado.

Udet asintió sonriente. Rudolf von Balke sonrió también. Por fin iba a cabalgar el jinete teutónico en su brillante corcel movido por una flor de acero y madera. No pudo ocultar su entusiasmo cuando dijo:

—¡Ya tiene su primer voluntario, coronel!