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Sevilla

Entran Portabella, el Lecherito, Rebollo y Pascualón, indecisos y serios, recelando que la invitación encierre una burla, pero al mismo tiempo con la esperanza de que no lo sea. Al fondo de la sala, sobre el diván, ven a Carmen desnuda, la cara vuelta hacia el respaldo, inmóvil.

Torres Cabrera está fumando tranquilamente. Se ha sentado sobre una silla vuelta y muestra el pecho sudoroso a través de la camisa abierta. Bebe un largo trago de la botella de aguardiente y después pregunta:

—A ver, ¿quién va a ser el primero?

Se miran irresolutos, recelando la guasa.

Rebollo se acerca a la muchacha. A la amarillenta luz de la lámpara observa la modelada espalda, el trasero redondo y los torneados muslos. Alarga una mano y le palpa los glúteos, que encuentra fríos, cubiertos por un sudor viscoso.

—¡Yo mismo! —dice con voz quebrada y jadeante.

—A ella le da igual el orden —ríe el delegado—. Ha dicho que quiere estar con todos.

Rebollo toma la delantera, pero al sacarse los pantalones pierde el equilibrio y está a punto de caerse. Los otros se miran y comienzan a desnudarse de prisa.

Moscú

Stalin aguardó a que el joven piloto abandonara la sala. Luego concentró su atención en el expediente que tenía delante, pasó unas páginas y dijo:

—He examinado el informe de la Oficina Soviética de Desarrollo Aeronáutico. A mi consulta sobre el desarrollo del bombardero en picado responden con evasivas y excusas. Un galimatías técnico para ocultar la indigencia técnica de nuestros ingenieros. Mientras ellos se empeñan en que ese avión no es viable, mis informes confirman que los alemanes lo han conseguido ya. Explíquelo, Yagoda.

El aludido entornó los ojos de batracio y amagó una sonrisa servil.

—Desde hace tres años los alemanes están diseñando un avión de bombardeo en picado capaz de lanzar bombas pesadas sobre objetivos reducidos.

Se produjo un silencio ensordecedor. Los oficiales de Estado Mayor miraban al vacío, con la mandíbula floja. El primero en reaccionar fue Tujachevski.

—¿Qué se entiende por bombas pesadas?

—Bombas de más de doscientos cincuenta kilos —puntualizó Stalin suavemente—, suficientes para volar un puente, descarrilar un tren, echar a pique un acorazado, paralizar un nudo ferroviario o perforar una casamata.

—Si el enemigo cuenta con un arma de ese calibre, el Ejército Rojo queda en situación de inferioridad absoluta —explicó Yagoda.

Se produjo un murmullo de protesta. Los generales mostraban su desacuerdo exponiendo atropelladamente sus pareceres. Stalin los contempló un momento con expresión de hastío. ¿Cómo podré hacer carrera con estos zotes? Zanjó la discusión golpeando con su lapicero plano sobre el tablero de la mesa. Cuando se restituyó el silencio preguntó:

—¿Qué grado de veracidad puede haber en esos informes, camarada Yagoda?

—Son datos que hemos recibido de cuatro fuentes distintas e independientes, todas de absoluta confianza. Hay que admitir que los alemanes ya tienen ese avión.

Las palabras de Yagoda cayeron como un jarro de agua fría. Más calmados, los generales volvían a clavar la mirada contrita en el tablero.

—Es evidente —prosiguió Stalin— que todos nuestros planes de desarrollo armamentístico deben aplazarse hasta que nos cercioremos de si tal avión puede realizar lo que los informes de nuestros ineptos técnicos insisten en considerar inviable.