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Leningrado

La mañana siguiente amaneció soleada y calma en la antigua capital de los zares, la ciudad más bella del mundo, pero los pies de Maika estaban tan lastimados por la caminata de la víspera que la pareja optó por pasar el día en el parque Lenin, tendidos en la hierba, conversando, devorando emparedados de arenque, o de caviar, y manzanas que Yuri les compraba a los vendedores ambulantes, y haciéndose confidencias.

Por la noche fueron a cenar a un exclusivo restaurante que Maika había oído ponderar. En el vestíbulo de los lavabos, Yuri coincidió con un general de Caballería de los antiguos, aquellos que lucían bigotes blancos de largas y engominadas guías como si fueran parte del uniforme.

—Sargento: he observado que está usted en muy buena compañía —le espetó mientras correspondía distraídamente al impecable saludo de Yuri—. ¿Quién es la mujer?

—A sus órdenes, mi general. Es una chica comunista alemana que ha venido con Inturist para conocer la Unión Soviética.

—¿Va a pagar ella la cena?

—¡De ninguna manera, camarada general! —replicó Yuri sonrojándose—. La pagaré yo.

El general sonrió.

—El menú más barato de este establecimiento quizá exceda lo que usted gana en dos meses —observó—. Permítame que yo corra con los gastos —e interrumpió el gesto de protesta que había iniciado Yuri—. ¡Insisto en ello, sargento! ¡Es una orden! —Sonrió nuevamente y añadió—: Cuando yo era recluta deseé muchas veces restaurantes caros y mujeres hermosas. Permítame que me saque esa espina vicariamente invitándolo a usted.

—Si no hay más remedio, camarada general… —se resignó Yuri.

—No lo hay. Ya le he dicho que es una orden.

El general deslizó disimuladamente varios billetes en la mano del sargento. Luego hizo ademán de retirarse, pero se volvió a los pocos pasos.

—Y deje bien alto el pabellón soviético. —Le guiñó un ojo—. Atáquela y cumpla como buen soldado del Ejército Rojo.

Aquella noche, en la enorme cama del hotel Leningrad, el sargento primero aviador Yuri Petrovich Antonov cumplió como buen soldado soviético y brindó con champán a la salud de su desconocido benefactor.

Sevilla

Carmen se incorpora cubriendo su desnudez, una mano en el sexo y un brazo cruzado sobre el pecho. Mira su ropa amontonada al pie del diván. Torres Cabrera está acabando de vestirse.

—¿Adónde vas? —pregunta.

—Ya tiene usted lo que quería. Me voy con mi hermano.

El delegado gubernativo saca la pitillera, sonriente.

—¿No te quieres fumar un cigarrito conmigo y luego echamos otro polvo?

—Usted me dijo que era un caballero de palabra.

—Y lo soy, pero tu hermano tenía cinco condenas de muerte y sólo le has quitado una. —Enciende un cigarro, aspira y arroja una bocanada de humo hacia el techo—. Todavía te faltan cuatro.

Un veneno denso le desciende a Carmen por la garganta. Profiere un gañido inhumano y se abalanza contra el antiguo oficial con las uñas engarfiadas, buscándole la garganta. El esquiva la embestida y derriba a la agresora de un puñetazo en la sien. El cuerpo desmayado de la muchacha rebota contra el suelo con un sonido sordo. El delegado le da otra calada a su cigarro, lanza la bocanada de humo y se encoge de hombros. Después recoge a la muchacha con deferencia casi paternal y la ayuda a tenderse en el diván. Ella se resiste a perder el conocimiento, pero un velo gris se va extendiendo fatalmente ante sus ojos.

—Ahora vas a redimir las otras penas de muerte de tu hermano —alcanza Carmen a oír como entre sueños—. Las vas a redimir con mis compadres.

Berlín

La velada en Carinhall estaba en su apogeo. El lomo de venado asado con salsa al brandy, crema de leche agria, fideos y salsa de arándano había resultado exquisito. Después de consumir generosas raciones, los comensales aún tuvieron que esforzarse para entibar el postre en sus repletos estómagos. Hubiese sido imperdonable rechazar el afamado Sachertorte, el pastel de chocolate relleno de confitura de albaricoque y cubierto de fondant de chocolate inventado por Franz Sacher, el célebre chef del hotel Metternich de Viena. Cada plato se acompañó con los vinos adecuados, todos nacionales, del Mosela. Goering lamentó sinceramente que Alemania no fuera tan buena productora de caldos como de tornillos, un motivo más para aspirar a la Lebenstraum o conquista del espacio vital. Para remate hubo brindis con champán francés. Alzaron las copas por el Führer, por Alemania, y por el propio Goering, que saludó ruborizándose ligeramente.

Así discurrían las cosas cuando el comandante Conrath, primer ayudante de Goering, se acercó al anfitrión y le transmitió un recado al oído.

Goering golpeó repetidamente su copa con una cucharilla solicitando silencio y cuando lo obtuvo anunció:

—¡Señores, los generales españoles sublevados en las colonias de África han enviado una delegación para pedir ayuda a Alemania! En estos momentos el Führer está conferenciando con ellos en Bayreuth.

—¿Ha hecho un alto en el festival de ópera para recibir a los españoles? —se extrañó Zeiss, el fabricante de instrumentos ópticos—. Pues ya debe de ser importante el asunto.

Se elevó un rumor de comentarios y especulaciones. Los grupos que estaban más alejados se habían acercado a interesarse por las noticias.

—¿Qué ocurre? —preguntó un coronel de las SS.

—Parece que los rebeldes españoles piden ayuda al Führer.

Alguien aportó un mapa que inmediatamente concitó la profesional atención de los oficiales de Estado Mayor.

—¿Dónde están los rebeldes? —inquirió un general de Artillería.

—Dominan Sevilla y poco más, general —informó Conrath.

—No importa —respondió displicente el artillero golpeando el mapa con el dorso de la mano—. Desde Sevilla, sus piezas de largo alcance podrán bombardear Madrid. Lo rendirán en cosa de días.

—Desdoble el mapa, mi general —le indicó Conrath al oído.