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Carinhall. Afueras de Berlín

Von Balke, en uniforme de gala, se aburría soberanamente en la fiesta de Goering. Había, además de muchos uniformes de la Luftwaffe, un nutrido grupo de jerarcas nazis, todos de camisa parda, con los temporales pelados al cero, los cogotes rectos y los cráneos cúbicos. Algunos gastaban bigotito similar al del bienamado Führer. Se habían apostado estratégicamente cerca de la cocina en la ruta que forzosamente tenían que seguir las bandejas de bebidas y canapés.

«Constituimos una sociedad guerrera —reflexionó Von Balke—. Incluso los civiles con panza y juanetes se pierden por las botas de media caña y la guerrera cubierta de brillante chatarra».

Rudolf, como en un relámpago, concibió la sospecha de que la guerra, en ciertos casos patológicos —¿en el suyo?—, podía justificarse por sí misma. La guerra por la guerra. ¿Qué buscaba él, si no? ¿Acaso no soñaba despierto, cada noche, en la ebriedad del heroísmo, en combatir contra otro caballero del aire, por el mero hecho de arriesgar la vida frente a las ametralladoras? Morir o matar. Todo por esa descarga de adrenalina que es superior a cualquier orgasmo, superior a la posesión de la belleza, superior a la iluminación filosófica, superior a todo. La guerra por la guerra. Como los caballeros que mantenían justas en el declive de la Edad Media, los que mataban y morían por el cinturón de la dama o simplemente para que la fama de sus hazañas se transmitiera a las generaciones venideras en las canciones de los juglares.

Sevilla

Desnuda sobre el sucio diván, Carmen tiene la mirada fija en el techo negro de humo y telarañas. La pantalla de pergamino cagada de moscas de la vetusta lámpara de bronce transmite una luz mortecina de escasos vatios. Carmen cierra los ojos con tanta fuerza que le duelen y se muerde la mano hasta hacerse sangre, quiere cerrar todas las ventanas de su cuerpo, cancelar los sentidos, desaparecer, disolverse en el aire, escapar de la pesadilla. Nota primero la respiración entrecortada y urgente de Torres Cabrera mientras se desnuda, el rumor de las ropas cayendo sobre el respaldo del diván; después, percibe el olor a guano que desprende la piel masculina desnuda y sudorosa; luego, el tacto de unas manos que masajean pesada y brutalmente sus pechos: finalmente, una panza peluda que se desploma sobre su pubis, una rodilla musculosa que se abre camino perentoriamente entre sus muslos, obligándola a separarlos. Torres Cabrera la penetra con violencia, causándole dolor, con la ira acumulada de todos los desaires antiguos. Torres Cabrera se detiene jadeante en medio de la cabalgada, extrae el pene, se aparta de la muchacha, se deja caer pesadamente a su lado, palpa su erección, la encuentra satisfactoria, descansa un momento contemplando a la muchacha encogida y temblorosa, palmea un muslo, manosea una teta, vuelve a penetrarla. Esta vez se coloca a horcajadas, con la cabeza de la muchacha entre las rodillas, y la abofetea.

—¡Abre los ojos y mira lo que tengo!

Ella se resiste y recibe una nueva bofetada.

Abre Carmen los ojos y ve sobre su cabeza el sexo oscuro, erecto y ligeramente torcido del capitán, y los testículos descolgados como una fruta ajada que penden de la barriga peluda. Más arriba, remoto, aparece el rostro sudoroso de Torres Cabrera.

—¡Cómetela!

Ella titubea.

—¡No me jodas, que mato a tu hermano!

La penetra profundamente, hasta la garganta. Ella se debate entre arqueadas, tose con una tos ronca, agónica, vomita una baba agria, vuelve a toser. Próximo al orgasmo, Torres Cabrera apresa con ambas manos la cabeza de la muchacha y la obliga a proseguir hasta el final entre náuseas, bascas y vómitos.

Carmen, desmadejada, rueda hasta el suelo. Encogida sobre las baldosas peguntosas vomita semen con bilis y llora. Torres Cabrera contempla su propio sexo desmayado y calmo, respira profundamente y asiste indiferente al llanto silencioso de su víctima.

—¡Te has portado muy bien, Carmelilla!