Sevilla
La habitación contigua al reservado es una pieza espaciosa con un lado acristalado cuya pátina de grasa y suciedad filtra la luz del patio. Huele a polvo y a tabaco rancio, a vino agrio y a zotal. Al fondo hay barriles desvencijados, cajas de gaseosas y de sifones apiladas, sillas rotas, braseros, estufas y esteras invernales enrolladas. Hay también un raído diván tapizado de verde, con un enorme cabecero cilindrico.
Torres Cabrera se recuesta en el diván, se lleva la mano a la entrepierna y se ajusta el sexo con un gesto grosero, apura el aguardiente de un largo trago y deposita el vaso en el suelo, a un lado.
—Así que quieres que suelte a tu hermano.
Carmen asiente en silencio. Está delante del delegado gubernativo, en medio del salón, en actitud sumisa, la mirada fija en el suelo de baldosas hidráulicas que imitan una alfombra.
—¿Quieres que suelte a tu hermano, Carmelilla? —torna a preguntar, casi amable, el delegado gubernativo.
—Sí, señor. Él no ha hecho nada. Es un crío, como quien dice.
Sonríe Torres Cabrera mostrando el diente de oro y luego ríe por lo bajo, como si le costara, arrancándose.
—¿Que no ha hecho nada? —repite divertido—. Está afiliado a la CNT… ¿Eso es no hacer nada?
—¡Porque lo liaron las malas compañías! —replica Carmen para volver en seguida a su actitud sumisa—. Bastante castigado está ya con haber perdido al padre —añade.
—¡Qué poco sabes tú de lo que es el castigo, Carmelilla! —contesta la voz repentinamente lúgubre del antiguo oficial—. Tú me llevas castigando a mí siete años… ¡siete años! ¿Y ahora me vas a hablar de castigo?
Calla Carmen y el hombre la mira con desprecio. Observa su actitud compungida, las manos cruzadas sobre el pubis, los hombros adelantados para disimular el volumen de los pechos pugnaces, las caderas redondas, los muslos finos y largos que se adivinan bajo la falda, las torneadas piernas, los tobillos claros. ¡Y todo este tesoro lo está guardando para un obrero mugriento y ladrón que nunca la va a sacar de pobre!
Deja el dueño de la vida y de la muerte que el silencio ahonde aún más la sima que separa su altura inaccesible y la pequeñez del mundo. Luego pronuncia, en la distancia, con voz como hastiada:
—¿Qué estás dispuesta a hacer para que suelte a tu hermano?
Las palabras resuenan como el chasquido de un látigo. Silencio. Del otro lado de la puerta se oye el rasgueo de la guitarra del Lecherito, la voz aguardentosa de Portabella, las risas y los rumores del patio, en donde a la parroquia habitual de borrachos de toda la vida se van añadiendo los ocasionales clientes nocturnos, soldados que salen de las rondas, borrachos, tratantes, camisas azules falangistas, camisas caqui de regulares, camisas verdes legionarias, las teresianas, los tarbush, los leggins, las botas enterizas, las alpargatas, los botos camperos, las cartucheras, las Parabellum, los puñalitos, los vergajos…
—¿Me has oído? —pregunta Torres Cabrera desabridamente.
Carmen asiente, guarda silencio, se encoge de hombros, dice:
—No tengo nada, pero lo que pueda tener, lo que podamos trabajar mi hermano y yo…
—Sí tienes algo —la interrumpe el delegado gubernativo desgranando las palabras—. Tú sabes bien que tienes algo que busco desde hace tiempo… algo por lo que me has estado puteando todos estos años.
Ella llora silenciosamente lágrimas gruesas que caen a plomo sobre el suelo polvoriento y van formando una mancha oscura.
Él la deja llorar. La contempla como se contempla un plato apetitoso, aplazando el banquete para acrecentar el placer.
—Me lo vas a dar, por fin.
Las palabras taladran el cerebro de Carmen. Les busca nuevos significados, otro sentido distinto del que obviamente tienen, pero finalmente emerge a la realidad con la terrible certeza de que sólo significan lo que parecen significar.
—¿Qué me dices? —urge él desabridamente—. Es la vida de tu hermano o eso.
Ella asiente y arrecia su llanto mudo.
El capitán la contempla nuevamente en silencio. Carmen interpreta su inacción como un escrúpulo humanitario. Quizá, después de todo, se apiada de ella. Después de todo, su madre y doña Mariquita aseguran que es un buen hombre. Con sus cosillas, como todo el mundo, pero un hombre fundamentalmente bueno. A lo mejor el castigo consiste solamente en humillarla y después se apiada de ella y la deja ir y libera a su hermano.
—¡No llores!
Carmen obedece. Se enjuga los ojos con la mano y hace por dejar de llorar.
—¡Ahora enséñame las piernas!
Titubea la muchacha. El delegado gubernativo se impacienta.
—¿Quieres salvar a tu hermano?
Carmen asiente y vuelve a llorar. Se le escapa un sollozo hondo, atormentado.
—¡Pues las piernas!
Con las dos manos se levanta la falda hasta las rodillas.
—¡Más arriba!
Hasta medio muslo.
—¡Más arriba! Te quiero ver las bragas.
Le enseña las bragas. El antiguo oficial emite un resoplido cetáceo.
—¡Ahora, quítate el vestido! —urge—. ¡Rápido, que me estás haciendo perder la paciencia!
Ella se saca el vestido por la cabeza y se queda en bragas y sostén. Es más hermosa de lo que Torres Cabrera esperaba. Los muslos largos y torneados, las espléndidas caderas, la cintura estrecha, el terso vientre cubierto hasta el ombligo por las bragas color carne. Los pechos siguen ocultos por una camisilla sujetador.
—¡Desnúdate del todo!
Ella obedece. Clava él la mirada acuosa en la oscura promesa del pubis y siente un nudo antiguo ascenderle por la garganta como un licor. Con la voz quebrada le anuncia:
—Ahora te voy a follar, y ése es el precio por tu hermano, ¿estamos?
Carmen asiente. Ya no le quedan lágrimas.