Allí enfrente estaba la Unión Soviética, por fin. Desde el lado polaco, Maika contempló las enormes pancartas rojas que daban la bienvenida a los trabajadores del mundo.
En la estación fronteriza una muchedumbre aterida y seria esperaba a que le sellaran el visado. La barrera de alambre de espino estaba custodiada por severos guardias vestidos con tabardos mal cortados, con grandes estrellas rojas en los gorros y largas bayonetas en los fusiles. Los guías del Inturist iniciaron el canto de La Internacional, que fue entusiásticamente coreado por el resto del rebaño ante la indiferencia de los nativos.
El jefe de la estación polaca alzó su banderín verde y el tren pasó al otro lado. ¡Estamos en Rusia! Los puños de los viajeros subvencionados de Inturist asomaron por las ventanillas abiertas a la noche glacial frente a las banderas rojas que decoraban la estación y los enormes retratos de Lenin y de Marx.
Maika lo contemplaba todo fascinada. ¡La Unión Soviética! ¡La patria del proletariado! ¡La emoción de ver por todas partes la estrella roja, en las gorras, en las solapas, en los sellos de los pasaportes!
Luego vino el largo viaje a través de Rusia en el que la mirada selectiva de Maika ignoraba la miseria y la tristeza de las grises muchedumbres, los campesinos chapoteando en el barro con los pies envueltos en trapos, las colas resignadas ante los almacenes de alimentación, con las cartillas de racionamiento en la mano. Por el contrario, Maika se dejó cautivar por la viveza de los enormes murales, de los carteles de propaganda, de las vistosas banderas rojas, por los apuestos soldados espléndidamente uniformados con botas y correajes relucientes y por las enormes estatuas de Lenin levantadas en las plazuelas que se divisaban desde el tren.
Los compasivos ojos de Maika lo disculpaban todo: la ausencia de automóviles, la pobreza general, la escasa calidad de la ropa, incluso la tosquedad física de las muchachas. Para ella todo aquello era consecuencia del pasado capitalista. Durante una de las frecuentes paradas escribió una carta conciliadora a tía Ursula en la que ratificaba su entusiasmo por la república de los soviets: «Es ahora cuando están saliendo de la pobreza en la que los mantuvo la opresión zarista —explicaba—. Es natural que tengan que atender prioritariamente a lo más básico: carreteras, centrales eléctricas, ferrocarriles, sanidad. Cuando todo esto esté resuelto, qué duda cabe de que alcanzarán los refinamientos de la podrida Europa y que incluso los superarán, libres como están del lastre de los explotadores capitalistas y de los gobiernos militaristas».
Ya cerca de Leningrado, la antigua capital de los zares, le pareció que el país era más próspero; las estaciones parecían menos destartaladas y la gente menos pobre. Incluso vio chicas delgadas y atractivas tocadas de graciosas gorrillas. En una estación secundaria, hicieron una parada junto a un mercancías que transportaba madera, decenas de vagones cargados de árboles talados: «Un bosque entero viaja para apuntalar el futuro de la Unión Soviética y del proletariado universal», anotó entusiasmada en su diario. Había olvidado los manifiestos ecologistas que firmaba en Oxford contra la tala de árboles en los bosques del condado.
Después de tres días y medio de tren llegaron a Leningrado y se hospedaron en el enorme y lujoso hotel Leningrad, a orillas del Neva. ¿Sería prudente telefonear a su hermano Rudolf, que le había escrito una carta en términos aún más severos que los de tía Ursula desaconsejándole el viaje? Lo llamó por teléfono. Rudolf no parecía enfadado:
«No podré verte, pero casualmente un amigo ruso piloto de Lipetsk está ahora en Leningrado. Le diré que te llame. Es un ruso sencillo y algo simple, de origen humilde, pero buen muchacho».
Era una amistad reciente y cuartelera la de Rudolf y Yuri, pero parecía firmemente cimentada, a pesar de las enormes diferencias que existían entre ellos. Eran los campeones respectivos de Alemania y la Unión Soviética en Lipetsk y su rivalidad en el aire los había aproximado en tierra, primero por mutua curiosidad, luego por simple amistad surgida en las prolongadas charlas cuarteleras, en las parrandas e incluso en las ocasionales visitas a los prostíbulos de la comarca.
El gigantesco avión de pasajeros Máximo Gorkirealizaba una gira triunfal y propagandística por la Unión Soviética. En cada exhibición, sobrevolando ciudades y núcleos fabriles, lo escoltaban nueve mínimos cazas I-4 para que la magnitud del gigante de los aires, en comparación con aquellos mosquitos, fuese debidamente apreciada desde tierra. El sargento primero Yuri Antonov era uno de los nueve pilotos que volaban en los cazas.
Yuri recogió a Maika en el hotel y la acompañó en su paseo por la ciudad. Fue un día inolvidable: primero la obligada visita a la fortaleza de Pedro y Pablo, a la Casa de la Moneda y a la Bastilla zarista, la antigua prisión convertida en museo, detrás de cuyas fuertes murallas grises la guía de Inturist aseveró que habían enloquecido cien millones de proletarios, hombres y mujeres. Confundidos con un grupo de turistas, Maika y su acompañante recorrieron los lúgubres pasillos abovedados y se asomaron a las celdas. En algunas había maniquíes figurando presos, mientras que otros hacían de guardias que los espiaban a través de las mirillas y anotaban lo que escuchaban o lo que veían.
A la salida de la cárcel pasearon en silencio y cruzaron el Neva por el antiguo puente. Maika a veces rozaba con su mano la de Yuri, una honrada y fuerte mano rusa, pero él era tímido y no captaba el mensaje. Visitaron el Museo del Ermitage, donde Maika estuvo más atenta a las huellas dejadas por las balas en el asalto del palacio de Invierno que a la belleza de los cuadros. Finalmente pasearon por la avenida Nevski y Yuri acompañó a la muchacha al hotel. Al despedirse hasta el día siguiente, ella lo besó en la mejilla.