Moscú
—Buenos días, camaradas —saludó Stalin.
Los componentes de la comisión se levantaron respetuosamente.
Stalin vestía un sencillo traje gris de corte militar, abotonado hasta el cuello, sin solapas ni condecoraciones. Hizo un amago de sentarse, las manos ya sobre los torneados brazos del sillón presidencial, y se detuvo a medio camino cuando todos estaban agachados imitándolo. Los mantuvo así durante unos instantes, mientras escrutaba los rostros con una benévola sonrisa, como un maestro rural que comprueba si asisten a clase todos los alumnos. Sonrió ya abiertamente bajo su poblado bigote georgiano y dijo:
—Siéntense, camaradas, por favor.
Entró un ujier uniformado y depositó delante del dictador un abultado mazo de folios cosidos con unas anillas metálicas. Stalin lo abrió, pasó algunas hojas y se enfrascó en la lectura de una de ellas durante un minuto largo. Al cabo cerró el libro y cruzó las manos sobre él. El hombre de acero (eso es lo que significaba su sobrenombre, Stalin, adoptado en los tiempos de la clandestinidad) dirigió una mirada circular a los presentes. Se había puesto serio.
—Esto, camaradas, es un informe estratégico del Alto Estado Mayor. El Ejército alemán está preparando una guerra imperialista. Los alemanes se sienten expoliados por el Tratado de Versalles y aspiran a recuperar los territorios perdidos en la Gran Guerra. Cuando lo hagan, que lo harán, es dudoso que decidan detenerse en sus antiguas fronteras. Lo más seguro es que intenten ampliarlas arrebatándole territorios a la Unión Soviética.
Sevilla
A la altura de la puerta de Jerez hay un puesto de control, formado por dos coches cruzados y una ametralladora. Llega Carmen y el brigada al mando le advierte, después de piropearla, que no puede pasar, que el centro de la ciudad está cerrado hasta que se registren las casas por si quedan pacos ocultos. Carmen insiste:
—Mire usted, es que no sé qué ha sido de mi padre y de mi hermano.
—¿De dónde son?
—De Triana
—Dos obreros, ¿no?
—Sí, señor, obreros, pero gente de orden. —Obreros y gente de orden, lo veo difícil. Estarán presos.
—¿Y cómo puedo saberlo? Es que no sé qué ha sido de ellos.
—Mañana saldrán las listas de los detenidos y de los muertos —informa el brigada—. Hoy no se puede pasar.
—Mire usted, si yo pudiera hablar con alguien… Ellos son gente buena, incapaces de nada.
—Ya veremos si son gente buena. Pero hoy no se pasa. Ordenes son órdenes, y no hay más que joderse, con perdón.
Rechlin. Alemania
Habló en primer lugar Von Richtoffen, decidido detractor del Stuka. Comenzó lamentando que el reciente fallecimiento del general Wever en accidente de aviación hubiera privado a la comisión de su miembro quizá más capacitado y por cierto ferviente partidario del desarrollo del Uralbomber. Miradas furtivas escudriñaron el rostro de Udet, sucesor de Wever. No era un secreto que Udet, al que Wever apodaba «el payaso del aire», estaba suspendiendo casi todos los proyectos de su antecesor. En realidad la idea del Stuka había sido de Udet. Se le ocurrió en Estados Unidos cuando se ganaba la vida haciendo exhibiciones aéreas cuyo número culminante consistía en recoger del suelo un pañuelo con la punta de un ala. Al regreso de América, Udet expuso la idea a su antiguo camarada Goering y éste lo convenció para que se incorporara a la naciente Luftwaffe y promocionase el bombardero en picado desde el ministerio. El nombre de Stuka se le había ocurrido al propio Adolf Hitler. Era la abreviatura de Sturzkampfflugzeug.
—El proceso va rápido —informó Udet—. Los vuelos de prueba del prototipo segundo comenzaron en marzo pasado, y desde hace dos meses estamos probando el tercero.
La discusión ulterior fue larga y laboriosa, con detalladas explicaciones técnicas y frecuentes consultas de farragosos informes.
Sevilla
Las malas noticias circulan con rapidez. Hay tantos presos que las autoridades tienen que improvisar centros de detención en el cine de verano de la plaza del Duque, en el cabaret Variedades, en el cine Jáuregui, en los sótanos de la plaza de España y en dos barcos fondeados en el río.
—¿Cómo dices que se llama?
—Manuel Albaida Castro, de dieciocho años.
El sargento lo busca en su lista.
—No está. Vete tú a saber dónde andará. Tienes que buscarlo en el Centro de Detención de la Brigada de Investigación Social.
—Yeso, ¿dónde es?
—En la comisaría de la calle Jáuregui.