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Sevilla

Carmen, de corro en corro, mortalmente sola, mendiga noticias. Dicen que Queipo está habilitando cárceles provisionales en conventos, en cuarteles, en escuelas, en barcos anclados en el río y hasta en cabarets. El más leve indicio de simpatía izquierdista es suficiente para detener a un ciudadano, por ejemplo: callos en las manos, la piel curtida por el sol, unos vales de Socorro Rojo, un tatuaje obrero.

Los moros que guardan el puente de Triana sonríen a Carmen con los labios tostados de sus bocas famélicas, mostrando los dientes amarillos, lobunos. Se mesan las barbas ralas, se pasan las manos por los pómulos salientes pavonados por el sol, se palmean las faltriqueras adornadas con cuentas de colores, donde guardan los dedos con sortija cercenados al enemigo.

Carmen percibe el olor rancio de cuero de oveja que desprenden, nota sus miradas crueles y lujuriosas, oye sus torpes piropos.

La ciudad de la gracia se derrite bajo el sol abrasador. El sol estalla en la cal de las paredes, en los adoquines de las calles, en la tejavana de las techumbres, en los parterres arrasados de los jardines polvorientos. El aire quieto se espesa en las plazas con olor a difunto, a humo, a muerte. Ya han recogido los cadáveres. Desde el paseo de Colón, donde comienza la zona residencial, Carmen va encontrando los testimonios humeantes de la revolución: coches quemados, restos de hogueras delante de las residencias acomodadas, balcones desencajados en las casas saqueadas. El estrago que ve acrecienta su angustia. ¿Cómo nos harán pagar todo esto? Esta explosión de ira, ¿qué castigo frío y despiadado va a merecer? ¿Qué nos harán para considerarse vengados?

Hay en la ciudad un extraño silencio que excluye los habituales rumores de la hora de la siesta, no sólo en la calle desierta, sino en las profundas y frescas gargantas de los interiores. Las pianolas con altavoces del hotel Suizo han enmudecido; nadie canta en los bares flamencos de la Sacristía, el Eureka, Casa Murillo, Parrita… En las calles y plazas solitarias de cal y naranjos ha enmudecido el pregón «Artamuuuses, salaítos y duuurses».

Lloran las criadas en las cocinas, las señoras acechan tras los visillos de los cuartos de recibir, en los miradores; los hombres montan guardia solemne junto a los receptores de radio, conscientes del momento histórico que viven, constatando en el espejo del salón familiar la calma viril con que afrontan las noticias y avisos que cansinamente repiten las emisoras. De la calle llegan vecinos y amigos con rumores y con certezas: han fusilado a la madre de Saturnino Barneto, y a él lo están buscando hasta debajo de las piedras.

Rechlin. Alemania

La reunión preparatoria se celebró en la sala de conferencias, decorada con hélices, trozos de fuselaje, carcasas de bombas y demás ornato característico de la estética castrense.

El objetivo de la reunión era decidir qué opción seguiría el arma aérea y la industria alemana, si fabricar numerosos monomotores de bombardeo en picado Stuka, o un número mucho menor de cuatrimotores de bombardeo convencional. De esa elección dependería el futuro de Alemania.

Goering solicitó silencio y cuando hubo captado la atención de los presentes, fue al grano:

—Señores: el Führer espera esta misma tarde un informe definitivo. De lo que la comisión decida hoy dependerán los planes de la Luftwaffe para los próximos diez años. —Hizo una pausa, recorrió con una mirada circular a su atento auditorio y prosiguió con una inflexión de voz algo más baja, casi confidencial—: La aceptación de un plan supone la automática descalificación del otro. Alemania no dispone de recursos para fabricar los dos aparatos.