Base experimental de Rechlin. Alemania
Todavía lloviznaba cuando la caravana de automóviles del ministro Goering y su séquito avistó los dos largos edificios de Rechlin con su doble hilera de ventanas góticas y sus torres rematadas en puntiagudas garitas.
El comandante y los altos oficiales de la base esperaban al ministro en el porche del edificio principal, bajo el águila de bronce de la Luftwaffe que decoraba la fachada, soportando disciplinadamente la lluvia. El enorme Mercedes 770 negro se detuvo al pie de la escalera y el ayudante de campo abrió la portezuela. Con torpe solemnidad, Goering se apeó. Los aliviados amortiguadores elevaron perceptiblemente el vehículo. Goering miró al cielo exponiendo a la llovizna las carnosas mejillas con intrépido desprecio de los elementos.
—¿Podrán volar tus aviones con este tiempo, Von Schoenebeck? —preguntó al comandante del campo con una malévola sonrisa.
Y sin aguardar respuesta, ascendió los tres escalones del porche y penetró en el edificio. Los altos oficiales del séquito ministerial y los del comité de recepción trotaron detrás del voluminoso trasero.
Moscú
En el amanecer gris el Kremlin dormía bajo sus silenciosas cúpulas. Un ujier condujo a Yagoda a la sala de los pasos perdidos donde ya aguardaban el general Jan Bersin, del Servicio de Inteligencia Militar o GRU; el jefe de las Fuerzas Aéreas, general Alksnis; el jefe del Estado Mayor General, mariscal Negorov, y el vicecomisario general Gamarnik, delegado por el Soviet Supremo. Allá estaban los máximos jerarcas de la Unión Soviética con sus flamantes uniformes constelados de insignias y condecoraciones y su aplomo fingido, pero el astuto Yagoda observó con placer que, a excepción de Gamarnik, todos tenían los ojos hinchados. La convocatoria matutina del amo de Rusia los había desvelado.
Gamarnik carecía de estudios, pero diez años atrás lo habían declarado el mejor tornero de la Unión Soviética y por otra parte era el único obrero que había merecido tres nombramientos sucesivos como udarnik o campeón del trabajo. Ése fue el inicio de una carrera política fulgurante que en pocos años había situado a un hombre elemental, de pobladas cejas y aspecto de capataz agrícola, en las más altas posiciones del Estado soviético.
En estas consideraciones andaba Yagoda cuando se abrió la puerta del antedespacho de Stalin y un ceremonioso ujier hizo pasar al grupo a una sala desprovista de ventanas e iluminada por una enorme lámpara de bronce que pendía del techo. Había una gran mesa rectangular rodeada de incómodos sillones que apenas dejaban espacio junto a la pared. El sillón de la presidencia no hacía juego con los restantes: era más alto y menos severo, con el asiento y el respaldo tapizados de terciopelo rojo.
Al cabo de un minuto apareció Stalin sonriente.
Sevilla
Por la mañana dos cañonazos desbaratan la barricada del Altozano. Un oficial se acerca a Queipo: «Mi general, ¿será prudente atacar antes de que lleguen refuerzos? Me consta que hay por lo menos veinte milicianos por cada legionario». Queipo lo fulmina con una mirada homicida.
—Los cojones de un legionario pesan más que los de veinte milicianos.
Moros y legionarios invaden el puente y lo cruzan a paso de carga precedidos por los botes de humo y las granadas rompedoras. Triana cede tras dos horas de combates, primero en las barricadas y después casa por casa. Al tiroteo sucede un silencio de muerte. El Corral de la Higuera está cerrado a cal y canto. Los que se significaron días pasados hablan poco. Algunos rezan disimuladamente. Los saqueadores se deshacen del botín comprometedor. A la arrogancia de la víspera ha sucedido la abyecta mansedumbre. Se saben en manos de los delatores. Miran a sus vecinos con una mezcla de amenaza y súplica.
Algunos milicianos se han encerrado en sus viviendas, como muertos en sus nichos, esperando la llegada de la Legión; otros se creen más a salvo en el patio, ante testigos, esperando pasar desapercibidos entre la masa de los vecinos.
Carmen va y viene de la desesperada soledad de su alcoba, al patío alborotado y quieto. Regresa a los corros de las vecinas que especulan con cada rumor. Pero las novedades son pocas y contradictorias. Algunas mujeres ya hacen abiertamente el duelo por sus maridos y por sus hijos, aullan y lloran por los rincones, se dan puñadas en el pecho, se arañan, gritan: «¡Ay, que me lo han matado; que me da el corazón que me lo han matado!».
Un automóvil con altavoz recorre las calles principales: «Tenéis diez minutos para borrar los letreros subversivos de todas las casas. Responderán de ello los dueños, los vecinos y los vecinos de los vecinos».
Se desatrancan las puertas y van saliendo tímidamente mujeres y niños, muchachos y muchachas. Provistos de cubos con cal, de brochas, de escobas y cepillos, de latas y rascadores improvisados, se entregan a la tarea de suprimir de las paredes del barrio las pintadas políticas: «UGT. Viva el comunismo. Mueran los fascistas. Viva la CNT. Muerte al capital. Los curas, capados» y otras propuestas no menos sugerentes.
Por la tarde Carmen recibe noticias de los suyos.
—A tu padre lo mataron esta mañana en el Altozano y a tu hermano se lo han llevado preso. Antes conseguimos quemar los carnets y tirar los brazaletes.
Al tercer día la ciudad roja contiene el aliento como un animal acorralado mientras escucha por la radio la voz agria de Queipo. Enfrente está la Legión, multiplicada hasta el pánico infinito porque el general ha paseado por Sevilla una y otra vez a las dos decenas de legionarios disponibles. Taimado y astuto, Queipo abulta cifras, miente, amenaza, promete, advierte, amonesta, hace chascarrillos, ríe sus propios chistes con una risa cruel que transmite su bilis a las ondas en la noche viscosa y caliente, el sudor del tórrido verano acrecentándose con el sudor del miedo. Mientras Queipo afila sus garras, los líderes revolucionarios, que por fin han conseguido hacerse obedecer por sus milicias, no saben cómo plantear la defensa de sus barrios. Unos ponen pies en polvorosa; otros, con fatalismo africano, se resignan a dar la cara y morir.
Suena una trompeta, restalla una ametralladora y tras ella el zambombazo seco de las granadas rompedoras. Entre el humo avanza la Legión por el aduar adoquinado como un oblicuo cañaveral de bayonetas. Los milicianos ceden terreno, primero en Triana, después en la Macarena y los otros barrios que llamaban «el Moscú sevillano». Los legionarios, los moros y los falangistas avanzan demoliendo barricadas, apartando carcasas de coches incendiados, orillando los muebles y enseres que dificultan el paso de la caballería. Por la acera de la sombra discurre la Legión, en fila india, los fusiles apuntando a los balcones cerrados. Resuenan culatazos astillando puertas, los oficiales gritan órdenes y reciben las novedades. Entran y salen piquetes de las casas sospechosas.
El barrio está silencioso, entregado y desierto. En la inclemente luz de la mañana reverbera un aire abrasador emponzoñado con la hedentina de los muertos sin recoger. Sevilla apesta a neumáticos y a gasolina quemada como si todo lo que pudiera arder hubiera sido arrojado a la pira aniquiladora, que sin embargo no ha purificado la ciudad.