Moscú
La Academia de Infantería de Kíev era un enorme edificio de piedra que había sido seminario en tiempo de los zares. Allí recibían enseñanza tres mil cadetes procedentes de todas las razas y repúblicas de la Unión Soviética, con predominio de los rusos. Los parques que rodeaban al antiguo seminario se habían convertido en campos de deporte e instrucción y en polígonos de tiro.
Yuri no fue un alumno destacado. Le faltaba espíritu militar, y aunque las matemáticas no se le daban del todo mal, se mostraba especialmente torpe en el tiro y no acababa de asimilar los rudimentos de instrucción teórica. Por otra parte, su carácter retraído compaginaba mal con la camaradería jovial reinante entre sus compañeros, casi todos hijos de alcaldes y jerarcas del Partido. Se hizo amigo del jardinero y cuando tenía un rato libre solía buscar su compañía y lo ayudaba a cultivar remolachas, zanahorias y patatas.
Cada tres meses Yuri pasaba una semana de permiso en Soka, donde su padre seguía siendo alcalde. En cuanto llegaba a la aldea se despojaba del uniforme, volvía a vestir calzones anchos y camisas de mangas abullonadas como un mujic pobre y madrugaba como el resto de la familia, a pesar de las protestas de la madre, para ayudar al viejo Lev y a sus hermanas a ordeñar vacas, a recoger el heno, a reparar las corralizas y a enlodar con bosta de vaca los viejos muros de la isba, que se desmoronaban cada invierno. También procuraba mantenerse informado de los asuntos relacionados con los cupos de gasolina o de simiente, de racionamiento, de partos de vacas, de enredos de vecinos, de bodas, de defunciones y hasta de las ordenanzas municipales. No obstante, a pesar de sus esfuerzos, no conseguía que lo aceptaran como a uno más. Si lo invitaban en alguna casa, le servían cerveza en lugar de vodka, como se hacía con los forasteros a los que se quería honrar, y sus amigos lo trataban con deferencia distante y manifestaban deseos de verlo vestido con su bonito uniforme y sus lustrosas botas. No comprendían su afán por vivir como un campesino cuando regresaba a la aldea.
Yuri no hablaba mucho de su vida en la Academia y la familia respetaba su silencio atribuyéndolo a la prudencia y al secreto que requieren los asuntos de la milicia. Sólo la madre veía más allá y sospechaba que su hijo, a pesar de estar bien nutrido y de vestir un uniforme nuevo y limpio, no era feliz. Sin embargo las hermanas y el padre lo reverenciaban como a un héroe, y creían que había llegado a la cima.
Sevilla
Los barrios rojos han capitulado. Nadie se siente seguro. Ala una está prohibido asomarse a la calle; a las dos, circular por la vía pública. El paqueo intermitente y disperso da paso a las descargas cerradas de los piquetes de ejecución. Circulan los rumores más desalentadores. Al otro lado de la ciudad, en las funerarias de la calle de Hernando Colón, los industriales del ramo velan por el negocio, echan números, llaman por teléfono a los proveedores y encargan cincuenta ataúdes, o mejor, que sean cien. De los más baratos.
—Tan pronto no puedo, porque el barniz tarda dos días en secarse.
—¡Pues no los barnices, coño, que los muertos sólo tardan dos horas en pudrirse y ya sabes cómo son los militares, si les tocas los cojones van a querer enterrarlos sin traje de pino!
También hay ataúdes en la plaza de San Lorenzo, especialidad en arcas de madera maciza.
Un viajante de tejidos catalán revisa las existencias del almacén de los Benitos.
—¿Y aquellas telas altas?
—¿Aquéllas? —señala el empleado que lo atiende—. ¡Pues no llevan ahí tiempo!
—¿Son negras o azul marino?, que con el polvo no se distingue.
—Negras.
—Pues las vamos a ir bajando porque el luto se va a vender bien esta temporada.
—Algunas sí, pero otras son de paño y estamos en verano.
—Tú bájalas todas, que si esto sigue por donde parece que va a ir, cuando llegue el invierno seguirá habiendo lutos.
—Lo que usted diga.
Starken. Alemania
—¿Qué tal la boda de Ingrid Luitpold? —preguntó Rudolf.
Tía Ursula expresó su desencanto con un gesto.
—Fue una verdadera lástima que no vinieras porque asistieron todos nuestros amigos y te echamos de menos. Estaban los infantes prusianos, los bávaros y hasta los estonios; todos tus amigos: Sasha, Willy, Fritzi, el príncipe heredero de Sajonia y María-Emmanuel, Burchard, Georg-Wilhem de Hannover y los Schitzler, Max Fürstenberg, el príncipe Hohenzollern-Sigmaringen y su hermano Francisco José, Burhardt de Prusia y Georgie y Lella Mecklemburgo y no sé cuántos más que me preguntaron por ti.
—¡Caramba! —comentó Rudolf educadamente—. Sí parece que me perdí algo bueno.
—Tenías que haber asistido. Y no me digas que no te hubieran dado permiso porque el castillo estaba lleno de militares de todas las armas, incluida la Luftwaffe.
Rudolf se excusó rutinariamente. No podía explicarle a su tía que cuando se trabaja en un proyecto secreto no siempre es fácil obtener un permiso.
—El pobre Max ha conseguido por fin casar a su última hija —prosiguió tía Ursula—, y puedo asegurarte que ése fue verdaderamente el día más feliz de su vida porque la chica, tan feúcha, no era fácil de casar, la verdad sea dicha.
Tía Ursula bebió un sorbo de té, se enjugó delicadamente los labios y prosiguió:
—Fue una espléndida velada; las damas luciendo lujosos vestidos y joyas magníficas, los caballeros de frac o de uniforme, con todas sus condecoraciones, galones, entorchados y sables. Y una multitud de sirvientes, verdaderamente excesiva para los tiempos que corren, ellos de librea de seda y ellas con cofias de encaje almidonado y vestidos de raso. No faltaron Luis Fernando de Prusia y su mujer Kira, la rusa, muy atractiva, por cierto, aunque tiene las piernas demasiado delgadas. También asistió la casa reinante de Sajonia au complet, así como Aga Fürstenberg, muy esnob y desenvuelta, y Didi Tolstói y su prima Marie Wassiltchikoff. Por supuesto, hablamos en francés.
—Esa Marie es Missie —interrumpió Maika con una sonrisa taimada—. ¿No vas a preguntar por ella, hermanito?
Rudolf se sonrojó. Dirigió a su hermana una mirada de reproche.
—Si te empeñas… a ver, tía —preguntó—, ¿cómo está Missie?
—Muy hermosa. Estuvo toda la velada rodeada de moscones, pero el anciano duque Luitpold de Baviera la tomó bajo su protección y se los espantaba; Maika perdió una buena ocasión de codearse con hombres solteros de su clase.
La aludida se encogió de hombros.
—Sí, hija —insistió su tía—, ya no tienes edad de llevar la cola de la novia en las bodas. Todas tus amigas se casaron hace años o están seriamente comprometidas. Maika, con un gesto de soberana indiferencia, untaba mantequilla en una galleta. Tía Ursula prosiguió dirigiéndose a Rudolf:
—Había una buena colección de espléndidos partidos con sus estupendas corbatas de seda y sus barbillas recién afeitadas y empolvadas.
—Veo que te fijaste mucho, tía —bromeó Rudolf.
—¿Qué crees, niño? ¿Que no estoy en el mundo? Por supuesto que me fijé. Pues bien, como os venía diciendo, la cena fue discreta y sin alardes: cóctel de cangrejos, volau-vents rellenos de caviar, y vinos del Rin. Después del primer plato, Luis Fernando se levantó y pronunció unas palabras en nombre de su padre, el Kronprinz, un discurso algo farragoso sobre la esperanza que los nobles debemos tener en nuestra perpetuidad a pesar de los tiempos difíciles que vive la aristocracia europea, y especialmente los Hohenzollern. Tuvo la delicadeza de no referirse directamente a los primos rusos allí presentes, que son los que peor lo están pasando, especialmente Kira, la mujer de Luis Fernando de Prusia, que es una Romanov altiva y lleva con paciencia la desgracia de su estirpe. Quizá el señor Hitler les devuelva algún día lo que les arrebataron. El otro día escuché por la radio una conferencia del doctor Büllow, profesor de Historia en la Universidad de Hamburgo. Al parecer, en territorio soviético existen cerca de cien mil alemanes étnicos, auténticos Volksdeutsche (personas de sangre alemana), que habrá que repatriar a Alemania.
Tía Ursula, al mencionar a los bolcheviques lanzó una mirada intencionada a su sobrina. Tía Ursula despreciaba a los nazis por considerarlos advenedizos y piojos resucitados que se daban importancia simplemente porque habían logrado el triunfo sobre otros partidos aún más aborrecibles, pero no obstante apoyaba la política de resurrección alemana y refuerzo de la raza que propugnaba el canciller Hitler, así como la necesidad de arrebatar el espacio vital que fuera necesario a los infrahumanos eslavos del este. A la postre era la política que, de un modo u otro, había observado la estirpe Balke desde que los caballeros teutónicos barrieron a los paganos de Prusia para repoblarla con alemanes de pura cepa traídos del oeste. Cuando expresaba estas opiniones, en un tono dogmático que no admitía réplica, tía Ursula vigilaba a su sobrina por el rabillo del ojo. Aquél era un tema que había acarreado amargos conflictos en el pasado. El mayor desacuerdo de tía Ursula con Hitler radicaba en los gustos musicales del estadista.
—Este Hitler es rematadamente inculto —observó la anciana—, y ahora me dicen que finge interés por la música, pero no encuentra placer alguno en la clásica, ni en la barroca: sólo le cuadran las operetas y las arias de ese hombre terrible… ¿cómo se llama, Maika?
—Wagner, tía.
—Sí, ese Wagner. ¡Menudo mamarracho! Después tía Ursula prosiguió con la boda de Ingrid Luitpold:
—… cuando se hubieron marchado los últimos invitados, el mayordomo, ya sabéis cómo es de puntilloso, ordenó que se contara la plata. Pues bien: habían desaparecido tres cucharillas. ¡Una vergüenza! Yeso no es todo. Al día siguiente echaron de menos una fusta fabricada con el pene de un hipopótamo. Al parecer tan extraño artificio se exhibía en la sala de los trofeos.
—¿Con el pene de un hipopótamo? —inquirió Maika con genuino interés.
—Bueno —admitió tía Ursula, sonrojándose ligeramente—. Eso fue lo que dijo el marqués.
Un criado joven penetró en la estancia y le cuchicheó algo en el oído al mayordomo. El viejo Schulz se acercó a Rudolf.
—Señor, hay una llamada telefónica para usted. Es del coronel Herr Ernst Udet.
—Si me disculpáis —se excusó Rudolf enjugándose la boca y dejando la servilleta junto a su plato.
El teléfono estaba en un ángulo del enorme salón principal, bajo el retrato del Landmeister Hermann Balke el Joven, vestido con cota de malla y tocado con una cofia de acero.
—Von Balke al aparato.
—¿Rudolf?, soy Udet, ¿cómo van las rosas de Frau Ursula?
—A sus órdenes, coronel. Creo que están bien.
Rudolf reprimió el impulso de adoptar la posición de firmes ante un oficial de mayor rango. Seguramente Udet, jefe de la oficina técnica de la Luftwaffe, no llamaba sólo para interesarse por las rosas de tía Ursula. No obstante, su tono jovial sugería que tenía buenas noticias.
—Espero que no lo lamenten demasiado los jabalíes y los corzos de Starken —prosiguió Udet—, pero tengo un asunto importante para ti. He hablado con el comandante Bomberg para que cancele tu permiso.
—Me incorporaré mañana mismo.
—Mañana es demasiado tarde. He reservado una plaza para ti en un avión correo que despega a las once del aeródromo de Koenigsberg. En Berlín te estará esperando un coche de la Luftwaffe.
—¿En Berlín?
—Sí, se me olvidaba decirte que no regresas a Stettin. Mañana por la mañana vuelas en Rechlin.
—¿En Rechlin? ¿En la base experimental?
—Exacto. En presencia del ministro del Aire y de toda la plana mayor. Incluso es posible que acuda el Führer en persona.
—¿En qué avión?
—En el tuyo. Uno de los muchachos de Stettin lo está llevando a Rechlin en este momento.
Cuando Udet colgó, Rudolf von Balke permaneció unos segundos inmóvil, con el auricular en la mano, pensativo. Al diablo el permiso. ¡Iba a pilotar el prototipo secreto ante el propio Führer!