Sevilla
Arde la cal bajo el sol despiadado del mediodía. La revolución avanza como una lenta serpiente que cerca la ciudad entre sus anillos. Crecen y progresan las negras humaredas de iglesias y conventos incendiados: a media mañana han sido Omnia Santorum y Montesión, en la calle de la Feria; luego Santa Ana y la O, en Triana. En las azoteas y los miradores, comadres de moño y mandil discuten sobre la procedencia de cada columna de humo negro. Después de las iglesias de San Román, San Marcos y San Gil, en la Macarena, y de las de San Roque y San Bernardo, extramuros, arden las de Santa Marina y el convento de las Mercedarias: primero humo blanco a través de las ventanas emplomadas que el calor hace estallar, luego, cuando se desploman los artesonados arrastrando la techumbre, una única y espesa humareda negra. Las llamas y las nubes de pavesas se distinguen perfectamente a dos kilómetros de distancia.
Algunos vecinos regresan al Corral de la Higuera cargados con el producto del saqueo. Dejan los bultos en sus viviendas, imparten rápidas instrucciones a sus mujeres y regresan apresuradamente a la tarea. Un miliciano de mono azul y gorra cenetista llega cargado con dos maletas de cuero. Mientras bebe largamente de un botijo, las comadres se agolpan alrededor preguntando por los suyos.
—¡Y yo, qué coño sé! —responde desabrido—. ¡Es la revolución! Cada cual coge lo que puede. ¡Un hacha!
¿Quién tiene un hacha grande? ¡Que me preste alguien un hacha!
—¿Para qué?
—Porque hay muchas puertas y alacenas cerradas, y los que llevan hacha se quedan con lo mejor.
En seguida aparecen algunas vecinas con hachas. El miliciano se apodera de la más idónea.
—A ver si luego te acuerdas de devolvérmela. Y si además me traes algún regalo, mejor.
El miliciano se ha desentendido. Con la herramienta en la mano, se precipita escaleras abajo en pos de la revolución.
Al rato llega otro miliciano cargado con un fardo inmenso al que tiene que empujar a patadas para que entre por la puerta de su vivienda. Se zafa del abrazo de su mujer y le advierte mirando con dureza al grupo de vecinas que la acompañan:
—Tú te quedas aquí y no me andes corraleando. Y vigila bien la puerta, no vaya a colársete alguna de éstas. —Señala a las fisgonas agolpadas en la entrada—. Ustedes no tenéis que ver na hasta que yo esté de vuelta, ¿entendido?
—Pierde cuidado, hombre, que no te vamos a robar —replica una con sorna.
—Y después de todo, quien roba a un ladrón… —salta otra.
—¡De eso, nada! —se revuelve el aludido desde la escalera—. ¡Esto es una revolución y tomar lo del rico explotador no es robar!
Al cruzar el patio, los niños que juegan a fusilar fascistas con sus fusiles de caña, le gritan:
—¡Viva el comunismo!
Pero él ya va a lo suyo, corriendo.