Sevilla
Unas horas más tarde, desde la azotea de la casa contigua, Carmen y algunas mujeres contemplan las señales de la revolución y se angustian por la suerte de sus hombres cada vez que suena un disparo. De vez en cuando llega alguien con noticias. Los obreros sindicalistas están invadiendo el centro de la ciudad donde se hallan los edificios oficiales y las viviendas de los propietarios. Los acompaña una entusiasta muchedumbre de mujeres y mozalbetes que al grito de libertad y revolución saquean las viviendas y las tiendas de los ricos. Los revolucionarios han asaltado el palacio de la condesa de Santa Teresa, y el de la condesa de Mesada, el de la de los Rubios, y las residencias de las familias Candau y Marañón; también han robado en la Escuela Social Obrera de los salesianos y en la casa de don Luis Mensaque. Lo que no pueden aprovechar, lo destruyen: el caso es acabar con la propiedad. En el patio del palacete de los Luca de Tena había cinco automóviles: los han sacado a la calle y les han prendido fuego.
Casi todos los propietarios han huido abandonando sus riquezas. Los burgueses explotadores del obrero desamparan sus propiedades para ponerse a salvo. Muchos se acogen en los hoteles y en los casinos del centro de la ciudad; otros se sienten más seguros en sus fincas y cortijos, lejos de Sevilla.
Se van conociendo noticias particulares. A don Luis Mensaque el tribunal popular lo ha fusilado contra los muros del colegio del Campo, en Pagés del Corro. Muchos curas se han vestido de seglar para disimular su condición y escapar del linchamiento, pero a otros los delata la tonsura. Al cura José Vigil Cabrerizo, de veintinueve años, lo sacan a empellones de su casa y lo tirotean en presencia de sus padres y de sus dos hermanas, que han salido a suplicar clemencia. Cuando lo arrastran, agonizante, para arrojarlo a las llamas de su iglesia incendiada, la madre se arrodilla ante los milicianos y con los brazos en cruz suplica que no hagan tal cosa, que se lo maten allí mismo. El párroco de San Bernardo, ya anciano, ha muerto de la impresión, al ver arder su iglesia.
En las zonas ocupadas, los sindicatos establecen controles armados. En el Altozano, en el arranque del puente que enlaza Triana con Sevilla, las milicias han levantado una barricada para defender el barrio de posibles ataques fascistas.
Starken. Alemania
Maika había tenido, años atrás, una especie de idilio con los bolcheviques, el sarampión propio de la edad juvenil o, como tía Ursula prefería denominarlo, «la desgraciada consecuencia del único error que he cometido en mi vida: consentir que esta muchacha atolondrada fuera a estudiar a Inglaterra, simplemente porque era la moda entre las familias linajudas de Koenigsberg».
A principios de los años treinta, en las universidades inglesas más prestigiosas, Oxford y Cambridge, frecuentadas por estudiantes procedentes de las mejores familias, muchos alumnos se hicieron comunistas. Quizá se trataba solamente de una manifestación de juvenil rebeldía contra las clases acomodadas y muy conservadoras de las que provenían. El fenómeno afectó solamente a dos o tres promociones, pero fue muy intenso. Todavía durante la huelga general de 1926, los jóvenes universitarios de Oxford y Cambridge eran tan conservadores que se ofrecieron voluntarios como carteros, conductores de autobús y descargadores para cubrir los puestos que los obreros huelguistas desamparaban. Tres años después, cuando el crac de la economía capitalista dejó en la calle a millones de obreros, a muchos jóvenes idealistas de Oxford y Cambridge les pareció que las democracias capitalistas habían fracasado y que era necesario barrer aquella podredumbre y sustituirla por un orden nuevo. Unos se hicieron fascistas o nazis; otros volvieron sus ojos al comunismo. En Oxford y Cambridge el comunismo llegado de la ignota Asia parecía menos doméstico que los fascismos europeos, era mayor novedad. Las noticias de Rusia eran halagüeñas. En el utópico paraíso comunista no había desempleados, la gente trabajaba en las nuevas fábricas, el ciudadano era feliz, la Rodina, la Madre Patria, cuidaba de todos como una madre providente y sabia: la economía bien planeada, la producción calculada para cubrir las necesidades del ciudadano y no para el medro de unos privilegiados. En Rusia todos los niños recibían la misma educación, en escuelas mixtas y públicas. A los alumnos de Oxford y Cambridge las duchas frías de sus vetustos colegios, el uso de la corbata desde los seis años, las vacaciones anuales en una mansión campestre con la familia, las excursiones culturales a Italia o Grecia, los buenos modales en la mesa, todo aquel conglomerado de trasnochadas normas y costumbres victorianas les parecían una camisa de fuerza intolerable. Lo que ellos ansiaban era la libertad del comunismo, la abolición de clases, sentirse libres como los obreros, marchar codo a codo con ellos sin modales que observar ni tradiciones que respetar. El sueño comunista era tan bello que muchos sucumbieron. Maika, como tantos estudiantes de Oxford, se entregó al comunismo, al amor libre y a la divulgación de ideas igualitarias. Como sus otros amigos comunistas, dio en vestirse de manera estrafalaria, en frecuentar tabernas menestrales y en exhibirse por los lugares de moda con algún sobado tomo de las obras de Marx o Lenin bajo el brazo. Incluso fue un poco más lejos que la mayoría de sus compañeros conversos puesto que modificó su apellido, suprimiendo el aristocrático von y adoptando el nombre de guerra Nadia, tan ruso, para las citaciones a reuniones clandestinas.
Durante un par de años, la joven Maika vivió inmersa en la embriaguez de las discusiones políticas en clubes comunistas y socialistas. Después comenzó a pensar que el materialismo dialéctico genuino consiste en dejarse de palabrería y pasar a la acción, y comenzó a acostarse con obreros a los que en los descansos intercoitales intentaba catequizar sobre la necesidad de la revolución comunista. Tras intentarlo con muchos tuvo que admitir que el obrero inglés, aunque pasable en la cama, era bastante elemental e impermeable a las ideas. Entonces concibió la idea de trasladarse al paraíso comunista, a la Gran Rusia, y acostarse con verdaderos obreros rusos, aquellos superhombres que aparecían en los carteles de propaganda soviética.