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Starken. Alemania

—Hace un día espléndido, barón —anunció rutinariamente el mayordomo Schulz al tiempo que descorría la cortina que cubría la ventana—. Frau Ursula lo espera para desayunar en el comedor a las nueve y cuarto.

Era un espléndido día de lluvia, con el cielo gris oscuro y el aire tan cargado de humedad que casi se respiraba agua. Rudolf abrió los ojos a la turbia luz que se filtraba por la ventana. En el marco de piedra gótica, tras los cristales emplomados, entre el celaje del aguacero, se distinguían apenas las copas de los árboles más cercanos y el confuso bosque que rodeaba el castillo. Reparó en la fotografía del escritorio. La había contemplado tantas veces que conocía de memoria cada detalle: su padre y otros tres jóvenes aviadores de la escuadrilla de Von Richtoffen, el «circo» Richtoffen, en un aeródromo de la campiña francesa, a principios de 1917. Cuatro jóvenes caballeros del aire que cuando terminó la guerra totalizaron ciento cincuenta aviones enemigos derribados: ciento cincuenta torneos victoriosos contra otros tantos caballeros en veloces máquinas armadas de ametralladoras. Gustav, en su infancia de huérfano de reverenciado héroe, gustaba de imaginarse a su padre como un caballero teutónico, uno de aquellos primeros Von Balke de los que hablaba tía Ursula, los que ensancharon el territorio alemán por el este arrebatando Prusia a los eslavos, polacos, magiares y rusos. En segundo plano, detrás del grupo, un aparcamiento de biplanos Albatros D. II, el avión de su padre. Junto a la enorme cruz negra que constituía el distintivo alemán lucía una gran inicial, la B de Balke. En aquel mismo aeroplano, meses después de ser tomada la fotografía, el barón Von Balke fue abatido sobre el frente belga. Los cuatro pilotos sonreían embutidos en sus entalladas chaquetas de vuelo y tocados por sus gorros de aviador, las gafas sobre la frente y los fulars de vivos colores anudados con coqueta negligencia. Cada uno había firmado debajo. Las tintas, como los recuerdos, palidecían con los años, pero aún podía leerse: Manfred von Richtoffen (el Barón Rojo, comandante de la escuadrilla), Ernst Udet, Gustav von Balke y Hermann Goering.

Después de vestir un uniforme de calle, limpio y cuidadosamente planchado, con el que era casi obligado comparecer ante tía Ursula, Rudolf se encaminó al comedor.

Frau Ursula era una anciana huesuda que recogía su cabello gris en un severo moño al estilo de treinta años atrás. En su rostro surcado por las arrugas quedaban suficientes vestigios de una pasada belleza, y su boca, cuyo habitual gesto adusto había cincelado una mueca trágica, estaba dibujada por unos labios que un día fueron apetecibles y sensuales.

Aquella mañana la anciana se había ataviado especialmente para recibir a su sobrino con un severo vestido de hilo que remataba en una pequeña gola de encaje. Sentada muy derecha, sin apoyarse jamás en el respaldo o en los brazos, en un sillón más alto que ella, en la cabecera de la mesa larga y rectangular, lo esperaba con disimulada impaciencia. Aunque la habían educado en la vieja norma prusiana que consistía en reprimir toda manifestación de sentimientos y aceptar la alegría con la misma indiferencia que la tristeza, cuando vio aparecer a su sobrino, tan apuesto y viril en su uniforme, no pudo reprimir el deleite y exhibió una ancha sonrisa. Se dejó besar ambas mejillas y retuvo firmemente las manos de Rudolf entre las suyas mientras le contemplaba el rostro casi con arrobo de enamorada.

—Estás algo más delgado, Lufty. ¿Te alimentas bien?

—Muy bien, tía. Hermann nos alimenta divinamente.

Hermann era el ministro de Aviación, Hermann Goering, un antiguo habitual del castillo cuando era camarada de armas del padre de Rudolf en el «circo volante» de Richtoffen.

—Pues en ese caso debes dormir más porque te encuentro escuálido. —Aumentó la presión de sus manos y preguntó en tono confidencial, casi en un susurro—: ¿Vas con mujeres?

—En mi vida no hay más mujer que tú, tía —bromeó el piloto.

Ella aceptó el cumplido con indisimulado placer, pero después comentó melancólicamente:

—¡A saber en qué compañías andarás por esos mundos…!

Rudolf sonrió y desasiéndose de las manos de la anciana tomó asiento junto a ella. A una mirada de la señora, la doncella de delantal y cofia bordados acudió a servir el café.

El comedor era una pieza espaciosa con dos grandes ventanales que daban al jardín posterior donde tía Ursula cultivaba rosas y petunias. A aquella hora de la mañana, con la caldera de la calefacción recién encendida, era la única estancia de la casa donde no hacía frío. Dos gruesos troncos de abeto se consumían en la amplia chimenea sobre la que se reproducía en mármol el estandarte de los caballeros teutónicos, una cruz negra sobre fondo blanco.

—¿Cómo van las cosas por aquí, tía? —preguntó Rudolf mientras se untaba una tostada de mantequilla.

—La casa da mucho trabajo y cada vez luce menos —se quejó la anciana—. Hay goteras en la sala de música, la claraboya del estudio tiene dos cristales rotos, el estanque del jardín cría algas y ovas, el huerto está cada vez más descuidado, y no digamos el invernadero, ¡qué lástima, con la ilusión con que lo trajo tu padre de París, cuando la Exposición de 1900!… Trabajo no falta y hay tantas cosas que reclaman atención: cuadros, porcelana, plata, ropa, que muchos días me voy a la cama muerta de cansancio sin haber podido leer una línea.

—Debes tomarte las cosas con más calma.

Rudolf iba a preguntar por su hermana Maika cuando ésta apareció.

—Hola, ¿estás aquí?

Se besaron. Ella no manifestó mucho entusiasmo. Era pelirroja, pecosa, feúcha y además algo depresiva.

—Siento llegar tarde —se excusó la joven con una sonrisa helada que subrayaba la falsedad de las palabras, mientras tomaba asiento al otro lado de la mesa, frente a su hermano—. ¿Me he perdido algo? Anoche me dieron las tantas de la madrugada leyendo literatura subversiva. No te oí llegar, Rudolf.

Tía Ursula enarcó una ceja.

—¿Literatura subversiva?

—Estoy de broma, tía. Solamente leía a Voltaire. ¿Sabes quién es Voltaire, hermano?

El teniente ignoró la impertinencia y continuó extendiendo mantequilla sobre su tostada. Quizá no tuviera tantas lecturas como Maika, pero tampoco era un patán.

—He descubierto que Voltaire no sólo aborrecía a los curas —prosiguió la joven—: tampoco le gustaban los militares. Se burlaba de lo que él llamaba «el estruendo de los héroes».

Maika tomó una galleta de la fuente de plata y le propinó una sonora dentellada con gesto desafiante.

En otro tiempo aquella actitud le hubiese acarreado una severa reprimenda, pero ya Frau Ursula había cumplido los ochenta y había desistido de meter en vereda a la rebelde. Por otra parte la inestabilidad emocional de la muchacha, con dos intentos de suicidio y algunos episodios demostrativos de una conducta errática, habían convencido a la familia de que era mejor seguirle la corriente y no contrariarla demasiado.

La anciana bajó la mirada a su taza y carraspeó ligeramente. El aviador casi podía leerle los pensamientos. No sé qué vamos a hacer con esta chica, que no ha sacado nada de nuestra familia.

«Nuestra familia», una expresión que la anciana repetía mucho cuando hablaba de los Balke, la estirpe militar de su rama paterna.

Sevilla

A través de la ventana abierta el rumor del patio ha crecido de pronto. Carmen se asoma a ver. Un mozalbete acaba de llegar con noticias sorprendentes.

—¿Qué pasa?

La vecina está acodada en la galería de madera. Se vuelve.

—Que los militares se han sublevado en Melilla. Se escucha una voz desde el patío: —¡Esto es la revolución! Y otra que dice:

—¡Los que sean hombres y tengan cojones que se vengan a la CNT!

Cunde el revuelo por el corral. Los que tienen radio la sacan a la galería e invitan a los vecinos. Hoy no se trabaja. Hoy hay que ponerse a las órdenes de la revolución.

—¡Lo primero que tenemos que hacer es quemar las iglesias! —propone una voz.

—¡Eso, eso, abajo el clero y la opresión!

—¡Y lo segundo ir a por los señoritos!

—¡Viva la libertad!