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Sevilla

Cae el sol a plomo sobre el corral de vecinos, la flama asciende de las piedras y asfixia a los gorriones refugiados bajo los aleros. El cobertizo de los lavaderos y los retretes está desierto a la hora canicular. Carmen se congratula de que no haya nadie en las galerías porque no le apetece contestar las preguntas de ninguna vecina. Ya ha dejado de llorar, pero la sensación de rabia y de asco persiste. Asciende la estrecha escalera que conduce a su vivienda sin ni siquiera saludar a sus geranios, plantados en viejas latas de carne de membrillo.

Abre la puerta y sorprende a los hombres de la casa, a su padre y a su hermano, arrodillados delante del modesto aparador. Se quedan pasmados, como cogidos con las manos en la masa.

—A ver, ¿qué estáis haciendo ahí el par de dos? —se encara con ellos.

Los dos hombres ponen cara de niños cogidos en falta.

—No te sulfures, Carmela —explica el padre—, que esto te lo vamos a dejar lo mismo que estaba. Es que estamos guardando aquí unos papeles.

—¡Estáis escondiendo propaganda del sindicato! —acusa ella—, porque como sois los más tontos del sindicato, todo lo que pueda comprometer a alguien os lo endilgan a vosotros y me lo metéis en casa.

—Los demás también se llevan su parte —protesta el hermano adolescente, aunque sin demasiada convicción—; aquí nadie es menos que nadie.

—¡Sois un par de tontos, y por meteros en política vamos a acabar muriéndonos de hambre! Vosotros sin trabajo y a mí que me echan del mío.

—¿Cierran, entonces, el taller?

—Sí. Lo cierran —admite Carmen dejándose caer en una silla, los brazos desmayados sobre el regazo.

Prefiere que achaquen su abatimiento a la perspectiva de perder el empleo. No les va a contar la propuesta de Torres Cabrera. Menudos son.

El padre se acerca a la muchacha y le rodea los hombros con el brazo. Es un hombre enteco y tostado, vestido con el blusón de los de su oficio, aunque lleve tiempo sin darle a la garlopa.

—¡Ea, Carmelilla, no te sofoques, que ya saldremos adelante! —la consuela—. Hoy, Braulio, el de la Hojili, nos ha dicho que a lo mejor nos puede dar algunos días de trabajo recogiendo chatarra.

—¡Sí! —estalla la chica—. ¡Recogiendo chatarra! ¡Mira tú qué trabajo para el mejor ebanista de Sevilla!

—¡A ver, hija, lo que sea mientras esperamos a que mejoren las cosas!

—¿Mejorar las cosas? —se sulfura Carmen nuevamente—. ¿Cuándo van a mejorar las cosas?

Los dos hombres cruzan una mirada.

—En otros sitios han mejorado —opina el muchacho.

—¿En otros sitios? —Carmen da rienda suelta a su mal humor—. ¿Dónde? En Rusia, ¿no? El hermano saca pecho.

—Pues sí, Carmela: en Rusia mismamente. Y eso es lo que estamos intentando los trabajadores aquí, a pesar de las mujeres de unos y de las hermanas de otros. Las mujeres es que habéis nacido para resignaros, pero la lucha obrera nos tiene que liberar de la explotación capitalista.

Ella los contempla desdeñosamente y niega con la cabeza.

—¡Pero qué ciegos estáis!

Moscú

Muchas veces a lo largo de su vida Yuri Antonov pensaría que lo que marcó su destino fue la coz de un caballo. Yuri Antonov había nacido en Soka, una aldehuela de Tobolsk, un par de docenas de cabañas y de cobertizos en torno a un barrizal, donde no se podían dar tres pasos sin pisar una plasta de vaca. Era hijo de un pobre siervo de la tierra con vocación de esclavo que servía de felpudo al conde propietario de la aldea. Yuri Antonov se ruborizaba cada vez que recordaba a su padre arrodillado para que el conde apoyara una bota en su espalda al subir al caballo. Cuando la revolución abolió los privilegios y entregó la aldea a los estajanovistas, el padre de Yuri transfirió su fidelidad a Vladimir Morosov, el alcalde designado por el Partido. Morosov tenía mayores aspiraciones que pudrirse en Soka, de manera que viajaba frecuentemente a Moscú, donde tenía una querida y visitaba a algunos amigos importantes. En ausencia del alcalde, la administración de Soka quedaba en manos del padre de Yuri. Durante el primer Plan Quinquenal, el alcalde Morosov consiguió que Soka fuese designada Comunidad Soviética Ejemplar, gracias a un amigo del Ministerio de Desarrollo que falseó los datos de producción de leche y remolacha. Cuando faltaban sólo dos días para que el ministro de Desarrollo se personara en Soka para condecorarlo, Morosov sufrió un ataque cardíaco cuando testimoniaba su pasión a su amante, a la que había invitado al evento, sobre la requisada cama del conde, en el palacete convertido en museo y casa comunal. El padre de Yuri, que en aquel momento se encontraba en el piso bajo del palacete, amañando las cuentas del municipio con ayuda del secretario para ajustarías a la nueva contabilidad, escuchó los aullidos histéricos de la mujer. Acudieron prestamente al dormitorio condal, pero ya el alcalde había finado y lo único que pudieron hacer fue calmar a la señora. Para ocultar las delicadas circunstancias en que el laureado Vladimir Alexéievich Morosov había pasado a mejor vida, al secretario se le ocurrió trasladar el cadáver a las caballerizas para que pareciera que un caballo lo había coceado produciéndole la muerte. Llegaron el juez y el médico, ambos miembros del Partido, y el secretario los tomó aparte y les explicó lo ocurrido. Se hicieron cargo de la situación y no hubo más que hablar. Después de diversas idas y venidas al teléfono más próximo, distante cinco kilómetros de Soka, y de diversas consultas a Moscú, se acordó que la versión de la coz equina merecía todas las bendiciones del Soviet Supremo. Vladimir Alexéievich Morosov fue condecorado postumamente con la Medalla del Honor como udarnik o «campeón del trabajo», muerto en el cumplimiento de su deber, y se le consagraron unas solemnes exequias.

El día del funeral de Morosov los tres altos cargos del ministerio asistentes al emotivo acto celebraron una breve conferencia en la sala de juntas del ayuntamiento y acordaron que, puesto que la prensa había anunciado ya la concesión del premio a la productividad estajanovista, era preferible mantener las cosas como estaban. Esto implicaba nombrar nuevo alcalde al padre de Yuri y condecorarlo como udarnik. Dos días después, un camión cargado de guirnaldas, de retratos gigantes de Lenin y de banderas amaneció en la plaza de Soka. Los treinta y dos habitantes del pueblo se pusieron a las órdenes del realizador del Noticiario Soviético y decoraron profusamente los rincones del municipio que aparecerían en la película. A media mañana llegaron las jerarquías soviéticas, el ministro de Trabajo y el secretario general, así como una compañía de honores que desfiló frente al ayuntamiento. En la sala de juntas, el padre de Yuri, lavado, vestido y peinado como el día de su boda, recibió con lágrimas en los ojos la medalla destinada al alcalde difunto. En el montaje aparecía leyendo unas palabras de agradecimiento, pero en realidad esa escena se rodó después, en un primer plano que no requería acompañamiento alguno. El viejo Lev no sabía leer.

Delante de la cámara, el ministro de Desarrollo pellizcó cariñosamente la mejilla de Yuri, que entonces tenía doce años, y le preguntó qué quería ser de mayor. El niño había sido aleccionado por el maestro de ceremonias para que contestara «Quiero ser soldado soviético». El ministro, al escuchar la respuesta del rapaz, se volvió hacia la cámara y pronunció: «El hijo del camarada Lev Konstantinovich Antonov irá a la Academia y será soldado soviético».

Antes del mediodía terminó la filmación y las jerarquías regresaron apresuradamente a sus automóviles porque tenían un almuerzo en Kíev y ya iban justos de tiempo. El maestro de ceremonias y sus ayudantes guardaron en su camión cámaras, focos, banderas, retratos y guirnaldas.

Cuando los forasteros se marcharon, la aldea se quedó tan triste y desolada como siempre. Parecía que todo había sido un sueño, pero a las dos semanas se recibió un oficio citando al cadete Yuri Petrovich Antonov en la Academia de Kíev. Acompañaban al oficio el salvoconducto y los vales pertinentes para el desplazamiento y las comidas del futuro cadete y el miembro que el Comité designara para acompañarlo. Su madre y sus hermanas lo despidieron con lágrimas, pero el viejo Lev, enorgullecido, consiguió reprimir virilmente las suyas.

Sevilla

En los corrales de vecinos se vive con la luz del día. Sus modestos inquilinos ahorran electricidad o petróleo, se acuestan temprano y se levantan al amanecer. Hay que aprovechar las horas del fresquito en los quehaceres más pesados, antes de que el calor sea demasiado agobiante. Carmen dispone de dos horas para dejar la casa arreglada porque no entra en el taller hasta las nueve. Antes de marcharse baja a la fuente, a llenar el cántaro y el botijo.

El Corral de la Higuera es de los más antiguos de Sevilla, en el corazón de Triana. Es un gran edificio rectangular, construido en torno a un espacioso patio empedrado en cuyo centro se levanta la fuente, el cobertizo del lavadero y una fila de retretes públicos. El empedrado del Corral de la Higuera, cuando está recién regado, se muestra oscuro y brillante en contraste con la cal azulada de los muros y el verde y el rojo de los geranios, de las gitanillas, de los jazmines, de las damas de noche. Las puertas de las viviendas, todas modestos pisos de dos habitaciones, tres a lo sumo, se abren a dos galerías sostenidas por pilastrillas de madera pintadas de azulete que recorren todo el contorno del patio. La gente cocina en hornillos portátiles de chapa y yeso que sacan a la galería para evitar que la vivienda se impregne de los olores del guiso. Los niños corretean por todas partes; los ancianos se reúnen en el patio, cada cual arrastrando su silla, y allí hacen corros y tertulias. Al Corral de la Higuera no le faltan ni sus salamanquesas sobre la pared encalada, cerca de la farola.

Aquel día diecisiete, que nadie va a olvidar, los hombres más jóvenes no se reúnen junto al pozo, como suelen. Casi todos andan en los mítines o en los sindicatos, recibiendo consignas. Son días de muchas reuniones, días asamblearios y comunales, días viriles de tomar decisiones, días de soñar en la revolución, en la libertad, en la igualdad, en el país utópico de las enormes fábricas y de los obreros sonrientes que prometen los carteles y los noticiarios soviéticos.

Carmela, desde la ventana, contempla con preocupación el apresurado ir y venir de los hombres. Advierte cuan quebradizo y provisional es el mundo masculino, cómo la locura idealista o el mezquino interés de unos pocos pueden alterar la vida de todos. Sabe que su padre y su hermano tienen razón; está convencida de que las injusticias del mundo deben suprimirse, o por lo menos atemperarse, de que el obrero debe sacudirse el yugo patronal, pero al propio tiempo no puede dejar de pensar que todo aquello es una utopía. Gentes como ella, o como los pobres vecinos del Corral de la Higuera, ¿cómo van a arrebatarles sus privilegios a los Torres Cabrera? Su padre y su hermano y otros como ellos siempre están esgrimiendo el ejemplo de Rusia, pero ¿dónde está Rusia? ¿Quién sabe cómo son las cosas allí? Creen que Rusia los ilumina como un faro, pero a lo mejor los deslumbra también. Quizá allí hayan ejecutado al zar y a la nobleza, pero en Sevilla las cosas son distintas. Sevilla está cerca, está encima y aquí la realidad es densa, pesa y abulta más que los sueños. En Sevilla los señoritos como don Lorenzo Torres Cabrera tienen pistolas y cañones, calabozos y aeroplanos. Pueden mirar al obrero con sorna y desprecio. Gentes como su padre y como su hermano, ¿qué van a poder contra tanta fuerza y tanta maldad?