Moscú
Dormían las estepas rusas, la tundra infinita, las montañas, los bosques, las aldeas de barro, las ciudades con palacios de mármol e iglesias de doradas cúpulas en forma de cebolla, pero Stalin era hombre de hábitos nocturnos, como el lobo siberiano, y ello obligaba a madrugar a sus colaboradores más directos. Por eso, en cierta modesta colonia militar, a cien kilómetros de Moscú, hacía rato que una ventana del cuarto piso permanecía iluminada. Detrás de aquella ventana el teniente Yuri Petrovich Antonov se afeitaba esmeradamente frente al carcomido espejo del baño.
El teniente no había conseguido conciliar el sueño esa noche. El propio Stalin iba a recibirlo en el Kremlin. Stalin en persona, el zar rojo.
Antes de marchar, entró en el dormitorio y besó levemente la mejilla de su esposa, la terrible Olga Igorovna, que resoplaba fragorosamente durmiendo o fingiendo dormir; besó también a sus hijas, Lena y Tatiana, de cuatro y cinco años de edad, que dormían en una cama plegable instalada en el exiguo saloncito del apartamento. El teniente descolgó la gorra y la guerrera de la percha de la entrada y cerró la puerta tras él sin hacer ruido. Abajo lo esperaba un enorme coche oficial negro.
Starken. Alemania
—Creo que no cenaré, Wilhem —anunció el barón—. Almorcé fuerte en Stettin y no tengo mucho apetito. Puedes irte a la cama. Muchas gracias.
El mayordomo hizo una reverencia y se retiró.
Como el animal que regresa a su madriguera y comprueba por el olor que todo ha seguido en su lugar durante la ausencia, el barón Rudolf von Balke se detuvo en el umbral del enorme y helado salón principal decorado con estandartes y gallardetes arrebatados al enemigo en remotas batallas, y percibió los aromas familiares. Olía a humo y a cuero, a resina y a cera, los olores que junto al de la tierra mojada y al de la grasa del mono de vuelo de su padre constituían la primordial memoria olfativa del piloto.
En el alfarje del techo, en preciosa letra gótica alemana, las minúsculas en negro y las capitales en rojo, estaban inscritas las famosas palabras de Federico Guillermo I: «Todos los habitantes del país han nacido para las armas». Todo el castillo de Starken era como un devoto monumento al rey sargento. El castillo, como observó con disgusto la madre de Rudolf cuando llegó a Starken de recién casada, «estaba repleto de chatarra heroica salpicada de sangre seca». Tía Ursula nunca había perdonado aquel frívolo comentario. Fue el comienzo de su antipatía hacia la pizpireta y superficial cuñada que su hermano le traía de Bremen.
Mientras avanzaba por los anchos corredores decorados con panoplias y trofeos militares, mazas y flechas, ballestas y yelmos, croquis de batallas y óleos que las representaban, Rudolf von Balke tornó a rumiar su descontento y se preguntó si había obrado cuerdamente al agenciarse un permiso para celebrar su vigésimo séptimo cumpleaños en el castillo. En aquel edificio cada reliquia parecía pregonar el fracaso vital del último guerrero de la estirpe. Desde el nacimiento del vigésimo quinto barón Balke, incluso desde mucho antes, desde que existía memoria de su linaje, su destino había sido una ininterrumpida preparación para la guerra. Lamentablemente la Alemania débil y postrada de la posguerra ofrecía escasas oportunidades a los héroes.
Ya en su habitación, después del baño tibio, Rudolf von Balke enjugó con la manga del albornoz el vaho que empañaba el espejo y contempló con interés su propia imagen. Era muy alto, aunque la práctica del montañismo, la caza y la natación le habían proporcionado una elástica musculatura que lo salvaba de parecer desgarbado. Su cabello era tan rubio que casi parecía blanco. La tez clara, aunque ligeramente bronceada por el aire y el sol, los ojos azules grandes y melancólicos, los labios finos y bien dibujados, el mentón firme. El joven teniente hubiera podido figurar sin desventaja en una de las revistas gubernamentales que presentaban atletas arios, tipos raciales perfectos, la clase de ciudadano de casta superior que la Nueva Alemania debía promocionar. En su armoniosa cabeza militar pelada a cepillo, casi al cero, sólo desentonaba la nariz, quizá excesiva. Rudolf von Balke nunca había sentido el menor complejo a causa de su nariz. Es más, se sentía orgulloso de ella. La nariz poderosa era la marca de la familia Balke. Aquel gran apéndice nasal se repetía en los héroes teutónicos y prusianos retratados en los muros del castillo.
De pronto, en la adormecedora placenta del cuarto de baño invadido de vapor, Rudolf se sintió sumamente cansado. Con disciplinado automatismo castrense, tiró del cordón que liberaba el tapón de la bañera, extendió las toallas sobre el secadero y se fue a la cama. Antes de que el sueño lo venciera, repasó mentalmente el minucioso programa que había elaborado para aprovechar sus diez días de permiso: cazar, cabalgar a Rosenkospe, visitar a cierta amiguita de Koenigsberg, escuchar por enésima vez las hazañas de los antepasados en labios de su anciana tía y discutir, esperaba que no demasiado acaloradamente, con su hermana Maika. Durante unos días disfrutaría de sábanas finas, cama blanda, comida suculenta, aire libre. Esta perspectiva no le entusiasmó. Antes de dormirse se entregó a su pasatiempo favorito: imaginarse actuando heroicamente en futuros combates. El sueño lo venció, como otras veces, arrullado por el rugido de los motores, el matraqueo de las ametralladoras. En la oscuridad de su alcoba, en el castillo rodeado de bosques, el joven oficial olfateaba el acre olor de la cordita quemada.