Sevilla
El exoficial del Ejército y rico heredero en expectativa, Lorenzo Torres Cabrera, ataviado con un arrugado traje de lino crudo, emerge de la sombra del portal y se interpone en el camino de Carmen.
—¿Adónde vas con tanta prisa, Carmelilla?
Ella, al reconocerlo, desvía la mirada y hace por continuar su camino, pero él la agarra del brazo.
—Hazme el favor, que yo te estoy hablando con educación.
Ella, irritada, intenta desasirse, pero la presa es firme.
—Si me quiere tratar con educación —replica seria, mirándolo a los ojos—, déjeme usted que siga, que usted y yo no tenemos nada que hablar.
Sonríe el hombre exhibiendo su dentadura lobuna en la que brilla un incisivo de oro.
—Tú sabes que sí tenemos de qué hablar, Carmelilla. Vamos a sentarnos tranquilamente en La Espiga de Oro, nos tomamos un refresco y después te vas, y en paz. De verdad que te interesa hablar conmigo. Ya me he enterado de que pueden cerrar el taller de Chao, y si algo sobra en Sevilla son modistas. Yo vengo a proponerte trabajo.
La muchacha parece considerar la oferta. El antiguo oficial afloja la presión del brazo.
—Bueno —dice Carmen—, pero sólo será tomar un refresco, ¿eh?
—Nada más, mujer, que yo sólo quiero tu bien.
Al cruzar la calle para entrar en La Espiga de Oro, Torres Cabrera se retrasa para contemplar las caderas y el trasero de la muchacha. Es un hombre de apetitos elementales. Desde que se propuso gozar a esta mujer, años atrás, cuando ella era casi una niña, no la ha podido apartar de su pensamiento. Cuando va de putas escoge a la que más se parece a Carmen, cierra los ojos y se imagina que la posee a ella. Ni siquiera pudo olvidarla cuando lo destinaron dos años en la Comandancia de Melilla. Cada vez que echaba de menos Sevilla pensaba primero en su madre, doña Angustias, y después en Carmela. La muchacha entró de criada en su casa cuando todavía era una niña, y en cuanto le despuntaron las tetas, su padre y él se encapricharon de ella, casi al mismo tiempo.
—Si no fuera por esos rojazos de su familia, ella comía en mi mano —se queja Torres Cabrera a sus íntimos en las borracheras melancólicas—. Comiendo en mi mano estaba si no fuera por el padre. Pero el padre es gente soberbia, un obrero resabiado y un rojo, y la puso en la escuela con la puta republicana ésa, Herminia o como-se-llame, y entre los dos me han maleado a la muchacha metiéndole en la cabeza cuatro quimeras.
El café es amplio e higiénico. Una docena de veladores de mármol, sillas de tijera, barra de caoba y azulejos en la pared del fondo. Toman asiento la costurera y el antiguo oficial. Acude solícito un camarero delgado con largas patillas y mandil ceñido al torso como una venda.
—Buenos días, don Lorenzo y la compañía, ¿qué va a ser?
Carmen adivina, por la sonrisa cínica del camarero, que no es la primera vez que don Lorenzo luce a una mujer en aquel establecimiento.
—La señorita, lo que pida, y yo una cazalla de la que escondéis debajo de la barra. No me la vayas a dar del garrafón, que te piso la cabeza —bromea.
—Una zarzaparrilla —pide Carmen.
Quedan nuevamente solos. Don Lorenzo ha escogido el velador más apartado.
—Ya me he enterado de que Felisa se va con la hija a Valencia y cierra el taller —informa el antiguo oficial en tono preocupado—. Ahora te quedarás sin trabajo y tu padre y tu hermano tampoco lo tienen, por sus malas cabezas.
—¡Por sus malas cabezas, no! —salta Carmen con la mirada encendida—. Porque ellos son trabajadores y formales.
—Sí —concede el hombre, y emite un suspiro resignado—. Pero se meten en política y en los sindicatos. El obrero debe estar con el patrón: no se puede morder la mano que te alimenta. ¡A ver ahora de qué vais a comer!
Carmen calla. Le repugna tanto aquel hombre que para evitar mirarlo a la cara finge que juguetea con una servilleta de papel, retorciéndola entre sus descarnados dedos de modista y de fregona.
—Usted había dicho que a lo mejor tenía trabajo para mí —le recuerda en tono apropiadamente sumiso.
Llega el camarero con las bebidas. Mientras las sirve, Torres Cabrera se retrepa en la silla para contemplar apreciativamente a la muchacha y tasar sus encantos: los brazos hermosos, el cuello largo y apetecible, el pelo espeso y negro, los pechos pugnaces que ella intenta disimular arqueando el busto y adelantando los brazos, los labios gordezuelos que un día —¡cómo olvidarlo!— besó brutalmente en una escalera oscura, a traición.
Se aleja el camarero. Torres Cabrera vuelve a apoyar los codos en el mármol acortando distancias.
—Tú sabes que te quiero bien, Carmelilla —susurra—, y que lo único que intento es solventar tus problemas; que vivas bien; que vivas como una señora. Yo soy generoso, eso tú lo sabes.
La muchacha lo mira directamente a los ojos. Hay ira y decepción en su mirada.
—Usted me ha dicho que tenía trabajo…
—Bueno. —Sonríe el antiguo oficial con suficiencia—. Yo te lo propongo y tú te lo piensas, pero déjame hablar y no me interrumpas antes de que acabe. —Hace una pausa reflexiva, como si le costara revelar algún secreto, y prosigue—. Mira: mi madre está repartiéndonos las fincas a los hijos y ya mismo voy a heredar el cortijo de los Jarales con sus olivos, sus trigales y su ganadería de reses bravas. Dinero no me va a faltar y el que esté a mi sombra algo cogerá. Yo te pongo un piso en la calle Feria, que ya lo tengo visto, un sitio estupendo, enfrente del mercado, y tú sólo tendrías que hacer allí las cosas de la casa, y darme a mí, de vez en cuando, un poco de compañía. A tu padre y a tu hermano les busco un puesto en la fundición de Artillería, que soy amigo y compadre del coronel jefe. —Levanta un dedo admonitorio y recalca—: Siempre con la condición de que se olviden de los sindicatos y no sean revoltosos.
Se quiebra la servilleta de papel entre los dedos de la muchacha. Los ojos enfurecidos y arrasados en lágrimas parecen todavía más bellos.
—¡Qué tonta soy! —exclama—. ¡Tenía que habérmelo figurado, que usted lo que quería era insultarme, una vez más! Yo no quiero ser la querida de nadie aunque me muera de hambre.
Carmen se levanta arrastrando la silla, rescata su bolso y abandona el establecimiento airadamente sin volver la vista atrás. Afuera el fogonazo deslumbrador del sol acoge sus primeras lágrimas grandes y calientes cuando se deslizan por las mejillas.
Torres Cabrera sigue con la mirada la fuga de la muchacha mientras esboza una sonrisa cínica y un gesto teatral de chulesca suficiencia. Goza en Sevilla de fama de mujeriego y prefiere que los parroquianos que han asistido a la escaramuza piensen que domina la situación.
—¡A ver, Matías, llena este vaso!
—Parece que se resiste la gachí, ¿no, don Lorenzo? —comenta el camarero mientras escancia la bebida.
—Se resiste la potra —declama el antiguo oficial para la audiencia—, pero a ésta la domo yo y me la meriendo. ¡Como a todas!
Se toma la cazalla de un trago, a lo macho, con la amargura del fracaso sólo para él. Nadie tiene por qué saber, ni siquiera él mismo, lo que duele estar enamorado de una criada, un sentimiento tan vergonzoso y contra natura.