YO, Miriam de Nazaret, María según mi nombre en la lengua de Roma, hija de Joaquín y de Ana, me dirijo a Mariamne de Magdala, María según su nombre en la lengua romana, hija de Raquel.
Al principio la palabra,
Dios es palabra, Dios, palabra que engendra la palabra.
Al principio, sin ella nada ha sido de lo que fue.
Palabra, la luz de los hombres, sin ninguna oscuridad.
La palabra del principio, la noche nunca la comprendió.
Me dirijo a Mariamne de Magdala, mi hermana de corazón, de fe y del alma. Me dirijo a todas las que siguen su enseñanza a la orilla del lago de Genesaret.
En el año 3792 desde la creación del mundo por el Señor Todopoderoso, bendito sea su nombre, en el mes de nisán, en el trigésimo tercer año del reinado de Antipas, hijo de Herodes.
Para las que se preocupan y temen su desaparición, doy fe por mi hijo, Yesuá, con el fin de que no se dejen engañar por los rumores que extienden hasta Damasco los corruptos del templo de Jerusalén. He aquí mi testimonio.
Él está en medio de vosotros y vosotros no lo conocéis.
Esto es lo que ocurrió en el tiempo en el que Antipas cortó la cabeza de Juan el Bautista. Treinta años transcurrieron desde el nacimiento de mi hijo y, desde hacía treinta años, desde la muerte de su padre, Herodes, Antipas reinaba en Galilea. No tenía el poder sobre todo el reino de Israel a causa de la desconfianza de los romanos.
A Juan el Bautista, hijo de Zacarías y de Eliseba, lo conocí en el vientre de su madre. Y mi hermana de corazón, Mariamne, lo conoció igualmente, como recordará. Según la voluntad de Dios, nos vinieron los hijos, a Eliseba primero y a mí después. Tanto a una como a otra, esto ocurrió en Nazaret, en Galilea.
Hecho hombre, Juan fue por los caminos. Allá donde iba, tomaba la palabra y bautizaba con agua a quienes se acercaban a él. De ahí que se le llamara «el Bautista».
Su fama creció.
De Jerusalén, los sacerdotes del Sanedrín y los levitas acudieron a él y le preguntaron: Tú, ¿quién eres?
Él respondió con palabras de humildad. Dijo: Yo no soy el que esperáis. Yo llego delante de él. No soy el que abre el cielo. Yo soy la palabra que va delante de la palabra, que grita en el desierto.
Esto ocurría en Betania, al lado del Jordán.
Durante diez años, la fama de Juan Bautista aumenta.
Durante diez años, mi hijo Yesuá estudia y escucha. Oye la palabra de Juan y la aprueba. Él, cuando habla, solo dirige su palabra a un pequeño número.
Durante diez años, el cielo permanece cubierto y no se abre a quien espera Israel.
Un día, Juan el Bautista me dice: Que tu hijo venga para la inmersión. Yo le respondo: Tú sabes mejor que nadie quién es. ¿Por qué quieres bautizarlo? Cuando haces que alguien entre en el agua, es para purificar al hombre y a la mujer. ¿De qué querrás purificar a Yesuá, mi hijo?
Mi respuesta no le gusta. Juan el Bautista dice a quien quiera oírlo: A Yesuá, hijo de Miriam de Nazaret, querríamos oírlo, pero no lo oímos. Querríamos ver si es tan milagroso como su nacimiento y abre el cielo. Pero no lo vemos. Habla, pero no son más que palabras de hombre y no el soplo de Dios.
Así habla Juan el Bautista. Mi hermana de corazón estaba presente. Que ella dé fe. Esto ocurría en Magdala.
Desde ese día, mi hijo Yesuá está en Cafarnaúm, a orillas del lago de Genesaret. Ya no se encuentra con Juan el Bautista, cuya palabra causa un revuelo que no deja de aumentar. El mismo Antipas lo oye. Tiene miedo. Dice: El hombre al que llaman el Bautista se prodiga en palabras contra mí. Quiere el fin de mi casa. Lo escuchan por todas partes, en Galilea y más allá. Tiene más influencia que los zelotes, los esenios y los ladrones.
Antipas se decide. Hace detener a Juan el Bautista. Llevado por el vicio de su familia, que corre por sus venas desde su padre, Herodes. Antipas ofrece la cabeza del Bautista a su esposa, Herodías, que era también su sobrina y cuñada.
La víspera del día en el que hay que dar sepultura a Juan, hijo de Zacarías y de Eliseba, José de Arimatea, el más santo de los hombres y el más seguro de mis amigos, viene a verme. Me dice: Hay que ir ante la tumba de Juan el Bautista. Tu amiga Mariamne está al lado de tu hijo Yesuá, en Cafarnaúm. Están demasiado lejos para llegar a tiempo para la sepultura. Eres tú quien ha de estar delante de la fosa del que Antipas ha asesinado por el miedo que le tenía.
Esto pasaba en Magdala.
Yo respondo a José de Arimatea: He desaprobado las palabras de Juan el Bautista contra mi hijo Yesuá. Pero tienes razón, hay que mantener las manos unidas ante la fosa en la que Antipas quiere enterrar bajo su vicio la palabra del Todopoderoso.
De noche, en barca, vamos de Magdala a Tiberíades.
Por la mañana, ante la fosa abierta, estamos un número muy reducido de personas. Está Barrabás, el ladrón. Desde el primer día, me ama como yo lo amo. El Todopoderoso nunca ha querido que las pruebas nos separen. Que mi hermana Mariamne lo atestigüe, ella que nos ha visto amigos y enemigos.
Barrabás se lamenta de que seamos tan pocos. Dice: Ayer, corrían hacia Juan el Bautista para limpiarse de sus pecados en el agua de su baño. Hoy, que hay que estar delante de su fosa bajo la mirada de los mercenarios de Antipas, no se les ve.
Se equivoca. Cuando la tierra ha cubierto el cuerpo separado de Juan el Bautista, miles y miles llegan para llorarlo. Los caminos de Tiberíades están negros. No se puede avanzar. Todo el mundo quiere poner una piedra blanca sobre la tumba y cantar la grandeza del Todopoderoso. Esto dura hasta la noche. Al final del día, la tumba de Juan el Bautista es un montículo blanco que se ve de lejos.
José de Arimatea y Barrabás me alejan por miedo a que me ahogue entre la multitud. José de Arimatea dice: La palabra de Juan el Bautista ha pasado. Esta multitud que está hoy aquí está de nuevo tan perdida como niños en la oscuridad. Creían haber encontrado al que les abría el cielo. Todavía no saben que está aquí, en Cafarnaúm, aquel a quien deben seguir ahora. Lo ignoran y dudan de nuevo.
Barrabás asiente: Antipas mata, corta la cabeza del Bautista y la cólera de Dios no se ve por ninguna parte. Y para mí, Barrabás añade: José tiene razón. ¿Cómo creer que tu hijo es a quien anunciaba Juan si él no puede hacer la señal? No irán tras Yesuá solo escuchándolo.
Al oír estas palabras, me enfado. Digo: Soy como ellos. Hace treinta años que nació mi hijo y treinta años que espero. Yo era una chica en plena juventud; soy una mujer que espera el ocaso de su tiempo. La paciencia tiene un límite. Juan el Bautista se rió de Yesuá y de mí. Zacarías y Eliseba me dijeron antes de su muerte: Creíamos que tu hijo era como el nuestro, pero no. Los escucho y me siento humillada. Estoy avergonzada. Digo: ¿Qué ocurre? ¿Dios quiere una cosa y la contraria? ¿Dios me hizo madre de Yesuá en vano? ¿Cuándo hará, por la mano de mi hijo, el signo que abra el cielo? ¿Cuándo hará el signo que abata a Antipas y libere Israel? ¿No vivimos para esto? ¿Y no hemos vivido bastante en la pureza para merecerlo?
A José de Arimatea y a Barrabás no les oculto nada: Hoy, os lo digo, ya no tengo más paciencia. Ver a esos miles de personas en la tumba de Juan el Bautista no me reconforta. No es una tumba lo que tenemos que celebrar, sino la luz de la vida. Y Yesuá ha nacido para ello.
Mi cólera no desaparece antes de mi regreso a Magdala. José de Arimatea no trata de apaciguarla. Está como yo y aun más por la edad. Su tiempo está cumplido; su paciencia, más ajada que su túnica.
Pasan dos días. Mi hermana de corazón, Mariamne, regresa de Cafarnaúm. Ella lo recordará. Anuncia con gran alegría: Las noticias son hermosas. Yesuá ha predicado en Cafarnaúm. Los que lo escuchaban decían: Es Juan Bautista resucitado. El rumor de su palabra ha llegado a oídos de un centurión romano. Ha ido a escucharlo y se temía su presencia. Pero Yesuá le ha dicho: Sé que tu hija está entre la vida y la muerte. Mañana estará en pie. El centurión marchó corriendo a su casa. El día siguiente, vuelve y se inclina ante Yesuá: Mi nombre es Longinos y tengo que reconocer ante todos que has dicho la verdad. Mi hija está en pie.
Mariamne anuncia además: Dentro de ocho horas, habrá una boda importante en Caná de Galilea. El padre del novio es rico y respetado. Ha oído a Yesuá y le ha invitado.
Entonces, José de Arimatea me mira. Sé que piensa como yo. Dice: Vamos también nosotros a Caná. Es […][3]
[…] romana que se llama Claudia, mujer de Pilato, gobernador de Judea. Ella me dice: He oído la palabra de tu hijo en Cafarnaúm y aquí estoy. Soy hija de Roma; por mi nacimiento, estoy por encima del pueblo, pero no creo que eso me haga ciega y sorda. Lo que hace Antipas en este país, lo sé. Lo que hacía su padre, también lo sé.
A mi hermana de corazón, Mariamne, Claudia, la romana, le dice: Admiro la enseñanza de sabiduría que tú impartes en Magdala. Se dice que tú eres la que hace brillar la enseñanza de Yesuá entre las mujeres. Mariamne le responde: Ven a Magdala a mi lado. Habrá sitio para ti, aunque seas hija de Roma.
Así se desarrolla el banquete de bodas en Caná. Yesuá dice a los esposos: Nadie enciende una lámpara para esconderla en un agujero. La felicidad de los esponsales hace del cuerpo la luz que ahuyenta todas las tinieblas. La carne de los esposos irradia y revela cuánto ama mi Padre la vida que está en vosotros.
Un discípulo de mi hijo se me acerca. Un hombre pequeño, de mejillas finas y mirada directa. Se llama Juan, según su nombre de Roma. Su saludo me sorprende, pues a los discípulos de Yesuá no les gusta aparecer a mi lado. Él, al contrario, es amable: Por fin, vienes a escuchar la palabra de tu hijo. Hace mucho tiempo que no te veo cerca de él. Le respondo: ¿Cómo puedo seguirlo cuando él me echa? Él, que va diciendo que no tiene familia, ni siquiera madre. Juan niega con la cabeza y me asegura: ¡No! No te ofendas. Eso no va contra ti, sino contra quienes dudan de Él. Esto pronto va a cambiar.
Hace calor en Caná. Todo el mundo bebe por placer y para calmar la sed. Se acerca el final del banquete de bodas. Hay mucha gente. Algunos han venido de Samaria, de Betsaida. José de Arimatea tiene a su lado a sus mejores discípulos de Bet Zabdai. Gueuel, el que no me quería cuando estaba en su casa con Rut, bendita sea ella, está presente entre los otros. Viene hacia mí con respeto: La época en la que iba contra ti ha pasado. Yo era joven e ignorante. Hoy, sé quién eres.
Cuando el sol se está poniendo, Barrabás me dice: Nos has hecho venir aquí, pero no hay nada diferente de lo habitual. Tu hijo habla y los otros tienen sed a fuerza de escucharlo.
En ese instante, José de Arimatea se me acerca: Va a faltar el vino. La boda se va a estropear.
Comprendo lo que quiere decir. Me levanto con el miedo en el cuerpo. Se me nota en la cara. Mi hermana Mariamne lo recordará. Me acerco a mi hijo: No tienen vino. Debes hacer lo que se espera de ti. Ha llegado el día.
Juan, el discípulo, está a mi lado. Yesuá me mira como a una extraña: Mujer, no te inmiscuyas en lo que yo deba o no hacer. Mi hora todavía no ha llegado.
Entonces, yo, su madre, digo: Te equivocas, Yesuá. El signo está en tus manos. No puedes retenerlo más tiempo. Estamos aquí los que lo esperamos.
Me mira de arriba abajo. No es el hijo que mira a su madre. Se vuelve hacia los de las bodas, hacia Juan, su discípulo, hacia José de Arimatea y Barrabás. También hacia Mariamne, a la que recuerda. Se calla. Entonces, yo pido a quienes sirven el banquete que se acerquen: Yesuá os va a hablar. Haced lo que él os ordene.
Me observan con sorpresa, sin comprender. Se hace el silencio en las bodas. Al fin, Yesuá ordena a los sirvientes: Id a las tinajas dispuestas para la purificación y llenadlas. Ellos le dicen: Para llenarlas, rabí, solo tenemos agua y es día de boda. Él responde: Haced lo que os digo. Llenad las tinajas de agua.
Una vez llenas las tinajas, Yesuá ordena: Sacad un vaso y llevádselo al padre del esposo. Ellos lo hacen. El padre del esposo exclama: ¡Es vino! Un vino que viene del agua. Y el mejor que yo haya bebido en mi vida.
Todos quieren ver y beber. Les dan vasos y exclaman: ¡Es el vino del Todopoderoso! ¡Él bendice nuestras bodas! ¡Hace de Yesuá su hijo y su palabra!
Mi hermana de corazón, Mariamne, llora. Va a besar las manos de Yesuá, que la abraza contra él. Ella viene a mis brazos para reír entre lágrimas. Ella se acordará. José de Arimatea también me abraza contra él: Es el primer signo, Dios Todopoderoso. ¿Al fin abres el cielo?
Juan, el discípulo, se me acerca: Tú eres su madre, nadie puede dudarlo.
Todos los asistentes a la boda están ante Yesuá, de rodillas y bebiendo el vino. Claudia, la romana, la mujer de Pilato, está en primera fila, tan humilde como una judía ante el Eterno.
Yo pienso y tiemblo. Rezo. Esto ha tenido lugar. Que el Todopoderoso me perdone, ya no tenía más paciencia y he dado un empujón al tiempo. He empujado la palabra en boca de mi hijo. Pero, Señor Eterno, ¿acaso no ha nacido para esto: para que se muestre y hable el amor a los hombres? Dios del Cielo, protégelo. Síguelo. Extiende sobre él tu aliento.
Barrabás me dice: Tenías razón. Puede ser nuestro rey. Esta vez, tengo que creer, ¡o no podré ya creer lo que ven mis ojos! En adelante, Yesuá tiene que ir por los caminos y realizar signos como este. Todo el pueblo de Israel vendrá a él.
Es lo que hace. Durante más de un año, no faltan los signos. Este en Galilea; después, en Judea. Entre el pueblo, se empieza a decir: Ahí está Yesuá, el Nazareno: realiza signos, está en la mano de Dios. Por eso, un día llega a Jerusalén.
Los discípulos, gracias a la intercesión de Juan, no me impiden seguirlo. Conmigo vienen José de Arimatea, Barrabás y Mariamne de Magdala. Ella se acordará. En Jerusalén, Yakov, Santiago de nombre romano, hijo de José, que fue mi esposo en el tiempo del nacimiento de Yesuá, se une a nosotros. Va a besar a Yesuá, que le dice: Quédate a mi lado; tú eres mi hermano al que amo. No importa que no tengamos ni el mismo padre ni la misma madre; somos hermanos e hijos del Mismo.
Llega la Pascua.
Todos conocéis los acontecimientos de la Pascua. Cómo Yesuá nos lleva delante del Templo y encuentra a la muchedumbre que va a purificarse. Cómo el patio del Templo está lleno de quienes transforman el santuario en comercio. Los cambistas tienen allí sus mesas. Los mercaderes de bueyes y de […][4]noche, Barrabás le tiende el látigo de cuerda y nudos. Yesuá lo coge. Lo blande delante de él. Saca los bueyes del Templo. Saca los corderos. Las jaulas de las palomas se rompen en el suelo, las aves se van volando. Las monedas de los cambistas ruedan por las losas. Yesuá derriba las mesas, echa a todo el mundo del patio.
Esto ante la muchedumbre que había venido a purificarse, que lo miraba diciendo: Ese es Yesuá de Nazaret. Ha recorrido Galilea, Samaria y Judea, sembrando los signos mediante su palabra. Ha transformado el agua en vino nupcial. A quienes no podían andar, los ha hecho andar. Nadie hace signos parecidos si el Eterno no está con él. Ahora, se alza contra los corruptos del Sanedrín. ¡Bendito sea!
Esto mientras vacía el patio del Templo. A quienes le protestan, Yesuá les responde: ¡Quitadme eso de ahí! No volváis nunca a convertir la casa de mi Padre en una casa de comercio.
Llegan los sacerdotes del Sanedrín, los fariseos y los saduceos. Gritan: ¿Quién te crees que eres para permitirte actuar así? Yesuá les responde: ¿Lo ignoráis vosotros, que instruís a Israel?
El ruido de la muchedumbre atrae a Caifás, el sumo sacerdote, que recibe su poder por la voluntad de los romanos y de su suegro, Anás. Lo que ve le da miedo. Se alza ante Yesuá: Prueba con un signo que Yahveh está contigo. ¡Demuéstranos que Él te da el derecho de oponerte a nuestras decisiones!
Yesuá responde: Destruid este templo y yo lo edificaré en tres días.
Mi hermana de corazón, Mariamne, recordará que esas son sus palabras. Las que oye la muchedumbre. Las que oyen los sacerdotes corruptos. Porque, cuando Yesuá habla, todos se callan. Tiemblan al mirar los muros del Templo. Tienen los ojos dispuestos para ver derrumbarse el santuario por la voluntad del Todopoderoso.
No pasa nada. Caifás se mofa: Herodes tardó cuarenta y seis años en construir este templo, ¿y tú lo levantarías en tres días? Mientes. Yesuá dice: La mentira está en la raíz de vuestros pensamientos. ¿Cómo podría ser este templo el santuario de Dios, siendo Herodes quien lo ha querido y vuestras estropeadas manos las que lo mantienen?
La muchedumbre hacía mucho ruido. En el tumulto, está la amenaza de la rebelión. Se oyen gritos que anuncian: El Mesías está en el patio del Templo. Se enfrenta a Caifás y a sus sacerdotes vendidos a los romanos.
Barrabás viene a mi lado. Anuncia: La ciudad hierve de cólera. Las calles están llenas. El pueblo viene de todas partes para la Pascua. Es el momento que esperamos desde hace tanto tiempo, tú y yo. Un signo de tu hijo y haremos caer el Sanedrín. Corramos hacia la guarnición de los romanos y tomémosla. Date prisa.
Antes de hacer nada, pido consejo a José de Arimatea y a Mariamne. Ella se acordará. Tato él como ella me responden: Eso depende de Yesuá. Entonces les digo a todos: Barrabás tiene razón. Nunca ha habido un momento mejor para liberar al pueblo de Jerusalén del yugo romano.
A mi hijo, Yesuá, le digo: Haz un signo para arrastrar a la muchedumbre detrás de ti. No quiere esperar. Está preparada para seguirte contra el Sanedrín y contra Roma. No lo dudes.
Yesuá me mira como me miró en Caná. Su boca permanece muda. Sus ojos me dicen: ¿Quién es esta mujer que cree que me puede pedir que obedezca como un hijo debe obedecer a su madre?
Es el momento que escoge Caifás para alborotar su guardia de mercenarios. Grita que el Nazareno es un usurpador, un falso profeta, un falso mesías. Nos señala con el dedo, a los discípulos, a mí, a José de Arimatea y a Mariamne: Esos son los que quieren destruir el Templo. ¡Esos son los impíos! Los mercenarios bajan sus lanzas, sacan sus espadas. Barrabás hace que la turba nos envuelva para salvar nuestras vidas.
Mariamne lo recordará. En todo lo que siguió, estuvimos juntos para vivirlo.
A Yesuá y a sus discípulos los acogen en la casa de un tal Shimón, en la carretera de Betania, a menos de una hora de camino de Jerusalén. A mí, su madre, a Mariamne y a José de Arimatea nos llevan a la casa vecina. Barrabás me dice: Vuelvo a Jerusalén. El pueblo está demasiado inquieto para que yo me quede de brazos cruzados. No es posible contenerlo. Mi lugar está allí, delante de los que quieren luchar. Que tu hijo se decida. Ha lanzado una piedra, a él le toca saber a quién le dará.
Lo beso con todo el amor de mi corazón. Sé que puede morir en este combate, si Yesuá no se decide.
Mariamne está a mi lado. Tratamos de convencer a Yesuá: Has dicho ante el pueblo que pueden destruir el Templo y tú levantarlo en tres días. La gente va a destruirlo para ponerte a prueba. Quieren ver la fuerza de Dios actuando en tu palabra. Quieren un santuario puro. Te quieren a ti, delante de ellos. Quieren ver lo que eres. El pueblo de Israel no puede esperar más. Quiere que se abra el cielo.
Yesuá no nos mira. Se dirige a sus discípulos: ¿Quién los apremia? Moisés caminó mucho tiempo por el desierto y ni siquiera llegó a Canaán. Sin embargo, hizo prodigios, bajo la mano de Yahveh. ¿Y ahora este pueblo de cabeza dura exige?
Tras estas palabras, los discípulos nos echan de la casa.
Juan se me acerca, con el rostro triste: No te ofendas. Las palabras de Yesuá, tu hijo, las comprendemos y no las comprendemos todavía. Hay una razón, sin embargo: solo Yahveh decide sobre el tiempo de los hombres.
Antes de la noche, llega la noticia. Las calles de Jerusalén están rojas de la sangre de los combates. La caballería de Pilato, el gobernador, ha cargado, lanza en ristre. Por la noche, se sabe que Barrabás ha matado a un sacerdote del Templo. Me dicen: está preso. Lo han conducido a los calabozos de Pilato. Yo me vuelvo encolerizada contra Juan: ¿Y esto no abre la boca de mi hijo?
Sobre Betania, el cielo de la noche está rojo por los incendios de Jerusalén. Mi hermana de corazón, Mariamne, dice llorando: Es la sangre del pueblo que sube al cielo. Como el cielo sigue cerrado, cubre nuestro dolor.
Se nos une un anciano. Apenas anda, lo han transportado en un carro. Se dirige a mí: Soy Nicodemo, el fariseo del Sanedrín. El que fue a Nazaret. A casa de Yossef, el carpintero. Hace de eso más de treinta años. A petición de Joaquín, tu padre.
Lo reconozco en su ancianidad. Dice: Estoy aquí por ti, Miriam de Nazaret. Estoy aquí por tu hijo, Yesuá. Preséntame a él. Lo que tengo que enseñarle vale su vida.
Juan, el discípulo, lo conduce hasta Yesuá.
Nicodemo anuncia a Yesuá: Soy del Sanedrín, pero mi corazón me asegura que tú eres quien puede instruirnos sobre la voluntad del Todopoderoso. He orado para que Dios me ilumine y he visto tu rostro. Por eso estoy aquí y te digo: Esta noche, tienes que actuar para enseñarnos a todos quién eres. Y Yesuá le responde: ¿Qué esperas de mí? Nicodemo: Un signo. El que tú has anunciado. Di ante el pueblo que destruya el Templo y levántalo en tres días. Yesuá: ¿Cómo sabéis que ha llegado la hora, vosotros, que no sabéis nada, ni siquiera si estáis en manos de mi Padre? Nicodemo insiste: Es preciso que hagas el signo, o los romanos te detendrán al amanecer. Caifás y su suegro, Anás, han lanzado sobre ti la condena del Sanedrín. Te quieren muerto por lo que has hecho hoy. El pueblo se ha rebelado contra ellos. A esta hora de la noche, lo han reprimido y Barrabás está en prisión. Actúa por la mano de Yahveh o la sangre se habrá derramado para nada. Te lo digo: el pueblo de Jerusalén espera tu signo.
Mi hijo se calla. Esperamos su respuesta a Nicodemo. Al fin: Todos queréis acelerar el tiempo. Todavía parece una mera impaciencia que olvida su lugar. Pero, tú, el fariseo, ¿no sabes quién decide? Vuestra impaciencia os hace esclavos del mundo. Sin embargo, os lo digo: en el mundo, solo tendréis desamparo.
A Nicodemo le entristece lo que oye. Incluso los discípulos esperaban otras palabras. Yo le digo a Mariamne: Mi hijo me condena en público. ¿He cometido alguna falta? ¿He cometido una falta irreparable? Ella lo recordará, porque es la primera vez que lo pienso.
Nicodemo vuelve como ha venido. Durante toda la noche, Jerusalén contiene la respiración. Miles de personas esperan el signo de mi hijo.
No lo hay. El cielo permanece cubierto.
Al alba, una cohorte romana, su tribuno y la guardia del Templo llegan a Betania. Yesuá va en sus manos como cordero llevado al matadero. Lo conducen a Caifás, que lo remite a Pilato, el romano. En las calles de Jerusalén, la cólera ruge. Esta vez, contra Yesuá. Se oye: ¿Adónde nos ha llevado este? ¡Anuncia que va a edificar el Templo en tres días y ni siquiera es capaz de derribar a Caifás de su sede! Nuestra sangre está en las calles, ¿y para qué?
Claudia, la romana, la que sigue la enseñanza de Mariamne desde Caná, viene llorando. Dice: Pilato es mi esposo. No es malo. Voy a pedirle clemencia para tu hijo Yesuá. No debe morir, no debe ir a la cruz. Yo le respondo: No olvides a Barrabás. Él está en […][5]
[…] muchedumbre: ¡Él! ¡Él! Él ha luchado por nosotros. El otro nos ha […] sentencia de Pilato se debe a la influencia viciosa de Anás sobre […]
[…] rodillas ante mí: Qué vergüenza haber sido escogido por el pueblo en lugar de tu hijo. ¿Qué sentido tiene esta liberación? ¿Qué voy a hacer ahora con esta vida que se me da?
Es la primera vez que veo lágrimas en los ojos de Barrabás. Su cabeza blanca pesa entre mis manos, sus lágrimas mojan mis palmas. Lo levanto. Estoy destrozada por sus palabras. Lo abrazo contra mí. Le digo: Yo me alegro de que vivas, Barrabás. Me alegro de que el pueblo te haya designado para la clemencia de Pilato. No quiero perderte además de perder a mi hijo. Tú sabes como yo lo sé que nuestras vidas […]
[…] evita consentir que le hagan ningún mal. Yo, Claudia, he tenido esta noche un sueño terrorífico. El fuego del cielo caía sobre nosotros después de su suplicio. Todos te lo han dicho: Yesuá de Nazaret es un hombre de bien. Si la muchedumbre ha escogido a Barrabás, eso no quiere decir que la muerte de Yesuá no engendre una nueva rebelión. Entonces, mi esposo me responde: Hablas así de este Nazareno porque te has hecho discípula suya. Yo, Pilato, gobernador de Judea, escucho lo que me ha dicho el sumo sacerdote, Caifás. Él conoce el bien y el mal de los judíos.
A esas palabras, suspiran todos. Los discípulos protestan y gimen. Claudia, la romana, dice aún: La verdad, es que Pilato, mi esposo, teme al César. Si se muestra magnánimo, en Roma dirán que es un gobernador de mano débil y poco hábil.
Tras estas palabras, sabemos que no habrá gracia para él. Todos van entre lágrimas y tristes. Mariamne, mi hermana de corazón, me pregunta: ¿Por qué tus ojos permanecen secos? Todo el mundo llora, menos tú.
Ella recordará mi respuesta. Le digo: Las lágrimas se derraman cuando todo está acabado. Por lo que respecta a Yesuá, mi hijo, nada está acabado. Y yo, quizá sea la razón de sus tormentos de hoy. Mi corazón me dice: Lacera tu rostro y pide perdón al Señor. Tu hijo va a morir por tu causa. Yesuá te ha dicho: Mi tiempo todavía no ha llegado. Tú has ido más allá. En Caná, yo lo obligué a que nos hiciera un signo. Lo obligué a mostrar el rostro del Todopoderoso en él. El agua de Caná se convirtió en vino de Yahveh. Tengo el orgullo de la impaciencia. Esa es la espada que traspasa ahora mi alma y me hace ver mi falta.
A Mariamne, le digo: No hay noche ni hora del día en las que no pida al Señor Dios que me castigue por haber querido acelerar el tiempo. Yo he querido la liberación aquí y ahora. Soy como el pueblo, quiero la luz, el amor a los hombres y estoy cansada del cielo cerrado. Pero, ¿qué aportará la muerte de Yesuá? Su palabra todavía no ha cambiado la faz de la tierra. Roma sigue en Jerusalén. El vicio está en el Templo, reina en el trono de Israel. Nada se ha conseguido todavía. Sin embargo, ¿no parí a este Yesuá para que llegaran la luz a los días por venir y la liberación del pueblo de Israel?
Mariamne recordará mis palabras: Yo haré lo que debe hacer una madre para impedir que su hijo muera en el suplicio de la cruz. ¿No impedí que Herodes hiciera perecer a mi padre Joaquín? Lo haré de nuevo. Dios puede castigarme. Pilato puede castigarme. He cometido un pecado, estoy dispuesta para el castigo. Que me crucifiquen en lugar de mi hijo. Que me claven mis manos y mis pies.
Mariamne responde: Esto no será así nunca. Tú no podrás reemplazar a Yesuá en el suplicio. Aquí, las mujeres no tienen ningún derecho, ni siquiera el de morir en la cruz.
Yo sé que tiene razón. Me acerco a José de Arimatea: ¿Quién puede ayudarme? Esta vez, no quiero pedirle nada a Barrabás. Los discípulos de Yesuá lo señalan con el dedo. Él esconde su vergüenza de haber sido liberado en lugar de mi hijo. Sufre tanto que no tiene suficiente claridad de ideas para que me apoye en él. José me responde: Soy yo quien te ayudará. El que sabrá salvar a tu hijo soy yo. Dios hará el juicio. Si la voluntad de matar a tu hijo en la cruz es del Todopoderoso, Yesuá morirá. Si solo corresponde a Pilato, Yesuá vivirá.
Nos reunimos un grupo muy pequeño. José de Arimatea designa a quienes pueden ser útiles sin traicionar: Nicodemo, el fariseo del Sanedrín; Claudia, la romana; los discípulos esenios venidos de Bet Zabdai a petición suya […][6]
[…] izado, tal como lo anunció Claudia, la romana. A la izquierda de su cruz, el hombre ajusticiado es Gestas de Jericó. Un cartel dice que ha matado. A la derecha, el hombre es el más viejo, con mucho. Su nombre es Dimas. Es de Galilea. Debajo, su familia lo llora gritando que no es un ladrón, sino un posadero que hace el bien a su alrededor.
Sobre la cruz de Yesuá, está escrito en una tabla: Yesuá, rey de los judíos. En hebreo, en arameo, en griego y en la lengua de Roma: todas las lenguas de Israel. Los romanos saben que el pueblo nombró así a Yesuá delante del Templo. Quieren humillar a los que han creído en él.
Mariamne lo recordará. A nosotras, las mujeres, los mercenarios nos mantienen alejadas, con la lanza baja. Mariamne suplica y se encoleriza. En vano. Incluso Claudia, la mujer de Pilato; no la escuchan.
Cuando el sol está alto, llegan los curiosos en gran número. Algunos gritan: ¿Eres tú, el de la cruz, el que va a levantar el Templo? Otros se apiadan y se callan.
Llegan José de Arimatea y sus discípulos de Bet Zabdai. Llegan bajo la cruz y echan a los que gritan. Llega Nicodemo en la silla que llevan sus sirvientes. Con el cuerpo suspendido de las ligaduras, Yesuá habla. Nosotras, las mujeres, no podemos oír las palabras que pronuncia. Le digo a Mariamne: Mira, está vivo. Mientras sus labios se mueven, sé que está vivo. Y yo, al verlo así, estoy como muerta.
El sol está cada vez más alto. El calor aumenta, la sombra no es más que un hilo. Llega el centurión Longinos, a cuya hija curó Yesuá en Cafarnaúm. Longinos hace una señal a Claudia. Ignora a José de Arimatea y a Nicodemo. Nos ignora a nosotras, que nos mantienen apartadas. Discute con los soldados al pie de la cruz. Se ríen. Esa risa me traspasa. Longinos desempeña el papel que le ha asignado José de Arimatea, pero esa risa no la soporto.
Mariamne, mi hermana de corazón, grita: ¡Qué vergüenza! Ese romano cuya hija fue salvada por Yesuá. Miradlo cómo se ríe. ¡Que la infamia caiga sobre él! Los mercenarios la hacen callar. Ella se acordará. Que me perdone. Yo, que lo sé, no alivio su dolor. Me callo. Es el precio que tengo que pagar por la vida de mi hijo.
José de Arimatea señala a Yesuá: La sed le cuartea los labios. Nicodemo dice: Que le den de beber. Los discípulos de Bet Zabdai gritan: Hay que quitarle la sed. El centurión Longinos dice: Está bien. Da la orden a los mercenarios.
Un soldado se acerca a mojar un trapo en una vasija. Longinos lo ha previsto: las vasijas están llenas de vinagre. Así, Roma quita la sed a los condenados, añadiendo sufrimiento al sufrimiento. Longinos detiene la mano del mercenario. Le tiende otra vasija, que Nicodemo ha llevado en su carro, sin que nadie se diera cuenta. Longinos le dice al soldado: Utiliza mejor este vinagre. Es más fuerte. Le convendrá al rey de los judíos. Se ríe cuando el soldado moja el trapo.
Mariamne grita a mi lado. Los mercenarios nos obligan a retroceder con dureza. Me falta el aliento. Todo me da miedo. Con la punta de su lanza, el mercenario mete el trapo en la boca de Yesuá. Sé lo que tiene que pasar, sin embargo, mi corazón se para.
La cabeza de Yesuá bascula sobre su pecho. Tiene los ojos cerrados. Se le puede creer muerto.
Mariamne se cae al suelo. Que me perdone mi silencio. También yo ignoro si mi hijo está vivo o muerto. Ignoro la voluntad del Todopoderoso.
Nuestros gritos y nuestras lágrimas han atraído un gran número de personas. La muchedumbre se apretuja bajo la cruz de Yesuá. Se oye: Este es el Nazareno. Ha muerto como un hombre sin fuerzas, quien tenía que ser nuestro Mesías. Incluso los ladrones que lo flanquean todavía están vivos.
Se acerca el final del día. El día siguiente es sábado. La muchedumbre vuelve a la ciudad. El centurión Longinos anuncia: Este está muerto; es inútil permanecer aquí. Se aleja sin volverse. Los mercenarios lo siguen.
Los discípulos de Bet Zabdai rodean la cruz e impiden que se acerque nadie. Los demás se mantienen a distancia. Rezan llorando. Y a nosotras, las mujeres, también nos dejan. Corro para ver el rostro de mi hijo. Es un rostro sin vida, quemado por el sol.
José dice a Nicodemo: Es la hora. Vamos a casa de Pilato, rápido. Claudia, la romana, dice: Yo os llevo. Mariamne se asombra en medio de sus lágrimas: ¿Para qué ir a casa del romano? Yo le respondo: Para pedir el cuerpo de mi hijo a fin de que se le dé una sepultura digna. Al ver mi rostro, Mariamne adivina que estoy entre el terror y el gozo. Ella me pregunta: ¿Qué me estáis escondiendo?
Cuando las murallas de Jerusalén están rojas por la luz del crepúsculo, José y Nicodemo no han regresado. Llega una cohorte de mercenarios. El oficial ordena a los soldados: ¡Rematad a los condenados! Con una maza de largo mango, rompen las piernas y las costillas de los ladrones. Los discípulos de Bet Zabdai se mantienen al pie de la cruz de Yesuá, dispuestos a luchar. Nosotras estamos heladas de miedo.
El oficial nos mira. Mira a mi hijo. Se ríe: Este ya está muerto. Es inútil fatigarse con las mazas. A pesar de todo, por vicio o por odio, un soldado apunta su lanza. El arma entra en el cuerpo de mi hijo. Fluye la sangre. También agua. Es una buena señal. Lo sé. José de Arimatea me lo dijo. Yesuá, mi bien amado, no da señales de vida. El oficial dice al mercenario: Vete, pronto los pájaros se ocuparán de él.
Caigo al suelo como si mi conciencia me hubiese abandonado. Mariamne, mi hermana de corazón, me toma en sus brazos. Ella llora en mi cuello: ¡Está muerto! ¡Está muerto! ¿Cómo ha podido Dios dejar que hagan algo semejante? Ella se acordará. Que me perdone. No le digo lo que sé. No le digo: todavía vive. José de Arimatea lo ha dormido con una droga para hacerlo pasar por muerto. Me callo y temo.
José y Nicodemo vuelven. Muestran una carta de Pilato: El cuerpo de Yesuá es para nosotros. Ven la herida: Deprisa, deprisa.
Los discípulos de Bet Zabdai deshacen las ligaduras y bajan a Yesuá de la cruz. Pienso en Abdías, mi bien amado, que bajó igual a mi padre del campo de dolor, en Tiberíades. Siento su protección, está conmigo, mi pequeño esposo. Me tranquiliza.
Beso la frente de mi hijo. José pide ayuda. Colocan un emplasto sobre la herida. Rodean su cuerpo con vendas de biso untadas con ungüentos. En el carro de Nicodemo lo transportan a la gruta comprada desde hacía cinco días.
Nosotras, las mujeres, nos quedamos fuera.
José de Arimatea y los discípulos de Bet Zabdai cierran la entrada de la gruta por medio de una piedra grande y rodante. Antes de entrar, José me ha dejado ver el frasco. El que había en Bet Zabdai para sacar a la anciana de la muerte. El que hizo gritar a la muchedumbre y creer en el milagro.
Los del Sanedrín vienen y preguntan antes de que comience el sábado. Los discípulos, con túnicas blancas como llevan en las casas de los esenios, los echan: Aquí el Sanedrín no tiene potestad. Aquí se viene a bendecir, no a maldecir. A nosotras, las mujeres, nos piden que recemos y que nuestras voces se oigan desde lejos.
Al llegar la noche, José está a nuestro lado: Ahora, hay que alejarse. Los discípulos vigilan la gruta. Vamos a la casa de Nicodemo, cerca de la piscina de Siloé.
Estoy sola con José; le pregunto: ¿Vive? Quiero verlo. Él me responde: Vive. No lo verás antes de que los espías de Pilato estén seguros de que la gruta es su tumba.
Lo veo por la noche siguiente al sábado. Entramos en la gruta por una abertura disimulada detrás de un arbusto de terebinto. Mi hijo está en ropa interior, sobre una cama de musgo, cubierta con una sábana. En el aceite de las lámparas hay mirto, para que no huela mal. José me dice: Si Dios quiere, no será más difícil que con la anciana que salvaste en Bet Zabdai. Y Dios lo quiere, porque, en caso contrario, no lo hubiese dejado sobrevivir hasta aquí.
Lo velamos tres días. Pasados tres días, abre los ojos. La luz de las lámparas no es suficiente para que me reconozca.
Cuando puede hablar, le pregunta a José: ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que me bajaste de la cruz? Tres días. Él sonríe, feliz: ¿No dije que me bastarían tres días para elevar el Templo en ruinas?
Pasada una noche más, anuncia que quiere marcharse. Yo protesto: ¡No tienes suficiente fuerza! Me ofrece, por primera vez desde hace mucho tiempo, una mirada de ternura: ¿Qué sabe una madre de la fuerza de su hijo? Nicodemo le dice: En este país, no estás seguro. Te buscarán. No te muestres más al pueblo. Tu palabra te sobrevivirá. Tus discípulos la sembrarán. José de Arimatea le dice: Espera unos días; mis hermanos de Bet Zabdai te conducirán a nuestra casa, cerca de Damasco. Allí estarás seguro.
Él no escucha. Se va anunciando: Vuelvo allí de donde vengo. Ese camino lo haré solo. José de Arimatea y yo entendemos que quiere hacer el camino hasta Galilea. Todavía protestamos. No hay nada que hacer. Yesuá se va.
Cuando ya no lo vemos, porque nos ha rechazado con una señal de la mano, regresamos a la casa de Nicodemo.
Mariamne, mi hermana de corazón, ve mi angustia. Pregunta. Me da vergüenza el secreto que me ha cerrado la boca. Le confieso: Yesuá está vivo. José de Arimatea lo ha salvado de la cruz. He hecho lo que he dicho. La gruta no era su tumba. Mariamne grita: Ahora, ¿dónde está? De camino a Galilea. De camino a Damasco. Ella corre para alcanzarlo. Yo sé que a ella no la va a rechazar.
Barrabás se reúne con nosotros en la casa de Nicodemo. Nos cuenta los rumores que corren por la ciudad. Una mujer ha descubierto la gruta abierta, la piedra de entrada corrida. La muchedumbre viene a verlo. Se grita el milagro. Claman: Yesuá era quien decía. Los sacerdotes del Sanedrín van a la plaza del Templo. Dicen: Los demonios han hecho rodar la piedra que cerraba la tumba del Nazareno. ¡Se han llevado su cuerpo para alimentar los infiernos!
Hay peleas. Barrabás predice: No lucharán durante mucho tiempo. Pilato ha hecho saber que los discípulos de Yesuá irán a la cruz. Mañana, estarán mansos como corderos.
Claudia, la romana, asiente: Nunca he visto pasar tanto miedo a mi esposo. Si me acerco a él hoy, no me reconocerá y me encerrará en sus calabozos.
Barrabás tenía razón. Han pasado tres meses y los discípulos que rodeaban a mi hijo ya se han desbandado. Solo Juan se ha quedado a mi lado. Los otros pescan en el lago de Genesaret. Para aliviar su conciencia, algunos dicen que estoy loca.
En Jerusalén, el Sanedrín enseña que Yesuá no nació como nació. Dicen: Su madre, Miriam de Nazaret, es una loca que se acostó con los demonios. Ella no quiso que se supiera. Inventó y enmascaró el nacimiento de su hijo.
Vosotras, mis hermanas que seguís en la actualidad la enseñanza de Mariamne, decís: Si Miriam no hubiese hecho lo que hizo, Yesuá sería grande hoy día. No lo olvidarían. Decís: Miriam, su madre, negó la muerte de su hijo, pero el Todopoderoso quería su muerte para provocar la cólera de la rebelión. En adelante, no ocurrirá nada.
Yo os respondo: Os equivocáis. El Todopoderoso no se preocupa de nuestra rebelión, sino de nuestra fe. La rebelión está en nuestras manos tanto tiempo como sostengamos la vida contra la muerte y la luz contra las tinieblas. Yo quise que mi hijo Yesuá siguiera vivo mientras no se haya cumplido lo que lo hizo nacer. Roma sigue en Jerusalén, la injusticia reina en Israel, los poderosos matan a los débiles, los hombres desprecian a las mujeres…
Vosotras decís: Yesuá está vivo hoy día. Pero nadie se preocupa de oírlo, sino los tres discípulos que le quedan. Vosotras decís: En la cruz, hacía que nos avergonzásemos y la venganza podía nacer de su sufrimiento.
Yo respondo: la venganza no vale más que la muerte. Dejádsela al Eterno Todopoderoso, Dueño del universo. Es palabra de Yesuá. Sometedme a juicio, porque cometí el pecado de la impaciencia en Caná. Dios está irritado. No dejé morir a mi hijo. Dios está irritado. Pero, ¿cómo puede estar irritado el Todopoderoso, Dios de misericordia, por ver vivo a Yesuá? ¿Cómo iba a escoger él el sufrimiento y la maldición, en lugar de la alegría y la bendición? ¿Cómo puede querer que mañana solo haya oscuridad en la que reinen la humillación y el odio de unos hacia otros? Que el Señor Eterno perdone el orgullo de una madre. La que dio a luz a Yesuá, la que lo reveló al mundo y la que lo mantuvo vivo. Por siempre jamás. Amén.
Esta es la palabra de Miriam de Nazaret, hija de Joaquín y de Hannah, María según su nombre de Roma.
Unos meses después, volví a Varsovia. Me encontraba de nuevo ante la puerta del destartalado apartamento. Reconociéndome, María comprendió inmediatamente por qué estaba allí.
No tuvo necesidad de hacerme preguntas. Su sonrisa y su mirada eran elocuentes. Me pareció más fatigada. Pero la luz en la claridad de sus ojos era tan fresca, tan eterna como en los de una niña.
—Hice traducir el texto y lo leí —dije yo.
Ella asintió con la cabeza, acentuando su sonrisa.
—Y usted, ¿lo ha leído? ¿Tiene una traducción?
—Abraham Prochownik me lo contó.
—Si no murió en la cruz —pregunté yo—, ¿cómo murió?
Ella se encogió de hombros, molesta por tener que decir algo tan evidente.
—¿A quién se refiere usted, a mi Jesús, a mi Yesuá? Ya se lo dije… en Auschwitz.