MIRIAM gritó:
—¡Mariamne! No te alejes demasiado nadando…
Era una advertencia inútil. Lo sabía. La alegría de vivir de Mariamne era contagiosa. La hija de Raquel era guapa. Nadaba con todo el vigor, toda la ansiosa despreocupación de su edad. El agua se deslizaba como un aceite transparente sobre su cuerpo delgado. Con cada uno de sus movimientos, unos reflejos de cobre ondeaban sobre sus largos cabellos, desplegados a su alrededor como algas animadas.
Hacía dos años que José de Arimatea había llevado a Miriam a la casa de Raquel, en Magdala. Desde su llegada, Raquel había dicho que la recién llegada se parecía a su hija Mariamne como una hermana. Las numerosas mujeres que la rodeaban asintieron y exclamaron:
—Verdaderamente, es extraordinario; ¡os parecéis tanto como vuestros nombres: Mariamne y Miriam!
Lo decían con ternura, pero no era cierto.
Sin duda, las dos chicas tenían en común ciertos rasgos, así como sus siluetas. Sin embargo, Miriam solo percibía entre ellas diferencias, que no se debían solo a la edad, aunque Mariamne, cuatro años más joven, todavía poseía toda la fogosidad y la inconstancia de la infancia.
No había nada, ni siquiera el arduo aprendizaje de lenguas y saberes, que Mariamne no consiguiera transformar en un placer. Esta avidez de placeres provocaba un contraste permanente con la austeridad de Miriam. La hija de Raquel había nacido para amar todo lo que había en el mundo y Miriam le envidiaba esa capacidad de entusiasmo.
Si buceaba en sus recuerdos, no encontraba nada parecido. Durante los primeros meses de su estancia a la sombra de la exuberancia de su joven compañera, su propia sabiduría, su voluntad y su obstinación le habían parecido a menudo pesadas. Pero Mariamne había demostrado que ella poseía alegría suficiente para las dos. Miriam deseaba cada vez más estar con ella. Rápidamente, había nacido entre ellas una amistad que, aún hoy, le ayudaba a Miriam a soportar mejor el carácter un poco desconfiado que el Todopoderoso le había otorgado.
Así, fueron transcurriendo unos días felices, plácidos y de estudio en esta bella residencia cuyos patios y jardines se extendían hasta la orilla del lago de Genesaret.
Raquel y sus amigas no eran mujeres ordinarias. No mostraban nada de la reserva que se exigía habitualmente a hijas y esposas. Hablaban de todo, se reían de todo. Gran parte de su tiempo estaba consagrado a lecturas y a conversaciones que hubiesen horrorizado a los rabinos, convencidos de que las mujeres solo eran buenas para el cuidado del hogar, para tejer y, cuando eran afortunadas, como Raquel, para una ociosidad tan arrogante como carente de sentido.
Viuda desde hacía diez años de un comerciante propietario de varios buques que navegaban entre los grandes puertos del Mediterráneo y que el carro de un oficial romano había herido mortalmente del modo más estúpido. Raquel era rica, y utilizaba su fortuna de una manera imprevisible.
Se negó a habitar en las lujosas mansiones de Jerusalén y de Cesárea heredadas de su marido y se había instalado en Magdala, una ciudad de Galilea, a dos jornadas de marcha de Tiberíades. Allí, podía olvidarse de las muchedumbres y del ruido de las grandes ciudades y de los puertos. Incluso los días más calurosos, una suave brisa se alzaba desde el lago, cuya resaca regular podía oírse durante todo el día, bajo el gorjeo de los pájaros. Según las estaciones, los almendros, los mirtos y los arbustos de alcaparras creaban una explosión de color. Al pie de las colinas, los campesinos de Magdala cultivaban asiduamente grandes extensiones de mostaza silvestre y viñas opulentas flanqueadas por setos de sicómoros.
Dispuesta alrededor de tres patios, la casa de Raquel poseía la sobriedad y la sencillez de las construcciones judías de antaño. Libre de la opulenta confusión que, de ordinario, sobrecargaba las casas sometidas a la influencia romana, varias estancias habían sido transformadas en salas de estudio. Las bibliotecas estaban llenas de obras de filósofos griegos y de pensadores romanos del tiempo de la República, de rollos manuscritos de la Torá, en arameo y en griego, y de textos de los profetas que databan del destierro en Babilonia.
Siempre que era posible, Raquel invitaba al lago a los autores que más le gustaban. Permanecían en Magdala durante una estación, trabajando, enseñando e intercambiando sus pensamientos.
José de Arimatea, desafiando la tradicional desconfianza de los esenios hacia las mujeres, se presentaba a veces por allí. Raquel apreciaba mucho su presencia. Ella lo recibía con cariño. Miriam había descubierto que, en secreto, ella apoyaba económicamente la comunidad de Damasco, en la que José difundía su sabiduría y su conocimiento de la Torá. También enseñaba allí la ciencia de la medicina y aliviaba cuanto podía los sufrimientos de la gente.
Pero, sobre todo, Raquel había abierto sus puertas a las mujeres de Galilea deseosas de instruirse, y esto con una gran discreción. Si había que temer las sospechas y a los espías de Herodes y de los romanos, la estrechez de miras de los rabinos y de los maridos no era una amenaza menos terrible. Muchas de las que franqueaban el umbral de la casa de Magdala, la mayoría esposas de mercaderes o de ricos propietarios, lo hacían a escondidas. Al abrigo del aborrecimiento de los hombres a las mujeres instruidas, se entregaban encantadas al aprendizaje de la escritura y la lectura, transmitiendo con mucha frecuencia a sus propias hijas el gusto por el saber y la pasión por la reflexión.
Así, Miriam había aprendido lo que, habitualmente, estaba reservado en Israel a pocos hombres: la lengua griega, la filosofía y la política. Con sus compañeras de estudios, había leído y discutido las leyes y reglas que regían la justicia de una república o la fuerza de un reino, se había interrogado acerca de las virtudes y las debilidades de tiranos y sabios.
Tanto como ella, Raquel y sus amigas sufrían el yugo de Herodes. La humillación moral y material, así como la decrepitud del pueblo de Israel se agravaban. Esta violencia, este tormento, se convertían en un tema obsesivo de debate y, con demasiada frecuencia, engendraba una constatación terrible de impotencia. Ellas solo tenían su inteligencia y su obstinación para oponerse al tirano.
Según los rumores, la enfermedad hundía a Herodes en una demencia cada vez más mortífera. Ahora, trataba de arrastrar a su infierno al pueblo de Israel. Cada día, sus mercenarios se mostraban más crueles; los romanos, más despreciativos y los saduceos del Sanedrín, más rapaces. Sin embargo, Raquel y sus amigas temían la muerte de Herodes. ¿Cómo impedir, entonces, que otro loco, más joven, portador de su sangre corrompida, se haga con el poder?
Era cierto que Herodes parecía querer asesinar a toda su familia. La de su esposa ya había sido diezmada. Pero el rey había distribuido con largueza su semilla en el decurso de su existencia y eran muchos quienes podían proclamarse de su linaje. Así, aunque el tirano recibiera al final su castigo, el pueblo de Israel corría el grave peligro de no ser liberado del mal.
Miriam había contado que Barrabás había esperado engendrar una rebelión que derrocara al tirano, pero que también liberara Israel de Roma y cercenara la gangrena saducea del Templo, pero fracasó.
Si les entristecían las estúpidas disputas que oponían a los zelotes, los fariseos y los esenios, las mujeres de Magdala no podían, sin embargo, recurrir a la violencia para lograr la paz. ¿No enseñaban acaso Sócrates y Platón, a quienes admiraban, que las guerras conducían a más injusticia, a más sufrimientos para los pueblos y a la grandeza efímera de los vencedores cegados por su fuerza?
Sin embargo, ¿tenían que entregarse a la imprevisible intervención de Dios? ¿Debían contentarse con esperar que el Eterno y solo Él, por medio del Mesías, las liberase de las desgracias de las que los hombres y las mujeres de Israel no conseguían liberarlas?
La inmensa mayoría lo creía. Otras, como Raquel, estimaban que solo una justicia nueva, nacida del espíritu humano y de la voluntad humana, una justicia fundada en el amor y el respeto, podía salvarlas.
—La justicia enseñada por la ley de Moisés es grande e incluso admirable —explicaba Raquel con una convicción provocadora—. Pero sus debilidades las conocemos bien nosotras, las mujeres. ¿Por qué establece una desigualdad entre la mujer y el hombre? ¿Por qué Abraham puede ofrecer a su esposa Sara al Faraón, sin que esta falta lo abrume? ¿Por qué la esposa es siempre polvo en manos del esposo? ¿Por qué nosotras, las mujeres, contamos menos que los hombres en la humanidad, cuando, por número y por trabajo, valemos tanto como ellos? Moisés escogió a una negra para que fuera la madre de sus hijos. Entonces, ¿por qué su justicia no recoge en una misma igualdad a todos los hombres y todas las mujeres de la tierra?
A las que protestaban que eso era un pensamiento impío, que la justicia de Moisés solo podía dirigirse al pueblo escogido por Yahveh en su Alianza, Raquel les respondía:
—¿Creéis que el Todopoderoso solo desea la felicidad y la justicia de un solo pueblo? ¡No! Es imposible. Eso lo rebajaría al rango de las divinidades grotescas que adoran los romanos o al de los ídolos perversos que veneran los egipcios, los persas y los bárbaros del norte.
Surgían las protestas. ¿Cómo se atrevía Raquel a pensar una cosa parecida? Desde los orígenes, ¿acaso la historia de Israel no consagraba la relación entre Dios Todopoderoso y su pueblo? ¿No había dicho Yahveh a Abraham: «Yo te he escogido y estableceré una Alianza con tu descendencia»?
—¿Pero no había dicho Yahveh que no otorgaría su justicia, su fuerza y su amor a ningún otro pueblo?
—¿Quieres que dejemos de ser judías? —murmuró, espantada, una mujer de Tiberíades—. Nunca podría seguirte. Es inconcebible…
Raquel negaba con la cabeza, explicando aún:
—¿No habéis pensado nunca que el Eterno hubiera podido querer la Alianza con nuestro pueblo como una primera etapa? ¿Para qué tendiésemos la mano a todos los hombres y a todas las mujeres? Eso es lo que yo creo. Sí, yo creo que Yahveh espera de nosotros más amor hacia los hombres y las mujeres de este mundo, sin excepción.
Discutiendo largo y tendido, hasta bien entrada la noche, cuando se agotaba el aceite de las lámparas, Raquel trataba de demostrar que la obsesión de los rabinos y de los profetas por conservar su sabiduría y su justicia en beneficio exclusivo del pueblo de Israel quizá fuese el origen de su desgracia.
—¿Quieres, acaso —se mofaba otra—, que todo el universo se haga judío?
—¿Y por qué no? —respondía Raquel—. Cuando un rebaño se escinde y la más pequeña de sus partes se queda al margen, esta se debilita y se arriesga a que la devoren las fieras. Así nos va a ocurrir a nosotros. Los romanos lo han entendido, ellos que quieren imponer sus leyes a los pueblos del mundo entero para seguir siendo fuertes. Nosotros también deberíamos tener la ambición de convencer al mundo de que nuestras leyes son más justas que las de Roma.
—¡Menuda contradicción! ¿No dices que nuestra justicia no es suficientemente justa, porque nos aparta a las mujeres? En tal caso, ¿por qué vamos a querer imponerla al resto del mundo?
—Tienes razón —admitía Raquel—. Ante todo, deberíamos cambiar nuestras leyes…
—¡Bueno, no te falta imaginación! —lanzó otra, risueña, distendiendo la atmósfera—. Cambiar el cerebro de nuestros esposos y de nuestros rabinos: todo un reto que se anuncia aún más difícil que acabar con Herodes, os lo aseguro.
* * *
Durante bastantes días, Miriam las había oído discutir, alternando su humor entre la máxima seriedad y la risa. Ella raramente intervenía, prefiriendo dejar a otras, más experimentadas, el placer de afrontar el agudo espíritu de Raquel.
No obstante, los debates nunca se trocaban en disputas ni en enredos estériles. Muy al contrario, las oposiciones eran una escuela de libertad y de respeto. La regla impuesta por Raquel, siguiendo el modelo de las escuelas griegas, era que nadie debía reprimir sus opiniones y nadie debía condenar las palabras, las ideas e incluso los silencios de sus compañeras.
Sin embargo, después de haber entusiasmado a Miriam, estas ricas conversaciones terminaron entristeciéndola irremediablemente. Cuanto más apasionadas y brillantes, menos escondían una verdad lacerante: ni Raquel ni sus amigas encontraban solución para vencer la tiranía de Herodes. Ignoraban el medio de unir el pueblo de Israel en una sola fuerza. Al contrario, mes tras mes, las noticias que llegaban a Magdala indicaban que el temor de los días por venir agobiaban a los más indefensos: los campesinos, los pescadores, quienes el comercio o el trabajo les daba lo justo para vivir.
Sin otro recurso, despreciados por los ricos de Jerusalén y por los sacerdotes del Templo, ponían su fe en los oradores, los falsos profetas y charlatanes impotentes que pululaban por las ciudades y las aldeas. Lanzando discursos terroríficos, en los que las amenazas alternaban con la promesa de acontecimientos sobrenaturales, estos voceadores se pretendían profetas de los tiempos nuevos. Desgraciadamente, sus profecías se parecían como gotas de agua. No eran sino emanaciones de odio contra los hombres y anuncios apocalípticos pintados por imaginaciones desaforadas, ávidas de castigos odiosos. Parecía que la voluntad de estos hombres, que se anunciaban como puros, piadosos y ejemplares, no consistiera más que en añadir pavor a la desesperación que ya anidaba en el pueblo. Nadie se preocupaba de aportar el menor remedio a las plagas que denunciaban todos.
A pesar de la dulzura de la vida en Magdala, a pesar de la alegría comunicativa de Mariamne y la ternura de Raquel, cuanto más tiempo pasaba, más impregnaba los pensamientos de Miriam este caos destructor. Sus silencios se prolongaban, sus noches eran malas, turbadas por razonamientos sin salida. Los debates en torno a Raquel acabaron pareciéndole vanos y las risas de las compañeras, ligeras.
Pero, ¿acaso su propia impotencia no era un defecto? ¿No se había equivocado por completo? En vez de permanecer en el lujo de esta casa, ¿no hubiera debido seguir a Barrabás y a Matías en un combate que, al menos, no se quedaba solo en palabras? Sin embargo, cada vez que pensaba estas cosas, su razón le decía siempre que no eran más que ilusiones. La elección de la violencia era, más que cualquier otra, la de la impotencia. Era actuar como los falsos profetas: añadir dolor al dolor.
Sin embargo, ella no podía quedarse sin hacer nada.
De un tiempo a esta parte, estaba madurando en ella una decisión: dejar Magdala.
Tenía que reunirse con su padre, ser útil a su prima Eliseba, en cuya casa habían encontrado refugio Joaquín y Hannah. O volver a casa de Halva, que tenía que soportar la pesada carga de los días y de los niños. Sí, eso es lo que tenía que hacer: contribuir al desarrollo de la vida, en vez de permanecer aquí, en este lujo en el que los saberes, por brillantes que fuesen, se eclipsaban bajo el efecto de la realidad como el humo dispersado por el viento.
Todavía no se había atrevido a anunciarlo. Raquel se había ausentado, para recibir personalmente en el puerto de Cesárea los barcos que fletaba para Antioquía y Atenas. Además de los tejidos, las especias de Persia y la madera de Capadocia, en los que comerciaba, como antes había hecho su esposo, esta flota debía traerle unos libros que esperaba desde hacía tiempo. Además, este día era el decimotercero cumpleaños de Mariamne. Miriam no quería estropear la fiesta de su joven amiga. Sin embargo, ya contaba con impaciencia los días hasta el momento de su partida.
* * *
—¡Miriam! ¡Miriam!
Las llamadas de Mariamne la sacaron de sus pensamientos.
—¡Ven! ¡El agua está estupenda!…
Ella rehusó con la mano.
—No seas tan seria —insistió Mariamne—. Hoy no es un día como los demás.
—Yo no sé nadar…
—No tengas miedo. Yo te enseño… ¡Vamos! Es mi cumpleaños. Concédeme ese regalo: ven a nadar conmigo.
¿Cuántas veces había tratado Mariamne de convencerla de que fuese con ella al lago? Miriam ya había perdido la cuenta.
—Mi regalo —replicó ella riéndose— ya lo tienes.
—¡Pff! —refunfuñó Mariamne—. ¡Un cacho de la Torá! Te parecerá divertido…
—No es un «cacho de la Torá», tonta. Es la hermosa historia de Judit, la que salvó a su pueblo gracias a su valor y su pureza. Una historia que deberías conocer desde hace mucho tiempo. Y copiada de mi puño y letra. Deberías estarme muy agradecida.
Por toda respuesta, Mariamne se dejó hundir en el agua. Con la facilidad de una náyade, nadó a lo largo de la orilla. Su cuerpo desnudo ondeó con gracia sobre el fondo verde del lago.
La misma impudicia de Mariamne era hermosa. Así quizá hubiese sido la de Judit, que había declarado ante todos: «¡Escuchadme! Voy a llevar a cabo algo cuyo recuerdo se transmitirá de generación en generación en nuestro pueblo». Y que lo realizó tan bien que Dios salvó al pueblo de Israel de la tiranía de Holofernes, el asirio.
Pero, hoy día, ¿quién podría ser Judit? ¡La belleza de una mujer, por extraordinaria que fuese, no apaciguaría los demonios que actuaban en el palacio de Herodes!
En un crujido líquido, el rostro de Mariamne surgió bruscamente a la superficie del lago. La joven salió del agua, saltó a la orilla. Antes de que Miriam pudiese reaccionar, se lanzó sobre ella con un rugido de fiera.
Gritando y riendo, rodaron sobre la hierba, enlazadas, luchando. Mariamne trataba con todas sus fuerzas de arrastrar a Miriam al agua, mojando con su cuerpo desnudo la túnica de su amiga.
Sin aliento, sacudidas por la risa, son sus dedos entrecruzados, se dejaron caer de espaldas. Miriam cogió la mano de Mariamne para besarla.
—¡Estás como una cabra! ¡Mira cómo está mi túnica!
—Te está bien empleado. Solo tenías que venir a nadar…
—No me gusta el agua tanto como a ti… Ya lo sabes.
—Eres demasiado seria.
—No es muy difícil ser más seria que tú.
—¡Vamos! No tienes por qué ser tan silenciosa. Ni tan triste. Pensando siempre en vete a saber qué. Estos últimos tiempos, estás peor que nunca. Antes, nos divertíamos juntas… Podrías ser tan alegre como yo, pero no quieres.
Mariamne se enderezó sobre un codo y puso el índice sobre la frente de Miriam.
—Tienes un pliegue que se te forma entre las cejas. ¡Aquí! Hay días en que lo veo desde la mañana. Sigue así y pronto tendrás arrugas, como las viejas.
Miriam no contestó. Permanecieron en silencio un rato. Mariamne hizo una mueca y preguntó en un susurro inquieto:
—¿Estás enfadada?
—Claro que no.
—Yo te quiero mucho. No quiero que estés tan triste a causa de mis burradas.
Miriam le respondió, bajando la vista con dulzura:
—No estoy triste; dices la verdad. Yo soy «Miriam de Nazaret, la seria». Todo el mundo lo sabe.
Mariamne rodó sobre su costado, temblando con la brisa. Con la agilidad de un animal joven, se acurrucó en los brazos de Miriam para calentarse.
—Es cierto: las amigas de mi madre te llaman así. Se equivocan. No te conocen como te conozco yo. Tú eres seria, pero de una forma rara. En realidad, no haces nada como las demás. Para ti, todo es importante. Incluso dormir y respirar, no lo haces como nosotras.
Con los párpados cerrados, feliz al sentir sus cuerpos que se calentaban mutuamente, Miriam no replicó.
—Y tú no me quieres tanto como yo te quiero; también lo sé —continuó Mariamne—. Cuando te vayas, porque te irás de esta casa, seguiré queriéndote. Tú, no lo sé.
La sorpresa se adueñó de Miriam. ¿Había adivinado Mariamne sus pensamientos? Pero, antes de que pudiera responder, Mariamne se incorporó bruscamente, estrechando su mano con fuerza.
—¡Escucha!
El crujido de las ruedas de un carro resonaba cerca de la casa.
—¡Mi madre está de vuelta!
Mariamne se levantó de un salto. Sin preocuparse por las perlas de agua que todavía cubrían su piel, agarró su túnica suspendida de las ramas de un tamarisco y se la puso, corriendo al encuentro de su madre.
* * *
Las sirvientas ya estaban ayudando a Raquel a descender del carro de viaje. Cerrado y cubierto con una gruesa tela verde, necesitaba un tiro de cuatro mulas que solo sabía llevar Recab, el cochero y único servidor varón de la casa.
Mariamne se precipitó para besar a su madre con efusión.
—¡Sabía que estarías de vuelta para mi cumpleaños!
Raquel, que era un poco más alta que su hija y cuyas curvas de la edad quedaban disimuladas bajo la sencilla elegancia de una túnica a franjas bordadas, le respondió con ternura. Sin embargo, Miriam se dio cuenta de que Raquel estaba angustiada. Su alegría por estar de vuelta no era tan franca como aparentaba.
Solo más tarde, después de haber regalado a su hija un collar de coral y de cuentas de vidrio que provenía de más allá de Persia y después de haber cuidado de que abrieran correctamente los preciosos baúles de libros bajados del carro, hizo una discreta indicación a Miriam. La llevó a una terraza que daba a los huertos que descendían hacia el lago. Al abrigo del viento, los bálsamos, los manzanos de Sodoma y las higueras exhalaban dulces aromas. A Raquel le gustaba detenerse allí. A menudo, escogía este lugar para conversar discretamente.
—No quiero aguarle la fiesta a Mariamne… ¡A veces, es tan cría!
—Es bueno que conserve con tanta fuerza la inocencia de su edad.
Raquel asintió y dirigió la mirada más allá de las tupidas franjas de juncos olorosos y de papiros que avanzaban en el agua. Las velas de las barcas de pesca salpicaban la superficie lisa. El rostro de Raquel se ensombreció.
—Todo va mal, y más aún de lo que imaginamos aquí. Cesárea está llena de rumores. Se dice que Herodes ha hecho asesinar a sus dos hijos, Alejandro y Arquelao.
Ella dudó, bajó la voz.
—Todo el palacio tiembla. Él teme tanto que lo envenenen que mata y encarcela a la menor duda. Sus mejores servidores y grandes oficiales han sido sometidos a tortura. Ellos reconocen lo que sea para salvar la vida, pero sus embustes refuerzan la locura del rey y acaban pudriéndole el cerebro.
Contó que Salomé, hermana del rey, y su hermano, Feroras, que muchos sospechaban que quería hacerse con el poder, se escondían en una de las fortalezas de Judea. Inundado de odio hacia su familia y al pueblo judío, Herodes había dejado que se situara a su lado un lacedemonio, de nombre Euricles. Hombre de una bellaquería prodigiosa y de una rapacidad ilimitada, se había introducido en la corte ofreciendo a Herodes unos regalos fastuosos robados en Grecia. Alternando halagos repugnantes con calumnias feroces, había tendido la trampa que condujo al rey a matar a sus hijos.
—Alcancé a verlo en el puerto, donde se exhibía en un brillante carro dorado —prosiguió Raquel con asco—. Encarna la arrogancia servil. Una se lo imagina sin dificultad enfangado en la ignominia. Pero lo peor no es eso. Nos daría igual que el rey y su familia se mataran entre ellos, si esta pandilla apestosa no nos arrastrara a las tinieblas con ella. Herodes y todos los que bullen a su alrededor solo tienen de humanos la apariencia. Los vicios del poder los han corrompido hasta la médula.
Ella suspiró con hastío.
—No entiendo qué espera el Eterno de nosotras… ¡Incluso lo que hacemos aquí me parece inútil! ¿De qué sirven los libros que acabo de traer, estas bibliotecas en la casa, lo que aprendemos, lo que hablamos? No hace mucho, estaba convencida de que cultivar nuestro espíritu nos ayudaría a cambiar el curso de este mundo. Yo me decía: hagámonos diferentes, nosotras, las mujeres. Así podremos poner freno a la locura de los hombres. Hoy, ya no me lo creo. Desde que salgo de Magdala, desde que paso un día en las calles de Tiberíades, me parece que nos estamos haciendo tan sabias como inútiles…
—¡Tú no puedes decir eso, madre! —gritó Mariamne detrás de ella—. Tú no…
—¡Oh!, ¿estabas ahí?
—Sí, y te he oído todo. Aunque reserves tus conversaciones serias para Miriam —gritó Mariamne.
Ella se acercó con la mirada cargada de reproches, levantó el collar que adornaba su pecho.
—Venía a enseñarte lo bien que me quedaba. Pero supongo que esto te parecerá una tontería.
—Al contrario, Mariamne. ¿Te lo habría regalado si no? Y es verdad, te queda perfectamente…
Mariamne desechó el cumplido con un gesto de la mano.
—Te estás haciendo como Miriam: austera, obsesionada con Herodes —gritó ella con ganas de pelea—. Pero tú, tú no tienes derecho a dudar. Tú misma se lo has dicho a cada una de las que entran aquí: «Con que haya una sola mujer o un solo hombre para defender el saber, la razón, recordar la sabiduría de los ancianos, ella o él salvará el mundo y el alma de los humanos ante el juicio de Dios».
—Tienes buena memoria —aprobó Raquel, sonriendo.
—Excelente. Y en contra de lo que piensas, siempre te escucho con atención.
Raquel tendió la mano para acariciarle la mejilla. Mariamne evitó la caricia. Raquel hizo una mueca y bajó la frente con hastío.
—Tú hablas con el fervor de la juventud. A mí, todo me parece muy feo a nuestro alrededor.
—Te equivocas completamente —contestó nerviosa Mariamne—. Además, la edad no tiene nada que ver: Miriam solo tiene cuatro años más que yo. Y ninguna de las dos sabéis ya mirar la belleza. Sin embargo, existe.
Con rabia, Mariamne señaló el esplendor que las rodeaba.
—¿Qué hay más bello que este lago, estas colinas, las flores del manzano? Galilea es bella. Nosotras somos bellas. Tú, Miriam, nuestras amigas… El Todopoderoso nos da esta belleza. ¿Por qué iba a querer que la ignorásemos? Al contrario, debemos alimentarnos de la alegría y la felicidad que nos concede, ¡no solo de los horrores de Herodes! Él solo es un rey, y morirá pronto. Un día lo olvidaremos. Pero lo que dicen los libros de esta casa solo desaparecerá si dejamos que muera.
La sonrisa había vuelto al rostro de Raquel. Tierna, un poco burlona, pero que revelaba su satisfacción y su asombro.
—¡Bien! Veo que mi hija ha crecido en razón y en sabiduría sin que yo me diese cuenta…
—¡Seguro, porque siempre me consideras como una cría!
Raquel acarició de nuevo el rostro de su hija. Esta vez, Mariamne no se apartó; al contrario, se hundió en los brazos de su madre.
—Te prometo que nunca volveré a tratarte como a una niña —declaró Raquel.
Con una risita traviesa, Mariamne se separó.
—Pero no esperes que me haga una persona seria, como Miriam. Eso no lo seré nunca…
Ella giró sobre sí misma y anunció, como prueba de lo que acababa de decir:
—Voy a cambiar de túnica. El color de esta no pega de ninguna manera con este collar.
Se alejó, viva y ligera. Cuando desapareció en el interior de la casa, Raquel hizo con la cabeza un leve gesto de asentimiento.
—Así es como los niños crecen y se convierten en unos extraños. Pero, ¿quién sabe si no tiene razón?
—Tiene razón —aprobó Miriam—. La belleza existe y seguro que Dios no quiere que la olvidemos. Es bueno, es incluso maravilloso que existan seres como Mariamne. ¡Y tiene razón cuando dice que me encuentra demasiado seria! Me gustaría…
Se interrumpió, buscando el modo de anunciar a Raquel su deseo de abandonar su casa, de regresar a Nazaret o al lado de su padre. Unos pájaros pasaron sobre ellas piando ruidosamente. Ella levantó la cabeza para seguir su vuelo. Por el otro lado de la casa se oía la risa de Mariamne con las sirvientas, el movimiento del carro de viaje que ponían bajo techo. Antes de que Miriam tomara de nuevo la palabra, Raquel, cogiéndole la muñeca, la llevó más abajo de la terraza, a los huertos.
—Hay otras noticias que quería darte antes de que Mariamne nos interrumpa —dijo ella con voz apremiante.
Sacó un trozo de pergamino del estuche del cinturón de su túnica.
—He recibido una carta de José de Arimatea. Ya no podrá venir a visitarnos porque sus estancias con nosotras, «las mujeres», han sido causa de escándalo en su comunidad. Se le han unido nuevos hermanos para estudiar medicina con él. Pero refunfuñan, exigen que José se muestre más distante con nosotras… No lo dice, pero creo que se puede ver ahí la mano de Guiora. Debe de temer la influencia de José sobre los esenios, cuando él y sus condiscípulos de Gamala cultivan un odio salvaje a las mujeres.
—No solo a las mujeres, ¡a los am ha’aretzim, a los extranjeros, a los enfermos! —dijo Miriam, indignada—. En realidad, odia a los débiles y solo respeta la fuerza y la violencia. No es un hombre agradable. En mi opinión, tampoco un sabio. Conocí a Guiora en Nazaret, con mi padre, José de Arimatea y Barrabás. Solo él tenía la razón…
Raquel asintió, divertida.
—También hay otra persona de la que quería hablarte: Barrabás. Su nombre corría de boca en boca en Cesárea, en Tiberíades, por mi camino de vuelta.
Un estremecimiento de angustia recorrió la nuca de Miriam. La tensión le invadió. Raquel percibió su inquietud y sacudió la cabeza.
—No, no traigo malas noticias. Se dice que ha reclutado una banda de más de quinientos o seiscientos bandoleros. Y que se ha aliado con otro bandolero…
—Matías, seguro… —murmuró Miriam.
—No he oído su nombre, pero, entre los dos, reúnen a un millar de combatientes. Se dice que han derrotado a la caballería dos o tres veces, aprovechando que Herodes, en su demencia, ha encarcelado a sus propios generales.
Miriam sonreía. Aunque no quisiera reconocerlo, estaba aliviada, feliz, envidiosa incluso.
—Sí —dijo Raquel, respondiendo a su sonrisa—, es agradable oírlo. Por supuesto, en Cesárea o en Tiberíades, e incluso en Séforis, hay quienes temen por sus riquezas. Claman contra el «bandido», el «bribón», tratan a Barrabás de «secuaz del terror». Pero me han asegurado que los valientes aldeanos de Galilea cantan y rezan por él. Y que él siempre encuentra el medio de esconderse entre ellos cuando lo necesita. Está bien…
Se calló, con la mirada perdida.
—Voy a marcharme —dijo de repente Miriam.
—¿Quieres reunirte con él? —dijo enseguida Raquel—. Sí, claro. Me lo imaginé en cuanto oí estas noticias.
—Había decidido marcharme antes de que me lo dijeses. Quería esperar a que regresases y el cumpleaños de Mariamne.
—Va a pasarlo mal sin ti.
—Volveremos a vernos.
—Claro…
Los ojos de Raquel brillaban.
—Os quiero de todo corazón a las dos —prosiguió Miriam con cierto temblor en su voz—. En esta casa he pasado unos momentos que nunca olvidaré. He aprendido tanto de ti…
—Pero ya es hora de que te vayas —la interrumpió Raquel sin resentimiento—. Sí, te comprendo.
—Mi alma ya no está en paz. Me despierto por la noche y me repito que no debería dormir. ¿No sé ya bastante ahora? Aquí estoy bien, aprendo y recibo muchas cosas, tu cariño y el de Mariamne… ¡pero doy tan poco a cambio!
Raquel la abrazó con ternura, sacudiendo la cabeza.
—No lo creas. Tu presencia es un don y para Mariamne y para mí es bastante. Pero comprendo lo que sientes.
Permanecieron en silencio, unidas por la misma tristeza y el mismo cariño.
—Ya es hora de que ocurra algo, ¿pero cómo? No sabemos lo que queremos. A veces, me parece que ante nosotras se levanta un muro, más alto cada día, más infranqueable. Las palabras, los libros, incluso nuestros pensamientos más justos parecen ensancharlo. Tienes razón en volver al mundo. ¿Te reunirás con Barrabás?
—No. Dudo que me necesite para luchar.
—Quizá nos equivoquemos y tenga él razón. Quizá haya sonado la hora de la rebelión.
Miriam dudó antes de anunciar:
—No tengo noticias de mi padre y de mi madre desde hace mucho tiempo. Voy a encontrarme con ellos. Después…
—Concédenos todavía el día de mañana. Que Mariamne pueda despedirse de ti como es debido. Puedes llevarte mi carro de viaje…
Miriam iba a protestar. Raquel puso la punta de sus dedos en sus labios.
—No, déjame ofrecerte esta ayuda. Las carreteras no son tan seguras para que una chica joven se aventure sola por ellas.