Capítulo 8

LA noche era profunda. Solo el chirrido regular de un grillo incansable rompía el silencio alrededor de la casa de Yossef. El alba no debía de estar lejos.

Incapaz de dormir, Miriam se había levantado de su cama, al lado de los niños. Acechaba la luz del día, temiéndola y esperando que la oscuridad que la envolvía no cesara jamás.

No podía dejar de revivir la locura que la había llevado a hablar delante de los hombres. La vergüenza que había causado a su padre no la abandonaba. ¡Y Barrabás! Hubiera querido correr tras él y pedirle perdón.

¿Por qué estaba tan lleno de orgullo? Ella lo admiraba y siempre le estaría agradecida por lo que había hecho. ¡Dios sabe que no había querido herirlo! Sin embargo, se había marchado convencido de que ella lo había traicionado. Y a Abdías con él…

La mueca que le había dirigido Abdías antes de seguir a Barrabás todavía le quemaba el corazón.

Los demás habían dejado la casa de Yossef con el mismo abatimiento, el mismo rostro afligido. Eleazar, el zelote, el rabino Jonatán, Leví, el sicario… Nicodemo y Guiora habían añadido el malhumor a sus despedidas.

Solo José de Arimatea se había quedado. Amablemente, le había pedido a Halva una cama para pasar la noche. El camino de Damasco era largo y prefería descansar antes de regresar.

Miriam no había sabido, no había tenido el valor de excusarse ante ellos. De repente, le habían faltado las palabras; sobre todo, no había querido abrir la boca por miedo a pronunciar unas palabras aun más hirientes.

Ni siquiera había tenido valor para aparecer en la cena, a pesar de las exhortaciones de Halva. Halva, que la había abrazado con toda la ternura de la que era capaz, repitiendo que ella había tenido razón, mil veces razón al decirles esa verdad que no sabían escuchar.

Pero Halva hablaba con un corazón desbordante de amistad y su confianza en Miriam la cegaba hasta el desatino.

¡No! La verdad había salido de la boca de Guiora: ella no era más que una chica llena de orgullo que se metía en lo que no le importaba. El malestar que había sembrado entre ellos había caído como una losa. ¡Qué estupidez! ¡Cuando lo único que quería era unirlos!

¡Oh! ¿Por qué no se podía hacer retroceder el tiempo para reparar sus errores?

* * *

Ahora, la noche iba palideciendo sobre Nazaret. Un frescor, húmedo de rocío, había entumecido a Miriam sin darse cuenta, absorta como estaba en sus pensamientos, sus reproches y sus dudas.

Solo en el último momento oyó unos pasos detrás de ella. Yossef se acercaba con una gran manta en las manos y una sonrisa en los labios.

—Me estaba preparando para ir a cuidar los animales, porque Barrabás ha abandonado su papel de pastor.

La miró, frunciendo el ceño, observando sus ojos rojos, sus labios temblorosos, la carne de gallina que cubría sus brazos desnudos.

—Supongo que no estarás tan loca como para haber pasado la noche aquí.

La cubrió con la manta, añadiendo, lleno de ternura:

—Caliéntate; si no te vas a poner mala. El alba es muy traidora.

—Yossef, me siento culpable —murmuró Miriam cogiéndole la mano.

—¿Y de qué te sientes culpable, Dios mío?

—Estoy muy avergonzada… Nunca hubiera debido hablar como lo hice ayer delante de todos vosotros. ¡Qué vergüenza, sí! A vosotros, a mi padre y a ti, os avergoncé.

—¿Estás loca? ¿Vergüenza? Todo lo contrario. Yo, que no decía una palabra porque nunca sé expresar mis pensamientos, sobre todo delante de un Guiora, ¡estaba encantado de escucharte! Era miel que se deslizaba por mis oídos. ¡Ah, sí! Dijiste lo que hacía falta que oyésemos…

—¡Yossef! No piensas lo que dices.

—¡Pero si es cierto! Lo pensábamos todos: tu padre, Halva, incluso el sabio de Damasco. Nos lo dijo ayer noche. Si no te hubieras escondido, lo habrías escuchado.

—Pero los demás se marcharon…

—Por vergüenza, sí. Estaban avergonzados. Sabían que tus palabras eran justas. No tenían nada que añadir. Tienes razón. No sabemos unir nuestras voluntades. Mesías o no, el que sea capaz de unirnos y de guiarnos no ha nacido. Para personas como Guiora o Nicodemo, no es una verdad fácil de admitir.

Yossef suspiró y movió la cabeza.

—Sí… Cada uno debe interrogar a su conciencia.

—Barrabás no piensa precisamente así —murmuró Miriam, estremecida.

Yossef exclamó, burlón:

—¡Barrabás!… Tú lo conoces mejor que nosotros. ¡Tiene tal deseo de luchar! Es muy impaciente. Y, sobre todo, quiere deslumbrarte. ¡Quién sabe si no será capaz de convertirse en el rey de Israel solo para conquistarte!

La ironía de Yossef se transformó en risa.

Miriam bajó la frente, tambaleándose de fatiga, aturdida por lo que acababa de oír. ¿Decía la verdad Yossef? ¿Estaría ella equivocada con respecto a las reacciones de unos y otros?

Yossef añadió:

—Has perdido por nada una buena noche de sueño. Ven a casa. Halva se ocupará de ti.

* * *

Yossef decía la verdad.

Mientras tomaba un tazón de leche caliente, Joaquín se le acercó. Con los ojos brillantes, murmuró a su oído:

—Estoy orgulloso de ti.

José de Arimatea apareció, sonriente. Bajo su benevolencia se adivinaba una atención aguda y seria.

—Joaquín me había confiado que su hija no era corriente. Creo que no se equivoca y que su orgullo de padre no es vano.

Miriam desvió la mirada, apurada.

—Soy una chica como las demás. Simplemente, tengo peor carácter. No hay que tomar en serio mis palabras de ayer. Habría hecho mejor callándome. Además, no sé por qué me vino este pensamiento. Quizá porque Guiora me exasperaba o porque Barrabás…

No acabó la frase. Los tres hombres y Halva rompieron a reír.

—Tu padre me ha explicado que aprendiste a leer y a escribir aquí, en Nazaret —dijo José de Arimatea.

—Muy poco…

—¿Te gustaría ir a pasar algún tiempo en casa de unas mujeres amigas, en Magdala? Allí podrías aprender más.

—¿Aprender? ¿Pero aprender qué?

—A leer obras griegas y romanas. Libros que hacen reflexionar, como la Torá, aunque de un modo diferente.

—¡Yo soy una chica! —exclamó Miriam, que no creía lo que oían sus oídos—. Una chica no aprende en los libros…

Su réplica divirtió mucho a Yossef, pero no a Joaquín, que murmuraba que si empezaba a hablar como Hannah, su madre, lo avergonzaría de veras.

—Ocurre que el cerebro de una mujer vale más que el de muchos hombres —declaró el sabio de Damasco—. Esas mujeres de Magdala son como tú. Más que la voluntad de ser sabias, están ávidas por comprender y ser útiles por su pensamiento.

—Y además, debes pensar en los días que vienen —intervino Joaquín—. No podremos volver a nuestra casa de Nazaret durante mucho tiempo…

Miriam dudó, miró a los niños que se aferraban a la túnica de su amiga.

—Precisamente, Halva me necesita aquí. No es el momento de dejarla sola…

Halva iba a protestar cuando unos gritos, fuera, la interrumpieron. Reconocieron la voz de Abdías antes de que apareciese en el marco de la puerta.

—¡Ahí están! —gritó el pequeño am ha’aretz, jadeante—. ¡Están en Nazaret!

—¿Quiénes?

—¡Los mercenarios, coño! Barrabás tenía razón. ¡Esta vez vienen a buscarte, padre Joaquín!

Hubo un momento de confusión. Urgieron a Abdías a que hablase. Él contó que, por el camino de Séforis, mientras estaba durmiendo bajo las ramas bajas de una acacia en compañía de Barrabás y de sus compañeros, lo había despertado un ruido de soldados. Una cohorte romana, seguida por una centuria, al menos, de mercenarios, se dirigía hacia Nazaret. Se anticipaban al alba y todavía llevaban las antorchas con las que habían iluminado el camino por la noche. Les seguían las mulas, que tiraban de unas carretas cargadas de gavillas y de vasijas de aceite.

—¡Gavillas y aceite! —exclamó asombrado José de Arimatea—. ¿Y para qué?

—Para incendiar la aldea —respondió Joaquín con voz átona.

—La aldea no —corrigió Abdías, moviendo la cabeza—. Tu casa y tu taller de carpintero.

—¡Ah!, ¿estás seguro?

—Barrabás nos ha pedido que fuésemos a despertar a todo el mundo en las casas para que los romanos no sorprendieran a nadie en pleno sueño, pero, cuando los mercenarios han llegado, han ido directamente a tu casa…

—¡Señor Dios!

Yossef apretó el hombro de su amigo. Joaquín se zafó y se lanzó hacia la puerta. Abdías lo retuvo.

—¡Escucha! No hagas el tonto, padre Joaquín, o te detendrán.

—Mi esposa está allá abajo. ¡Van a maltratarla! —gritó Joaquín, empujándolo.

—Te digo que no hagas el burro —gritó Abdías, con sus menudas manos haciendo fuerza contra el pecho de Joaquín.

—Voy a ir yo —intervino Yossef—. Yo no tengo nada que temer…

—¡Ah! ¿Me escucharéis de una vez? —gritó Abdías—. ¡No le va a pasar nada a tu esposa, padre Joaquín, viene de camino con los amigos! La hemos sacado de la casa y me he adelantado corriendo para avisarte. Y también para no oírla gritar, porque me rompe los oídos de una manera increíble…

Abdías esbozó una sonrisa como para hacerse perdonar la indirecta.

—¿Dónde está Barrabás? —preguntó Miriam—. Si se queda en la aldea, se arriesga a que lo detengan.

Abdías bajó la cabeza, evitando mirarla.

—No, no… Él… Él no ha venido con nosotros. Ha dicho que tú no lo necesitabas para nada. A esta hora, no debe de estar muy lejos de Séforis.

Hubo un breve silencio. Joaquín, con el rostro lívido, murmuró:

—Esta vez, se acabó. Ya no tengo casa. Ni herramientas…

—No se podía hacer nada —murmuró Abdías—. Barrabás lo había previsto: los mercenarios volverían un día u otro.

—¿Y Lisanias? —preguntó de repente Yossef.

—¿El viejo que trabajaba con vosotros? Ha estado a punto de dejarse matar. No quería abandonar el taller. Gritaba aún más fuerte que la esposa de padre Joaquín. Los vecinos casi le pegan para que se callase.

—No es prudente que nos quedemos aquí —intervino José de Arimatea.

—Eso seguro —aprobó Abdías—. Los mercenarios no tardarán en meter la nariz en cada rincón, para meter miedo a toda la aldea.

—Podéis esconderos en el taller —propuso Yossef.

—No. Tú ya has corrido demasiados riesgos —dijo firmemente Joaquín, acercándose a la puerta—. José de Arimatea tiene razón. En cuanto Hannah llegue, partiremos hacia Jotapata. Mi primo Zacarías, el rabino, nos acogerá.

—Yo te acompañó hasta allá abajo con mis compañeros, padre Joaquín.

Por toda respuesta, mientras aguardaba la llegada de Hannah por el camino, Joaquín puso su mano sobre la nuca de Abdías, como lo habría hecho un padre. La emoción nubló la mirada de Miriam. A su lado, José de Arimatea declaró con mansedumbre:

—Tus padres están en buenas manos, Miriam. Sería más conveniente que me siguieras a Magdala.