Capítulo 7

TERMINADAS las abluciones y las oraciones de la mañana, Joaquín observó los rostros que lo miraban.

—Alabado sea el Dios Eterno, Rey del mundo, que nos ha dado la vida, nos ha mantenido con buena salud y nos ha permitido llegar a este momento —declaró con emoción.

—¡Amén! —respondieron los demás.

—Sabemos para qué estamos aquí —continuó Joaquín, pero Nicodemo, levantando su mano cubierta de oro, le interrumpió.

—Yo no estoy muy seguro, amigo Joaquín. Tu carta no decía nada claro, sino que querías reunir a algunos sabios con el fin de afrontar el porvenir de Israel. Eso es muy vago. Alrededor de esta mesa hay rostros que son para mí nuevos; otros, me son conocidos. Con respecto a mis hermanos esenios, conozco un poco su forma de pensar e incluso sus reproches con respecto a mí.

Se inclinó con una sonrisa divertida hacia Guiora y José de Arimatea. El encanto de su voz operaba sus efectos. Todo el mundo comprendió que, si Nicodemo había sabido labrarse una reputación frente a los saduceos de Jerusalén, era porque sabía manejar el lenguaje.

Joaquín no pudo ocultar su apuro y, por instinto, buscó la ayuda de José de Arimatea. Barrabás, cuyos ojos brillaban de cólera, fue más rápido:

—La razón de esta reunión, puedo decírtela yo, pues responde a mi voluntad —anunció—. Es sencilla. Nosotros, en Galilea, ya no soportamos el puño de Herodes sobre nuestras vidas. No soportamos ya sus injusticias ni la deshonra que sus mercenarios infligen a Israel. No soportamos ya que Roma sea su ama y, por tanto, la nuestra. Esto dura ya demasiado tiempo. Hay que ponerle fin. Desde ahora mismo.

Guiora emitió una risita sarcástica, el único sonido que turbó el perfecto silencio que siguió a las palabras de Barrabás. Ahora, todos acechaban la reacción de Nicodemo. Este movió la cabeza, con los dedos juntos bajo el mentón.

—¿Y cómo piensas ponerle fin, querido Barrabás?

—Por las armas. Por la muerte de Herodes. Por el levantamiento del pueblo que sufre. Por una rebelión que lo arrastre todo. Así. Yo no estaba de acuerdo con tu asistencia. Pero, ahora, lo sabes todo. Puedes denunciarnos o unirte a nosotros.

Al pronunciar esta última frase, Barrabás había puesto la mano sobre el hombro de Joaquín, que estaba incómodo. No por esta manifestación de amistad, sino porque le parecía que Barrabás iba demasiado deprisa y demasiado lejos. La brutalidad es una mala estrategia. Sin duda, no era así como había que llevar el asunto para convencer a Nicodemo ni quizá tampoco a los otros.

Además, ya se estaba viendo el resultado. Si Leví, el sicario, y Matías aprobaban a Barrabás con murmullos entusiastas, los demás bajaban prudentemente los ojos. A excepción de José de Arimatea, que permanecía tranquilo y atento.

En cuanto a Guiora y a Nicodemo, coincidían en una misma mueca desdeñosa.

Joaquín, temiendo el efecto sobre Barrabás, se apresuró a intervenir:

—Barrabás dice esto a su modo. No es falso. Yo le debo mucho, a este modo. Le debo la vida…

Un chirrido agudo lo interrumpió, sobresaltando al joven rabino Jonatán.

—¡Ah, no!, ¡desde luego que no!

Guiora señaló con el dedo hacia el pecho de Joaquín.

—¡Desde luego que no! Tú solo le debes la vida a la voluntad de Yahveh. Conozco tu historia de Tiberíades. Tu violencia aquí, en Nazaret, y tu crucifixión. Tú no fuiste descendido de esa cruz porque un crío te descolgase, sino ¡porque Yahveh lo ha querido! Sin su voluntad, te hubieras podrido allí.

El dedo acusador y la mirada incendiaria de Guiora se posaron sobre Barrabás como una amenaza:

—¿A qué viene que estés tan orgulloso de tus hazañas, bandido? ¡No has sido más que el instrumento del Eterno! Así son nuestros destinos: ¡la voluntad de Dios!

Rojo, Barrabás se irguió.

—¿Quieres decir que Dios desea la locura de Herodes y su influencia sobre Galilea, sobre Israel?, ¿que desea que sus mercenarios nos humillen y nos maten?, ¿que desea que los recaudadores del Templo nos roben y nos arrastren por el barro?, ¿que desea todas esas cruces en las que se pudren unos judíos como tú? Si es así, Guiora —rugió Barrabás—, en la cara te lo digo: puedes guardarte a tu Yahveh. ¡Lo combatiré tanto como a Herodes y a los romanos!

Los gritos hicieron temblar el follaje de los plátanos por encima de sus cabezas.

—¡No blasfemes! —se interpuso Nicodemo—. O tendré que irme. Guiora exagera. Sus palabras superan su pensamiento. Dios no tiene nada que ver con nuestras desgracias…

—¡Sí! —vociferó Guiora—. Mis palabras son justas, ¡y tú me has entendido muy bien, fariseo! Todos gemís: ¡Herodes! ¡Herodes! ¡Todo es por culpa de Herodes! No. Todo sería por culpa del pueblo testarudo. Es lo que decía Moisés y tenía razón. Pueblo testarudo que vaga por el desierto porque no merece Canaán. Dolor y vergüenza. ¡Eso es lo que somos!

Las protestas aumentaron de nuevo, pero sin que impresionaran a Guiora, cuya seca voz se impuso:

—¿Quién sigue en este país las leyes de Moisés, como lo exige el Libro? ¿Quién reza y se purifica como prescribe la Ley? ¿Quién lee y aprende la palabra del Libro para construir el Templo en su corazón, como lo ordenara el profeta Esdrás? Nadie. Los judíos de hoy fingen su amor a Dios. ¡Lo que les gusta es asistir a carreras de caballos, como los romanos, ir a ver representar obras de teatro, como los griegos! Cubren de imágenes las paredes de sus casas. ¡Sacrilegio de los sacrilegios, hacen cosas los días de shabbat! Y hasta en el seno del Sanedrín, donde el comercio supera la fe.

Guiora concluyó con furor:

—Este pueblo es impío. Merece cien veces su castigo. ¡Herodes no es la causa de vuestras desgracias: es la consecuencia de vuestras faltas!

Siguió un breve silencio tenso, que rompió una voz profunda, la de Eleazar, el zelote de Jotapata:

—Te lo digo desde el fondo del corazón, sabio de Gamala: te equivocas. Dios desea el bien de su pueblo. Nos ha elegido en su corazón. A nosotros y a nadie más. Respeto tus oraciones, pero soy tan piadoso como cualquier esenio. Si hay alguien que blasfeme aquí, me temo que seas tú.

—¡Tú no eres más que un fariseo, como el otro! —se obstinó Guiora, con la barba erizada de furor—. Vosotros, los zelotes, queréis que se os considere superiores porque asesináis a los romanos. Pero, por vuestro pensamiento, solo sois unos fariseos…

—¿Es un insulto ser fariseo? —preguntó, ofendido, Nicodemo, perdiendo su calma.

Antes de que Guiora replicara, José de Arimatea, que aún no había dicho nada, le puso una mano muy firme en el brazo y declaró con una autoridad que sorprendió a todo el mundo:

—Esta disputa es vana. Conocemos nuestras divergencias. ¿Qué sentido tiene ahondarlas? Tratemos de hablar con amistad.

El zelote le dio las gracias con una inclinación de cabeza.

—Nadie está más sometido que un zelote a las leyes de Moisés. Para nosotros también, el comportamiento de Herodes es una afrenta. El águila de oro de los romanos que ha permitido erigir sobre el templo de Jerusalén quema nuestros ojos de vergüenza. Nosotros también reprochamos al pueblo que no sea sabio ni pío, como quiere Yahveh. Pero, te lo repito, Guiora, el Eterno Todopoderoso no puede querer la desgracia de su pueblo. Barrabás y Joaquín tienen razón: el pueblo sufre y no puede aguantar más. Esa es la verdad. Nuestros hijos son crucificados; nuestros hermanos, llevados al circo, y nuestras hermanas, vendidas como esclavas. ¿Hasta cuándo vamos a soportarlo?

—Yo no estoy muy alejado de tu pensamiento, amigo Eleazar —dijo Nicodemo, ignorando las protestas de Guiora—. Pero, ¿significa esto que tengamos que responder con las armas y la sangre? Vosotros, los zelotes, ¿cuántas veces os habéis enfrentado a los romanos o a los mercenarios de Herodes?

—¡Miles, tenlo por seguro! —respondió Leví, el sicario, levantando el puñal. Y convéncete de que todavía les escuece…

—¿Qué os creéis? —objetó fríamente Nicodemo—. ¿Que no me doy cuenta? Roma es el ama de Herodes. ¡Vamos!, un poco de sentido común. Una rebelión no os lleva a ningún sitio. ¡Si nunca habéis sido capaces de llevarla a cabo!

Sacudió la cabeza, como expresión de sus dudas.

—¿Y por qué estás tan seguro de ti mismo? —preguntó Matías, con un atisbo de desprecio—. No es precisamente el Sanedrín quien puede juzgar lo que pueda hacerse con lanzas y espadas.

Se quitó la capucha, descubriendo su rostro, que una sonrisa hacía aún más terrorífico.

—Un careto como el mío no se pasea por ahí. Sin embargo, míralo bien, porque dice que podemos luchar contra los romanos y los mercenarios y… vencerlos.

Escrutó a unos y otros, disfrutando con su efecto.

—Para mí, está bien —añadió—. Si Barrabás parte a la guerra contra Herodes, nosotros estamos dispuestos.

—Dispuestos a dejaros cortar a trozos, como el año pasado, cuando tratasteis de tomar Tiberíades —intervino el joven rabino Jonatán.

—Hoy no es ayer, rabino. Nos faltaban armas. La lección nos ha servido. Hace menos de una luna, en la bahía del Carmelo, cerca de Ptolemaida, nos hemos apoderado de dos barcas romanas cargadas de lanzas, dagas e incluso una máquina de asedio. En adelante, si el pueblo tiene el valor necesario, podemos armar a doce mil hombres.

Barrabás dio su aprobación con un gruñido deliberado.

—Hay un tiempo para la paz y un tiempo para la guerra. El tiempo de la guerra ha llegado.

—¿Quieres decir: el tiempo de morir tú? —insistió Nicodemo, mientras Guiora le daba ruidosamente su aprobación.

Matías y Barrabás hicieron el mismo gesto de exasperación.

—¡Si hay que morir, moriremos! Mejor que vivir de rodillas.

—¡Cuentos y más cuentos! —murmuró Leví, el sicario—. La cuestión no es morir. Yo no tengo miedo de morir en el nombre del Eterno, al kiddusch ja-Schem[2]. La cuestión es: ¿podemos abatir a Herodes, podemos vencer a Roma? Porque las cosas van a discurrir así: si debilitamos a este loco, él pedirá ayuda a Augusto, el romano. Y en ese momento, tenemos que admitirlo, empezará otra historia.

—¡El romano se ríe de Herodes! —saltó Barrabás, irritado—. Los mercaderes cuentan que todas las legiones del imperio se amontonan en las fronteras del norte, donde los bárbaros las atacan sin cesar. Se dice incluso que, en Damasco, el gobernador Varrón ha tenido que desprenderse de una legión…

Barrabás buscaba la aprobación de José de Arimatea. Este lo hizo de mala gana:

—Eso se cuenta, sí.

Barrabás dio un puñetazo en la mesa.

—Os lo aseguro: nunca ha habido un momento mejor para abatir a Herodes. Es viejo y está enfermo. ¡Sus hijos, sus hijas, su esposa, toda su pandilla se disputan el poder y solo sueñan con traicionarle para arrebatarle el poder! Cuando su enfermedad le da un respiro, Herodes envenena a algunos para tranquilizarse. En su palacio, todo el mundo tiene miedo. Desde los cocineros hasta las putas. Incluso los oficiales romanos de quién tienen que recibir las órdenes. Los mercenarios tienen miedo de que no les paguen… Os lo repito: ¡la casa de Herodes es un caos! Tenemos que aprovecharnos de ello. La ocasión no volverá a repetirse en mucho tiempo. El pueblo de Galilea solo tiene que perder sus miedos y su timidez. Matías y yo podemos llevar con nosotros a miles de am ha’aretzim. Vosotros, los zelotes, tenéis a vuestros partisanos. Vuestra influencia en los pueblos de Galilea es grande. Os admiran por los golpes que asestáis al tirano. Si lo proponéis, os seguirán. Y tú, Nicodemo, podrías reunir en Jerusalén a gentes que están a nuestro favor. Si Judea se subleva al mismo tiempo que nosotros, todo es posible. El pueblo de Israel solo espera nuestra determinación para reunir todo su valor y seguirnos…

—¿Tú crees? Crees en una locura —le interrumpió Nicodemo sin el menor asomo de afabilidad en su voz—. No se inventa un ejército ni una guerra. Unos pobres diablos no se convierten de la noche a la mañana en soldados capaces de vencer a unos mercenarios aguerridos por años de combate. Tu rebelión nos cubrirá de sangre, para nada.

—¡Dices eso porque odias a los am ha’aretzim! —explotó Barrabás—. Como todos los fariseos, como todos los pudientes de Jerusalén y del Templo, no tenéis en vuestro corazón más que desprecio por los pobres. Sois unos traidores a vuestro propio pueblo…

—¿Cuál es tu propuesta, Nicodemo? —preguntó Joaquín, con el fin de moderar la exasperación de Barrabás.

—Esperar.

Los gritos de Matías y de Barrabás, del sicario y del zelote taladraron el calor que empezaba a rodear la sombra en la que se encontraban.

Nicodemo elevó las manos con autoridad.

—Queríais mi consejo. He venido hasta aquí para dároslo. Por lo menos, podríais escucharme.

De mala gana, los otros le concedieron el silencio que reclamaba.

—La casa de Herodes es un caos, tienes razón, Barrabás. Pero, precisamente, ¿para qué tratar de adelantar la obra de Dios? ¿Para verter la sangre y derramar dolor sobre dolor, mientras el Todopoderoso castiga a Herodes y su familia? Debéis creer en la clarividencia del Eterno. Es Él quien decide el bien y el mal. En lo que atañe a Herodes y su familia de impíos, su justicia ya está en marcha. Pronto, ya no lo serán. Entonces, será el momento de presionar al Sanedrín.

—Te comprendo, Nicodemo —dijo Joaquín—. Pero temo que solo sea un sueño. Herodes morirá y otro loco ocupará su lugar; eso es lo que pasará…

—¡Qué ignorantes sois! —gritó Guiora, con la mirada exaltada, que ya no podía contenerse—. ¡Qué malos judíos sois! ¿Ignoráis que solo hay uno que os salvará? ¿Habéis olvidado la palabra de Yahveh? ¡A quien esperáis para que os salve, pandilla de ignorantes, es al Mesías! A Él solo, ¿me oís? Solo Él salvará al pueblo de Israel del barro en el que se hunde. Estúpido Barrabás, ¿ignoras que el Mesías se ríe de tu espada? Quiere tu obediencia y tus oraciones. Si quieres el fin del tirano, ven con nosotros al desierto a seguir la enseñanza del maestro de Justicia. Ven a sumar tu oración a nuestras plegarias para adelantar la venida del Mesías. Ese es tu deber.

—¡El Mesías, el Mesías! ¡Tú y tus semejantes solo tenéis esa palabra en la boca! Sois como bebés, esperando el pecho de su madre. ¡El Mesías! Ni siquiera sabéis si existe vuestro Mesías. Ni siquiera si lo veréis algún día. Por todas partes, ¡nuestros caminos están llenos de locos que berrean que son el Mesías! ¡El Mesías! No es más que una palabra que disimula vuestro miedo y vuestra cobardía.

—¡Barrabás, esta vez has ido muy lejos! —gritó Nicodemo, con las mejillas escarlatas.

—Nicodemo tiene razón —recalcó el rabino Jonatán, ya de pie—. Yo no he venido aquí para aguantar tu impiedad.

—Dios ha prometido la venida del Mesías —aprobó Eleazar, el zelote, apuntando con un dedo acusador sobre el pecho de Barrabás—. Guiora tiene razón. Nuestra pureza adelantará su venida.

—Pero nuestra espada también, porque se abate sobre el impío como una oración —añadió Leví, el sicario.

Los gritos retumbaron.

—Bien, lo he comprendido —suspiró Matías, poniéndose la capucha sobre la frente y levantándose.

Como todos lo observaran con una repentina inquietud, le dio una amistosa palmada en el hombro a Barrabás.

—Has reunido una asamblea de llorones, amigo mío. Herodes tiene razón al despreciarlos. Con ellos, todavía puede reinar durante mucho tiempo. Y yo no tengo nada más que hacer aquí.

Se volvió sobre los talones. Nadie oyó los chirridos de los grillos y de las cigarras que llenaban el aire; solo el roce de sus sandalias mientras abandonaba el patio de Yossef sin más despedidas.

* * *

En el frescor de la cocina, Miriam y Halva acechaban el menor ruido procedente del exterior. Tras la partida de Matías y el largo silencio que siguió, los hombres reanudaron su discusión. Esta vez con tanta contención que se hubiera creído que les asustaban sus propias palabras.

Miriam se acercó a la puerta. Percibió la voz de José de Arimatea, tranquila, pero tan baja que había que esforzarse para entenderla. También él creía en la venida del Mesías, decía. Barrabás se equivocaba al ver en esta fe una debilidad. El Mesías era una promesa de vida y solo la vida engendraba vida, al contrario que Herodes, que engendraba muerte y sufrimiento.

—Creer en la venida del Mesías es estar seguro de que Dios no nos abandona. Que merecemos su atención y que somos lo bastante fuertes para apoyar y defender su palabra. ¿Por qué querrías robar esta esperanza y esta fuerza a nuestro pueblo, Barrabás?

Barrabás puso mala cara, pero las palabras de José de Arimatea incitaban a responder y todos los que estaban alrededor de la mesa asentían.

—Sin embargo, tienes razón en un punto —añadió el sabio de Damasco—. No podemos esperar de brazos cruzados ante el sufrimiento. Hay que rechazar el mal que extiende Herodes. Hay que hacer que el bien se convierta en nuestra ley, hacer todo lo que podamos nosotros, los hombres, para conseguir que la vida sea más justa. Es eso y no solo la oración, como cree Guiora, lo que permitirá la venida del Mesías. Sí, debemos unirnos contra el mal…

—Habla bien —murmuró Halva, tomando los brazos de Miriam—. Mejor aún que tu Barrabás.

Miriam estuvo a punto de replicar que Barrabás no era «su» Barrabás, pero, al volverse hacia Halva, descubrió lágrimas en sus ojos.

—Mi Yossef no ha abierto la boca, el pobre. Pero quizá sea él quien tenga la razón —añadió con una sonrisa triste—. Todas esas hermosas frases no sirven para nada, ¿no te parece?

La angustia atenazó a Miriam. Halva tenía razón. Mil veces razón. Y eso era terrible. Estaba asistiendo a la insoportable locura de los hombres.

Su padre, como Barrabás, lo sabía, eran buenos y fuertes. Barrabás hablaba bien, sabía convencer y dirigir a los hombres. José de Arimatea era, sin duda, el más sabio de todos y los demás, incluso Guiora, no tenían otro deseo que hacer el bien y comportarse como hombres honrados. Hacían alarde de su saber y de su poder, pero era su impotencia lo que enfrentaba a unos contra otros en un espectáculo insoportable…

—¡Estamos buenos! ¡Se ha ido de veras!

Era Abdías. Venía sofocado por haber corrido detrás de Matías.

—Le he llamado. Le he pedido que volviera, pero solo ha levantado la mano para decirme adiós.

También él tenía un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos. También él descubría la impotencia de quienes admiraba y la vergüenza le atenazaba el corazón.

Allá abajo, Nicodemo, con algo de amargura, le preguntaba a José de Arimatea si había perdido la cabeza. ¿También él quería empuñar las armas? El esenio le respondía que no, que la violencia no le parecía nunca una buena solución. Unas palabras que, de nuevo, desencadenaron las duras declaraciones de Barrabás. Intervino Guiora, reanudando con su agria voz su letanía sobre la oración y la pureza y gritando que la única violencia válida era la querida por Dios.

—¿Van a volver a empezar? —suspiró Halva.

—Si siguen discutiendo —pronosticó Abdías, agobiado—, Barrabás se irá. Lo conozco. Me pregunto cómo ha podido aguantar tanto tiempo a Guiora y al gordo del Sanedrín.

Sin embargo, Joaquín trataba de apaciguar la discusión con una voz pausada.

—Esta reunión ha sido un fracaso —afirmó, no sin amargura—. Hay que admitirlo.

Discutir como lo hacían solo servía para poner de manifiesto sus debilidades y reconocer la fuerza de Herodes y de los romanos. Sentía haberlos obligado a hacer un viaje largo e inútil…

José de Arimatea protestó con calma:

—Nunca es inútil buscar la verdad, aunque nos resulte desagradable. Y hay un punto en el que todos estamos de acuerdo: el peor enemigo del pueblo de Israel no es Herodes; es nuestra propia desunión. Por eso son fuertes Herodes y los romanos. ¡Debemos unirnos!

—¿Pero cómo? —exclamó Joaquín—. Judea, Samaria y Galilea están desunidas, como nosotros estamos desunidos en el Templo y ante la lectura del Libro. Si somos sinceros, discutimos. Acabas de verlo con tus propios ojos.

¿Era la tristeza en la voz de su padre, las lágrimas de desánimo de Halva o la decepción de Abdías, o quizá el mutismo obstinado de Yossef, cuyo rostro veía abrumado? Miriam no lo supo nunca.

Fue más fuerte que ella. Agarró un gran cesto de albaricoques que acababa de preparar y se lanzó al patio. Avanzó hasta los hombres, con el pecho y el rostro ardientes. El vigor de su paso les hizo callar. Hizo frente al asombro y el reproche que endurecían ya sus rasgos. Sin tenerlos en cuenta, puso el cesto de frutas encima de la mesa y se volvió hacia su padre.

—¿Me permites decir lo que pienso? —preguntó ella.

Joaquín no supo qué responder y consultó a los demás con la mirada. Guiora levantaba ya la mano para echarla, pero Nicodemo cogió un albaricoque del cesto con una sonrisa condescendiente y lo aprobó con un gesto.

—¿Por qué no? Dinos lo que piensas.

—¡No, no, no! —protestó Guiora—. ¡No quiero oír nada de esta chica!

—Esta chica es mi hija, sabio de Gamala —dijo Joaquín, ofendido, con la frente enrojecida—. Ella y yo conocemos el respeto que se te debe, pero yo no la he educado en la ignorancia y la sumisión.

—¡No, no! —repitió Guiora, levantándose—. No quiero oír nada de los infieles…

—Habla —dijo amablemente José de Arimatea, ignorando el furor de su hermano esenio—. Te escuchamos.

Con la garganta seca, Miriam se sentía a la vez de fuego y de hielo. Confusa y, sin embargo, incapaz de retener las frases que le quemaban el corazón. Con la mirada, suplicó a su querido padre que la perdonara y declaró:

—Os encantan las palabras, pero no sabéis serviros de ellas. Habláis interminablemente. Sin embargo, vuestras palabras son tan estériles como las piedras. Las echáis a la cara de los demás para no oír nada de lo que se diga. Nada puede uniros, porque ninguno reconoce a nadie más sabio que sí mismo…

Guiora, que ya se había apartado, se volvió de un salto que hizo volar su larga barba.

—¿Olvidas a Yahveh, hija? —tronó—. ¿Olvidas que cada palabra viene de Él?

Con un coraje doloroso, Miriam negó con la cabeza.

—No, sabio de Gamala, no lo olvido. Pero la palabra de Dios, que tú amas, es la que estudias en el Libro. Ella te hace sabio, pero no sirve para unirnos —declaró ella con una resolución que los dejó pasmados.

Miriam vio sus expresiones estupefactas, adivinó en ellas la cólera o la incomprensión. Temió haberlos ofendido cuando solo quería ayudarlos. Con un tono más suave, añadió:

—Todos vosotros sois sabios y yo solo soy una ignorante, pero os escucho y compruebo que vuestro saber solo sirve para discutir. ¿Quién de vosotros sabría escuchar a los demás? Y si consiguierais vencer a Herodes, ¿qué pasaría? ¿Discutiríais como antes y lucharíais unos contra otros, los fariseos contra los esenios, todos contra los saduceos del Sanedrín?

—Entonces, ¡tú también esperas al Mesías! —se burló Barrabás.

—No… No lo sé… Tienes razón: hay muchos que se levantan y gritan: «Yo soy el Mesías». Sin embargo, no hacen nada. Solo son el fruto infecundo de su sueño. ¿Qué sentido tiene empujar a la gente a que se subleve contra Herodes si ninguno de vosotros sabe hacia qué llevarla? Herodes es, sin duda, un mal rey; extiende el mal sobre nosotros. Pero, ¿quién de entre vosotros sabría ser nuestro rey de justicia y de bondad?

Bajó la voz, como si quisiera confiarles un secreto.

—Solo una mujer que conozca el precio de la vida puede dar la vida a ese ser. ¿No dijo el profeta Isaías que el Mesías nacerá de una mujer?

La miraban fijamente en silencio. El estupor paralizaba sus facciones.

—Te hemos entendido —se burló Guiora—. Quieres ser la madre del Libertador. Pero, ¿quién será el padre?

—Poco importa el padre…

El tono de Miriam se tornó fascinante; su mirada, ausente.

—Yahveh, santo, santo, santo es su nombre, decidirá.

Nadie dijo nada hasta que Barrabás se levantó de un salto. El furor desfiguraba su rostro. Se acercó a Miriam con un paso tan resuelto que ella retrocedió.

—Creía que estabas conmigo. ¡Decías que querías esta rebelión, que de nada servía esperar! Pero eres como todas las chicas: ¡un día das a entender una cosa y el día siguiente, la contraria!

Todos oyeron la risa sarcástica de Guiora. Joaquín puso la mano sobre la muñeca de Barrabás.

—Por favor —dijo, obligándose a hablar bajo.

Barrabás liberó secamente el brazo para golpearse el pecho con un rictus de hastío.

—Tú, que eres tan inteligente —le espetó a Miriam—, deberías saberlo: ¡yo, Barrabás, seré el rey de Israel!

—No, Barrabás, no. Solo el hombre que no conozca a otro padre, otra autoridad que el Eterno, el padre que está en el Cielo, tendrá el valor de hacer frente al orden impuesto por la maldad de los hombres y cambiarlo.

—¡Estás loca! Soy yo, Barrabás. Soy el único de los que estamos aquí que nunca ha conocido a un padre. ¡Barrabás, el rey de Israel! Lo veréis…

Dio media vuelta y se alejó a grandes zancadas hacia el camino que salía del patio. Gritó:

—¡Barrabás, el rey de Israel! Lo veréis…

Miriam vio a Abdías que saltaba tras él. Antes de desaparecer, dirigió una mueca afligida a Miriam.

Los gritos de Barrabás habían disipado la estupefacción de los otros. Nicodemo y Guiora se unieron en una misma risa despreciativa.

—Este chico está loco. Sería muy capaz de hundir el país en sangre y fuego.

—Es bueno y valiente —replicó Joaquín—. Y es joven. Sabe hacer vivir una esperanza que nosotros no somos capaces de mantener.

Había pronunciado estas últimas palabras cruzando la mirada con la de su hija. Sus ojos proyectaban una sonrisa triste en la que Miriam creyó leer un reproche.

El silencio de los demás la condenaba con más seguridad que las palabras. Ella se dirigió a la cocina, llena de vergüenza.