DURANTE algunas semanas, olvidaron el drama que los reunía y la batalla que les esperaba. Los días transcurrieron, agradables y tranquilos, salpicados de pequeñas alegrías engañosas, como el silencio antes de la tormenta.
Miriam se encargó del cuidado de los niños. Halva se concedió al fin el descanso que necesitaba. Sus mejillas recobraron el color, sus vértigos se espaciaron y, a diario, su risa resonaba a la sombra de los grandes plátanos.
Joaquín no salía del taller de Yossef. Rozaba con la mano las herramientas, se acercaba las virutas a la nariz, acariciaba la madera pulida como, en el éxtasis de su juventud, había esbozado sus primeras caricias amorosas.
Lisanias, discretamente prevenido por Hannah, acudió, balbuciendo de alegría, bendiciendo a Miriam y a él le besó en la frente. Trajo buenas noticias de la anciana Hulda. Ya no se resentía de los golpes que había recibido y había recuperado su empuje e incluso su mal carácter.
—Me trata como a un viejo marido —bromeó emocionado—. Tan mal como si siempre hubiésemos vivido juntos.
Echaba tanto de menos el trabajo en común que se puso manos a la obra con Yossef y Joaquín. En unas semanas, ellos tres, hicieron el trabajo de cuatro meses.
Cada noche, ordenando sus herramientas, como tenía por costumbre de lustros, Lisanias declaraba con satisfacción:
—¡Bueno!, te he hecho ganar un pico.
Yossef, que normalmente lo aprobaba con una sonrisa de agradecimiento, antes de invitar a comer a todo el mundo, un día declaró:
—Esto no puede seguir así. Yo pago su salario a Lisanias, pero tú, Joaquín, trabajas sin aceptar un salario. Eso es tanto más injusto ahora que me hacen más pedidos porque tu taller está cerrado. Me da vergüenza. Tenemos que llegar a un acuerdo.
Joaquín rió con ganas.
—¡Venga ya! El escondite, el refugio, el placer de la amistad y la paz: ese es nuestro acuerdo, Yossef. Eso me basta. No te preocupes, amigo mío. El riesgo que asumes al acogerme aquí con Miriam ya es bastante grande.
—¡No hables de Miriam! Trabaja tanto como una sirvienta.
—¡Que no! Ella alivia a tu esposa. Paga a Lisanias como se debe, Yossef. Por lo que a mí respecta, no tengas ningún escrúpulo. La alegría de trabajar contigo me basta. Solo Dios sabe cuándo podré recuperar mi taller y nada me satisface más que poder zascandilear en el tuyo.
Yossef protestó sin abandonar su aire serio. Joaquín no era prudente. Debía pensar en el mañana, pensar en Miriam y en Hannah.
—De ahora en adelante, quieras o no, por cada pedido pagado, apartaré el dinero para ti.
Lisanias interrumpió la discusión.
—Sobre todo, Yossef, impón plazos a tus clientes y retrasos también. Si no, ¡van a creer que has pactado con el diablo para trabajar tan rápido!
Solo Barrabás seguía de mal humor. Impaciente, alerta, estaba seguro de que los mercenarios caerían sobre Nazaret para vengarse de la desaparición de Joaquín. Le preocupaba que se abstuvieran y se temía un golpe terrible. Para que no lo cogieran por sorpresa, decidió hacerse pastor.
De la mañana a la noche, envuelto en una vieja túnica de lino tan oscura como la tierra, se aventuraba por las pendientes de hierba que rodeaban la casa, en medio de las cabezas del ganado menor que Yossef había conseguido sustraer a la rapacidad de los recaudadores. Se alejaba lo suficiente para vigilar los caminos y sendas en torno a la aldea. Disfrutaba tanto con esta libertad, con estas largas caminatas entre los perfumes de las colinas exaltados por el calor del final de la primavera, que más de una vez se quedó a dormir al raso.
Su impaciencia, su afán por pelearse con los mercenarios atenuaron su nivel de alerta. Tanto que ni siquiera se percató del regreso de Abdías, más discreto que una sombra.
* * *
Faltaba poco para anochecer. Miriam acababa de besar a los niños después de haberles contado un último cuento. Halva ya estaba dormida. Desde el taller, detrás de la casa, llegaban voces de júbilo. De nuevo, Joaquín, Lisanias y Yossef manifestaban su alegría por estar trabajando juntos, pensó ella. Como de costumbre, se sentarían en torno a la mesa, tan hambrientos de comida como de palabras.
Sus discusiones podían durar horas cuando Barrabás estaba presente. Sin embargo, ella no llegaba a tomarlos realmente en serio.
—¿No son como niños, que quieren rehacer el mundo que el Todopoderoso ha creado? —le había dicho a Halva.
Las dos se reían en secreto, cómplices, de este espectáculo que ofrecía el orgullo de los varones. Todavía divirtiéndose con este pensamiento, Miriam entró en la estancia principal de la casa. Ya estaba oscuro. El aroma de un tilo, llevado por la brisa de la tarde, lo envolvía todo.
Fue a buscar las lámparas y una alcuza para rellenarlas. A su vuelta, creyó percibir un hálito, una presencia detrás de ella. Escrutó la penumbra del crepúsculo a su alrededor. Esta no escondía nada sospechoso. Ninguna silueta se apreciaba en el umbral, recortada sobre el cielo enrojecido.
Ella reanudó sus faenas. Pero, cuando raspaba el pedernal, unos dedos muy ligeros le quitaron la piedra de las manos. Miriam se apartó y dio un grito, soltando la mecha de yesca. Se oyó un murmullo:
—Soy yo, Abdías. ¡No tengas miedo!
—¡Abdías! ¡Majadero! Me has asustado, ¡Vaya modales de ladrón!
Ella se rio, estrechando al niño contra ella. Abdías se abandonó, estremeciéndose con su abrazo, antes de apartarse, no sin brusquedad.
—¡No quería asustarte! —susurró emocionado, encendiendo la mecha—. Me apetecía mirarte después de todo este tiempo. Estoy tremendamente contento de verte.
Las llamas de las mechas crecieron lo suficiente para disipar la sombra. Miriam adivinó la repentina vergüenza del chico después de esta confesión. Con un gesto maternal, le revolvió su cabellera salvaje.
—Yo también estoy muy contenta de verte, Abdías… ¿Has venido solo?
—No.
Abdías señaló descuidadamente el taller de Yossef con el pulgar.
—Allí están. Los dos grandes sabios esenios, como dice tu padre. El de Damasco, sin problemas. Quizá sea un auténtico sabio. Pero el otro, Guiora de Gamala, es un loco. Ni siquiera quería verme. ¡Mucho menos escucharme y coger la carta de Joaquín, claro! Había llegado a Gamala blanco de polvo y con la lengua fuera. ¿Crees que me dieron un poco de agua? Nada de nada.
Abdías gruñó enfadado.
—Los colegas querían volver a empezar, porque había un gran mercado y podíamos encontrar algo de comer y hacer nuestros asuntos.
Miriam levantó una ceja acusadora.
—¿Quieres decir robar?
Abdías hizo un gesto magnánimo.
—Después de todo el camino y una acogida así, tenían que divertirse. Yo no fui. Me las arreglé a mi manera para hacer llegar el mensaje de Joaquín a este viejo peludo.
El orgullo iluminó su rostro, atenuando la rareza de sus rasgos. La brasa oscura de sus pupilas centelleaba.
—Durante tres días y tres noches, no me he movido de delante de la especie de granja en la que vive con quienes le siguen —explicó—. Todos con la misma túnica blanca y una barba tan larga que podrían andar por encima. Siempre con un aire furioso como si fuesen a cortarte en trocitos. Siempre yendo a lavarse y a rezar. ¡Rezan, rezan, rezan! Nunca vi a gente que rezara tanto. Pero, al menos, en tres días, han tenido todo el tiempo del mundo para verme. Y eso los sacaba de sus casillas. ¡El cuarto día, sorpresa! Ya no estaba. Ya no había ningún am ha’aretz que les ensuciara la vista. Corrieron a contar la buena noticia a Guiora. Pero, por la noche, ¡nueva sorpresa! Cuando Guiora entra en su habitación, ¿qué ve? ¡A mí, sentado en su cama! ¡Qué salto dio!, ¡qué grito pegó!, el sabio esenio…
Abdías se partía de risa al recordar la escena.
—Me hubiera gustado que lo oyeses, alborotando a toda su camarilla. Y yo tranquilo mientras estaban todos a mí alrededor para reprenderme. Tuve que esperar a que se cansaran para poder contarles. Todavía le hicieron falta dos o tres días para decidirse. Al menos, aquí estamos. El regreso nos ha llevado su tiempo porque nos parábamos veinte veces al día para las oraciones… Si hay que hacer la rebelión con Guiora, no será muy divertido.
Cuando, a su vez, descubrió a Guiora, Miriam pensó que Abdías no estaba equivocado. A ella también le impresionó el aspecto y el carácter del sabio de Gamala.
El hombre era tan bajito, tan barbudo, que no se podía saber su edad. Su silueta parecía frágil. Sin embargo, poseía una energía formidable. Recalcaba cada una de sus frases con un movimiento de las manos, mientras que su voz modulaba las palabras con una gravedad escalofriante. Sus ojos, cuando captaban tu mirada, no te dejaban, obligándote a bajar los párpados como para protegerte de un fuerte resplandor.
La misma tarde de su llegada, exigió que ni ella ni Halva ni Abdías compartieran su comida. Eso hubiese sido impuro —explicaba— porque las mujeres y los niños incitan, por naturaleza, a la flaqueza y a la infidelidad. Solo Yossef y Joaquín pudieron partir el pan a su mesa, así como, por supuesto, el otro recién venido, que se llamaba José de Arimatea y había hecho el camino desde Damasco. También él dirigía allí una comunidad de esenios. Sin embargo, aunque llevara la misma túnica de un blanco inmaculado que Guiora, era todo lo contrario.
Alto y ancho, con la barba corta, calvo, de facciones agradables y maneras acogedoras y dulces. No tuvo ninguna mirada desagradable para Abdías. Miriam se sintió atraída hacia él por una simpatía inmediata, sin otra razón que la serenidad luminosa que emanaba de su persona. Su presencia apacible pareció moderar, como por arte de magia, la virulencia de Guiora.
La cena fue, sin embargo, un momento insólito. El sabio de Gamala reclamó silencio absoluto. A José de Arimatea, que sugería que, de viaje, la palabra podía tolerarse, le replicó, con la barba temblorosa:
—¿Mancillarías tú nuestra Ley?
José de Arimatea cedió sin ofenderse. Un extraño silencio invadió la casa. No se oían más que los ruidos de las cucharas de madera en las escudillas y el de las mandíbulas.
Disgustado, asustado quizá, Abdías atrapó una bolita de alforfón y unos higos. Se fue a tomarlos bajo los árboles del patio, arrullado por los chirridos nocturnos de los grillos y el murmullo de las hojas.
Por suerte, la cena no se prolongó. Guiora anunció que, después de sus abluciones, Yossef y Joaquín debían reunirse con él para una larga oración. José de Arimatea, fatigado por el viaje, supo ahorrarles hábilmente esta tarea. Convenció al sabio de Gamala de que la soledad de su oración sería más agradable al Eterno.
* * *
El día siguiente no fue menos rico en sorpresas. Al alba, llegó Barrabás, guiando su rebaño. Lo acompañaban tres hombres cubiertos de polvo.
—Los encontré al caer la noche, perdidos en las cañadas —le anunció, burlón, Barrabás a Joaquín.
Joaquín esbozó una sonrisa apresurándose a avisar a Yossef para recibir a los recién llegados. Uno de ellos, achaparrado y de tez mate, llevaba un gran puñal en el cinturón de su túnica.
—Soy Leví, el sicario —anunció con fuerte voz.
Tras él, Joaquín reconoció a Jonatán de Cafarnaúm. El joven rabino inclinó tímidamente la cabeza. El mayor de los tres, Eleazar, el zelote de Jotapata, se precipitó para abrazar a Joaquín, balbuciendo su alegría por verlo vivo.
—¡Dios es grande por no haberte hecho subir a su lado demasiado pronto! —exclamó emocionado—. ¡Bendito sea!
Los otros dos asintieron ruidosamente mientras Barrabás, burlón, contaba que los había descubierto en el bosque. Agotados, se dirigían hacia Samaria, al otro de la aldea, por miedo a encontrar a los mercenarios en Nazaret.
—Los he dejado dormir unas horas antes de ponernos en camino, guiándonos por las estrellas. Para unos futuros combatientes, no es una mala experiencia.
José de Arimatea, atraído por el ruido, apareció en el patio. Su reputación de sabiduría y de gran saber médico, unido a la fama de los esenios de Damasco, a los que él dirigía, le precedía en todo lugar. Sin embargo, ninguno de los recién llegados había tenido ocasión de verlo.
Joaquín se lo presentó. José de Arimatea envolvió sus manos con las suyas con una sencillez que enseguida les hizo sentirse cómodos.
—La paz esté contigo —fue diciéndoles, uno a uno, a Leví, Eleazar y Jonatán—. Bendito sea Joaquín por haber querido celebrar este encuentro.
Un momento después, Yossef los invitó a sentarse alrededor de la gran mesa, bajo los plátanos. Comenzó una larga charla en la que cada uno narró las aventuras de su vida y las desgracias de su región, desgracias de las que Herodes era siempre el responsable.
Mientras tanto, Halva y Miriam se afanaban, cubriendo la mesa con vasos de leche cuajada, de frutas y de galletas que Abdías, con las mejillas coloradas, despegaba hábilmente de las ardientes piedras del horno.
—Pasé medio año en casa de un panadero —confió, orgulloso, a Halva, que se asombraba de su destreza—. Me gustaba mucho.
—¿Y por qué no te hiciste panadero?
La risa de Abdías era más burlona que amarga.
—¿Has visto tú algún am ha’aretz panadero?
Miriam había oído la conversación. Cruzó la mirada con Halva. Ninguna de ellas consiguió no ruborizarse. Halva iba a dirigir una palabra amistosa a Abdías cuando una brusca explosión de voz en el patio la hizo volverse. El sabio Guiora estaba delante de los recién llegados, tan envarado y tan tenso que hacía olvidar su pequeña talla.
—¿Por qué ese estrépito? ¡Oigo vuestros gritos desde detrás de la casa y no me dejáis estudiar! —exclamó gesticulando.
Todos lo contemplaron estupefactos. José de Arimatea se irguió y se acercó lo bastante a Guiora para que su diferencia física resultase impresionante. Sonrió. Una sonrisa amable, divertida y curiosamente glacial. En sus facciones, Miriam adivinó una fuerza difícil de quebrantar.
—Nuestros gritos expresan nuestra alegría por estar reunidos, querido Guiora. Estos compañeros han llegado aquí tras una dura marcha por el bosque. Dios los ha guiado hasta nuestro amigo, que los ha conducido hasta nosotros orientándose por las estrellas.
—¡Orientarse por las estrellas!
La barba de Guiora se agitó. Sus hombros temblaron de furor.
—¡Qué estupidez! —gritó—. ¿Tú, un seguidor de los sabios, te atreves a repetir semejantes cuentos?
La sonrisa de José de Arimatea se acentuó, sin dejar de ser glacial.
Abdías había dejado su horno y se mantenía al lado de Miriam. Ella adivinó que se estaba aguantando una pulla. Abajo, los recién llegados se habían levantado, incómodos por la cólera de Guiora. Si Joaquín parecía divertido por la situación, Yossef observaba a los dos esenios con inquietud. Sin responder a la agresión de Guiora, José de Arimatea indicó un lugar libre en el banco.
—Guiora, amigo mío —dijo con tranquilidad—, únete a nosotros. Siéntate a la mesa y toma un vaso de leche. Es bueno que nos conozcamos.
—Es inútil. El único conocimiento que debemos cultivar es el de Yahveh. Yo vuelvo a mi oración para perfeccionarla.
Bruscamente, se dio la vuelta, dirigió una mirada furiosa hacia Miriam, Abdías y Halva, que se encontraban en su camino, se volvió una vez más, bruscamente.
—A menos que comencemos esta reunión para la que hemos venido aquí y acabemos de una vez.
Joaquín sacudió la cabeza.
—Nicodemo no ha llegado todavía. Será mejor que le esperemos.
—¿El Nicodemo del Sanedrín? —gruñó Guiora con disgusto.
Joaquín asintió con la cabeza.
—Viene de Jerusalén. El camino es largo; debe seguirlo con prudencia.
—¡Así son estos fariseos! Harían esperar al mismo Dios.
—Dejémosle el día para que se reúna con nosotros antes de comenzar nuestras conversaciones —intervino José de Arimatea, pasando por alto, como de costumbre, las invectivas de Guiora—. Además, nuestros amigos deben descansar. El pensamiento solo es claro en un cuerpo en paz.
—¡Descanso! ¡Un cuerpo en paz! —se burló Guiora—. ¡Pamplinas de Damasco! Orad y estudiad, si queréis tener el espíritu claro. He ahí lo que es útil. El resto no son más que tonterías y simplezas!
Esta vez, desapareció detrás de la casa sin volverse. Abdías lanzó un gruñido, satisfecho. Rozó la mano de Miriam.
—Quizá he juzgado mal a este Guiora. No hacen falta batallas ni rebeliones. Bastará ponerlo delante de Herodes. En menos de un día, ese loco de Herodes estaría aún más loco y más enfermo de lo que está. ¡Deberíamos llamarlo: «Guiora, nuestra arma secreta»!
Había dicho esto en voz alta y con una seriedad tan cómica que Halva y Miriam rompieron a reír a carcajadas.
Abajo, en torno a la mesa, los hombres los observaban frunciendo el ceño y con el reproche en los labios. El mismo Barrabás fulminó a Abdías con la mirada. Pero José de Arimatea, que lo había oído como los demás, también se echó a reír, aunque con mesura. Al final, todos acabaron con un ataque de risa que les vino muy bien.
* * *
A primera hora de la tarde, mientras el sol del final de la primavera hacía sentir su calor, los camaradas de Abdías, desperdigados en distintos puestos de vigía sobre los caminos, irrumpieron en el patio.
—¡Se acerca alguien por el camino del Tabor!
—¿El sabio del Sanedrín?
—No lo parece. A lo mejor va disfrazado. Parece más bien una sombra.
En compañía de Barrabás y de los hijos de Yossef, Joaquín fue al encuentro de quien se acercaba. Desde que vio la silueta, comprendió que tenían razón. No era Nicodemo. Vestido con un manto de lino oscuro y con una capucha tapándole el rostro, el hombre avanzaba rápido y su sombra parecía correr tras él como un fantasma.
—¿Quién puede ser este tipo? —murmuró Joaquín—. ¿Crees que le habremos invitado?
Barrabás se contentó con seguir con la vista al desconocido. En el momento en que este echó atrás la capucha, exclamó:
—¡Matías de Guinchala!
El hombre dio un grito equino, agitó las manos centelleantes de sortijas de plata. Barrabás le agarró los hombros y se abrazaron con fuerza, con grandes muestras de amistad.
—Joaquín, te presento a mi amigo, un hermano más bien. Matías dirigió la rebelión de Guinchala el año pasado. Si hay alguien en Galilea capaz de enfrentarse valerosamente con los mercenarios de Herodes, es él.
En realidad, ese valor le había esculpido el rostro, pensó Joaquín al saludarle. La frente de Matías estaba surcada por dos grandes cicatrices que dibujaban un vacío pálido y feo en su cuero cabelludo. Bajo su barba grisácea, se adivinaban unos labios llenos de cicatrices y unas encías con escasos dientes. En conjunto, era un rostro terrible que explicaba por qué Matías prefería esconderlo bajo una capucha.
—Me llegó la noticia de que andabas por aquí —le dijo a Barrabás—. ¡Estaba deseando venir a felicitarte por tu hazaña de Tiberíades! Y participar en vuestra rebelión…
Barrabás se rió con excesiva jovialidad que disimulaba mal su apuro, mientras Joaquín preguntaba, asombrado:
—¿Lo supiste? ¿Y cómo?
—Yo sé todo lo que pasa en Galilea —bromeó Matías.
Agarró la mano de Barrabás con sus dedos cubiertos de anillos.
—Habrías podido invitarme con un buen mensaje, como a los demás.
—¿Sabes también de los mensajes? —dijo, fríamente asombrado, Joaquín—. En efecto, nada puede pasarte desapercibido.
—Atrapaste a uno de los chicos, ¿no? —murmuró Barrabás, con una mueca ofendida, aunque poco convincente.
—Al que iba a llevar tu mensaje a Leví, el sicario —dijo Matías con un guiño intenso—. No hay que tenérselo en cuenta. Ante mí, el pobre crío se quedó acojonado. Delante de cualquier otro hubiese cerrado la boca. Pero, bueno, le di una buena bolsa como precio por su benevolencia. Quería darte la sorpresa.
Joaquín los observaba, entre irónico y enfadado. La comedia que representaban los dos compañeros de fatigas no consiguió confundirle. Ni por un instante dudó que Barrabás se las hubiese apañado para prevenir a Matías… Y sin confiar a nadie esta invitación, por miedo a que Joaquín se opusiera. No lo habría hecho, porque no era mala idea.
—Una sorpresa que debería complacer a nuestros amigos —aprobó él con un tono socarrón que dio a entender a los dos ladrones que le habían engañado.
* * *
Sin duda, la entrada de Matías en el patio de la casa tuvo su efecto, Abdías no escondió su entusiasmo.
—Aquí tienes a un auténtico guerrero —susurró, muy excitado, a Miriam—. Dicen que se ha batido el solo contra treinta y dos mercenarios. Todos muertos y él… ¿Has visto su cara? ¡Es todo un costurón!
Yossef, Eleazar y Leví recibieron a Matías sin prejuicios. José de Arimatea se mostró amable y, sobre todo, curioso con respecto a las cicatrices. Jonatán parecía desconcertado por estar cara a cara con dos auténticos bandidos acerca de los que corrían rumores poco halagüeños. Todos, sin embargo, esperaban con algo de ansiedad la reacción de Guiora. Pero Matías, a quien Joaquín y Barrabás habían puesto en antecedentes con respecto al carácter puntilloso del sabio esenio, se inclinó ante él con un respeto que pareció magníficamente sincero.
Guiora lo miró un momento. Después, se encogió de hombros y se contentó con exhalar un suspiro de impaciencia entre sus secos labios.
—Uno más —murmuró en dirección a Joaquín y a José de Arimatea—. No es aún vuestro fariseo de Jerusalén. ¿A qué esperamos? No vendrá. Nunca hay que fiarse de las serpientes del Sanedrín; deberíais saberlo.
Barrabás asintió con un calor que complació a Guiora. Sin embargo, Joaquín, apoyado por José de Arimatea, volvió a pedirles paciencia.
Finalmente, cuando la luz anunciaba el crepúsculo, los jóvenes vigías am ha’aretzim avisaron que se acercaba un grupito.
—¿Un grupo? —preguntó, asombrado, Barrabás.
—Un tipo gordo en una mula clara y un esclavo persa que trota tras él. El oro de la túnica y los collares bastarían para pagarnos una decena de buenos caballos.
Sin duda, Nicodemo, el fariseo del Sanedrín, estaba llegando.
Cuando Nicodemo entró en el patio, todos, incluso Guiora, le esperaban. Era un hombre cuya corpulencia lo hacía afable y sin edad. Llevaba su túnica bordada de seda con soltura y sin afectación. Llevaba en los dedos tantas sortijas de oro como Matías de plata.
Sin embargo, sus maneras no tenían nada de arrogantes y su voz poseía un encanto confortable que hacía agradable escucharlo. Recibía con sencillez el respeto que le era debido. Al cubrir a Guiora de elogios por sus virtudes y sus oraciones, antes incluso de que este último pudiera pronunciar palabra, dio prueba tanto de su habilidad como de su sabiduría. Siguió contando que había tenido que detenerse por el camino en numerosas sinagogas.
—En todas repito esta verdad: que nosotros, los del Sanedrín, en Jerusalén, no vamos con frecuencia suficiente a los pueblos de Israel con el fin de respirar el aire de nuestro pueblo. Y así —añadió con una sonrisa—, todo el mundo puede ver que solo me conduce a Galilea un motivo ordinario. Esa es la razón, amigos míos, por la que tengo que viajar con un esclavo y una mula; si no, parecería sospechoso. Además, no voy a quedarme mucho tiempo en tu casa, Yossef. He prometido al rabino de Nazaret que dormiré en su casa. Me reuniré con vosotros mañana por la mañana y podremos hablar tanto como queráis.
Apenas estuvo el tiempo necesario para beber un vaso antes de reanudar su camino hacia la aldea, lo que, en el fondo, alivió a todos. En particular, a Halva y a Miriam, que temían que, además del creciente número de bocas que alimentar, tendrían que afrontar unos modales de los que ignoraban todo.
No obstante, cuando Nicodemo, su mula y su esclavo hubieron dejado el patio, se hizo un embarazoso silencio. Matías lo rompió con un pequeño gruñido divertido:
—Si mañana están aquí los mercenarios para detenernos, sabremos por qué.
Los demás lo miraron con insistencia, alarmados.
—Siempre me he opuesto a su venida —intervino Barrabás, dirigiendo a Joaquín una mirada de reproche.
El joven rabino Jonatán protestó:
—No tenéis razón al decir eso. Conozco a Nicodemo. Es honrado y más valiente de lo que hace suponer su aspecto. Además, no está mal oír la opinión de un hombre que conoce los entresijos del Sanedrín.
—Si lo crees así… —suspiró Barrabás.
* * *
Bien entrada ya la noche, mientras Halva y ella caían rendidas después de haber arreglado y limpiado la casa a la escasa luz de las lámparas, Miriam, incapaz de explicar con claridad su intuición, tuvo de repente la convicción de que todas las palabras que se pronunciarían al día siguiente no conducirían a nada.
Tumbada en la oscuridad al lado de los niños, cuya respiración regular era como una caricia, se reprochó duramente ese pensamiento. Su padre, Joaquín, había tenido razón al convidar a aquellos hombres. José de Arimatea tenía razón al defender la presencia de Nicodemo. Incluso la presencia «del Guiora», como lo llamaba Abdías, estaba bien. Barrabás se equivocaba. Cuanto más diferentes fueran los hombres, más debían hablar.
Pero, de estas palabras, ¿qué sacarían?
¡Ah! ¿Por qué tantas preguntas?, pensó. Era demasiado pronto para forjarse una opinión.
Le pareció que era muy pretenciosa al hacer juicios sobre las cosas, el poder, la política o la justicia, que, después de todo, eran desde siempre cosas de hombres. ¿De dónde sacaba ella su seguridad? Desde luego, sabía reflexionar tan bien como su padre o como Barrabás. Pero de forma diferente. Ellos tenían la experiencia. Ella no tenía más que su intuición.
Ella debía mostrarse modesta. Además, dudar en un momento como aquel equivalía a traicionar a Barrabás y a Joaquín.
Se durmió prometiéndose que, en adelante, se quedaría en su sitio, sonriendo en la oscuridad con el pensamiento de que el Guiora de Gamala sabría, sin ninguna duda, obligarla a ello.