Capítulo 5

DESPUÉS de dar un rodeo, siguiendo, al pie del monte Tabor, una larga pista, evitando las vías más frecuentadas y la travesía de Nazaret, habían convenido que Miriam se adelantara para prevenir a Halva y Yossef.

Por el sendero flanqueado por acacias y algarrobos, que serpenteaba hacia la cresta de la colina, iba tan rápido que sus pies apenas tocaban el suelo. Al acercarse a la cima, se atenuó la opacidad de los arbustos. Vio los huertos de cidros, la pequeña viña y los dos grandes plátanos que estaban al lado de la casa de Yossef. Sin que tuviera conciencia de ello, una gran sonrisa le iluminó el rostro.

Un balido le hizo levantar la cabeza. Un rebaño de ovejas y corderos deambulaba en el campo que dominaba el camino. Iba a desviarse y correr hasta la casa cuando adivinó una forma que se destacaba entre las alcaparras y las retamas. Reconoció la túnica clara maravillosamente bordada en azul y ocre. Reconoció la opulenta cabellera de ondulaciones púrpuras y gritó:

—¡Halva! ¡Halva!

Sorprendida, Halva se quedó inmóvil, protegiéndose los ojos del sol para distinguir mejor a la que volaba hacia ella.

—Miriam… ¡Dios Todopoderoso! ¡Miriam!

Estallaron las risas y las lágrimas.

—¡Estás viva!

—Mi padre también… Lo salvamos.

—¡Yossef me lo había asegurado! ¡Lo oyó contar en la sinagoga, pero no me atrevía a creerlo!

—¡Qué alegría de verte!

Unos gritos resonaron a sus pies. Halva se apartó de Miriam.

—Shimón, angelito, ¿estás celoso de Miriam?

El pequeño de apenas dos años se calló. Con la boca abierta y la cara terriblemente seria, contempló a Miriam. De repente, sus grandes ojos castaños se abrieron como platos, centelleantes, y tendió los brazos con un balbuceo imperioso.

—¡Eh, me parece que me reconoce!, ¿no? —exclamó Miriam, encantada.

Risueña, se inclinó para cogerlo. Cuando se incorporó, vio a Halva con una mano en la boca, lívida y vacilante.

—¡Halva!, ¿qué te pasa?

Halva trató de sonreír, con una respiración un poco pesada y apoyándose al fin en el hombro de Miriam.

—No es nada —murmuró ella con voz átona—. Un pequeño mareo. Se me pasará.

—¿Estás enferma?

—¡No, no!

Halva recuperó el aliento masajeándose suavemente las sienes.

—Me pasa a veces desde que nació Libna. No te preocupes. Ven, ¡vamos rápido a avisar a Yossef! Va a saltar de alegría al verte.

* * *

Fue una hermosa jornada de reencuentros. Yossef no tuvo suficiente paciencia para esperar a Joaquín. Corrió a su encuentro, bajó el camino a toda velocidad desde que vio la gran silueta de su amigo. Lo abrazó, dando gracias al Eterno entre lágrimas y risas.

Saludó a Barrabás y a Abdías casi con la misma efusividad. Por supuesto, todos ellos podían refugiarse en su casa, gritó mientras penetraban en el patio de su casa. Había sitio suficiente. ¿Y acaso no había construido, siguiendo los consejos de Joaquín, una habitación discreta, casi secreta, detrás de su taller? Extenderían unas esteras para Joaquín y sus compañeros, mientras que Miriam dormiría en la habitación de los niños.

Se sentaron en torno a una mesa instalada a la agradable sombra de los plátanos que protegían la casa de los grandes calores.

—Aquí no corréis ningún peligro —dijo—. Nadie pensará que estáis en mi casa. De todos modos, los mercenarios ya no están en Nazaret.

Ayudada por Miriam, que insistió en que no estaba en absoluto fatigada, Halva llevó bebida y comida para satisfacer el hambre agudizada por la marcha. Abdías bebió con avidez y a penas picó un poco. Sabiendo lo impacientes que estaban Joaquín y Miriam, se propuso ir a avisar discretamente a Hannah de su llegada. Joaquín le indicó cómo llegar al taller y a la casa sin llamar la atención de los vecinos y, mientras el niño salía corriendo como un gamo, Yossef terminaba de ponerlos al día de las noticias de la aldea.

Como era previsible, los recaudadores habían vuelto a Nazaret después de la detención de Joaquín.

—¿Te lo puedes creer, Joaquín? El que tú heriste allí estaba. Tenía el brazo vendado, pero, de todos modos, ¡cuatro días le bastaron para reponerse!

—¡Ah! ¡Qué torpe soy! —comentó Joaquín, divertido—. ¡Qué mal coloqué mi lanzada!

Yossef y Barrabás se partían de risa.

—¡Es cierto!

Esta vez, tres oficiales romanos y una cohorte de mercenarios acompañaban a los recaudadores. Se habían mostrado violentos, pero no más que de ordinario.

—Sobre todo, querían manifestar su satisfacción anunciándonos que ibas a morir en la cruz —explicó Yossef, estrechando el hombro de Joaquín—. Lo repitieron tantas veces que todo el mundo acabó creyéndolo. Tu pobre Hannah lloró sin consuelo, diciendo que el Todopoderoso la había abandonado, ¡que había perdido a su esposo y a su hija!

Una mueca se marcó en su rostro al recordar esto. La desesperación de Hannah había sido tan terrible que Halva se quedó con ella varios días. Sin embargo, no consiguió consolarla ni tranquilizarla. Incluso temieron que se volviese loca.

—Yo estaba convencido de que te las arreglarías para dejar en mal lugar a estos buitres —añadió Yossef, guiñando un ojo a Miriam—. Pero temía que los mercenarios acabasen dándose cuenta de que habías abandonado la aldea para correr a ayudar a tu padre.

—¡Bah! —gruñó Barrabás con desprecio—. Los romanos y los mercenarios están tan seguros de su fuerza que han perdido la imaginación. Además, no entienden nuestra lengua.

—Ellos, quizá —dijo Yossef—, pero los recaudadores son astutos. Aunque desprecien nuestro acento galileo, tienen el oído tan fino como rapaces sus dedos. Por eso, en la sinagoga, aleccioné a la gente para que todos comprendieran que hay que callar. Pero ya sabes cómo son las cosas, Joaquín. Siempre hay alguien de quien no puedes fiarte.

Sin embargo, como no hay mal que por bien no venga, el espíritu de venganza de los recaudadores del Sanedrín no había hecho más que acrecentar la rabia de los aldeanos y acallar las disensiones.

—Nos han dejado sin blanca —suspiró Yossef—. Apenas tenemos con qué sobrevivir hasta la próxima cosecha.

Los recaudadores se llevaron todo lo que pudieron, vaciando las bodegas y los graneros de todos los sacos y vasijas que consiguieron descubrir y ordenando a los mercenarios que cargaran tanto las carretas que las mulas casi no podían tirar de ellas.

—Aquí, pusieron patas arriba toda la casa, buscando unos denarios que no poseo. Acababa de hacer dos pequeños baúles para la ropa de los niños. ¡A la carreta con ellos! Se los llevaron. ¡Y también los higos que Halva acababa de recoger! Se habrán podrido antes de llegar a Jerusalén, seguro, pero querían decomisarlo todo. Por el mero placer de humillarnos.

Yossef suspiró, guiñando el ojo, burlón.

—Solo se les han escapado nuestros rebaños. Habíamos enviado los animales a los bosques con algunos niños.

—¿Y esos imbéciles no se extrañaron de su ausencia? —preguntó Barrabás.

—¡Claro que sí! Pero declaramos que se había acabado, que no queríamos más ganado, ni mayor ni menor. «Porque cada vez que venís os lo lleváis. ¿Qué sentido tiene?» Uno de los recaudadores dijo: «Mentís, como siempre. Vuestro ganado anda por el bosque; estoy seguro». Uno replicó: «Vale. Id al bosque a ver si está allí o si el Todopoderoso ha transformado nuestros animales en leones».

Joaquín y Barrabás asintieron, partiéndose de risa. Yossef sacudió la cabeza.

—Os puedo jurar que los hemos maldecido. Nuestra felicidad fue tanto más grande al saber que Miriam y Barrabás habían tenido éxito. Saber que estabas libre y vivo nos ha limpiado el corazón. Incluso los de la sinagoga pensaron que el Eterno no quería este horror. ¡Incluso ellos, que, desde que nos afecta una desgracia, ven en ella el castigo del Eterno!

Con los ojos empañados, llevado por la exaltación, Yossef se levantó de repente y agarró a Barrabás por los hombros.

—¡Ah! ¡Que el Eterno te bendiga, muchacho! Nos has hecho sentirnos felices y orgullosos. Es lo que más falta nos hacía.

Estuvo a punto de abrazar a Miriam y besarla. La timidez lo retuvo. Le tomó las manos y las besó con ternura.

—¡Tú también, Miriam, tú también! ¡Qué orgullosos estamos de ti, Halva y yo!

Halva estalló en una carcajada burlona y feliz. Agarrándola por la cintura, llevó a Miriam al interior. Los dos niños, alterados por la inusual agitación, comenzaron a gemir.

—¿Tú ves cómo se pone mi Yossef? —cuchicheó, encantada—. Míralo: ¡está más rojo que la flor de un algarrobo! Cuando le domina la emoción, es el hombre más tierno que Dios ha creado. Tan dulce como una borrega. Pero, ¡es tan tímido! ¡Tan tímido!

Miriam unió su mejilla a la de su amiga.

—No puedes saber qué bueno es volver a encontraros a los dos. Y estoy impaciente por volver a ver a mi madre. No pensaba que le causaría tanto dolor al irme de casa.

Mientras el pequeño Yakov agarraba su túnica, Halva se inclinó sobre la cuna para coger a Libna, que lloraba de hambre y de impaciencia.

—¡Bah! Desde que os vea, a tu padre y a ti, se olvidará de su…

Se interrumpió bruscamente; sus mejillas estaban lívidas, sus párpados cerrados y la respiración entrecortada. Miriam le retiró rápidamente a la pequeña de los brazos.

—¿Te encuentras mal? —le preguntó.

Halva respiró profundamente antes de responder:

—No, no te preocupes. ¡Solo son desvanecimientos! Pero son tan repentinos…

—Vete a descansar un rato. Yo me ocupo de los niños.

—¡Vamos! —protestó Halva, esforzándose por sonreír—. Debes de estar mucho más fatigada que yo; has estado andando todo el día.

Miriam acunó dulcemente a Libna, que entremezclaba sus minúsculos deditos con los largos bucles de sus cabellos sueltos. Atrayendo a Shimón hacia ella con una caricia, insistió, preocupada:

—Déjame ayudarte. Vete a descansar. Estás tan pálida que da miedo.

Halva cedió a regañadientes. Se tumbó en una cama, al fondo de la habitación, observando a su amiga. En un instante, Miriam preparó los cereales hervidos de Libna y las galletas de Shimón y de Yossef, dos años mayor, mientras que el mayor, el tranquilo Yakov, ayudaba como podía. Después, se puso a jugar con ellos con tanta sencillez, tanta ternura, que los niños, tan confiados como hubiesen estado con su madre, olvidaron sus caprichos e inquietudes.

* * *

Fuera, con su voz monocorde y dulcemente apasionada, Yossef seguía contando a Barrabás y a Joaquín cómo había llegado la noticia de su hazaña a la sinagoga, divulgada por un comerciante de tinta.

Al principio, unos y otros habían dudado que la información fuese verídica. Los rumores contaban a menudo tantas cosas que se querrían ciertas y que luego resultaban ser falsas. Sin embargo, el día siguiente y el siguiente al siguiente, otros comerciantes, llegados de Caná y de Séforis, lo habían confirmado: el bandolero Barrabás había prendido fuego a Tiberíades para liberar a los ajusticiados del campo del dolor. Y entre ellos, estaba Joaquín.

Todo el mundo lanzó entonces un suspiro de alivio, incluso quienes ya habían hecho su duelo por Joaquín. La alegría se transformó rápidamente en un sentimiento de victoria.

—Si esa noche hubieses entrado en Nazaret, toda la aldea te habría aclamado —concluyó Yossef—. ¡Han olvidado los gritos que dieron cuando Miriam anunció que iba a pedir ayuda a Barrabás para salvarte!

—Atención —murmuró Joaquín, frunciendo el ceño—, es ahora cuando esto podría resultar peligroso para Nazaret.

—Eso es lo que me parece extraño —opinó Barrabás—. Ahí están los días en los que les zurramos la badana a los romanos en Tiberíades. Hoy, los mercenarios deberían estar aquí, para maltratar a la gente de la aldea.

—Bueno, creo que hay una razón muy sencilla —replicó Yossef—. Cuentan que Herodes está tan enfermo que ha perdido la cabeza. Parece que su palacio es peor que un nido de serpientes. Sus hijos, su hermana… el hermano, la suegra, los sirvientes… no hay nadie que no tenga ganas de adelantar su muerte para ocupar su sitio. Rezuman odio, todos los que andan por allí, y el caos reina en la Torre Antonia, en Jerusalén, así como en Cesárea. Los oficiales romanos no están dispuestos a mantener las locuras de esta familia degenerada. Si este loco de Herodes sobrevive a su enfermedad y descubre que han hecho algo sin su consentimiento, van directos al abismo. Nuestro rey está loco, pero es el amo de Israel, desde el primer grano de trigo hasta las leyes impías que salen del Sanedrín. Nosotros, los pobres de Galilea, tememos a sus mercenarios y a sus buitres. Pero ellos lo temen tanto como nosotros. Por eso, mientras esté enfermo y no dé la orden, nadie se aventura a salirse de madre.

—¡He aquí una noticia que me reconforta! —exclamó Barrabás con estrépito—. Y que me hace pensar que tengo razón al querer…

No pudo continuar. Los gritos, las llamadas, los pasos les hicieron levantarse de los bancos. Hannah se precipitaba a la sombra de los plátanos, con las manos levantadas por encima de la cabeza.

—¡Joaquín! ¡Dios Todopoderoso! Bendito sea el Eterno. ¡Estás aquí, te veo! Yo que me negaba a creer a este crío…

Joaquín abrazó a su esposa, apretándola contra él. Hannah lo abrazó con todas sus fuerzas, balbuciendo aún, con la boca mojada por las lágrimas:

—¡Sí, eres tú! No eres un demonio. ¡Reconozco tu olor! ¡Oh, esposo mío!, ¿te han hecho daño?

Joaquín iba a responder cuando Hannah se apartó, con los ojos muy abiertos, la boca muy abierta, las facciones convulsas por el pánico.

—¿Dónde está Miriam? ¿No ha venido contigo? ¿Ha muerto?

—¡No, madre! Aquí estoy.

Hannah se dio la vuelta, la vio que corría desde el umbral de la casa.

—¡La loca de mi hija! ¡Me diste un buen susto!

Bajo el efecto de tantas emociones acumuladas, Hannah respiraba con dificultad y no era capaz de acariciar sus rostros, sus amados ojos. Parecía que, antes de reír un poco, iba a desfallecer.

Abdías, que la había seguido de lejos, enredó un poco más su abundante pelambrera con un gesto de perplejidad.

—¡Joder! Cuando le he dicho que Miriam estaba aquí con el padre Joaquín, ha estado a punto de alborotar todo el pueblo —le confió a Barrabás—. No había manera de que me creyera. Creía que yo era un espía de los mercenarios. Yo le estaba tendiendo una trampa —decía— y cosas así. Imposible cerrarle el pico sin cabrearse. ¡Menos mal que Miriam no se le parece!

* * *

Más tarde, ya anochecido, reunidos todos alrededor de una lámpara y mientras las mujeres y los niños dormían, Barrabás, en voz baja, reveló a Yossef su gran proyecto. Había llegado el momento de desencadenar una rebelión que abarcara Galilea y después todo Israel, derrocando el poder indigno de Herodes y liberando el país del yugo romano.

—¡Vas un poco lejos! —resopló Yossef, con los ojos saliéndosele de las órbitas.

—Si lo que cuentas de Herodes es cierto, no hay mejor momento.

—Herodes está débil, sin duda. Pero débil hasta ese punto…

—Si todo el país se levanta contra él, ¿quién lo sostendrá? Ni siquiera los mercenarios, que tendrán miedo por su sueldo.

—Es una locura —intervino Joaquín—. Tan loca como el mismo Barrabás. Pero es también quien me ha salvado de la cruz. Eso merece que lo discutamos con quienes odian tanto como nosotros a Herodes y a esos corruptos saduceos del Templo: los zelotes, los esenios y ciertos fariseos. Entre ellos, hay sabios que nos escucharán. Si conseguimos convencerlos de arrastrar a sus fieles a nuestra rebelión…

—Cuando el pueblo vea que se alían con nosotros, sabrá que ha llegado el momento de luchar —añadió, fogoso, Barrabás.

Yossef no les contradijo. No dudaba de su voluntad ni de su valor. Como Joaquín y Barrabás, estaba convencido de que padecer pasivamente la locura de Herodes solo llevaba a más sufrimientos.

—Si vuestro deseo es reunir a la gente para hablar, esto se puede hacer aquí, en mi casa —dijo él—. El riesgo no es muy grande. Estamos a las afueras de Nazaret y, a día de hoy, los romanos no sospechan de mí. Quienes invitéis podrán reunirse con nosotros sin miedo. No faltan las desviaciones que conducen aquí. Ni siquiera tendrán que pasar por Nazaret.

Barrabás y Joaquín le expresaron su agradecimiento. La auténtica dificultad era encontrar a hombres de los que pudiesen fiarse. Hombres sabios, pero también valientes y con algo de poder. Hombres capaces de luchar, pero no cabezas locas. Y eso no abundaba.

Rápidamente, los mismos nombres acudieron a los labios de Joaquín y de Yossef. Recayó su elección en dos esenios cuya reputación de independencia y de oposición al Templo de Jerusalén era segura: José de Arimatea, sin duda el más sabio, y Guiora de Gamala. Este dirigió una revuelta en el desierto, cerca del mar Muerto. Después, Joaquín evocó el nombre de un zelote de Galilea al que conocía y en quien confiaba.

Barrabás hizo una mueca. Su desconfianza en los hombres religiosos era grande.

—Están aún más locos con Dios que los esenios.

—Pero luchan contra los romanos en cuanto tienen ocasión.

—¡Son tan intransigentes que asustan a los aldeanos! Dicen incluso que, a veces, pegan a quienes no rezan a su gusto. Con ellos no convenceremos a quienes dudan de nosotros y se resisten a seguirnos.

—Esto no se hará sin ellos. Y esa historia de aldeanos golpeados, no me la creo. Los zelotes son duros y austeros, es cierto, pero son valientes y no retroceden ante la muerte cuando se enfrentan a los mercenarios y a los romanos…

—Lo único que quieren es imponer su idea de Dios —insistió Barrabás, elevando el tono—. Nunca luchan porque la gente tenga hambre o para protegerla contra las humillaciones de Herodes.

—Por eso, hay que convencerlos. Yo conozco, al menos, a dos, que son hombres de bien: Eleazar de Jotapata y Leví, el sicario, de Magdala. Ellos luchan, pero también saben escuchar y respetar opiniones diferentes de la suya…

De mala gana, Barrabás aceptó a los zelotes. Pero la discusión se reanudó, más fuerte, con motivo de Nicodemo. Era el único fariseo del Sanedrín que, hasta entonces, había demostrado humanidad e interés por Galilea. Joaquín era favorable a su venida; Barrabás estaba furiosamente en contra, y Yossef dudaba.

—¿Cómo puedes querer pedir ayuda a un corrupto del Sanedrín, tú que diste una lanzada a un recaudador? —se rebeló Barrabás.

—¡No lo confundas todo! —protestó Joaquín, irritado—. Nicodemo se opone a los saduceos que nos chupan la sangre a la menor ocasión. Él siempre se ha mostrado atento a nuestras quejas. Más de una vez ha venido a las sinagogas de Galilea para escucharnos.

—¡Menudo invento! ¡No le sale muy caro! Viene, bosteza y regresa a Jerusalén tan feliz…

—Te digo que él es diferente.

—¿Y por qué? Abre los ojos, Joaquín: ¡todos son iguales! Unos cobardes y unos vendidos a Herodes. Eso es todo. Si tu Nicodemo no lo fuese, no se sentaría en el Sanedrín. Cuando sepa que preparamos una rebelión, nos denunciará…

—Nicodemo no. Se ha opuesto a Anás, el sumo sacerdote, en plena reunión del Templo. Herodes ha querido encarcelarlo…

—Exactamente, ¡ha evitado la prisión! No se ha encontrado como tú, en la cruz. Puedes estar seguro de que ha doblado la cerviz a base de bien y ha pedido perdón… ¡Te digo que nos traicionará! ¡No lo necesitamos!

—¡Ah, sí! ¡Tú no necesitas a nadie! —Joaquín se irritó de veras—. ¡Tú puedes levantar al pueblo por todo el país sin la sombra de un apoyo en Jerusalén o en el Sanedrín! En ese caso, adelante. ¿Para qué esperar? Adelante, pues…

—¿No vendrá bien un poco de prudencia? —sugirió Yossef con voz apaciguadora—. A Nicodemo, lo escucharemos sin manifestar el fondo de lo que pensamos.

—¿Y para qué escucharlo? —se obstinó Barrabás—. ¿Para estar seguros de que es un traidor, como todos los fariseos?

—¿Para qué discutir? —explotó Joaquín—. Razonas como un crío.

La discusión duró todavía un rato antes de que Barrabás cediera, encerrándose en un mal humor que ya no lo abandonó.

Faltaba escribir y expedir los mensajes invitando a la reunión. Joaquín se encargó de la redacción mientras que Abdías y su banda de am ha’aretzim se dividían en pequeños grupos de dos o tres dispuestos a desperdigarse por el país.

—¿No les confiáis una tarea demasiado importante? —preguntó Yossef.

—¡Vamos! —se irritó aún Barrabás—. Se ve que no los conoces. Son más espabilados que los monos. Podrían llevar mensajes hasta el Néguev, si hiciese falta.

Yossef asintió, prefiriendo no reavivar inútilmente la cólera de Barrabás. Solo más tarde, al anochecer y después de la tranquilidad de la comida, dejó traslucir, con voz circunspecta, sus dudas:

—Nos veo aquí, perdidos en esta ladera de una colina de Galilea, y me cuesta creer que podamos, nosotros tres, desencadenar una insurrección que subleve Israel.

—¡Me alegra oír esas palabras! —exclamó Joaquín, burlón—. Habría dudado de tu inteligencia si no las hubieses pronunciado. En realidad, esa es la cuestión: ¿debemos abrazar las locuras de Barrabás para contrarrestar las locuras de Herodes?

Barrabás les dirigió una mirada cargada de reproches, negándose a entrar al trapo.

—Miriam es más astuta y menos timorata que vosotros, los carpinteros —murmuró con acritud—. Ella dice que tengo razón. «Nosotros somos quienes decidimos si somos impotentes ante el rey. Creer que sus mercenarios son siempre más fuertes que nosotros es darles la razón para que nos desprecien». Eso es lo que dijo.

—Es cierto que mi hija habla bien. A veces, pienso que sería capaz de convencer a una piedra para que volase. Pero, ¿está menos loca que tú, Barrabás? Solo Dios lo sabe.

Joaquín sonrió y el afecto dulcificó sus facciones. Barrabás se relajó.

—Quizá seas demasiado viejo para la rebelión —dijo, dando unas palmadas en el hombro de Joaquín.

—Recabar el consejo de algunos sabios no hace daño a nadie —intervino Yossef, prudentemente.

—¡Qué tontería! Nunca se ha visto que una rebelión se haga con «sabios», como tú dices. A los que habría que hacer venir son a tipos como yo: ¡ladrones, canallas con agallas!

* * *

El día siguiente, desde el amanecer, provistos de cartas y de mil consejos dados por Barrabás, Abdías y sus camaradas salieron de la casa de Yossef.

Antes de partir, el pequeño am ha’aretz se aseguró de que, a su regreso, Joaquín acabaría de contarle la historia de Abraham y de Sara o la, aun más magnífica, de Moisés y Séfora. Joaquín se lo prometió, mucho más emocionado de lo que parecía.

Con su mano afectuosamente puesta sobre la nuca del chico, le acompañó un rato por el camino. Se separaron al borde del bosque. Abdías dijo que iba a cortar a través del bosque para ganar tiempo.

—¡Cuídate mucho, padre Joaquín! —le dijo con una mímica burlona—. Estaría bueno que te hubiese bajado de la cruz para nada. Cuida también a tu hija. Uno de estos días, quizá te pida su mano.

Joaquín sintió que se ruborizaba. Abdías corría ya entre los helechos. Su risa traviesa resonaba entre los troncos de los árboles. Después de que desapareciera, Joaquín se quedó un momento pensativo.

Las palabras provocativas de Abdías resonaban en el fondo de su alma. Se vio de nuevo en la sinagoga de Nazaret, unos años antes, uno de esos días en los que el rabino predicaba a voz en grito. Por alguna razón sin importancia, estaba encolerizado contra los am ha’aretzim. Había que partirlos en dos, aseguraba, tan firmemente como si fuesen pescados. Iracundo, dirigiendo un dedo hacia el cielo, gritaba: «Un judío no debe casarse con una am ha’aretz. ¡Y esta calaña aun menos debe tocar a nuestras hijas! ¡No tienen conciencia y pretender que son hombres es ridículo!»

Ahora, en la calma del sotobosque, Joaquín sintió vergüenza de estas palabras que volvían a su memoria. Se sentía sucio.

¿Era posible que los am ha’aretzim, estos pobres entre los pobres, a los que despreciaban tanto los doctores de la Ley, no fuesen más que las víctimas del aborrecimiento vicioso de los pudientes? El desprecio de los ricos al indigente, ni siquiera el Eterno mismo había logrado extirparlo del corazón de los hombres.

Sin embargo, Abdías era la flor y nata de los niños. Esto saltaba a la vista. Un chico valiente, ávido de aprender y afectuoso si no se le rechazaba de entrada. ¿Cuántos padres no soñarían con un hijo así?

De repente, Joaquín se preguntó si era una buena idea enviarlo como embajador ante el puntilloso esenio Guiora, que predicaba tanto la pureza. En realidad, ni Barrabás ni él lo habían pensado. Esto podría comprometer la reunión antes incluso de que tuviese lugar.

No obstante, reflexionando durante el camino de regreso a la casa de Yossef, Joaquín decidió confiar en la sabiduría suprema del Todopoderoso, callar su inquietud y no atizar la impaciencia, bastante recelosa ya, de Barrabás.