Capítulo 4

BARRABÁS había previsto su huída con tanta minuciosidad como la liberación de Joaquín.

La banda se dispersó. Unos, acompañando a los crucificados rescatados, a excepción de Joaquín, atravesaron el lago con la ayuda de los pescadores. La mayor parte desapareció rápidamente por los caminos que llevaban a los espesos bosques del monte Tabor. Los jóvenes compañeros de Abdías se desperdigaron por los pueblos de la orilla antes de llegar a Tariquea y Jotapata para reanudar su vida de niños nómadas, mientras que su jefe se quedaba con Barrabás, Miriam y Joaquín. Ellos navegaron toda la noche en dirección al norte.

Sin dejar el remo de timón, utilizando su larga experiencia en el lago para prever las corrientes y mantener la vela inflada a pesar de las vacilaciones del viento, el pescador se orientaba por la sombra densa de la orilla, de la que nunca se alejaba. Al alba, dejaron atrás los jardines de Cafarnaúm. Miriam descubrió un paisaje de Galilea desconocido.

Una complicada red de colinas cubiertas de encinas encerraba entre pendientes unos valles estrechos y tortuosos. Aquí y allá, rompiendo la monotonía de los árboles, unos acantilados caían a pico sobre el agua del lago. Dejaban entrever calas retorcidas a las que se aferraban algunos edificios destartalados de pescadores con tejados de ramas. Lo más frecuente era que el bosque llegara hasta la orilla. Infranqueable, no dejaba libre ninguna playa ni abrigo en el que dejar las barcas. Algunas raras aldeas se apiñaban en las orillas de los ríos que descendían en cascada de las colinas. Su pescador dirigió la embarcación hacia una de esas aldeas. La desembocadura del Jordán, a cuatro o cinco leguas más al norte, se dibujaba en un halo de bruma luminosa.

Durante la noche, Barrabás había asegurado a Miriam que no había un refugio mejor. Los mercenarios de Herodes raramente venían a visitar esta región, demasiado pobre, incluso para los buitres del Sanedrín, y de acceso demasiado difícil. Solo se podía llegar en barco, lo que hurtaba el arma de la sorpresa a los visitantes malintencionados.

Era fácil desaparecer en el bosque. Las colinas ofrecían gran cantidad de grutas discretas. Barrabás conocía muchas de ellas. Más de una vez, había hallado refugio en ellas con su banda. Además, había una bolsa suficientemente llena para que los pescadores los acogieran sin rechistar ni hacer preguntas. Miriam no tenía que inquietarse: estarían a salvo hasta que la cólera de los romanos y quizá incluso la de Herodes se calmase.

En realidad, la elección de su escondite no preocupaba mucho a Miriam. Lo que, al contrario, la llenaba de inquietud, desde que la luz del día las puso de manifiesto, eran las heridas de su padre.

Tras intercambiar algunas palabras con su hija en la emoción de su huída de Tiberíades, Joaquín se había adormecido sin que nadie se diera cuenta en la barca. Toda la noche, Miriam había vigilado su respiración ronca, a menudo irregular. Ella se había negado a considerarla demasiado dolorosa y anormal. Pero, mientras permanecía aún sumido en el sueño bajo una piel de borrego, un rostro espantoso surgía al alba lechosa del lago.

No había una parte de la cara en la que no hubiera recibido golpes. Sus labios hinchados, los pómulos y una ceja abiertos dejaban a Joaquín irreconocible. Una fea cuchillada, debida a un golpe con una lanza o espada, le había cortado una oreja y abierto la mejilla hasta el mentón. Aunque Miriam humedecía sin cesar su velo en el agua del lago para lavar la herida, esta supuraba continuamente.

Al levantar la piel de borrego, descubrió el pecho de su padre. La túnica que llevaba cuando había atacado a los recaudadores no era sino un fragmento manchado de sangre seca. Las manchas violáceas de los golpes lo cubrían desde el vientre a la garganta. Allí también, la sangre surgía de las llagas que cubrían sus hombros y espalda. Y, por supuesto, las cuerdas de la cruz le habían dejado las muñecas y los tobillos en carne viva.

Era evidente que le habían pegado y con tanta violencia que era posible que hubiera lesiones invisibles, más graves aún que las visibles, que pusieran en peligro su vida.

Miriam se mordió los labios para no ceder a las lágrimas.

A su lado, en el lento balanceo de la barca, adivinó que Barrabás, Abdías y el pescador desviaban la vista, espantados por lo que veían. A la luz del día, resultaba difícil decir si Joaquín dormía o estaba inconsciente.

—Es fuerte —murmuró al fin Barrabás—. Ha aguantado en la cruz, sabe que estás a su lado, ¡vivirá para complacer a su hija!

Su voz, dulce, no manifestaba su socarronería habitual. Le faltaba convicción. Abdías se dio cuenta de ello, y asintió vivamente con la cabeza.

—¡Seguro! Él sabe que no hemos hecho todo esto para verlo morir.

La voz del pescador los sorprendió; él que no había abierto la boca desde Tiberíades.

—El chaval tiene razón —dijo, buscando la mirada de Miriam—. Incluso con sus dolores, tu padre no querrá abandonarte. Un hombre que tiene una hija como tú no se deja morir. El paraíso de Dios no es suficientemente hermoso para él.

Se calló el tiempo necesario para cobrar la escota de la botavara para volver a tensar la vela y añadió con una cólera que marcó sus arrugas:

—¡Ojalá tengan razón los rabinos y los profetas y un día llegue el Mesías, para que acabe de una vez con estas vidas nuestras que nada valen!

Instintivamente, Barrabás estuvo a punto de dejarse llevar por la socarronería. ¿Hasta cuándo iba a creer el pueblo de Israel en estas tonterías con las que los rabinos lo machacaban? ¿Hasta cuándo estas pobres gentes, a las que Herodes oprimía hasta sacarles la sangre, iban a esperar a que un Mesías viniera a liberarlos, en lugar de liberarse ellos mismos?

Sin embargo, el tono del pescador, el rostro de Miriam, así como la inconsciencia de Joaquín le hicieron callar. No era momento de discutir. Y en buena hora, porque, un poco más tarde, el pescador le sorprendió de nuevo.

Acababan de sacar la barca a la playa. Los habitantes de la aldea, curiosos, se habían arremolinado para recibirlos. Al descubrir el estado de Joaquín, ayudaron a transportarlo hasta un jergón. Mientras el cortejo se alejaba hacia las casas, Barrabás tendió al pescador la bolsa que le había prometido. El hombre le empujó la mano hacia atrás.

—No, no vale la pena.

—No lo rechaces. Sin ti, nada hubiera sido posible. Tú vas a volver a Tiberíades, donde quizá tengas problemas. ¿Quién sabe si no querrán quemar vuestras barcas, para obligar a tus camaradas a que cuenten lo que saben de nosotros?

El pescador sacudió la cabeza.

—Tú no nos conoces, chaval. Nosotros hemos previsto nuestro golpe. Voy a volver dando la vuelta al lago. Todos mis compadres también. Llegaremos a Tiberíades todos juntos, con los barcos llenos hasta las trancas. La mejor pesca nunca vista. Y te puedo asegurar que nos agarraremos un cabreo de órdago a la grande cuando descubramos que el mercado ha quedado reducido a cenizas. Entonces, decidiremos regalar nuestro pescado. Esto alborotará a todas las buenas mujeres de la ciudad y con eso se montará el desbarajuste padre.

Barrabás, riéndose a carcajadas, le insistió.

—Cógelo de todas formas. Te lo mereces.

—Déjalo. No quiero tu dinero. ¿Acaso necesito dinero yo, un judío de Galilea, por salvar de la cruz a otro judío de Galilea? Los mercenarios de Herodes son los que hacen que les paguen por su vil trabajo. Y no te preocupes: se sabrá que Barrabás no es un ladrón, sino un honrado galileo.

* * *

A pesar de las advertencias de Barrabás, Abdías, demasiado excitado para contenerse, contó, desde la tarde de su llegada y con todo lujo de detalles, el infierno del que regresaba Joaquín.

Aquí, en esta aldea fuera del alcance de los mercenarios, veían por primera vez a un hombre que había escapado del suplicio de la cruz. Todas las mujeres de la aldea se aliaron para salvarlo. Rivalizaban en ciencia, descubriendo los secretos de hierbas, polvos, pociones y sopas susceptibles de atenuar las ennegrecidas heridas dejadas por los golpes, de cerrar las llagas visibles e invisibles y, en fin, de devolver las fuerzas a Joaquín.

Miriam las ayudaba. En unos días, aprendió a distinguir plantas a las que nunca había prestado atención. Le enseñaron a molerlas, mezclar su polvo con grasa de cabra, tierra fina, algas o bilis de pescado, según se las transformase en pastas, emplastos o aceites de masaje, que administraban unas mujeres grandes y vigorosas, acostumbradas desde siempre a ver a hombres desnudos y con sus cuerpos maltrechos.

Una jovencita muy alegre ayudaba a preparar infusiones y tisanas nutritivas. En su combate inconsciente contra el dolor, Joaquín mantenía las mandíbulas apretadas hasta romperse los dientes. La joven ayudó a Miriam a abrírselas con la ayuda de un pequeño embudo de madera. Solo era posible alimentar al herido cucharada a cucharada. La tarea era difícil, lenta y desesperante. Pero la joven compañera de Miriam consiguió aliviar la dureza y a lograr un extraño momento de dulzura maternal de la hija hacia el padre.

Cada noche, Miriam velaba a Joaquín sin separarse de él. Barrabás y Abdías procuraban en vano disuadirla. Se contentaban con hacerle compañía por turno, quedándose a su lado en la sombra apenas alterada por la mecha de una lámpara de aceite.

Al fin, una tarde, resultó claro que Abdías y el pescador habían tenido razón. Unas horas antes de anochecer, Joaquín abrió los ojos. Había preferido el paraíso de su hija al de Dios.

* * *

Descubrió el rostro de Miriam sobre él y no pareció extrañado. Esbozó una sonrisa muy pálida. Sus manos torpes, cuyas muñecas estaban todavía cubiertas de emplastos y vendajes, quisieron tocarla. Riendo y llorando a la vez, Miriam se inclinó. Besó el rostro de su padre y ofreció sus mejillas a las caricias de Joaquín.

—¡Hija mía, hija mía!

Murmuró feliz, quería abrazarla acercándola hacia sí, pero sus hombros doloridos le hicieron dar un gemido.

Las mujeres que estaban a su alrededor salieron para gritar la buena noticia. Toda la aldea acudió para ver por fin los ojos del rescatado de la cruz, oír su risa y las dulces palabras que no dejaba de susurrar.

—Miriam, ángel mío. ¡Es como si resucitara! Que el Eterno sea bendito por haberme enviado a una hija así.

Miriam rehusó esos elogios; explicó a su padre lo que unos y otros habían hecho con el fin de que viviera.

Emocionado y balbuciente, Joaquín contempló los rostros rudos y alegres que lo rodeaban.

—Aunque no lo creáis —dijo—, mientras dormía, Miriam estaba a mi lado. Lo recuerdo muy bien. Ella estaba allí, de pie, no muy lejos de mí. Y yo también me veía. Era una historia fea, porque yo había caído de la cruz y me había roto en pedazos. Un brazo por aquí, el otro por allá. Las piernas estaban fuera de mi alcance. Solo mi cabeza y mi corazón funcionaban como es debido. Y tenía que retener sin cesar mis pedazos para impedir que se alejasen. Pero yo estaba tan agotado que solo deseaba una cosa: cerrar los párpados y dejar que mis brazos y mis piernas fuesen a su aire. Pero Miriam estaba allí, a mi espalda, impidiéndome que cediera a esa tentación.

Joaquín tomó aliento, mientras los demás lo escuchaban, boquiabiertos. Guiñó un párpado y prosiguió:

—Ella decía: «¡Vamos, vamos, padre! Mantén los ojos bien abiertos». Ya saben, con ese tono nada cómodo que puede emplear, increíblemente autoritario y seguro para una chica de su edad.

Todo el mundo se echó a reír; Barrabás asentía vigorosamente y Miriam se ruborizó hasta la raíz de sus cabellos.

—Sí, no ha dejado de reprenderme —añadió Joaquín, con la voz temblorosa de ternura—. «¡Vamos, padre, un esfuerzo! ¡No les des ese placer a los recaudadores! Tienes que recuperar tus brazos y tus piernas para volver a Nazaret. ¡Vamos, vamos! ¡Te estoy esperando!» Y ahora, aquí me tenéis con vosotros para agradecéroslo.

* * *

El día siguiente, al alba, cuando Joaquín se despertó tras una corta noche de sueño, encontró a Barrabás y a Abdías a su lado. Miriam dormía en la estancia de las mujeres.

—Parece como si fuera a dormir un año —bromeó Abdías.

Joaquín asintió con una inclinación de cabeza mientras reparaba en el curioso rostro del niño.

—¿Eres tú quién me descolgó de la cruz? Me parece recordarlo, pero estaba todo muy negro.

—Yo soy.

—Para decirte la verdad, cuando te vi, creí que un demonio venía a llevarme al infierno.

—No me reconoces porque las mujeres de aquí se han empeñado en lavarme y darme ropa limpia —masculló Abdías, encogiéndose de hombros.

Barrabás rió de buena gana.

—Es la humillación más grande que ha sufrido Abdías hasta ahora. Le falta su mugre. Le costará semanas y meses parecerse de nuevo a sí mismo.

Joaquín dijo con mansedumbre:

—La limpieza no te viene tan mal, chaval. Deberías estar contento.

—Es lo que dice Miriam también —dijo con una mueca Abdías—. Pero no sabéis de qué habláis. En las ciudades, si eres como los otros niños, la gente no te tiene miedo ni compasión. Mañana, antes de partir para Tiberíades, volveré a ponerme mis pingos de am ha’aretz, desde luego.

Joaquín frunció el ceño.

—¿A Tiberíades? ¿Qué vas a hacer allí?

—Saber lo que maquinan los mercenarios de Herodes…

—¡Pero es demasiado pronto!

—No —intervino Barrabás—. Han pasado seis días. Quiero saber lo que traman en Tiberíades. Abdías irá a aguzar las orejas en la ciudad. Sabe hacer muy bien esa clase de cosas. Partirá mañana con un pescador.

Joaquín se contuvo para no protestar. Todavía tenía el miedo en las entrañas. La violencia y el odio de los mercenarios seguían tan anclados en su alma como marcaban su cuerpo. Pero Barrabás tenía razón. Él mismo habría dado mucho por tener noticias de Hannah, su esposa. También hubiera querido saber si los recaudadores, para vengarse de su huída, habían infligido en Nazaret el sufrimiento del que acababa de escapar.

Si así fuese, tendría que rendirse y volver a las mazmorras de Tiberíades. Un pensamiento y una decisión que no podía confiar a Barrabás y aún menos a Miriam.

—Vuelve —murmuró, tomando las manitas de Abdías—. Creo que te prometí algo mientras me sacabas del campo de los suplicios. Detesto no cumplir mis promesas.

* * *

Cinco días más tarde, apoyado sobre el hombro de Miriam, Joaquín probaba a utilizar las piernas cuando apareció Abdías. Saltó de la barca antes de que tocara la playa, con el rostro transfigurado de entusiasmo.

—¡Solo se habla de nosotros! —afirmó, antes incluso de tomarse el tiempo de beber un vaso de mosto—. La gente no tiene otra cosa en boca: «Barrabás ha liberado a unos crucificados que acababan de prender los romanos». «Barrabás ha humillado a los mercenarios de Herodes». «Barrabás se ha burlado de los romanos…» ¡Oye!, ¡se diría que te has convertido en el Mesías!

La broma de Abdías tenía más de amistad que de burla, pero Barrabás no abandonó su porte serio.

—¿Y los pescadores? ¿Han tenido problemas?

—Todo lo contrario. Han hecho lo que dijeron. Llegaron a Tiberíades con las barcas tan llenas que apenas las empujaba el viento. Una auténtica pesca milagrosa. Nos han puesto tibios: que habíamos quemado sus barcas y su lonja. La gente de Tiberíades también. Todo el mundo protesta que somos unos bribones, unos destructores, la vergüenza de Galilea… Solo cumplidos de ese tipo. Tanto que los mercenarios y los romanos se han creído que hemos dado el golpe solos. Hoy, la gente se ríe como quien no quiere la cosa. Todo el mundo está muy contento de que los hayamos engañado.

Ahora, Barrabás se relajó y Miriam acarició la enmarañada pelambrera de Abdías.

—¿Y, por supuesto, has sabido contenerte? ¿Has proclamado por todas partes que eras el mejor amigo del gran Barrabás? —bromeó ella.

—No hacía falta —se rio, orgulloso, Abdías—. Lo han adivinado todo. Nunca me han dado tanto de todo lo que yo quería. Hubiera podido traer una barca llena.

—¡Y que te denunciasen! —masculló Joaquín.

—¡No te preocupes, padre Joaquín! Los soplones, los localizo pronto. Nadie sabía dónde dormía ni cuándo me verían. Pero, ¿sabes que tú también eres célebre? Todo el mundo conoce tu historia. Joaquín de Nazaret, el que se atrevió a clavar una lanza en el vientre de un recaudador y que se ha salvado de la cruz…

—No era el vientre, sino el hombro —murmuró Joaquín con humor—. Y no es bueno que hagan tanto ruido con mi nombre. ¿Tienes noticias de Nazaret?

Abdías sacudió la cabeza.

—Eso no. No tenía tiempo de ir…

Joaquín cruzó su mirada con la de Barrabás y luego con la de Miriam.

—Estoy preocupado por ellos —murmuró—. Los mercenarios no saben dónde encontrarnos, pero saben adónde llevar la desgracia.

—Yo podría ir allí, ver al menos a mi madre, tranquilizarla —dijo Miriam.

—No, tú no —protestó Abdías—. Yo voy cuando quieras.

—A menos que vayamos todos juntos —sugirió Barrabás, pensativo—. Ahora que Joaquín anda, podemos desplazarnos como nos dé la gana.

Todos lo miraron, estupefactos.

—¿No hay una casa segura en la aldea? —preguntó a Joaquín y a Miriam.

Joaquín negó con la cabeza.

—No, no, sería una locura…

—¡Pero, sí, padre! —exclamó Miriam—. ¡Yossef y Halva nos abrirán su puerta sin dudarlo!

—Tú no te das cuenta del peligro, hija mía.

—Estoy segura de que Yossef estará orgulloso de ayudarte. Sabe todo lo que te debe y te quiere. Su casa está lejos de la aldea, en el extremo del valle. Allí no pueden cogernos por sorpresa.

—Montaremos guardia, padre Joaquín. De camino, reuniré a mis amigos. Estaremos allí todos. Ya verás, nadie podrá acercarse a la casa de ese Yossef sin que lo sepamos. Pregunta a Miriam, somos nosotros quienes guardamos los escondites de Barrabás. Sabemos hacerlo.

Miriam sonrió al recordar su llegada a Séforis, pero Joaquín no se dejó convencer. Su negativa enfadó a Barrabás y acabó con la alegría de Abdías.

* * *

Solo al anochecer, tras haber estado mucho tiempo en silencio, Miriam dijo con dulzura a su padre:

—Sé que estás muy preocupado por madre. Quieres abrazarla y yo también. Vamos a casa de Yossef y Halva, aunque solo sea poco tiempo. Después, decidiremos.

—¿Decidir qué, hija mía? Tú sabes muy bien que no podría volver a mi taller y montar ningún armazón con Lisanias. ¡Si quiere Dios que siga con vida!

—Eso es cierto —dijo Barrabás—. Ahora, estás en el mismo barco que yo. Olvida tu armazón, Joaquín. Es la revolución de Galilea contra Herodes lo que debemos construir juntos.

—¿Solo eso?

—Ya has oído a Abdías. Todo el mundo está contento porque hayamos ganado por la mano a los mercenarios de Herodes y a los buitres del Sanedrín. Mira a tu alrededor, Joaquín. Los habitantes de esta aldea se han volcado para curarte porque estabas en la cruz y era una pura injusticia. El pescador que dio el golpe con nosotros rehusó una bolsa de oro. Estaba demasiado orgulloso de haber luchado a nuestro lado. Son signos. Hemos demostrado a los galileos que los mercenarios son unos imbéciles. Hay que continuar. Y a lo grande, ¡para vencer el miedo de Israel!

—¿Cómo lo vas a hacer, con tus cincuenta compañeros y unos críos?

—No. Arrastrando a los que ya no pueden más. Infundiéndoles coraje. Nosotros te hemos bajado de la cruz, a ti y a otros desgraciados. Podemos hacerlo en otro lugar, incluso en Jerusalén. Podemos acosar a los mercenarios. Podemos luchar y demostrar que les ganamos…

Joaquín hizo una amarga mueca.

—Barrabás, hablas de una revolución como de un momento de mal humor. ¿Crees que yo y muchos otros que piensan como yo no lo hemos pensado nunca?

Barrabás sonrió de oreja a oreja.

—Tú mismo lo estás diciendo: hay muchos que ya no soportan a Herodes.

—Lo sé, es cierto. Pero no creo que te sigan. Son sabios, no locos.

—A un loco fue a buscar tu hija para salvarte, Joaquín, no tus amigos sabios.

—Si una revolución no concita la adhesión de todo el país —se irritó Joaquín—, aboca a una masacre. La mano de Herodes es larga y rápida. El Sanedrín está rendido a él y tiene a los rabinos. Su puño es más pequeño que el de Herodes, pero no menos eficaz.

—Siempre la misma excusa —refunfuñó Barrabás—. Una excusa de cobarde.

—¡No pronuncies palabras parecidas! Hace falta tanto valor para sufrir la injusticia como para luchar en vano. E incluso si llegaras a sublevar Galilea, no te conduciría a nada. Habría que sublevar Jerusalén, Judea, todo Israel.

—Bien, ¡vamos, no perdamos tiempo!

—Barrabás no está del todo equivocado, padre —intervino Miriam con calma—. ¿Para qué esperar el próximo golpe de los mercenarios, la próxima visita de los recaudadores? ¿Por qué dejarse humillar siempre? ¿Qué beneficio se saca?

—¡Ah! ¿Así que piensas como él?

—Tiene razón: la gente está cansada de someterse. Y orgullosas de que no dejaras que los recaudadores robaran el candelabro de la vieja Hulda. Tu valor es un ejemplo.

—Un ejemplo inútil como un arrebato —deberías decir.

—No te hagas más débil de lo que eres, Joaquín —gruñó Barrabás—. Invita a tus sabios a casa de tu amigo Yossef. Abdías puede llevarles el mensaje. Y déjame hablarles. ¿Qué arriesgas?

Joaquín buscó la mirada de Miriam, que asintió.

—¿Para qué no haber muerto en la cruz si no sirve de nada, padre? ¡Simplemente para esconderse en Galilea, toda nuestra vida, para nada! Nosotros somos quienes decidimos si somos impotentes ante el rey. Creer que sus mercenarios son siempre más fuertes que nosotros es darles la razón para que nos desprecien.