LA pequeña barca de pesca se balanceaba sobre el tenue oleaje del lago de Genesaret, rodeado por una docena de barcas semejantes. Habían arriado las velas rojas y azules. Desde la mañana, a dos leguas de la orilla, los pescadores lanzaban sus redes, como cualquier día ordinario. Sin embargo, cada barca llevaba a cuatro compañeros de Barrabás, preparados para el combate. Por ahora, disfrutaban ayudando a los pescadores.
Acurrucada sobre las toscas tablas de un fondo de popa, Miriam calculaba con impaciencia el lento descenso del sol sobre Tiberíades. Allá abajo, más allá del horrible bosque de postes que lindaba con la fortaleza, su padre sufría, ignorando que ella estaba tan cerca de él. Ignorando que, la próxima noche y si Dios Todopoderoso lo permitía, ella lo liberaría.
Sentado detrás de ella sobre el larguero del barco, Barrabás percibió su angustia. Él le puso la mano en el hombro.
—No habrá que esperar mucho tiempo —le dijo, mientras ella levantaba la cabeza hacia él—. Ten un poco de paciencia.
Su rostro aparecía fatigado, pero su voz seguía siendo amablemente socarrona.
Miriam hubiese querido sonreírle, tocarle la mano para manifestar su amistad y su confianza. Pero era incapaz. Sus músculos estaban tan tensos que tenía que esforzarse para no temblar. Tenía tal nudo en la garganta que apenas podía respirar. La noche anterior, molida de angustia y de fatiga, casi no había dormido. Barrabás, que solo se permitió algunos momentos aislados de sueño, tampoco había descansado.
En realidad, Miriam estaba asombrada por su habilidad y su eficacia.
* * *
Tras su salida de Séforis, marchando toda la noche y deteniéndose solo para dejar que descansaran los burros y las mulas, la banda de Barrabás se encontraba a primera hora de la mañana en las colinas que dominaban las orillas del lago de Genesaret. Tiberíades estaba a sus pies. La fortaleza, con sus murallas de piedras talladas, sus torres y sus defensas almenadas, presentaba un aspecto más impresionante que nunca.
A pesar de la distancia, Miriam localizó de inmediato el terrible campo de los suplicios. A la derecha de la fortaleza, se extendía a la orilla del lago durante casi un cuarto de legua. De lejos, se divisaban los centenares de postes, como si, en aquel entorno, hubiera brotado una hierba monstruosa.
A su alrededor, ningún cultivo. Las huertas y los jardines rodeaban únicamente las paredes blancas de la ciudad y el entrelazado de callejuelas prudentemente apiñadas al otro lado de la fortaleza. Visto desde arriba, el campo de los ajusticiados dibujaba una larga faja oscura bordeada por una valla amenazadora, monstruosamente pintada de negro, que mancillaba el esplendor natural de las orillas.
Miriam se mordió los labios. Hubiera querido precipitarse, asegurarse de que Joaquín no estaba ya entre las formas negras que se percibían en los extremos de las cruces irregulares, aunque no verlo allí no la hubiera reconfortado en absoluto. Quizá lo hubiesen asesinado en la fortaleza.
Sin perder tiempo, Barrabás organizó su tropa. Debían permanecer al abrigo del bosque mientras él mismo, Abdías y unos compañeros de confianza iban de reconocimiento a Tiberíades.
Regresaron con el rostro sombrío. Abdías se acercó enseguida a Miriam. Con la barbilla, indicó el campo de los suplicios.
—Tu padre no está allí. Estoy seguro de que no está allí.
Miriam cerró los ojos, respirando profundamente para calmar los latidos de su corazón. Abdías se dejó caer en el suelo. Sus mejillas hundidas y sucias parecían más tensas, sus rasgos, más anormalmente envejecidos que nunca. A su espalda, los demás se habían acercado para oírle.
—He llegado muy cerca, como me había dicho Barrabás. Está lleno de guardias, pero no desconfían demasiado de los niños. La valla de estacas que rodea el campo de cruces está llena de clavos hacia arriba. Quien quiera saltarla se hará trizas. Hay dos sitios en los que puede verse el interior. Y lo que se ve no es nada divertido, os lo aseguro.
Abdías se detuvo un momento, como si todavía estuviera viendo aquellos horrores.
—Decenas y decenas. No se pueden contar. Hay quienes llevan allí tanto tiempo que no son más que huesos en trozos de harapos. Otros no llevan tanto tiempo para que hayan muerto. Se los oye murmurar. A veces, hay quienes gritan con una voz extraña. Como si ya estuviesen con los ángeles.
Un largo escalofrío, irreprimible, sacudió los hombros de Miriam.
—Si son tantos —preguntó con voz ronca, apenas audible—, ¿cómo sabes que mi padre no está allí?
La astucia volvió a reflejarse en los ojos de Abdías. Casi asomó una sonrisa.
—He hablado con un viejo mercenario. Los viejos como ese, cuando ven a un niño como yo, se hacen tan blandengues como la esposa de un rabino. Le he contado que a mi hermano mayor iban a colgarlo en la cruz. Ha empezado a reírse, diciendo que no le extrañaba y que seguro que yo iría a hacerle compañía. Yo he puesto cara de echarme a llorar. Entonces, me ha dicho que no llorara, que no iban a colgarme inmediatamente. Después, me ha preguntado desde cuándo estaba mi «hermano» en la fortaleza, porque no habían colgado a ningún hombre en una cruz desde hacía cuatro días.
Abdías levantó la mano con los dedos separados.
—Haz la cuenta: tu padre llegó a la fortaleza anteayer…
Miriam asintió con la cabeza, tomando la mano del niño en las suyas, a la vista de todos. Sintió temblar los dedos de Abdías entre los suyos y no los retuvo mucho tiempo.
Barrabás, con voz arrogante, añadió a la atención de todos que no había que no había que pensar en entrar en el campo de los suplicios por la puerta principal.
—Sus dimensiones solo permiten el paso de una mula. Una decena de mercenarios la vigilan constantemente, preparados para dar la alarma y cerrarla con un batiente acorazado de hierro.
—Y está cerrada toda la noche, por lo que he averiguado —añadió uno de sus compañeros.
Por otra parte, la ciudad hervía de legionarios y, sin duda, de espías. Buscar refugio en ella ni se planteaba. Atravesarla en grupo llamaría demasiado la atención, incluso con su aspecto de pobres mercaderes. Los guardias estaban alerta y no había que correr ese riesgo.
Las caras mostraban preocupación. Barrabás se burló:
—No pongáis esas caras; esto va a ser más fácil de lo que pensamos. Su valla se detiene en el lago. En la orilla no hay nadie, ni siquiera guardias.
Retumbaron las protestas. ¿Quién sabía nadar en la banda? No más de tres o cuatro. Y además, nadar con unas pobres gentes que acabaran de bajar de unas cruces, al alcance de los arqueros romanos, era un suicidio… Hacían falta barcas. Y ellos no tenían barcas.
—Y, si las tuviésemos, ¡no sabríamos utilizarlas!
Barrabás se burló de su pesimismo.
—No veis más allá de vuestras mugrientas narices. No tenemos barcas. Pero a las orillas del lago tenemos todo lo que haga falta de pescadores y de barcas. Nosotros tenemos cereales, lana, pieles. Incluso algunos bellos objetos de plata. Con eso podemos convencerlos de que nos ayuden.
* * *
Antes de anochecer, el asunto estaba cerrado. Los pescadores de los pueblos de los alrededores de Tiberíades detestaban vivir tan cerca de la fortaleza y de su campo de dolor. La reputación de la banda de Barrabás y el cargamento de las carretas hicieron el resto.
Discretamente, la noche siguiente, las casas que estaban a la orilla del lago permanecieron abiertas. Al día siguiente, mientras Abdías y sus camaradas merodeaban todavía cerca de la fortaleza, Barrabás había puesto a punto su estrategia, de acuerdo con los pescadores.
Miriam había aguantado unas horas de pesadilla antes de que Abdías la sacara de un mal sueño, dos horas después de que amaneciera.
—He visto a tu padre. Puedes estar tranquila: él andaba. No así todos los demás. Han colgado a quince en las cruces de una sentada. Él era uno de ellos.
Un poco más tarde, dirigiéndose a Barrabás, había añadido:
—El mercenario viejo es mi amigo. Me ha dejado mirar todo lo que quería. Descubrí de inmediato a Joaquín por su calva y su túnica de carpintero. No le he quitado los ojos de encima. Sé exactamente dónde está. Lo encontraría incluso de noche cerrada.
Ahora, esperaban la oscuridad. La tensión hacía desaparecer su agotamiento. Antes de dejar la orilla, Barrabás había repetido minuciosamente su plan y se había asegurado de que todo el mundo sabía lo que tenía que hacer. Miriam, a pesar de su angustia, no dudaba de su determinación.
El sol parecía estar solo a unas manos de las colinas que rodeaban Tiberíades. A contraluz, la fortaleza se recortaba como una masa negra de silueta atormentada. El crepúsculo engullía, uno a uno, el verde de prados y huertos. En el aire inmóvil, se difundía una extraña luz, sorda y azulada, parecida a un nubarrón. Pronto, el mismo campo de los suplicios iba a desaparecer. En la superficie del lago, resonaban ruidos, llegados de Tiberíades y como proyectados por los miles de chispas en las que se dispersaban los reflejos del sol.
Miriam clavaba las uñas en las palmas de sus manos, imaginando tan vívidamente la desesperación que debía sentir su padre que creía verlo, orando a Yahveh con su mansedumbre habitual, mientras que, tras el ardor del día, caía sobre él la fría onda de las tinieblas.
Con la ayuda de Barrabás, el pescador que llevaba su barca, replegó su red al pie del mástil. Señaló la orilla.
—Cuando el sol toque la cresta de las colinas, se levantará la brisa —anunció—. Entonces, será más fácil maniobrar.
Barrabás asintió con un gesto.
—Habrá un poco de luna. Justo lo que necesitamos.
Barrabás fue a sentarse al lado de Miriam, mientras que el pescador cobraba jarcia para izar la vela.
—Cógelo —le ordenó con dulzura—. Puedes necesitarlo.
En la palma de su mano, tenía un puñal corto, con el mango de cuero rojo y la hoja muy afilada. Miriam lo contempló, estupefacta.
—Cógelo —insistió Barrabás—. Y, sobre todo, úsalo si es preciso. Sin dudar. Quiero descolgar a tu padre, pero también quiero que sigas viva y sonriente.
Le guiñó el ojo y se volvió enseguida para ayudar al pescador que cobraba la jarcia para izar la vela por completo.
A su alrededor, en las otras barcas, la misma animación silenciosa agitada a los hombres. Una a una, con una lentitud solemne, iban izándose las velas triangulares, resplandecientes ante los últimos destellos del día.
El sol planeó sobre los bosques ya oscuros. Una capa oleosa de color rojo sangre se extendió por la superficie del lago, tan deslumbrante que había que protegerse los ojos.
Como había anunciado el pescador, la brisa agitó la vela. Empuñó el remo, lo empujó de un golpe. La vela osciló, se infló como bajo el efecto de un puñetazo. La barca crujió, el estrave cortó el agua con un crujido. A su vez, todas las demás barcas giraron. Las velas restallaron unas tras otras, mientras el crujido de mástiles y cuadernas rebotaba en la superficie del lago rasgado.
Barrabás estaba de pie, bajo la vela, agarrándose al mástil. El estrave de la barca apuntaba en dirección a una amplia cala al este de Tiberíades. Sonriendo, el pescador le dijo a Miriam:
—Mientras puedan vernos, hacemos como si volviésemos a casa.
* * *
Hasta la oscuridad completa, habían navegado en dirección sur, reduciendo progresivamente la vela para no alejarse demasiado de la fortaleza. Ahora, la escasa luz de luna permitía distinguir las barcas más próximas, nada más. En la orilla, brillaban las luces de los palacios de Tiberíades y las antorchas en los caminos de ronda de la fortaleza.
Navegaban en silencio, pero las barcas iban tan cerca unas de otras que el ruido del agua contra los cascos, el chasquido de las velas y el crujido de los mástiles parecían armar un estrépito del demonio, audible hasta en la costa.
La brisa era estable, los pescadores conocían sus barcas como un caballero su montura. Pero Miriam adivinaba el nerviosismo de Barrabás. No dejaba de levantar los ojos para verificar el inflado de las velas, sin conseguir estimar la velocidad, con el temor de alcanzar la fortaleza demasiado pronto o demasiado tarde.
De repente, estuvieron tan cerca de la enorme masa de torres que las siluetas de los mercenarios se dibujaron claramente en el halo de las antorchas. Casi de inmediato, se oyó un silbido. Después otro, como un eco. Barrabás tensó el brazo.
—¡Allí! —exclamó con alivio.
Miriam escrutó la orilla sin distinguir nada anormal. De repente, al pie de la muralla, estalló un fuego, tan violento que solo podía provenir de lámparas o de antorchas. En segundos, las llamas crecieron, extendiéndose de un sitio a otro. Los gritos, las llamadas resonaron por el camino de ronda. Los guardias se alarmaron, abandonando sus puestos,
—¡Ya está! —rugió Barrabás, radiante—. ¡Ellos lo han conseguido!
«Ellos» eran una decena de los miembros de su banda. Su misión era provocar un incendio en el campamento de la guardia y en los graneros del mercado que estaban al lado de la fortaleza, en el lado opuesto al campo de los suplicios. Las carretas traídas desde Séforis habían sido abandonadas allí durante el día, cargadas de madera vieja y de un forraje de aspecto anodino. Los dobles fondos, previamente vaciados de sus armas, los habían llenado de ollas de betún y de tarros de esencia de trementina, transformando los vehículos en terribles ingenios incendiarios. Los hombres de Barrabás tenían que prenderles fuego a una hora muy precisa antes de huir de la ciudad.
Evidentemente, lo habían conseguido. Como para confirmarlo, un ruido sordo resonó por el lago. De nuevo, unas llamas iluminaron la muralla. Unos destellos dorados y llamas surgían ahora, lejos de las primeras. Este incendio iba a sembrar la confusión entre los mercenarios y a provocar la desbandada de los habitantes.
De todas las barcas se elevaron gritos de alegría, mientras que el fuego, que ganaba fuerza, se reflejaba en el puerto de Tiberíades. Al final se oyó el ulular de las trompas que llamaba a los legionarios y a los mercenarios a ayudar a sofocar los incendios. Barrabás se volvió hacia el pescador.
—¡Es el momento! —dijo, tratando de dominar su excitación—. ¡Tenemos que lanzarnos mientras están ocupados en apagar el fuego!
* * *
Su plan funcionó de maravilla.
Gracias a la distracción provocada por el incendio, la vigilancia del campo de los suplicios y la de los caminos de ronda se había reducido, si no abandonado.
Las barcas atracaron en silencio en una playa de grava, en la que todos desembarcaron. Aquí, la oscuridad era profunda, mientras se oían los gritos de quienes combatían el fuego que enrojecía el cielo y el lago.
Barrabás y sus compañeros, sombras en la sombra, empuñando los cuchillos desenvainados, corrieron para asegurarse de que no se había quedado rezagado ningún guardia que pudiera dar la alarma.
Una mano se deslizó en la de Miriam. Abdías la guió.
—Por aquí; tu padre está en alto, cerca de la valla.
Sin embargo, tanto Miriam como los camaradas de Abdías que los seguían dudaron, llenos de pavor. Sus ojos estaban lo bastante acostumbrados a la oscuridad para discernir el horror que los rodeaba.
Las cruces estaban levantadas como si fuese un bosque del infierno. Algunas, podridas, se habían quebrado sobre restos de cadáveres. Otras estaban tan cerca unas de otras que, en algunas partes, los travesaños que sostenían los brazos descuartizados de los condenados se montaban unos en otros.
Algunas cruces estaban todavía vacías. Pero, a sus pies, colgaban esqueletos, siluetas grotescas que, tras largo tiempo, nada tenían de humano.
Solo entonces fue consciente Miriam de la pestilencia que respiraba, de los huesos y de los esqueletos humanos que cubrían el suelo bajo sus pies.
Unos pequeños bufidos los sobresaltaron. La fricción del aire les cortaba el aliento. Unos gatos salvajes salieron corriendo, las aves nocturnas, carroñeras que su presencia repentina perturbaba, se echaban a volar con una suavidad amenazante.
Miriam dudó un instante de poder avanzar más. Abdías saltó hacia adelante sin soltarle la mano.
—¡Rápido! No tenemos tiempo que perder.
Corrieron y eso les vino bien. Como había prometido, Abdías se orientó sin dudar entre las cruces.
—Allí —dijo, señalando con el dedo.
Miriam supo que decía la verdad. A pesar de la noche, reconoció el perfil de Joaquín.
—¡Padre!
Joaquín no respondió.
—Duerme —aseguró Abdías—. Un día entero allá arriba, ¡eso debe de dejarte fuera de combate!
Mientras Miriam llamaba todavía a su padre, unos gritos, un ruido de lucha se elevaron cerca de la valla.
—¡Por todos los demonios! —gruñó Abdías—, ¡han dejado algunos guardias! ¡Rápido, vosotros, ayudadme!
Lanzó a dos de sus camaradas al pie de la cruz y saltó ágilmente sobre sus hombros.
—Haced lo mismo con las otras cruces de alrededor —ordenó al resto de la banda—. Seguro que hay algunos que todavía están vivos.
Miriam lo vio trepar, con el cuchillo entre los dientes, tan ágil como un mono. En un abrir y cerrar de ojos, llegó a la altura de Joaquín.
Con dulzura, le agitó la cabeza.
—¡Eh!, padre Joaquín, despierta. ¡Tu hija viene a salvarte!
Joaquín murmuró unas palabras ininteligibles.
—¡Despiértate, padre Joaquín! —insistió Abdías—. ¡No es momento de echarse un sueño! Voy a cortar tus ligaduras y, si no me ayudas, te vas a romper la crisma.
Miriam oyó quejas de dolor en las cruces cercanas en las que se agitaban los otros críos. Unas voces y unos ruidos metálicos resonaban allá donde seguían peleando.
—Mi padre debe de estar herido —le dijo ella a Abdías—. ¡Corta sus ligaduras y lo sostendremos!
—No te preocupes, ¡ya se despierta!
—¡Miriam!, Miriam, ¿es a ti a quien oigo?
La voz era ronca, agotada.
—Sí, padre, soy yo…
—Pero, ¿cómo? Y tú, ¿quién eres tú?
—Más tarde, padre Joaquín —murmuró Abdías, aferrándose a las gruesas cuerdas—. Ahora, hay que salir a escape, y deprisa, porque esto pronto va a irse a pique…
De hecho, mientras Miriam y los camaradas de Abdías retenían a Joaquín, que se deslizaba por la cruz, Barrabás acudió con sus compañeros.
—¡Los cabrones! —gruñó.
Con la túnica desgarrada, los ojos todavía brillantes del combate, ya no tenía un cuchillo, sino una spatha, la larga espada romana, tan famosa.
—Solo quedaban cuatro en una tienda de campaña. Estos ya no verán Jerusalén y nos han hecho el regalo de sus armas. Pero creo que un hombre custodiaba una puerta de la fortaleza. Hay que salir pitando antes de que vuelvan con refuerzos.
—¿Quién eres tú? —murmuró Joaquín, pasmado.
Sus piernas no le sostenían y cada movimiento de los brazos le arrancaba un gemido. Estaba tendido en los brazos de Miriam, que le sostenía la cabeza. Barrabás sonrió de oreja a oreja.
—Barrabás, para servirte. Tu hija vino a pedirme que te arrancara de las garras de los mercenarios de Herodes. Misión cumplida.
—Todavía no —murmuró Abdías, saltando al suelo—. Acabo de ver una antorcha al pie de la muralla.
Barrabás ordenó silencio, escuchó las voces de los mercenarios que se acercaban y concluyó en un susurro:
—Les va a resultar difícil descubrirnos en la oscuridad. De todas formas, hay que largarse a toda velocidad.
—Mi padre no puede correr —dijo Miriam.
—Lo llevaremos.
—Los compañeros han bajado a otros cuatro, que hay que llevar también —murmuró Abdías.
—¡Bueno!, ¿a qué esperáis? —gruñó Barrabás, cargando a Joaquín a hombros.
* * *
Tuvieron tiempo de subir a las barcas con las velas ya izadas antes de que a los mercenarios se les ocurriera la idea de correr hasta la orilla.
El chasquido de las velas, el crujido de las barcas los alertaron, pero demasiado tarde. Hicieron algunos tiros al azar. Las flechas y las lanzas se perdieron en la oscuridad. Al otro lado de la fortaleza, el incendio progresaba con más furia que nunca. Amenazaba con devorar parte de la ciudad y los mercenarios no se entretuvieron demasiado en perseguir a quienes creían ladrones de cadáveres.
Las barcas desaparecieron en la noche. Como habían convenido, los pescadores incendiaron dos, las más viejas y menos maniobrables. Las abandonaron a merced de la corriente, a fin de hacer creer a los romanos y a los mercenarios que habían sido robadas.
Mientras la barca remontaba el lago hacia el norte, Joaquín, con los dedos entumecidos por las ligaduras que le habían aprisionado las muñecas, no dejaba de palpar las manos de Miriam y de acariciarle el rostro. Con el espíritu aún confuso, medio desfallecido por la sed y el hambre, con todo el cuerpo dolorido, balbucía agradecimientos. Los mezclaba con plegarias a Yahveh, mientras Miriam le contaba cómo se había negado a abandonarlo a la muerte, a pesar de la oposición de sus vecinos nazarenos, a excepción de Yossef, el carpintero, y de Halva, su esposa.
—Pero yo soy quien ha tenido la idea para salvarte, padre Joaquín —intervino Abdías—. Si no, Barrabás solo, no lo habría hecho.
—Entonces, también a ti te lo agradezco de todo corazón. Eres muy valiente.
—¡Bah! No era tan difícil y no es gratis. Tu hija me ha hecho una promesa si llegaba allí.
La risa de Joaquín resonó contra el pecho de Miriam.
—A menos que ella te haya prometido casarse contigo, también yo haré mía esta promesa.
Por un instante, la sorpresa hizo callar a Abdías. De nuevo, Miriam sintió la risa de su padre, que abrazaba contra ella. Sobre todo, era la prueba de que ella lo había salvado del horror del campo de los suplicios.
—¡Bah!, es mucho menos que eso —murmuró Abdías—. Ha prometido que me contarías las historias del Libro.