PASÓ la primavera y pasó el verano. El vientre de Miriam fue redondeándose y la gente de Nazaret comenzó a decir que el apetito de Yossef era tan grande que vivía con tres mujeres.
Se decía que había puesto a Joaquín de patitas en la calle.
¡Pobre Joaquín! ¡Bendito sea! Su vida no era sino una sucesión de desgracias desde el día en el que había defendido a la anciana Hulda contra la rapacidad de los recaudadores.
En la sinagoga, se murmuraba la palabra «ladrón». Se preguntaban, con la peor intención, qué necesidad tenían Yossef y Miriam de tener dos sirvientas, una vieja y otra joven.
Algunas mujeres se encogían de hombros, diciendo a los hombres:
—No hagáis unas preguntas tan estúpidas: Yossef tiene cuatro hijos y dos hijas. Por eso Miriam tiene dos sirvientas.
Pero eso no convencía a nadie.
Se recordaba que Yossef vivía en la casa en la que había nacido Joaquín y que este se la había ofrecido dos decenios antes. Joaquín, que tenía el corazón en la mano, le había entregado también el saber de la carpintería y su clientela. Pero no le había dado a su hija. Si él, que había enterrado a Hannah en Nazaret, hubiera sabido que esperaba un hijo de Yossef, nunca se hubiera marchado. ¿Probaría esto que Yossef había violado a Miriam?
Era muy posible.
Otras lenguas comenzaron a decir que habían visto a Barrabás huyendo de la aldea un día de primavera, llorando a lágrima viva. Quién sabe si era con él con quién había pecado Miriam.
Algunos preguntaban:
—¿Y a ella, a Miriam, por qué no la vemos nunca entre nosotros?
La respuesta era sencilla: se escondía como se esconden los culpables.
Pronto, cuando Rut iba a comprar queso o leche, cuando Mariamne iba a buscar lana o pan, empezaron a ser cada vez peor recibidas. Al final del verano, no les vendían más que lo estrictamente necesario.
Yossef fue a quejarse hasta el mismo patio de la sinagoga. Le respondieron:
—Pon tus asuntos en orden.
—¿Qué asuntos?
Como respuesta, le dirigieron unas miradas más elocuentes que todas las palabras de la lengua de Israel.
A su vuelta, le dijo a Miriam:
—Si no nos casamos, no está lejos el día en que vendrán aquí y nos lapidarán.
—¿Tienes miedo? —preguntó Miriam.
—Por mí, no. Por ti y por el niño, sí. Por Rut y por Mariamne, sí.
No los lapidaron, pero cada vez le daban menos trabajo, hasta el punto de que, en los primeros días malos del otoño, su taller estaba extrañamente vacío.
Por aquellas fechas, se divulgó la noticia, llevada de aldea en aldea por los mercenarios de Herodes. Entraban en los patios, llamaban a las puertas, gritaban por todas partes que César Augusto, amo de Roma y de Israel, quería conocer el nombre de cada uno de los que vivían en su reino.
—Id al pueblo de vuestro nacimiento. Daos a conocer. Se os dará una marca de cuero. El primer día del próximo mes de adar, quien no pueda mostrar su marca cuando se le pida, irá a prisión.
La noticia desencadenó tanto cólera como confusión.
Rut dijo:
—Ni yo misma sé dónde nací.
—Yo nací en Belén —dijo Yossef—. ¡Una minúscula aldea de Judea en la que nació el rey David y en la que nadie me conoce!
—Y yo tendría que regresar a Magdala —dijo, nerviosa, Mariamne—. Es una maniobra más de los romanos y de Herodes para vigilarnos. Pero todo lo que viene de ellos es una estupidez. ¿Quién va a impedir que se falsifiquen las marcas de cuero? ¿Quién va a impedirnos que nos presentemos para su censo en dos o tres aldeas si nos da la gana?
—Es muy posible que, detrás de eso, haya alguna astucia que ignoramos —dijo Yossef con prudencia.
Miriam puso las manos sobre su vientre, que ahora la obligaba a moverse más lentamente.
—Como aquí, en Nazaret, no somos bienvenidos —propuso ella a Yossef—, ¿por qué no nos vamos a tu pueblo ahora que todavía puedo viajar? El niño nacerá sin que nadie más que nosotros se preocupe de ello. Yo diré que soy tu esposa y a todo el mundo le parecerá normal que me inscriba allí.
Lo pensaron un día o dos. Rut declaró con entusiasmo:
—Para mí, no hay discusión: os sigo. Hace falta alguien que se ocupe de los hijos de Yossef. Y de ti, el día del nacimiento. Y en Belén, si no se acuerdan de Yossef, ¿quién podrá decir que yo no nací allí?
Miriam lo aprobó:
—Pasarás por mi hermana.
Pero Mariamne protestó. Ella quería quedarse con ellos hasta el nacimiento del niño. Sin embargo, de no volver a Magdala, dónde debían esperarla para el censo, pondría a su madre en una posición difícil, ya que los romanos la vigilaban porque no les gustaba.
Miriam le dijo:
—Me serás más útil regresando a Magdala que siguiéndome a Judea. En primavera, cuando las carreteras hayan vuelto a ser practicables, iré con el niño a vuestra casa, si Raquel quiere. Su casa al borde del lago sería un lugar perfecto para verlo crecer y enseñarle lo que un nuevo rey debe saber.
Mariamne cedió contra su voluntad. Le hizo repetir varias veces a Miriam que se reencontrarían en Magdala.
—No lo dudes. No más que el resto de las cosas —le aseguró Miriam.
* * *
Nevaba cuando tuvieron Belén a la vista. El frío y el viento eran intensos, aunque Yossef había fabricado un toldo de lona e incluso un soporte para un brasero que hacía del carro una especie de tienda de campaña móvil y cómoda. Se apretujaban allí con los niños, como una pequeña jauría en su madriguera. A veces, el caos de los caminos los hacía rodar unos sobre otros. Los niños se mondaban de risa, en particular el más pequeño, Yehudá, para quien era un juego maravilloso.
A Miriam le faltaba poco para el parto. A veces, agarraba el puño de Rut, apretando los dientes. Cuando ocurría eso, Rut le gritaba a Yossef para que detuviera las mulas. Pero como todavía no había dado a luz cuando entraron en la calle curva de Belén, Miriam dijo:
—Vamos a censarnos inmediatamente. Es mejor. Antes del nacimiento del niño.
Rut y Yossef protestaron. Era peligroso para ella y para el niño. Podían esperar hasta que naciese. En una semana o dos, los romanos todavía seguirían allí.
—No —dijo Miriam—. Cuando nazca, no quiero tener nada que ver con los romanos ni con los mercenarios. Ni siquiera quiero que puedan echarle la vista encima.
* * *
El censo tenía lugar delante de una gran mansión cuadrada que los oficiales romanos ocupaban después de haber echado a los propietarios.
Dos grandes fogatas calentaban a los decuriones sentados ante las mesas, mientras que otros, lanza en mano, vigilaban la fila de quienes esperaban al aire libre.
Cuando las gentes de Belén vieron a Miriam de pie, embarazada, apoyándose en Yossef y Rut, y los niños que tiritaban tras ellos, dijeron:
—No os quedéis aquí. Pasad delante, no tenemos prisa.
Cuando estuvieron delante de la mesa del decurión, el romano los miró de arriba abajo. Observó el vientre de Miriam bajo el grueso abrigo, hizo un gesto y levantó la cara hacia Yossef.
—¿Tu nombre y tu edad?
—Yossef. La edad, yo diría que treinta y cinco años. Quizá cuarenta.
El decurión escribió en el rollo de papiro. El frío espesaba la tinta y entumecía sus dedos. Tenía que escribir con letras grandes.
Miriam vio que empleaba la lengua latina, traduciendo el nombre de Yossef como José.
—¿Y tú? —le preguntó el decurión—. Tu nombre y el de tu padre.
—Miriam, hija de Joaquín. Tengo veinte años. Quizá más, quizá menos.
—Miriam —dijo el decurión—; ese nombre no existe en la lengua de Roma. Desde hoy, te llamarás María. Y a él, ¿cómo le vas a poner?
—Yesuá.
El decurión la miró sin comprender. Ella repitió:
—Yesuá.
—¡Un nombre que no existe! —gruñó, soplándose en los dedos.
Miriam se inclinó y pronunció en griego:
—Iesús. Quiere decir: «El que salva».
El hombre se rio.
Escribió: «Jesús, hijo de José y de María. Edad: nonato».
—¿Y tú? —preguntó mirando a Rut.
—Rut. Mi edad, no tengo ni idea. Decídela tú mismo.
Esto hizo sonreír al decurión.
—Voy a poner que tienes cien años, pero que no lo parece.
Después, les tocó el turno a los niños.
—Mi nombre es Yakov, —dijo, orgulloso, el mayor de Yossef—. Mi padre es él, mi madre se llamaba Halva y tengo casi diez años.
—Tu nombre es Santiago —suspiró el decurión sin sonreír.
Y así, en aquellos días, todos cambiaron de nombre:
Mariamne pasó a ser María, María de Magdala.
Hannah pasó a ser Ana.
Halva se convirtió en Alba.
Eliseba se transformó en Isabel.
Yakov pasó a ser Santiago.
Libna se convirtió en Lidia.
Yohanan se transformó en Juan.
Yossef pasó a ser José.
Shimón se convirtió en Simón.
Yehudá pasó a ser Judas.
Gueuel se convirtió en Jorge.
Recab se transformó en Rolando…
Y así, casi todos los nombres que existían en el pueblo de Israel.
No cambió el nombre de Barrabás. Primero, porque se negó a presentarse ante los romanos. Y después, porque en arameo, la lengua que se hablaba en aquel tiempo en el reino de Israel, «Barrabás» significaba: «hijo del padre». Así se llamaba a los hijos cuyas madres no podían dar el nombre del padre. Era el nombre de los que no tenían nombre.
Pero esto los romanos no lo sabían.
Del mismo modo que ignoraban que el nombre del hijo de María, que daría a luz once días más tarde, en una granja abandonada, al lado de Belén, este Yesuá que el decurión llamó Jesús, porque sonaba parecido, significaba «salvador».
Yo creía que mi relato se acabaría aquí.
La continuación es la historia mejor conocida del mundo, pensaba yo. Además de los Evangelios, son innumerables los pintores, los escritores y, en nuestros días, los cineastas que la han contado, desde mil puntos de vista diferentes, en el curso de los siglos.
Durante los años necesarios para las investigaciones y la redacción de esta novela, preparando el retrato de «mi» María, me esforcé en imaginar quién hubiera podido ser esta Miriam de Nazaret, nacida en Galilea. Una mujer real, que vivió en el caótico reino de Israel en el año 3760, después de la creación del mundo por el Eterno, según la tradición judía, año que se convirtió en el primero de la era cristiana.
Lo que dicen los Evangelios de la madre de Jesús cabe en un pañuelo de bolsillo. Algunas frases contradictorias y vagas. Un vacío que puso en ebullición la imaginación de los autores de los apócrifos que florecieron hasta el Renacimiento, novelistas de su tiempo. Así nació una María cristalizada por el gusto de la Iglesia romana, poco convincente y demasiado marcada por la ignorancia de la historia de Israel a la que pertenecía Miriam.
Pero el destino de un libro no está sellado de antemano. El azar sopla y hace volar las páginas. Destruye su orden, transforma las evidencias largo tiempo maduradas. En realidad, los personajes solo son de papel. Exigen su vida, su parte de imprevisto. Un imprevisto que se inmiscuye en las frases y cambia su sentido.
* * *
Así, apenas unos días después de haber acabado una primera redacción de mi novela, la casualidad quiso que fuese a Varsovia, la ciudad en la que nací. Debía completar un filme dedicado a los «justos», a los que, cristianos o no, durante la última guerra mundial salvaron a judíos, a menudo con peligro de sus vidas.
Desde mi llegada a Francia, de muy pequeño, nunca había vuelto a Polonia. La emoción era grande. Y, bajo el placer nostálgico y ambiguo que todos experimentamos al reencontrarnos con los lugares de la infancia, resurgía en mí un antiguo e indeleble enojo.
Encontré una Varsovia ajena a mi memoria. El mundo febril y atormentado, nimbado por el recuerdo del yidis voluble y colorista de mi abuelo Abraham, impresor, muerto en la revuelta del gueto de Varsovia, había desaparecido. Ese mundo había sido borrado tan radicalmente que era como si nunca hubiese existido.
Como le dice a menudo José de Arimatea a Miriam de Nazaret, la cólera ciega, entorpece en el momento de defender las causas más justas.
Apenas llegado a Varsovia, mi único deseo era marcharme cuanto antes de esa ciudad. Huir del pasado y de quienes prefieren ignorarlo en el presente, que no tienen nada más que enseñarme. Me retuvo un encuentro previsto desde hacía varias semanas con una mujer que, según me habían dicho, había salvado a dos mil niños judíos del gueto. Cancelar el encuentro hubiese sido una afrenta imperdonable.
Acudí a su casa a regañadientes. Estaba muy equivocado: el destino me esperaba.
Subí los tres pisos por una escalera descuajeringada para encontrarme frente a una anciana polaca de rostro bien dibujado, con expresión juvenil. Sonreía arrugando los ojos con la malicia de una niña. Sus cabellos cortos y blancos estaban peinados como los de una escolar de los años treinta. Justo encima de la frente, un pasador retenía un mechón alisado con esmero. Se desplazaba con precaución con la ayuda de un andador.
En una charla convencional que nos permitía romper el hielo de un encuentro demasiado formal, como ella se llamaba María, le confié que estaba escribiendo un libro sobre María, la madre de Jesús.
Ella se animó con una sonrisa luminosa.
—No ha podido caer en mejor sitio —me dijo ella—. Yo también tengo un hijo que se llama Jesús, Yesuá.
Me puse tenso. Ella no prestó ninguna atención a mi turbación y empezó a evocar el gueto. Cuando le pregunté cómo había podido salvar a cerca de dos mil niños judíos, ella, para sorpresa mía, se echó a llorar.
—Hubiera tenido que salvar a más aún. Éramos jóvenes, no sabíamos cómo hacerlo…
Se acercó un minúsculo pañuelo de encaje a la sien, abrió la boca, a punto de contar más cosas. Se echó atrás y el silencio se instaló entre nosotros.
Durante los veinte o treinta meses que acababan de pasar, yo había vivido poco en el presente. Como si de una droga se tratase, me había embriagado de visiones de una Galilea imaginaria, de llanuras infinitas y de pendientes cubiertas de bosques umbríos. Había navegado sobre los reflejos deslumbrantes del lago de Genesaret, recorrido los caminos polvorientos de unas aldeas blancas y olorosas engullidas, al cabo de milenios, por el tiempo y la Historia. Y de repente, confundiendo todos mis sueños, tenía ante mí una mesa cuadrada cubierta por un mantel de tejido plastificado, rodeada por tres sillas de planchas de contrachapado, pintadas de un azul desconchado por el uso.
Desconcertado, me obligué a hablar, haciendo hincapié en que no había contestado a mi pregunta.
Me observó con bondad y ligeramente divertida. No tenía ninguna intención de responderme. A su vez, me preguntó:
—¿Sabe usted por qué gran parte de Varsovia está sobreelevada? Se habrá dado cuenta de que, para acceder a la mayor parte de las calles, hay que subir algunos escalones.
Le respondí con un gesto. Me había percatado de ello, pero desconocía la razón.
—Después de la guerra, los supervivientes no tenían ni el dinero ni el tiempo necesarios para escombrar las ruinas de las casas judías. Tampoco tenían tiempo para retirar los cadáveres de los habitantes aún sepultados debajo. Los bulldozers amontonaron los escombros, haciendo desaparecer las ruinas de los patios, los callejones, los lavaderos, los pozos, las fuentes, las escuelas… Nivelaron todo y las casas de los vivos se edificaron sobre las casas de los muertos. Cuando usted sube esos escalones, pone los pies sobre el cementerio judío más grande del mundo.
Nos callamos de nuevo, intercambiando miradas incómodas. Llega siempre un momento en el que los horrores cometidos por los hombres nos dejan sin voz.
Miré involuntariamente el número tatuado en su antebrazo. Ella se dio cuenta y lo cubrió con su mano marchita.
Dos ventanas daban a uno de esos patios comunes tan frecuentes en la Varsovia de antes de la guerra. En un ángulo de la estancia, una representación de la virgen María de Leonardo da Vinci adornaba una minúscula capilla blanca de cartón piedra. Entre las dos ventanas, podía ver, tras un cristal moteado, una foto que representaba a dos hombres, uno joven, otro viejo, al lado uno del otro.
Ella siguió mi mirada.
—Mi marido y mi hijo —dijo ella, sonriendo.
Después, como yo estuviera fascinado por el rostro de su hijo, añadió:
—Incluso en esa pésima foto, se nota. En él solo había misericordia.
Me acerqué. Era cierto. Observé esa curiosa mirada que tienen los hombres que saben lo que les espera. Sus cabellos largos daban a su rostro un aire de fragilidad que desmentían sus manos fuertes cruzadas sobre el vientre.
A mi lado, la anciana María murmuró:
—Yo adoraba sus cabellos. Tan sedosos como unos cabellos de niña. Sin duda, se los cortaron. Es increíble, ¿no?, ¡la obsesión que tenían con los cabellos! Como los filisteos espantados por la cabellera de Sansón.
Ella sacudió la cabeza, levantó su andador para golpear el suelo con un pequeño movimiento de rabia.
—¡Aquella montaña de cabellos que había a la entrada de los campos!
De nuevo, solo me quedaba callarme.
Pensé en levantarme y salir. En despedirme con unas imágenes que conozco demasiado bien.
Sin duda, ella lo adivinó. Me lanzó una mirada maliciosa.
—Antes de que se vaya, quiero ofrecerle algo.
Apoyándose en su andador, se levantó. A pequeños pasos cautelosos, se acercó al único armario de la estancia. Dándome la espalda, hurgó en un cajón y sacó una especie de tubo envuelto en un antiguo periódico yidis. Yo estaba de pie, detrás de ella; ella se volvió a medias, con una mano aferrada al soporte de aluminio de su andador y la otra tendiéndome el objeto.
—Tome.
—¿Qué es?
Bajo el papel de periódico roto en algunos sitios, se adivinaba un estuche rígido. Lo saqué. Era un cilindro de madera muy fina, recubierta de un cuero parecido a una piel transparente, que el tiempo había oscurecido y endurecido como cuerno. Solo había visto este género de objetos tras las vitrinas de los museos, pero podía reconocerlo. Se trataba de uno de esos tubos con los que, hace más de dos mil años y hasta la Edad Media, se protegían los escritos de cierta importancia: cartas, declaraciones oficiales y administrativas e incluso libros.
—¡Pero esto es precioso! —exclamé, asombrado—. Yo no puedo…
Ella rechazó mi protesta cerrando los ojos.
—Léalo.
—¡Yo no puedo llevarme algo tan precioso! Usted debe…
—Ahí está todo. Reconocerá la palabra de la que más escuchada fue en su tiempo.
—¿María? ¿María de Nazaret?
—Léalo —repitió ella, dirigiéndose hacia la puerta a pequeñas sacudidas de su andador, despidiéndome, esta vez sin réplica.
* * *
El periódico que protegía el estuche se deshizo solo, quemado por el tiempo. Tuve que batallar un poco para retirar el capuchón. La madera y el cuero demasiado secos amenazaban con estallar bajo mis dedos temblorosos.
En el interior, encontré una faja de pergamino enrollada sobre sí misma, pero que había sido protegida con ayuda de una hoja de celofán.
El pergamino, ya pulverizado en los bordes, se pegaba a la pulpa de mis dedos en cuanto lo tocaba. Lo desenrollé sobre la cama del hotel, milímetro a milímetro, temiendo a cada momento que se desintegrase.
El pergamino había sido mal plegado. Unos fragmentos de texto se habían despegado en los pliegues. Unas manchas de humedad se habían mezclado con la tinta que, en su momento, era de color marrón. En algunos sitios, absorbían las líneas de una escritura pequeña y regular. A primera vista, creí reconocer el alfabeto cirílico. Solo era una ilusión de ignorante.
Para mi sorpresa, a medida que desenrollaba el pergamino, aparecieron unas hojitas de papel en forma de pequeños cuadrados. El tiempo, también los había amarilleado, pero solo tenían unos decenios. Esta vez, reconocí inmediatamente la lengua utilizada: el yidis.
Me senté al borde de la cama para leerlos. Desde los primeros párrafos, mis ojos se empañaron, se negaron a ir más lejos.
Me levanté para vaciar en un vaso los botellines de vodka del bar de la habitación. Un alcohol mediocre que me quemó la garganta y que dejé que actuara hasta que mi pulso dejó de palpitar a toda velocidad.
* * *
27 de enero del año 5703 desde la creación del mundo por el Eterno, bendito sea Él.
«A Ti, a Ti, Santo, cuyo trono está rodeado por las alabanzas de Israel, a Ti se confiaron nuestros padres. Ellos creyeron en Ti y Tú los liberaste. ¿Por qué no a nosotros? ¿Por qué no a nosotros?»
Me llamo Abraham Prochownik. Vivo en una cueva de la calle Kanonia desde hace meses. Se puede decir que, probablemente, yo sea el único superviviente de la familia Prochownik. Gracias sean dadas a nuestra vecina María. Espero que llegue un día en el que los cristianos la bendigan como una santa. Yo, judío, solo puedo esperar que ella quede en la memoria de los hombres como una Justa. Una Justa entre las naciones. Que el Eterno, Dios de amor y de misericordia, la proteja. Si se encuentran estas hojitas, quiero que se sepa: María ha salvado a centenares de niños judíos. Ella fue deportada por los nazis —que su nombre sea maldito por la eternidad— como una judía, con su hijo Jesús, a quien ella llamaba Yesuá, y su esposo, el padre de su hijo. Padre e hijo perecieron en los campos. Ella se escapó con la ayuda de la red católica Zegota.
«Hay diez generaciones de Adán a Noé, dice el Tratado de los Padres, para dar a conocer la larga paciencia de Dios, mientras todas las generaciones se azuzaban sin discontinuidad para provocarle, antes de que Él los engullera bajo las olas del Diluvio». ¿Cuánto tiempo me queda aún de vida? Solo el Eterno, Señor del universo, lo sabe. Solo el Eterno sabe también, como he escrito antes, si queda algún Prochownik, aparte de mí. Fuimos, en tiempos antiguos, una familia ilustre. Según la leyenda que me transmitieron mi padre y mi abuelo, nuestro antepasado Abraham (yo llevo su nombre) fue coronado rey, en 936 de nuestra era, por unas tribus eslavas paganas que acababan de aceptar a Cristo. La tribu más importante era la de los polanos y nuestra familia vivía entre ellos desde hacía varias generaciones. El Señor Dios de la Sabiduría inspiró sin duda al espíritu de Abraham, que rechazó el honor de ser rey. Declaró a los polanos que no correspondía a un judío reinar sobre los cristianos. Debían encontrar a su jefe entre los miembros de sus propias familias. Les propuso designar a uno de los campesinos que producían más trigo. El hombre se llamaba Mieszko, de la familia de los Piast. Los polanos siguieron su consejo y el campesino se convirtió en «Mieszko primero». La dinastía de los Piast fue larga y siempre se comportó bien con los judíos. Al menos, si damos crédito a nuestra leyenda familiar. Para mi abuelo Salomón, no cabía duda de ello. Era la auténtica verdad. La única vez que levantó la mano sobre mí fue el día en el que me mofé de él, diciendo que el antepasado Abraham solo había sido un pobre zapatero sin un céntimo. Para el abuelo Salomón, la prueba irrefutable de la grandeza pasada de nuestra familia estaba contenida por completo en nuestro tesoro familiar: el cilindro que Abraham Prochownik había recibido de los Piast en testimonio de agradecimiento. El día de su barmitsvá, cada niño, en nuestra familia, tenía el derecho de abrir el estuche, desplegar un poco el rollo y contemplar la escritura. Según el abuelo Salomón, este cilindro lo recibieron los Piast de manos de san Cirilo, en persona, en el momento de su conversión. Lo que está escrito en él no es más que una copia. El rollo original estaba redactado en hebreo y en griego. Pero, copia u original, contienen lo mismo: el evangelio de Miriam de Nazaret, María, madre de Jesús. El abuelo Salomón contaba que Elena, la madre de Constantino I, el emperador de Roma que se hizo cristiano, lo trajo de Jerusalén. La madre del emperador afirmaba que unas mujeres cristianas le dieron el rollo original, en papiro, como se hacía entonces, cuando ella fue a Jerusalén para edificar la iglesia del Santo Sepulcro, en el mismo lugar de la crucifixión de Jesús. Fue en 326 de nuestra era. Unos siglos más tarde, bajo el emperador bizantino Miguel III, el gran evangelizador Cirilo habría llevado una copia del rollo en su viaje a Jazaria, en compañía de su hermano Metodio, en el año 861. Quería convertir a los judíos jázaros al cristianismo. Pensaba que el hecho de que el rollo fuese el testimonio de la palabra de una madre judía solo podía servirle de ayuda en su empresa con los jázaros. Por fortuna, el Santo, Dios de Israel, protegió al rey de los jázaros contra la tentación. Cirilo decidió, entonces, convertir a los pueblos paganos que se desplazaban por el Cáucaso y el mar Negro. Lo que contaba el rollo era una prueba de la existencia de Jesús, de la que todavía dudaban los pueblos paganos. Cirilo tradujo el texto a varias lenguas: el adjaro, practicado en las montañas, el georgiano, con el alfabeto fenicio, y el eslavo. Mi padre, Yakob, hijo de Salomón, se convirtió en un gran profesor de lenguas antiguas a causa de esta historia. El más conocido y el más respetado de las universidades de Viena, de Moscú, de Budapest y de Varsovia, en las que enseñó. Allí estaba todavía cuando los alemanes entraron en Polonia. Fue él quien reconoció la lengua del rollo transmitido por nuestro antepasado Abraham. Es el adjaro. Que no se pierda el tiempo yendo a buscar otra lengua. Mi padre hubiera podido hacerse increíblemente célebre dando a conocer este rollo. ¿Por qué no lo hizo? La única vez en la que le hice la pregunta, me respondió que no tenía necesidad de ser célebre. Más tarde, añadió que lo que contenía el texto podía engendrar una disputa inútil. «Ya hay bastantes enfrentamientos en este mundo sin añadir otros. Sobre todo, para nosotros, en este momento». Fue hace siete años, cuando Hitler ya alborotaba las masas. Mi padre siempre fue un hombre de gran lucidez. Por eso no dejó una traducción del rollo, cuando era el único de nosotros que podía hacerlo. En cuanto a lo que le ocurriera al rollo original, el traído por Elena de Jerusalén, nadie lo sabe. Mi padre suponía que habría sido destruido en el saqueo de Bizancio.
Varsovia, 2 de febrero del año 5703 desde la Creación del mundo por el Eterno, bendito sea Él.
La organización de los combatientes judíos nos empuja a la resistencia. María, que los ángeles del Cielo la protejan, me ha traído su octavilla en yidis: «¡Judíos! El ocupante acelera nuestro exterminio. ¡No vayáis pasivamente a la muerte! ¡Defendeos! ¡Tomad el hacha, la barra de hierro, el cuchillo! ¡Levantad barricadas en vuestras casas para salvar a vuestros hijos, pero que los hombres adultos luchen por todos los medios!»
Tienen razón. Hay que luchar. Pero, ¿con qué? Nos falta de todo. ¡Incluso ya no tenemos ni las hachas ni las barras de hierro de las que habla la octavilla! De municiones y armas, ni hablamos… ¡Te lo ruego, oh Eterno!, haz que nuestros perseguidores sean castigados, ¡que quienes nos hacen perecer acaben en el infierno! Amén.
Varsovia 17 de febrero del año 5703 desde la Creación por el Eterno, bendito sea Él.
María ha venido de nuevo, aunque es peligroso y difícil desplazarse. Me ha traído azucarillos, cuatro nueces y siete patatas que ha conseguido no sé cómo. ¡Que Dios Todopoderoso la bendiga! Que Él la proteja. Ayer, los alemanes han vaciado el hospital después de haber fusilado a los enfermos que no se tenían de pie y llevado a los demás a la nieve hasta la Umschlagplatz, desde donde los han enviado a Auschwitz. Hemos combatido y resistido como nadie lo había hecho antes. Por el verbo que el Eterno nos ha dado para que penetre el corazón de nuestros verdugos; por el testimonio que, si tal es la voluntad del Señor, Sebaot, preserva nuestro aliento entre las naciones, Y ahora —¡Santo, Santo, Santo es tu nombre!— ¡solo nos queda la muerte para oponernos a quienes traen la muerte, con el fin de que tu nombre, Señor, y el nombre de tu pueblo sean glorificados para siempre! Amén. Mañana, ya no estaré aquí. El rollo del Evangelio de María, que los Prochownik se han ido transmitiendo de generación en generación durante más de un milenio, está ahora en manos de María. Ella es libre para hacer lo que quiera. Nadie puede tener mejor juicio que ella. Gracias a ella, justa entre los justos, permanecerá el nombre de los Prochownik. Amén.