Capítulo 17

—NO lo entiendo. ¿Tú no quieres un esposo? Pero, ¿por qué?

No pasó mucho tiempo antes de que Joaquín conociese la negativa de Miriam. En secreto, por la noche, a pesar de la abundante lluvia que inundaba Galilea, calado y más lívido que un muerto, con el corazón sublevado, Barrabás había dejado su tristeza en sus manos.

Ahora, a la hora del desayuno, aunque venía de terminar la oración y todo el mundo estaba sentado alrededor de la gran mesa, Joaquín no pudo aguantar su cólera. Apuntó su cuchara de madera hacia Miriam y repitió:

—¡Eso no! No te entiendo. ¡No más que Barrabás! Di que no te gusta, si esa es la verdad. Pero no que tú quieres estar sin esposo.

Le temblaba la voz, la incomprensión le abría los ojos como platos.

—La verdad es esa. Lo que yo tengo que hacer en este mundo no es ser la esposa de un hombre —respondió Miriam.

Su tono era de humildad, pero también de firmeza.

Joaquín golpeó la mesa con la mano. Se sobresaltaron. Yossef o Zacarías, Eliseba o Rut, evitaron mirarlo. Era la primera vez que le veían enfadarse así con su hija tan querida.

Pero las palabras, la negativa de Miriam les molestaba aun más. ¿Quién era ella para oponerse a la elección de su padre, fuera la que fuese?

Solo Mariamne estaba dispuesta a defender a Miriam. Ella no estaba sorprendida. ¿Cuántas veces había repetido Raquel, su madre, que no era en absoluto obligatorio que la vida de una mujer acabara entre los brazos de un hombre?

«La soledad no es un pecado ni una desgracia —aseguraba ella—. Al contrario, cuando sabe vivir sola, es cuando una mujer puede dar al mundo lo que le falta y que los hombres se empeñan en rechazar, imponiéndole el único papel de esposa. Debemos saber ser nosotras mismas».

Como si esas palabras fuesen dirigidas a él, Joaquín dio un nuevo golpe sobre la mesa, haciendo temblar las escudillas y el pan.

—Y si estás sola, sin esposo, quién te ayudará, te mantendrá y te garantizará un techo cuando ya no esté yo aquí? —preguntó él.

Miriam lo miró con pena. Tendió el brazo por encima de la mesa, para coger la mano de Joaquín. Pero él la retiró, como si quisiera poner su corazón y su cólera fuera del alcance de la ternura de su hija.

—Sé que mi decisión te apena, padre. Pero, por amor del Eterno, no estés impaciente por darme a un hombre. No te apresures en juzgarme. Sabes que quiero el bien tanto como tú.

—¿Quiere decir eso que vas a cambiar de idea?

Miriam sostuvo su mirada; sacudió la cabeza sin responder.

—Entonces, ¿qué quieres que espere? ¿Al Mesías? —rugió Joaquín.

Yossef puso una mano en el hombro de su amigo.

—No te dejes dominar por la cólera, Joaquín. Tú siempre has tenido confianza en Miriam. ¿Por qué dudar de ella hoy? ¿No le puedes dar un poco de tiempo para que ella pueda explicarse?

—¿Hay algo que explicar, según tú? Barrabás es el mejor chico que pueda haber. Sé cuánto la quiere. Y no es de hoy.

—¡Bueno! —murmuró Eliseba, dirigiendo una mirada afectuosa a Miriam—. Decir que Barrabás es el mejor chico que pueda haber es un poco exagerado, Joaquín. No puedes olvidar que es un ladrón. Entiendo un poco a Miriam. Convertirse en la esposa de un ladrón…

Zacarías la interrumpió:

—Una hija debe casarse con quien su padre haya escogido. Si no, ¿adónde iría a parar el orden de las cosas?

—Si ese es verdaderamente el orden de las cosas, ese orden quizá no sea tan bueno como parece —intervino Mariamne, no menos concluyente que Zacarías.

Todos vieron la mano que Miriam puso sobre la de Mariamne, imponiéndole silencio, mientras Joaquín fulminaba a Eliseba con la mirada. Dibujó las pendientes de Nazaret por las que se podía imaginar que Barrabás vagara en aquel momento, a pesar del tiempo, que transformaba los caminos en torrentes de barro.

—¡Ese ladrón, como tú dices, me salvó la vida, poniendo en peligro la suya! ¿Por qué? Porque esta chica, que es mi hija, se lo pidió. Yo lo recuerdo. No tengo una memoria frágil. ¡Mi agradecimiento no desaparece con el fresco del amanecer!

Volvió su cuchara hacia Miriam. Ya no dominaba su voz.

—Yo también estoy triste por la muerte de Abdías. Yo también llevo para siempre en mi corazón a quien vino a romper mis ataduras en la cruz. Pero, te lo digo, hija mía, te equivocas desde el principio al responsabilizar de su muerte a Barrabás. Lo mataron los mercenarios. Como ellos mismos abatieron a tu madre. Ellos y Herodes. Nadie más. Salvo que Abdías combatía. Era un crío valiente. Una hermosa muerte, si quieres mi opinión. ¡Por la libertad de Israel, por nosotros! Una muerte que querría para mí. Hubo un tiempo en el que tú eras la primera en decirlo, Miriam.

Sin aliento, golpeó la mesa una vez más con el puño antes de continuar, con el mentón alto y la mirada dura:

—Y os digo a todos: ¡que nadie vuelva a tratar a Barrabás de ladrón en mi presencia! Rebelde, combatiente, resistente… Como más os guste. Hay pocos que le lleguen al tobillo; él, que tiene el valor de hacer lo que los demás no se atreven y que es fiel a quienes ama. Y, cuando me pidió la mano de mi hija, os lo repito, fue para mí un orgullo decirle que sí. Nadie más la merece, sino ese ladrón.

Un silencio gélido siguió a la violencia de aquellas palabras. Miriam, que no había quitado la vista de Joaquín, asintió con una pequeña inclinación de cabeza.

—Lo que dices es justo, padre. No creo que mi negativa se deba al rencor. Sé que Abdías, allí donde está, ama a Barrabás como él lo amaba. Yo también digo que Barrabás es un hombre valiente. Por eso es digno de admiración. Yo sé, como tú, que es bueno, dulce y tierno bajo su aparente violencia. Ya se lo dije: «Si tuviera que casarme con un hombre, ese serías tú».

—¡Entonces, hazlo!

—No puedo.

—¡No puedes! ¿Y se puede saber por qué diablos no puedes?

—Porque yo soy yo y esto es así.

Ella se levantó, sin precipitación, tranquila, segura. Añadió, ofreciendo a su padre toda su dulzura:

—Yo también soy una rebelde, lo sabes desde siempre. Y el mañana no se logrará con la muerte de Herodes y la sangre de sus mercenarios. El mañana se conseguirá con la luz de la vida, con el amor de los hombres que Barrabás nunca podrá engendrar.

Se dio la vuelta y dejó la mesa. Sin una palabra más, desapareció para reunirse con los niños que jugaban en la casa, dejando tras sí sus rostros atónitos.

Rut fue la primera en romper el embarazoso silencio en el que estaban sumidos. Dirigiéndose a Joaquín, dijo:

—No conozco a tu hija desde hace mucho tiempo. Pero lo que sé de ella, por haberlo visto en Bet Zabdai, es que jamás cede. Cueste lo que cueste. Incluso el maestro José de Arimatea tuvo que admitirlo. Pero no te equivoques: ella te ama y te respeta tanto como una hija pueda amar a su padre.

Bajo el influjo de la emoción, Joaquín bajó la cabeza, abatido.

—Si esto es lo que te preocupa —dijo de repente Yossef—, Miriam siempre tendrá aquí un techo. Te lo prometo, Joaquín.

Joaquín se incorporó, con la mirada más aguda, frunciendo el ceño y con una mueca suspicaz.

—¿Sin que sea tu esposa, la dejarías a tu lado?

Yossef se ruborizó hasta la raíz de los cabellos.

—Has entendido perfectamente lo que he dicho —murmuró él—. Miriam, aquí, está en su casa. Ella lo sabe.

* * *

Durante los días siguientes, el humor de Joaquín no cambió y contagió el de los demás. Joaquín evitaba cuanto podía la presencia de Miriam. Las comidas eran ocasión de penosos silencios. También se mostraba silencioso y distante con Yossef, mientras trabajaban juntos.

Yossef no se ofendió. El gran abatimiento que siguió a la muerte de Halva parecía haber desaparecido para dar paso a una serenidad, una paz que los demás no compartían.

A Barrabás no se le volvió a ver. Nadie se atrevió a preguntar a Joaquín si seguía en los alrededores de Nazaret.

Después, el tiempo hizo su trabajo. Llegaron los hermosos días de primavera. Su dulzura, la exuberancia de los campos y de los bosquecillos en flor arrebató primero a los niños, que volvieron a sus juegos y sus risas lejos de la casa.

En la mirada de Joaquín había perdón. Más de una vez se le oyó bromear con Yossef en el taller. Al final de una comida, tomó la mano de Miriam. Los demás intercambiaron una sonrisa discreta y aliviada. Joaquín retuvo la mano de Miriam todo el tiempo que Rut y Mariamne estuvieron contando, mondándose de risa, cómo se había puesto Yakov a jugar a los profetas ante sus hermanos y su hermana.

—Tu hijo tiene cualidades —dijo, divertida, Rut, dirigiéndose a Yossef—. Incluso los de Bet Zabdai no lo hacían mejor. Me pregunto de dónde habrá sacado eso.

—El otro día, un hombre arengaba en la sinagoga cuando fui allí con Yakov —contó Zacarías, que solo se reía a medias—. Le gustó mucho. Tú te ríes, mujer, pero puede que tenga auténticas cualidades.

Rut soltó una risita ahogada, burlona, dirigiendo una mirada a Miriam. A su padre y a ella, siempre de la mano, les entró la misma risa.

Otra vez, Eliseba cogió sus manos para unirlas sobre su vientre. Siempre le gustaba mucho dejar que los demás sintieran al niño que le redondeaba la cintura. Una vez más, afirmó:

—Este niño se agita cuando nota la mano de Miriam, ¿no lo notáis?

—Y cuando los demás ponen la mano en tu vientre, galopa igual —bromeó Joaquín—. Todos los bebés hacen lo mismo.

Eliseba protestó.

—Él es diferente. Me anuncia algo. Quizá no esté lejos el momento en el que tú también te conviertas en abuelo —dijo ella, guiñando el ojo—. Eso llegará, estoy segura.

Joaquín levantó la mano de Miriam antes de soltarla, simulando un abatimiento desengañado.

—Tú sabes bien lo que me espera con semejante hija.

En su voz, sin embargo, se adivinaba la ternura e incluso el buen humor.

* * *

Mariamne fue la única que lo notó: a pesar del humor más apaciguado de Joaquín, Miriam permanecía distante. Pasaba noches agitadas, cargadas de sueños que se negaba a revelar el día siguiente. Otras veces, se despertaba muy pronto. Ya no como antes, al apuntar el día, sino mucho antes de que se levantaran los demás de la casa. Mariamne empezó a acecharla. Por la noche, observó que salía silenciosamente de la habitación. Esperaba su regreso manteniendo los ojos bien abiertos en la oscuridad. También pudo calcular que todavía faltaba mucho para el amanecer.

La tercera vez, le dijo:

—¿No es peligroso salir afuera como lo haces, en plena noche? Podrías tener encuentros desagradables. O también podrías herirte al caminar así por la noche.

Miriam sonrió; le acarició la mejilla.

—Duerme y no te preocupes por mí. No corro ningún peligro.

Esto solo consiguió aumentar la curiosidad de Mariamne. La vez siguiente, quiso seguirla. Pero la luna era apenas un hilo de plata. Las estrellas no bastaban para hacer brillar una piedra. Cuando Mariamne llegó al patio, solo había sombras espesas y ninguna se movía. Mariamne se detuvo, escrutando la noche, escuchando. Se habituó al chirrido de los grillos, intuyó el vuelo de una lechuza, pero ningún otro ruido.

Inquieta, desconcertada, se decidió a contarle el secreto a Rut. La antigua sirvienta de la casa de los esenios se tomó su tiempo antes de responder:

—Es Miriam, ¿qué quieres? Sin embargo, es mejor que los demás no se den cuenta de que pasa afuera la mitad de la noche. Guarda para ti lo que sabes.

Por su parte, esperó a asegurarse de que nadie las oyese para decirle a Miriam, en un murmullo de reproche:

—Espero que sepas lo que haces.

—¿A qué te refieres?

—De las noches que pasas lejos de tu cama.

Miriam la miró con unos ojos como platos; después, se echó a reír.

—No son noches. Como máximo, amaneceres.

—El amanecer es cuando se levanta el día —refunfuñó Rut—. No cuando es noche cerrada. Tú sales pitando antes de que se vean tres en un burro.

Miriam se quedó paralizada, con la risa todavía en los labios, pero no en la mirada.

—¿Qué crees, pues?

—¡Oh!, nada. Contigo, no creo nada de nada. Pero sigue mi consejo. Evita que tu padre, Eliseba o Zacarías descubran tus fugas.

—¡Rut! ¿Qué te estás imaginando?

Rut agitó las manos, roja de vergüenza.

—Lo que te hace tan rara en estos últimos tiempos y te empuja así afuera no quiero saberlo y aun menos imaginarlo. Sigue mi consejo, es mejor.

Un poco más tarde, Miriam se sentó al lado de Mariamne.

—No te preocupes —dijo ella—. No temas nada. Duerme y no trates de espiarme. Es inútil. Lo sabrás a su debido tiempo.

Mariamne ardía en curiosidad. Le entraron ganas de ir a visitar el taller de Yossef en plena noche, pero se aguantó. Sin que nadie lo dijera, ella sabía que no debía ceder a ninguna tentación de la imaginación o de la desconfianza si quería conservar la amistad de Miriam. Según las mañanas, se contentaba con intercambiar una mirada de entendimiento con Rut.

Pasó casi una luna. Y, de repente, cuando entraban en el mes de siván, esto los golpeó como un rayo.

* * *

Miriam se presentó ante su padre cuando estaba solo. Con una expresión feliz y confiada, le dijo:

—Estoy encinta. Un niño crece en mi vientre.

La cara de Joaquín adquirió un aspecto parecido a un bloque de creta.

Como permaneciera callado, Miriam añadió alegremente:

—Algo de verdad había en lo que decía Eliseba: vas a ser abuelo.

Joaquín quiso levantarse, pero no pudo.

—¿Con quién? —resopló él.

Miriam negó con la cabeza.

—No temas.

Un extraño rugido salió del pecho de Joaquín. Sus labios se torcieron. Parecía querer mascar los pelos de la barba.

—Basta ya. Responde. ¿Con quién?

—No, padre. Te lo juro ante el rayo del Eterno.

Joaquín cerró los ojos y se golpeó el pecho. Cuando volvió a abrirlos, el blanco se había convertido en rojo.

—¿Es Yossef? Si es Yossef, dilo. Hablaré con él.

—Nadie. Es así.

—Si es Barrabás, dilo.

—No, padre. Tampoco es Barrabás.

—Si te han forzado y no te atreves a reconocerlo, lo mataré con mis propias manos, aunque sea Barrabás.

—Escúchame: ni Barrabás ni ningún otro.

Joaquín acabó oyendo lo que Miriam le decía. Sus palabras lo dejaron helado. Dejó escapar un pequeño gemido y, por primera vez, miró a su hija como a una extraña.

—Mientes.

—¿Para qué mentir? Verán nacer a este niño. Lo verán crecer. Lo verán convertirse en el rey de Israel.

—¡Qué dices! No puede ser.

—Sí. Puede ser. Porque yo lo quería más que todo. Porque yo se lo he pedido a Yahveh, bendito sea su nombre por toda la eternidad.

De nuevo, Joaquín cerró los ojos. Sus manos temblaban, palpaban su pecho, se deslizaban por su rostro como si pudiera despojarse de la película de las palabras que acababa de pronunciar Miriam.

—Eso no es posible y es una blasfemia. Tú estás loca. Pasé lo del ángel de Zacarías, pero esto, no.

—Sin embargo, es. Tú lo verás.

Joaquín sacudió fuertemente la cabeza, con los ojos cerrados.

—¿Para qué iba a hacerte sufrir cuando es una noticia buena y grande? —preguntó Miriam sin abandonar su calma—. Lo sabemos tú, yo, José de Arimatea y algunos más: es la vida de los hombres lo que cambia la faz del mundo. No es la muerte ni el odio. Para abatir a Herodes, solo hace falta la luz de la vida y el amor. Todo lo que desprecian Roma y los tiranos.

Joaquín agitó violentamente los brazos como si quisiera cazar las palabras de Miriam como se cazan las moscas inoportunas.

—¡No hablamos de Herodes ni de Israel! ¡Hablamos de mi hija deshonrada! —gritó él—. Y no me digas que es una buena noticia.

—Padre, yo no estoy deshonrada. Puedes creerme.

Ahora, la miraba como a una enemiga.

Miriam se arrodilló ante él y puso sus manos entre las suyas.

—Joaquín, padre mío, comprende. ¿Qué puede hacer una mujer para liberar a Israel del yugo romano sino dar a luz a su liberador? Recuerda. Recuerda la reunión convocada por Barrabás, en la que había que decidir la fecha de la rebelión. Yo hablé del Liberador. Ya. Del que no conocerá otra autoridad que la de Yahveh, amo del universo. Del que se llamará su Palabra y que impondrá su ley.

»Desde entonces, he reflexionado mucho, padre. He visto a profetas. Hombres manchados por la sangre y la mentira. Ninguno de ellos hablaba de amor. Sin embargo, nuestra santa Torá dice: Ama a tu prójimo como a ti mismo.

»Para todos vosotros, la mujer no está sino para parir hijos. Parir a hombres sumisos o a hombres rebeldes. ¿Y si una diera la vida al que todos esperamos desde hace tanto tiempo, tanto tú como yo y como todo el pueblo de Israel?

»Dar nacimiento al Liberador. Nadie lo ha pensado. Yo, sí. Y es lo que voy a hacer. Yo, Miriam, te he dicho que así será. Entonces, ¿por qué preocuparte, por qué atormentarte, por qué hacer todas estas preguntas?

Los labios de Joaquín se agitaron; las lágrimas se aferraban a su barba.

—¿Qué he hecho yo para que el Eterno no deje de golpearme? —gimió—. ¿Qué he hecho que sea imperdonable?

Miró las manos de Miriam cerradas sobre las suyas. Hizo una mueca, como a la vista de un animal repugnante. Se soltó brutalmente, irguiéndose vacilante, esforzándose para no gritar las palabras terribles que le inundaban la boca.

* * *

Le hizo falta la mitad del día para reunir valor e ir a ver a Yossef. Quería escrutar cada rasgo del rostro de su amigo y no perder ninguna de sus expresiones mientras lo interrogaba.

—¿Has tomado a mi hija?

Yossef se quedó con la expresión pasmada de quien no entiende el sentido de las palabras que oye.

—¿Tu hija?

—Solo tengo una, Miriam.

—¿Qué me estás preguntando, Joaquín?

—Tú me has entendido. Miriam dice que está embarazada. Dice también que ningún hombre la ha tocado.

Yossef se quedó mudo.

—Eso no es posible —gritó Joaquín—. Es una locura o es una mentira. De tu respuesta depende que sea una cosa u otra.

Yossef no puso una expresión enfadada por la insistencia de Joaquín. Era mucho peor. Su rostro expresaba la intensa tristeza, el inmenso dolor de quien se ve traicionado por la sospecha de su amigo.

—Si hubiera querido tomar a Miriam por esposa, no me hubiera escondido. Iría directamente a ti a pedir tu bendición.

—No se trata de tomarla por esposa, sino de acostarse con ella y hacerle un hijo.

—Joaquín…

—¡Mierda, Yossef! ¡No dices las palabras que espero! A mí, su padre, debes decirme sí o no.

El rostro de Yossef se endureció de golpe. Sus mejillas, sus sienes se marcaron, su boca se estrechó. Era una cara que Joaquín no había visto nunca.

La actitud hostil de Yossef estremeció a Joaquín. Desvió la mirada un breve instante. Después, preguntó de nuevo:

—Entonces, tú lo crees, ¿crees que está embarazada?

—Si ella lo dice, yo lo creo. Creo lo que dice Miriam y lo creería hasta el fin de mis días.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que he dicho.

Ahora, Yossef se encerraba en la gran herida infligida a su orgullo. Joaquín gimió y se pasó sus dedos nudosos por la cara.

—¡No sé, no sé! No entiendo nada de nada —gimió.

Yossef no acudió en su ayuda. Se dio la vuelta, dándole la espalda mientras ocupaba las manos en recoger las herramientas tiradas en el banco.

Joaquín se acercó y lo cogió por el hombro:

—No me odies, Yossef. Tenía que interrogarte.

Yossef se volvió y lo miró de arriba abajo con una expresión que significaba que no había nada que preguntar, únicamente confiar.

—¡Yossef, Yossef! —exclamó Joaquín con lágrimas en las mejillas.

Cogió a su amigo y lo abrazó contra él.

—Yossef, tú eres como mi hijo. Te debo todo lo que tengo hoy. Si tú hubieras querido a Miriam, te la habría dado antes que a Barrabás…

Se interrumpió con un estertor, se apartó de Yossef para escrutar sus rasgos. No encontró ninguna mansedumbre.

—Pero ahora que está embarazada, no es posible. Ni para uno ni para otro, ¿no es así?

—Escucha lo que dice tu hija. Escúchala, en vez de estar siempre sospechando, que es lo que haces desde que ha vuelto.

Fuese por el tono o por las palabras de Yossef, la sospecha de Joaquín resurgió brutalmente.

—Tú sabes algo que no quieres decirme.

Yossef se encogió de hombros. Tenía que darse la vuelta, pero se contuvo para sostener el pequeño rayo brillante que pasaba entre los párpados de Joaquín. Se ruborizó como le ocurría a veces, en la ternura de la emoción.

—No tengo nada más que decirte. Pero quiero a Miriam y haré lo que ella me pida.

* * *

Después de que Miriam les hubiese anunciado su estado, Rut vagaba por la casa, desamparada, incapaz de ocuparse de los niños que preferían jugar lejos de los gritos y de las caras sin alegría.

—Deja de dar vueltas así —acabó por decirle Mariamne—. Me pones nerviosa.

Rut se sentó, obediente, con la mirada perdida.

—Bueno, echa lo que tienes en el corazón —bromeó aún Mariamne.

—Se lo había dicho. Yo le había dicho que esto iba a pasar.

—¿Qué «esto»?

Rut solo le concedió una mueca a Mariamne. Pero la hija de Raquel se inclinó sobre ella, con los ojos echando chispas.

—¡Lo que le pasa a Miriam no es «esto»! ¿No lo comprendes?

—Se sabe lo que es, lo que le cae encima.

—¡Señor Todopoderoso! ¡Qué duros de mollera, que no quieren entender nada! Y tú, que te dices su amiga fiel. ¡Es bochornoso!

—Por supuesto que le soy fiel. Tanto como tú. ¿Me has oído decir una palabra de reproche? Lo único que digo es que la van a señalar con el dedo, en vez de admirarla. ¿Querrías que me alegrara por eso?

—¡Sí! Eso es, exactamente. Deberías apartar tu pena y alegrarte por la buena noticia.

—¡Deja ya esta buena noticia!

—Escucha lo que repite Miriam: ningún hombre la ha tocado.

—¡No digas tonterías! Tengo la edad y la experiencia para saber cómo se queda embarazada una mujer. Lo que me pregunto es por qué ella se empeña en decir ese absurdo.

—¡Si la quisieras, no te harías la pregunta! —gritó Mariamne, golpeándose el muslo de rabia—. No hay que hacer nada sino creerla. Llega el hijo de la luz, está en su vientre y ella permanece pura.

—No puedo —dijo Rut, nerviosa, a su vez—. Locuras, he oído centenares en Bet Zabdai. ¡Pero que una mujer haga un niño sin abrir los muslos y recibir la polla de un hombre es la tontería más grande que he oído nunca!

—Si es así, no mereces vivir a su lado.

* * *

Por la tarde, Eliseba anunció llorando:

—Zacarías no quiere hablar. Siente tal vergüenza que no quiere pronunciar una palabra más en esta casa.

—Muy bien, que se vaya a pasar su vergüenza a otra parte —gritó ferozmente Mariamne.

Como Eliseba y Rut la miraran con ojos de duelo, ella añadió cruelmente, poniendo el dedo sobre el gran pecho de Eliseba:

—Tú vas diciendo que un ángel ha venido a anunciar a tu Zacarías que podría volver a ser un hombre cuando un soplo de viento lo tira al suelo. ¡Y mírate embarazada cuando no pudiste quedarte durante treinta años! Es un milagro que bien puede compararse con el de Miriam.

De forma inesperada, Eliseba asintió con pequeñas cabezadas, sin enjugarse las lágrimas.

—Sí, yo quiero creerlo. Pero Zacarías… Zacarías es un hombre. Y un sacerdote. Y, como Joaquín, no lo cree…

Se callaron, tranquilizándose las tres y las tres perdidas, cada una a su manera.

—¿Dónde está ella? —preguntó Rut—. No la he vuelto a ver desde esta mañana.

—No la volveremos a ver mientras Joaquín sea incapaz de aceptarla en la casa sin reprocharle su estado —aseguró Mariamne.

* * *

Por desgracia, Joaquín nunca fue capaz de eso.

Cuando Barrabás llegó ante él, le hizo las mismas preguntas que a Yossef. Barrabás le respondió al principio con acritud:

—¿Por qué iba yo a tomar a una chica que no me quiere?

—Precisamente, eso ocurre a veces. La decepción engendra la cólera y la cólera hace perder la razón.

—Yo tengo toda mi razón y nunca me han faltado las mujeres hasta el punto de perderla. Me gustan los combates contra las espadas romanas, contra los mercenarios. ¿Qué placer podría encontrar yo en violar a Miriam?

Joaquín lo sabía. No dudaba ni de la palabra de Barrabás ni del aturdimiento que leía en su cara.

Como Joaquín, Barrabás no podía soportar la noticia. Tanto uno como otro hubiesen querido arrancar de sus cabezas las palabras que Miriam había grabado en ellas.

Barrabás dijo de repente:

—¡Es Yossef!

—¿Cómo lo sabes?

—Tengo la sensación.

—Él me ha jurado que no.

—¡Para lo que sirve! Nadie reconocería una falta semejante.

—Miriam jura sobre la cabeza de su madre que no sois ni él ni tú.

Barrabás desechó con un gesto las afirmaciones de Joaquín.

—Ella dice también que ningún hombre la ha tocado —admitió Joaquín en un murmullo—. ¿Qué sentido tiene decir cosas semejantes?

—Está avergonzada, eso es todo. Es Yossef. Lo veo desde hace un momento. La muerte de Halva le excitó la sangre; no sabe aguantar la soledad. Gira en torno a Miriam como una mosca alrededor de una fruta abierta. Le lavaría los pies con la lengua si pudiera.

—Entonces, ¿por qué Yossef no me ha pedido nunca la mano de Miriam? Podía hacerlo. No se lo habría negado, lo mismo que a ti.

—Él la quiere, pero teme su rechazo. Va de forma solapada.

—¡Los celos te hacen delirar! —protestó Joaquín, agobiado.

—Yo tengo dos ojos y un cerebro: veo lo que veo.

Barrabás no quería, sin embargo, resignarse a la impotencia. Cegado por lo que no podía entender, repitió:

—Cuando el niño nazca, verás que lo que te digo es cierto: tendrá los rasgos de Yossef.

Ante tanta insistencia, Joaquín estaba lleno de dudas. Barrabás añadió:

—Ponlos frente a frente, a Miriam y a él. Verás la mentira ante ti.

* * *

Así, el día siguiente, Miriam se presentó ante ellos como ante un tribunal. Los siete estaban en la estancia común, de pie, delante de la mesa de las comidas: Joaquín y Barrabás, Zacarías y Eliseba, Rut, Mariamne y Yossef.

Joaquín había reclamado su presencia sin saber dónde encontrarla. Había ido hasta el extremo del patio gritando su nombre, sin éxito. Mariamne había declarado que nadie sabía dónde estaba, cuando el pequeño Yakov, el mayor de los hijos de Yossef, anunció:

—Yo lo sé. Hemos estado jugando todo el día juntos. Ahora, se está bañando en el río con Libna y Shimón.

Desapareció como una exhalación, volviendo con Miriam de la mano. Desde que vieron su rostro, la incomodidad se apoderó de ellos.

Nunca había parecido más hermosa, con los ojos tan claros y tan serenos. Las mechas de su cabellera cobriza, que ahora le cubrían la nuca, caían en bucles desordenados sobre sus pómulos.

Ella besó a Yakov en la frente y lo envió con los otros niños. Cuando se volvió hacia ellos, comprendió de inmediato lo que esperaban. Ella les sonrió. En su sonrisa no había ninguna huella de burla, solo ternura. Lo mismo cuando ella les dijo:

—Así pues, seguís sin creerme.

Ellos habrían bajado la vista si Barrabás no le hubiese replicado:

—Ni siquiera un niño te creería.

—¡Yo te creo! —protestó inmediatamente Mariamne.

—Tú, la chica de Magdala, dirás lo que sea para defenderla —gritó Barrabás.

—No discutáis por mí —ordenó Miriam con un tono firme.

Ella se puso delante de Barrabás.

—Sé que estás mal, que mi negativa a ser tu esposa te hiere tanto en el corazón como en tu orgullo. Y sé también que me amas como yo te amo. Pero ya te lo dije: no puedo ser tu esposa. La decisión es mía y del Todopoderoso.

—¡Dices una cosa y su contraria! —gritó Barrabás—. ¿Cómo podemos creerte?

Miriam le sonrió; puso la punta de sus dedos en sus labios para hacerlo callar.

—Porque es así: si me amas, me creerás.

Ella se volvió hacia Joaquín sin preocuparse por las protestas de Barrabás.

—También tú dudas, padre. Sin embargo, tú me quieres más que todos ellos juntos. Tienes que aceptar lo que es. Un niño está en mi vientre. Sin embargo, no estoy deshonrada.

Joaquín sacudió la cabeza y bajó la frente en un suspiro. Los demás no se atrevían a decir nada. El rostro de Miriam se endureció. Dio unos pasos atrás y, de repente, con las dos manos, cogió el bajo de su túnica. La levantó hasta las rodillas, mirando fijamente a Joaquín.

—Es una prueba, la más sencilla de todas. Asegúrate de que sigo siendo doncella.

Joaquín abrió los ojos de par en par, balbuciendo palabras inaudibles. A su lado, Zacarías gimió y, por primera vez, Barrabás inclinó la cabeza.

—Hazlo; después tendrás el corazón en paz. Estoy preparada —insistió Miriam.

Parecía que los hubiera abofeteado.

—Por supuesto, tú no puedes hacerlo por ti mismo —dijo Miriam con una voz glacial—. Eliseba sabrá hacerlo…

—¡Oh, no!

—Entonces, Rut.

Rut se dio la vuelta. Fue a refugiarse al fondo de la estancia.

—No puede ser Mariamne: Barrabás diría que miente para apoyarme. Id a buscar a una comadrona a Nazaret. Ella sabrá decíroslo, sin duda.

Cuando ella dejó de hablar, el zumbido de las moscas parecía el rugido lejano de una tormenta.

—No os avergoncéis, ya que dudáis de mí.

Joaquín retrocedió apoyándose en el brazo de Zacarías. Se sentó en el banco que bordeaba la mesa.

—Supongamos que dices la verdad —murmuró con voz fatigada.

Mirando a su hija con una pizca de compasión, como se mira a un enfermo, preguntó:

—¿Sabes lo que les pasa a las mujeres encintas sin esposo?

Destilaba las palabras con dificultad:

—Se las lapida. Es la ley.

Puso sus callosas manos sobre la mesa.

—Primero es el rumor. Nacerá en Nazaret y rápidamente se correrá por Galilea. La gente dirá: «La hija de Joaquín, el carpintero, lleva al hijo de un desconocido». Vergüenza. Juicio. Y el niño que esperas nunca verá la luz.

Joaquín recorrió la asamblea con la mirada.

—Por querer protegerte, encubrir el pecado, seremos malditos para siempre.

—¿Tenéis miedo? —preguntó Miriam con voz glacial—. Podéis denunciarme.

Todos bajaron la vista, mientras el desprecio de sí mismos les hacía un nudo en la garganta. Y, en el silencio extraño que cayó como un telón sobre la asamblea, Miriam se acercó a su padre, lo besó en la frente, como ella había hecho antes con el pequeño Yakov y salió de la estancia con la misma tranquilidad con la que había entrado. Quedaron desconsolados.

* * *

Hasta la noche, estuvieron evitándose. Todo el mundo temía sus propios pensamientos y los de los demás.

A la hora del crepúsculo, Yossef rompió el silencio y desencadenó el tumulto que todos temían. Se plantó delante de Joaquín y dijo:

—No agobies a tu hija. Te he dicho que mi techo sería siempre su techo; mi familia, su familia. Aquí, Miriam está en su casa y su hijo será mi hijo entre mis hijos. Y si llega el día en que la gente de Nazaret le reclama el nombre de un padre para el que ella dé a luz, podrá decir que estamos prometidos y dar el mío.

—¡Ah! —gritó Barrabás—. ¡Por fin lo tenemos!

Yossef se volvió hacia él, con el puño ya levantado.

—¡Deja de insultar a la que es más grande que tú!

—¡Mentiroso y cobarde! Eso es lo que eres. ¡Miriam inventa para no tener que condenarte!

Yossef saltó sobre Barrabás, peleándose uno y otro en un griterío salvaje y rodando en el polvo. A duras penas, Joaquín consiguió soltar los dedos de Barrabás que aferraban la garganta de Yossef.

—¡No! ¡No!

Hizo falta que Rut y Mariamne acudieran para ayudar a separarlos, mientras que Zacarías y Eliseba se apartaban horrorizados.

De pie y sacudiéndose el polvo de sus túnicas desgarradas, Yossef y Barrabás se miraban insistentemente, temblando, jadeantes. Joaquín cogió una mano de cada uno, pero fue incapaz de pronunciar una frase.

Yossef se soltó y se apartó. Recuperó el aliento, con la cabeza baja. Cuando la levantó, dijo:

—Mi casa está abierta a todo el mundo, pero a nadie de quienes se niegan a oír la verdad de la boca de Miriam.

* * *

Lleno de rabia, de furor y de dudas, Barrabás abandonó Nazaret en una hora.

El día siguiente, Zacarías unció su mula al incómodo carro que los había llevado de Judea a Galilea y en el que Hannah había sido asesinada por los mercenarios. Eliseba subió a él entre lágrimas, protestando que no era necesario partir tan precipitadamente. Pero Zacarías, mudo, ignoró sus ruegos. Con las riendas y el látigo en la mano, esperaba que Joaquín se decidiese.

Este dio tres pasos en un sentido, dos en el otro, con tal nudo en la garganta que tenía la sensación de estar respirando arena. Se acercó a Yossef, le golpeó el pecho con la palma de la mano y le dijo en voz baja:

—O eres culpable y Dios te perdonará o eres generoso y Dios te bendecirá.

Yossef retuvo a Joaquín por el brazo y le dijo:

—¡Vuelve, Joaquín! Vuelve cuando quieras.

Joaquín bajó la cabeza. Pasó por delante de Miriam sin dirigirle una mirada y subió al carro. Comprobó inútilmente que el banco estuviese bien limpio de la sangre de Hannah y se instaló. Por primera vez, su silueta era la de un hombre viejo.

Se sobresaltó al descubrir que Miriam le había seguido, que estaba a su lado, de pie, al lado del carro. Ella le tomó las manos, las besó con fervor antes de hundir su rostro en las palmas callosas.

—Te quiero. Ninguna hija ha tenido nunca un padre mejor que tú.

En ese momento, Joaquín dudó. Poco faltó para que bajara del carro. Se incorporó, con la espalda recta, el pecho fuera. Pero Zacarías fustigó con el látigo el culo de las mulas. Los sollozos de Eliseba aumentaron de volumen, al tiempo que se alejaban y que la rotación de las gruesas ruedas de madera sobre los guijarros del camino los cubría con un estruendo que fue atenuándose lentamente.

Con una ternura temerosa y llena de consideración, Yossef rozó el hombro de Miriam.

—Conozco a tu padre. Un día vendrá a jugar con su nieto.

Miriam le dirigió una sonrisa de agradecimiento. Sus ojos brillaban, sus pómulos estaban rojos, pero ella no cedió a las lágrimas.

Mariamne y Rut la observaban, de pie, en medio de los niños. Por la noche, Rut, con las arrugas marcadas por las vacilaciones de la mecha de una lámpara, fue a suplicarle:

—Déjame estar contigo, Miriam. No me pidas que crea lo que no puedo creer. Pídeme solo que te quiera y te apoye: esto lo haré hasta mi último suspiro, aún sin comprender.

Miriam hizo una señal con la mano en dirección a sus dos amigas. Un gesto raro. Un poco lento, como si ella las saludara de lejos a la vuelta de un viaje. Rut y Mariamne tuvieron por primera vez un sentimiento que experimentarían a menudo en los largos años por venir: la conciencia de ser extrañas para la que creían conocer tan bien.