TENÍAN a la vista los tejados de Nazaret. Faltaban dos días para el mes de nisán. El cielo mostraba esa hermosa luz anunciadora de la primavera que permitía olvidar los rigores del invierno. A lo largo de la carretera, desde Séforis, el sol jugaba entre los grupos de cedros y de malezas y, al acercarse a Nazaret, perforaba las sombras bajo las hayas que bordeaban el camino. A Rut y a Mariamne, que todavía no conocían aquellas colinas, Miriam les mostraba los caminos y los campos que habían presenciado sus alegrías infantiles. Estaba tan impaciente por volver a ver a su padre, a Halva y a Yossef, que el pensamiento de su madre se atenuaba en medio de aquella felicidad.
Cuando apareció la casa de Yossef, ella no pudo aguantar más. Las fatigadas mulas tiraban del carro con demasiada lentitud. Saltó al camino y se lanzó hacia el gran patio que permanecía en sombra.
Joaquín acechaba sin duda su llegada. Fue el primero en aparecer y le abrió los brazos. Se abrazaron, con lágrimas en los ojos y temblor en los labios, mezclándose alegría y tristeza.
Joaquín repetía una y otra vez:
—¡Estás aquí! ¡Estás aquí!…
Miriam le acarició la mejilla y la nuca. Observó sus arrugas más profundas y el blanco que había invadido sus cabellos.
—¡En cuanto recibí tu carta, vine para acá!
—Pero, ¿tú pelo? ¿Qué has hecho con tu hermoso pelo? ¿Qué ha pasado por el camino? Es un viaje tan largo, para una niña…
Ella señaló el carro que se acercaba al patio.
—No, no temas. No he hecho este viaje sin compañía.
Hubo un momento de confusión porque, en el momento en que ella le presentaba a Recab, Mariamne y Rut, apareció una pareja de edad madura saliendo de la casa de Yossef.
Él tenía la larga barba de los sacerdotes, los ojos intensos y un poco fijos, mientras que ella era una mujer bajita, redonda, graciosa, de unos cuarenta años. Ella llevaba a un recién nacido contra su pecho, un bebé de unos días, y, tras ella, a su sombra, venía una chiquillería que parecía un racimo de pequeñas caritas. Miriam reconoció a los hijos de Halva: Yakov, Yossef, Shimón y Libna.
Ella los llamó, abriendo los brazos. Pero solo Libna se le acercó con una tímida sonrisa. Miriam la cogió, subiéndola en brazos y preguntando a los demás:
—¿Qué pasa? ¿Ya no me conocéis? Soy yo, Miriam…
Antes de que los niños respondiesen, Joaquín, todavía invadido por la emoción de los reencuentros, dijo, un poco bruscamente, señalando a la mujer redonda y al sacerdote:
—Este es Zacarías, mi primo, en cuya casa estuvimos con tu pobre madre, ¡bendita sea su memoria! Y esta es la dulce Eliseba, su esposa. Tiene en brazos a Yehudá, ¡el hijo más pequeño de Yossef! Que el Todopoderoso lo guarde…
—¡Ah! ¡Este es! —exclamó Miriam, risueña—. Sus males no han impedido a Halva hacer otro niño. Pero, ¿dónde está ella? ¿Todavía acostada? ¿Y Yossef?
Se produjo un breve silencio. Joaquín abrió la boca sin pronunciar palabra. Zacarías, el sacerdote, buscó la mirada de su esposa, que besaba con fervor la frente del bebé dormido.
—Bueno, ¿qué pasa? —insistió Miriam con voz menos firme—. ¿Dónde están?
—Aquí estoy.
La voz de Yossef la sorprendió. Provenía del taller que estaba detrás de ella. Se volvió rápidamente. Con una exclamación de alegría, dejó a Libna en el suelo para abrazarlo. Después, ella observó sus ojos rojos mientras pasaba entre Rut y Mariamne sin prestarles atención.
—¡Yossef! —balbució ella, con el pecho encogido, intuyendo ya lo que pasaba—. ¿Dónde está Halva?
Los últimos pasos los dio Yossef tambaleándose. Agarró a Miriam por los hombros y la abrazó contra él para sofocar los sollozos que sacudían su pecho.
—¡Yossef! —repitió Miriam.
—Muerta al dar a luz al niño.
—¡Oh, no!
—Hoy hace siete días.
—¡No! ¡No! ¡No!
Los gritos de Miriam fueron tan violentos que todos bajaron la cabeza, como si recibieran golpes.
—Estaba tan contenta al pensar que ibas a venir —murmuró Yossef, bajando la cabeza—. ¡Señor Todopoderoso, cómo se alegraba! Pronunciaba tu nombre a todas horas. «Miriam es como mi hermana… echo de menos a Miriam… Miriam al final vuelve». Y después…
—¡No! —gritó Miriam retrocediendo, con el rostro elevado hacia el cielo—. ¡Oh, Dios, no! ¿Por qué Halva? ¿Por qué mi madre? Tú no puedes hacer esto.
Agitó los puños, se golpeó el vientre como para arrancar el dolor que la conmocionaba. Después, repentinamente, golpeó a Yossef en el pecho.
—¿Y tú? ¿Por qué le has hecho este niño? —gritó—. ¡Tú sabías que no era muy fuerte! ¡Tú lo sabías!
Yossef no trató de esquivar los golpes. Él asintió con la cabeza, con las lágrimas rodando hasta sus labios. Mariamne y Rut se precipitaron al mismo tiempo para apartar a Miriam, mientras Zacarías y Joaquín tiraban de Yossef por los brazos.
—¡Vamos! ¡Vamos, hija! —dijo Zacarías, muy afectado.
—Ella tiene razón —murmuró Yossef—. Lo que ella dice me lo repito yo a cada momento.
Eliseba había retrocedido, protegiendo a los niños de la cólera de Miriam. En sus brazos, el bebé se había despertado. Dijo, en tono de reproche:
—Nadie tiene la culpa. Tú sabes que esto les ocurre a las mujeres con más frecuencia de lo debido. ¡Tal es la decisión de Dios!
—¡No! —gritó aún Miriam, soltándose de las manos de Rut—. ¡Eso no tiene que ser así! ¡No es una muerte a la que tengamos que acostumbrarnos, sobre todo la de una mujer que da la vida!
Esta vez, el bebé se echó a llorar. Eliseba, arrullándolo contra su pecho, fue a refugiarse a la escalera de la casa. Libna y Shimón lloraban aferrándose a su túnica, mientras que Yakov, el mayor, sostenía firmemente al que le seguía, Yossef, y contemplaba a Miriam con ojos muy abiertos. Deshecho en sollozos que lo sofocaban, Yossef se acurrucó, con la cabeza entre los brazos.
Zacarías puso una mano sobre su hombro y se volvió hacia Miriam.
—Tus palabras no tienen sentido, hija mía. Yavé sabe lo que hace —dijo sin disimular el reproche que endurecía su tono. Él juzga, Él toma, Él da. Él es el Todopoderoso, Creador de todo. Nosotros debemos obedecer.
Miriam parecía no entenderlo.
—¿Dónde está ella? ¿Dónde está Halva?
—Al lado de tu madre —murmuró Joaquín—. Casi en la misma tierra.
* * *
Cuando Miriam se lanzó hacia el cementerio de Nazaret, dudaron en seguirla. Con los rasgos cansados por la tristeza, Yossef la vio desaparecer en la sombra del sendero. Sin decir palabra, fue a encerrarse en su taller. En ese mismo momento, Eliseba se llevaba a los niños a la casa, tratando de tranquilizar al pequeño Yehudá.
Finalmente, Joaquín no se contuvo. Siguió a su hija a distancia, arrastrando a los demás. Sin embargo, en la entrada del cementerio, Rut puso la mano sobre la de Mariamne para retenerla. Recab se detuvo detrás de ellas, mientras Zacarías se adelantaba con autoridad detrás de Joaquín. Sin embargo, también ellos se detuvieron a una decena de pasos de la tierra removida que cubría a Hannah y a Halva.
Hasta el crepúsculo, Miriam estuvo en el cementerio. Según la tradición, quien se inclinaba sobre una tumba depositaba en ella una piedra blanca, en señal de su paso por allí. Sin embargo, Miriam, incansable, iba a sacarlas a decenas del saco puesto al efecto a unos pasos. Estaba recubriendo la tumba. Poco a poco, esta fue presentando una blancura cegadora bajo el sol del invierno. Cuando se le acababan, volvía al saco y comenzaba de nuevo.
Una vez más, Zacarías quiso protestar. Con una mirada, Joaquín se lo impidió. Zacarías suspiró, sacudiendo la cabeza.
Durante todo este tiempo, Miriam no dejó de hablar. Sus labios se movían sin que nadie oyese una palabra. Más tarde, Rut les dijo que, en realidad, Miriam no hablaba. Lo mismo había sucedido en la tumba de Abdías, en Bet Zabdai, contó ella.
—Es su forma de conversar con los difuntos. Nosotros no somos capaces.
Lanzando una mirada a Zacarías, que movía los ojos como ofendido, añadió con un poco de humor:
—En Bet Zabdai, el maestro José de Arimatea nunca se extrañó y nunca se lo reprochó. Tampoco la declaró loca. Y, con respecto a la locura, él ha visto de todo. ¡Si hay alguien que sepa de enfermedades, tanto del espíritu como del cuerpo, es él! Y puedo certificar que, si hay una mujer a la que admire, a la que juzgue igual a un hombre, a pesar de su juventud, es a Miriam. Se lo ha repetido muchas veces a los hermanos de la casa que se extrañaban, como tú, Zacarías: es diferente a las demás, decía él, y no hay que esperar que haga lo que todo el mundo.
—Tiene razón para rebelarse ante tantas muertes —añadió Mariamne con dulzura—. ¡Desde Abdías, ha sufrido demasiados duelos! Ella y todos vosotros. No sé qué decir para consolaros.
Pero, para sorpresa de todos, esa tarde, de vuelta a la casa de Yossef, Miriam apareció calmada y tranquila. Ella anunció a Joaquín:
—He rogado a mi madre que me perdone todas las penas que le he causado. Sé que me echó de menos y que hubiese deseado que me quedara a su lado. Le he explicado por qué no pude concederle esa felicidad. Allá donde está, bajo el ala eterna del Todopoderoso, me comprenderá.
—Tú no tienes nada que reprocharte, hija mía —protestó Joaquín, con los ojos brillantes de emoción—. Nada ha sido culpa tuya, sino más bien mía. Si yo hubiese sabido contenerme, si no hubiese hecho la locura de matar a un mercenario y de herir a un recaudador, tu madre estaría entre nosotros viva. Nuestra existencia no se parecería a esta.
Miriam le acarició la barba y lo abrazó.
—Si yo no tengo nada que reprocharme, tú eres aun más puro que yo —aseguró ella con ternura—. Tú siempre has actuado en nombre de la justicia, aquel día y todos los demás de tu vida.
De nuevo, bajaron la cabeza al oír sus palabras. Esta vez, no les impresionó la cólera, sino su seguridad. Incluso Zacarías inclinó la cabeza sin protestar. Pero no les hubiera sido fácil explicar de dónde sacaba ella esa fuerza que estaban descubriendo.
* * *
Aquella tarde, después de haber besado a su padre, Miriam fue a buscar a Yossef en el taller. Cuando franqueó el umbral, él la miró con temor mientras se acercaba.
Ella se puso junto a él para cogerle las manos. Se inclinó.
—Te pido que me perdones. Siento mucho las palabras que dije. Eran injustas. Sé cuánto quería Halva ser tu esposa y cuánto le gustaba tener hijos.
Yossef sacudió la cabeza, incapaz de emitir un sonido.
Miriam le sonrió con dulzura.
—Mi maestro, José de Arimatea, me reprochaba a menudo mis arrebatos de cólera. Tenía razón.
La suavidad de su tono tranquilizó a Yossef. Recuperó el aliento, se enjugó los ojos con un trapo tirado sobre el banco de trabajo.
—Nada de lo que dijiste es falso. Los dos, ella y yo, sabíamos que un nuevo nacimiento podía matarla. ¿Por qué no supimos abstenernos?
La sonrisa de Miriam se acentuó:
—Por la mejor de las razones, Yossef. Porque vosotros os amabais. Y es lo que hacía falta para que engendrarais una vida tan bella y tan buena como él.
Yossef la observó con tanto estupor como agradecimiento, como si esta idea no se le hubiese ocurrido nunca.
—Allá, en su tumba —continuó Miriam—, prometí a Halva que no abandonaría a sus hijos. Desde hoy, si tú quieres, me ocuparé de ellos como si fuesen los míos.
—¡No! Esa no es una buena decisión. Tú eres joven, pronto fundarás tu propia familia.
—No hables por mí. Sé lo que digo y a qué me comprometo.
—No —repitió Yossef—. Tú no te das cuenta. ¡Cuatro hijos y dos hijas! ¡Menudo trabajo! Tú no estás acostumbrada. Halva dejó su salud en el empeño. No quiero que arruines la tuya.
—¡Qué cantidad de tonterías! ¿Pensabas hacerlo tú solo?
—Eliseba me ayuda.
—Ella no está en edad de hacerlo durante mucho tiempo. Y nunca fue la amiga de Halva.
—Más tarde, cuando sea el momento, encontraré a alguna viuda en Nazaret.
—Si es una esposa lo que quieres, es otra cosa —admitió Miriam un poco secamente—. Pero ahora, déjame ayudarte. No estoy sola: tengo conmigo a Rut. Ella hace la tarea de dos personas y, antes de venir, le advertí que ayudaríamos a Halva.
Esta vez, Yossef se inclinó.
—Sí —admitió, cerrando los ojos por timidez—, a ella le habría gustado que cuidaras a los niños.
Cuando se lo dijo, Rut aprobó sin reservas la propuesta de Miriam.
—Durante todo el tiempo que Yossef y tú lo queráis, os ayudaré.
Joaquín parecía feliz, con el espíritu aliviado por primera vez desde hacía bastantes días. Trabajaba con Yossef en el taller. Entre los dos hacían suficientes trabajos para alimentar a esta gran familia.
—Así es la vida según la voluntad de Yavé —murmuró sentencioso Zacarías—. Nos escolta entre la muerte y el nacimiento para hacernos más humildes y más justos.
Sin embargo, Joaquín no le dejó continuar con ese tono. Alegre por la decisión de Miriam, anunció:
—El hecho es que Zacarías tiene una buena noticia que anunciaros. Su pudor le ha impedido hacerlo en estos días de duelo. Así que voy a ser yo quien os lo diga: de camino a Nazaret, Eliseba descubrió que estaba encinta. ¿Quién lo iba a pensar?
—Ni tú ni yo —replicó divertida Eliseba—. Sí, embarazada de un hijo, lo estoy por la voluntad de Yavé. ¡Bendigo mil veces al Todopoderoso que se ha acordado de mí! ¡A mis años!
Eliseba, que debía de tener el doble de la edad de Mariamne y Miriam, se mostraba radiante y no disimulaba su orgullo. Las jóvenes la contemplaban boquiabiertas.
—Sí, tenéis razones de sobra para estar asombradas. ¿Quién lo hubiera creído posible?
—Todo es posible si Dios extiende la mano sobre nosotros. ¡Alabado, mil veces sea alabado el Eterno!
—No hay más remedio que creerlo. Yo que pensaba que era más estéril que un campo de piedras durante todos esos años en los que una mujer debe criar… Y ahora esto nos ha llegado en un sueño —dijo divertida Eliseba, guiñándole los ojos a Rut.
—Yo ya lo digo —dijo Zacarías con la máxima seriedad—, es un ángel de Dios quien me ha empujado a hacer este niño. Un ángel que me declaró: «Es la voluntad de Dios: serás padre». Y yo, lleno de orgullo, protesté, le respondí que era imposible. «Tú no eres tan viejo, Zacarías. Y tu Eliseba es casi joven, si la comparas con la Sara de Abraham. Ellos eran más viejos que vosotros dos, mucho más».
—En realidad, yo me reí de su sueño. ¡No lo creía, de ninguna manera! —dijo Eliseba—. «Míranos, mi pobre viejo Zacarías —le dije—. Porque un sueño es un sueño, y ahora que tienes los ojos abiertos, lo olvidarás». ¿Cómo podía creerlo aún capaz de una obra tan hermosa?
La risa de Eliseba sonaba alta y fuerte.
Y continuó enseguida, mirando de reojo hacia Yossef y Joaquín para asegurarse de que esta alegría que no conseguía reprimir no les ofendiera.
—Tienes razón para estar contenta —la animó Joaquín—. En los días de pena, un acontecimiento así alegra el corazón.
Eliseba se acariciaba el vientre como si ya estuviese hinchado por el niño futuro. Rut, que había permanecido fría durante este momento de entusiasmo, la observó con suspicacia:
—¿Estás segura?
—¿Una mujer no iba a saber cuándo espera un hijo?
—Una mujer se equivoca más de una vez, y más de una vez toma sus sueños como la realidad. Sobre todo en cosas así.
—¡Yo sé lo que Dios me ha encomendado! —dijo, indignado, Zacarías.
Miriam, interponiéndose con dulzura, puso la mano sobre el hombro de Rut.
—Seguro que está encinta.
Rut se ruborizó, avergonzada.
—Soy tonta, perdonadme. Vengo de un lugar en el que la gente está enferma y se vuelve loca. Si se los escuchara, el cielo sería un atasco de ángeles y los profetas pulularían por la tierra de Israel. Esto ha acabado por hacerme demasiado suspicaz.
En otro momento, Joaquín y Yossef se hubiesen sonreído.
* * *
Más tarde, Mariamne le preguntó a Miriam:
—¿Quieres que me quede a tu lado algún tiempo? Aunque no sé nada de niños, puedo ser útil. Sé que mi madre no se negaría. Enviaremos de vuelta a Recab con un mensaje para ella. Lo comprenderá.
—Por los niños, no, no te necesito. Pero por mi moral y para intercambiar palabras que solo te confiaría a ti, sí, me gustaría mucho. Tú has traído contigo libros de la biblioteca de Raquel. Me vendrá bien leerlos.
Mariamne se ruborizó de placer.
—Tu amiga Halva era como una hermana para ti. Pero nosotras también lo somos, ¿no? Aunque no nos parezcamos como antes, ahora que llevas el pelo corto.
Así, la casa de Yossef renació a la vida. Todo el mundo encontró su sitio en la multitud de tareas cotidianas, todo el mundo tenía de qué ocuparse y con qué distraer su tristeza. El gozo de Zacarías e Eliseba a la espera de su hijo inclinaba a la alegría y comenzaron unos días nuevos, parecidos a una convalecencia.
Pasada una luna, se confirmó que Eliseba estaba encinta. A menudo, se acercaba a Miriam y le confiaba:
—Tienes que saber que el niño que llevo en mi vientre ya te quiere. Lo siento cuando me acerco a ti: se agita y se diría que aplaude.
Irritada, Rut, incapaz de aceptar este nacimiento milagroso, le hacía observar que su vientre apenas estaba hinchado. El niño no debía de ser aún más que una bolita no más gruesa que un puño.
Eliseba replicaba con satisfacción:
—Es exactamente lo que yo siento. Un puñito que golpea cuando menos te lo esperas.
—Bueno —suspiraba Rut, levantando los ojos al cielo—, si empieza así a una o dos lunas, ¡cómo será cuando se ponga de pie!
* * *
Pronto, al amanecer, antes de levantar a los niños, Miriam cogió la costumbre de alejarse de la casa. A la luz naciente, entre la noche y el día, tomaba el camino que bajaba hacia Séforis a través del bosque y vagaba al azar.
Cuando el sol apuntaba en el horizonte, estaba de vuelta. Atravesaba el patio con aspecto pensativo.
Mariamne y Rut notaron que cada vez estaba más silenciosa e incluso un poco lejana. Solo después de que se terminaran los trabajos de la jornada se mostraba atenta a las habladurías de unos y otros. Poco a poco, dejó de interesarse por la lectura que le hacía Mariamne a la hora de la siesta de los niños, a pesar de que ella misma se la había pedido.
Una tarde, cuando acababan juntas de preparar la masa para el pan del día siguiente, Mariamne le preguntó:
—¿No te cansas de pasear por las mañanas? Te levantas tan pronto que vas a acabar agotada.
Miriam sonrió y le dirigió una mirada divertida.
—No, eso no me cansa ni me fatiga. Pero te intriga. Te gustaría mucho saber por qué me voy así casi todas las mañanas.
Mariamne se ruborizó y bajo la cabeza.
—No te avergüences. Es normal ser curiosa.
—Sí, soy curiosa. Y sobre todo con respecto a ti.
Cortaron la masa en silencio para hacer bolas. Cuando hacía la última, Miriam se detuvo.
—Cuando voy así por los caminos —murmuró—, siento la presencia de Abdías. Tan cercana como si todavía estuviese vivo. Necesito sus visitas como respirar o comer. Gracias a él, todo se alivia. La vida no es tan penosa…
Mariamne la miró en silencio.
—¿Te parezco un poco loca?
—No.
—Porque me quieres. Rut también detesta que hable de Abdías. Está convencida de que pierdo la cabeza. Pero, como también me quiere, hace como que no.
—No, te lo aseguro. Yo no creo que estés loca.
—Entonces, ¿cómo explicas que no deje de sentir la presencia de Abdías?
—No me lo explico —dijo Mariamne con franqueza—. No lo entiendo. Y no se puede explicar lo que no se entiende. Sin embargo, lo que no se entiende existe. ¿No es lo que aprendimos en Magdala leyendo a los griegos que tanto gustan a mi madre?
Miriam tendió sus dedos llenos de harina para frotar la mejilla de Mariamne.
—¿Ves por qué necesito que te quedes a mi lado? Porque me dices cosas así, que me tranquilizan. Porque, a menudo, me pregunto si no deliro.
—Cuando Zacarías afirma haber visto a un ángel, ¡nadie se pregunta si está loco! —protestó Mariamne, añadiendo con malicia—: pero quizá, sin ese ángel, nadie creería que le ha hecho un hijo a Eliseba.
—¡Mariamne!
A pesar de su tono gruñón, Miriam se divertía. Tapándose la boca con las manos blancas de harina, a Mariamne le entró una risa tonta.
Esta vez, su risa traviesa provocó la de Miriam.
Rut apareció en el umbral con el pequeño Yehudá en brazos.
—¡Ah! —exclamó—, ¡al fin se oyen risas en esta casa en la que incluso los niños están serios! ¡Qué bien!
* * *
Unos días más tarde, mientras Miriam caminaba a menos de una milla de Nazaret, la silueta de Barrabás surgió bajo un gran sicómoro.
El sol era apenas un disco incandescente. Miriam reconoció su cuerpo esbelto, su gruesa túnica de piel de cabra, su cabellera. En la silueta de Barrabás, nada había cambiado. Ella lo habría distinguido entre mil. Ralentizó el paso y se detuvo a buena distancia. A la luz indecisa del alba, apenas distinguía sus rasgos.
Él también estaba inmóvil. Sin duda, la había visto venir de lejos. Quizá le intrigara aquella mujer, sin reconocerla inmediatamente a causa de su pelo corto.
No se saludaron. Se observaron así, a más de treinta pasos. Ninguno de los dos supo hacer el primer gesto ni pronunciar una palabra que los pudiera acercar.
De repente, incapaz de sostener por más tiempo la mirada que ella le dirigía, Barrabás se dio la vuelta. Rodeó el sicómoro, saltó una tapia baja de piedra y se alejó. Cojeaba claramente y ponía una mano bajo su muslo izquierdo para sentarse sin esfuerzo.
Miriam pensó en la herida que había recibido al borde del lago de Genesaret. Volvió a verlo en la barca, llevando en brazos el cuerpo de Abdías. Recordó su cruel disputa en el desierto, camino de Damasco. Volvió a verle la pierna ensangrentada, gritando su rabia contra ella y contra todo, el día en que acababa de destapar el cuerpo sin vida del am ha’aretz.
Sin duda, aquel día, después de que ella lo hubiese abandonado, Barrabás tenía que haber andado durante horas con su llaga sangrante antes de recibir algunos cuidados.
Ella había borrado de su memoria estos recuerdos, como había casi borrado a Barrabás. Tuvo compasión de él e incluso algunos remordimientos.
Sin embargo, ya sentía haberlo encontrado de nuevo. Deploraba que se hubiese acercado a ella y que estuviera tan cerca de la casa de Yossef de Nazaret. Sin saber por qué, temía que al verlo, al hablarle, la presencia de Abdías que se mantenía a su lado desapareciera.
Eran ideas absurdas, inexplicables. Tanto como los cuchicheos de Abdías que ella creía oír desde hacía meses. Sin embargo, Mariamne tenía razón: poco importaba que se comprendiera. El alma veía lo que los ojos no podían distinguir. ¿Y Barrabás no era de los que solo querían ver con los ojos?
Se volvió y entró en la casa mucho antes que de costumbre.
Hacia el mediodía, anunció a Joaquín:
—Barrabás anda por aquí. Lo vi esta mañana.
Joaquín observó su expresión, pero como ella le presentaba un rostro neutro, él le confesó:
—Ya lo sé. Estuvo aquí hace poco. Me ayudó mucho tras la muerte de tu madre, Dios la guarde en su seno. Ha tenido que alejarse de Nazaret durante algún tiempo, pero pensaba volver. Tiene algo que decirte.
* * *
Pasaron dos días. Miriam se abstuvo de hacer alusión alguna a Barrabás. Ni Joaquín ni Yossef pronunciaron su nombre.
Al amanecer del tercer día, cuando ella se alejaba de la casa, antes de despertar a los niños, él apareció. De pie, en el camino, la esperaba. Esta vez, por su actitud, ella comprendió que quería hablarle. Se detuvo a unos pasos de él, buscando su mirada.
Acababa de amanecer. La luz sorda marcaba sus rasgos sin alterar por eso la dulzura de su expresión. Él hizo un gesto con la mano que revelaba su aprieto.
—Soy yo —anunció él, un poco torpe—. Tendrías que reconocerme. He cambiado menos que tú.
Ella no pudo aguantar una sonrisa. Esto lo animó.
—No solo ha cambiado tu pelo, sino toda tú. Se ve a la primera. Hace mucho tiempo que quiero hablar contigo.
Ella siguió callada, pero no lo desanimó. A pesar de todo lo que había pensado de él, estaba contenta de verlo, de oír su voz, de encontrarlo vivo y sano. Lo leyó en sus facciones.
—Yo también he cambiado —dijo él—. Ahora sé que tenías razón.
Ella asintió.
—No estás muy habladora —dijo él, inquieto—. ¿Todavía me odias?
—No. Me alegro mucho de verte.
Él se frotó la pierna.
—No lo olvido nunca. No hay un día en el que no piense en él. Por poco me quedo lisiado.
Ella inclinó lentamente la cabeza.
—Es tu herida de Abdías, tu recuerdo de él. Para mí también, se las arregló para que no pase un día sin él.
Barrabás frunció el ceño, a punto de preguntarle qué quería decir con eso. Al final, no se atrevió.
—Sentí mucho lo de tu madre. Le propuse a Joaquín castigar a los mercenarios que la mataron, pero no quiso.
—Tiene razón.
Barrabás se encogió de hombros.
—Lo que es cierto es que no los mataremos a todos. Solo hay que acabar con uno: Herodes. Los demás, pueden irse al infierno solos…
Ella no contestó ni asintió.
—He cambiado —repitió él, con voz más dura—, pero no hasta el punto de olvidar que hay que liberar Israel. En eso sigo siendo el mismo y lo seré hasta el fin de mis días. No pienso cambiar.
—Me lo figuro y está bien.
Pareció aliviado con estas palabras.
—Con los zelotes, damos golpes. Herodes se empeña en poner águilas romanas en el Templo y en las sinagogas y nosotros las destruimos. O, cuando hay demasiada gente hambrienta en un pueblo, vaciamos las reservas de las legiones. ¡Pero se terminaron las grandes batallas! Eso no impide que siga pensando lo mismo. Habrá que decidirse. Antes de que todo Israel sea destruido.
—Yo tampoco. No he olvidado nada. Pero al lado de José de Arimatea he descubierto la fuerza de la vida. Solo la vida engendra la vida. Hoy día, hay que tener la vida en una mano y la justicia en la otra. Eso es lo que nos salvará. Solo que es más difícil que batirse con lanzas y espadas. A ese precio reinará la justicia en nuestras tierras.
Hablaba bajo, con mucha calma. A la luz creciente, Barrabás la examinó atentamente. Quizá estuviese más impresionado por su determinación de lo que le hubiese gustado admitir.
Se callaron un instante. Después, Barrabás sonrió. Una gran sonrisa que hizo brillar sus dientes. Declaró muy rápidamente, con una voz un poco entrecortada:
—Yo también pienso en la vida. Fui a ver a Joaquín. Le dije que quería tomarte por esposa.
Miriam se estremeció por la sorpresa.
—Hace mucho tiempo que lo pienso —continuó Barrabás con precipitación—. Sé que no siempre estamos de acuerdo. Pero ninguna mujer en el mundo puede compararse contigo y yo no quiero a ninguna otra.
Miriam bajó la vista, repentinamente intimidada.
—¿Qué te respondió mi padre?
Barrabás mostró una risita tensa.
—Que está de acuerdo. Y que tú debías estarlo también.
Ella levantó la cara, ofreciendo a Barrabás toda la ternura de la que era capaz y negó con la cabeza.
—No, no lo estoy.
Barrabás se frotó nerviosamente el muslo y se estiró.
—¿No lo estás? —murmuró, sin comprender muy bien el sentido de las palabras que pronunciaba.
—Si tuviera que tomar a un hombre por esposo, sí, serías tú. Lo sé desde hace mucho tiempo. Desde el día en que te descubrí en la terraza de nuestra casa tratando de escapar de los mercenarios.
—¡Entonces!
—Nunca seré la esposa de un hombre. Esto también lo sé desde hace mucho tiempo.
—¿Y por qué? Es una tontería. No puedes decir una cosa así. ¡Todas las mujeres tienen un esposo!
—Yo no, Barrabás.
—No entiendo nada de lo que dices. No tiene sentido.
—No te enfades. No creas que no te quiero…
—¡Es a causa de Abdías! ¡Lo sabía! ¡Todavía me odias!
—¡Barrabás!
—¡Dices que amas la vida, que quieres la justicia! Pero tú no sabes perdonar. ¿Crees que no sigo sufriendo? Abdías me falta tanto como a ti… Pero no, ¡todavía quieres vengarte!
—¡No, no! Te equivocas…
Él ya le daba la espalda, alejándose rápidamente, sin oír nada más, acentuando su cojera el furor y el dolor que sentía. El sol se levantaba tras las colinas y, a contraluz, Barrabás parecía una sombra que huía.
Miriam sacudió la cabeza, con un nudo en la garganta. Sin duda, él estaba lleno de rabia y de tristeza. De humillación, también. ¿De qué otra manera podría haber sido?