LA previsión de José se cumplió.
No pasó mucho tiempo hasta que el camino de la casa de Bet Zabdai quedara abarrotado por una masa abigarrada que murmuraba oraciones de la mañana a la noche. En medio de ella, algunos hombres harapientos cantaban y gritaban más fuerte que los demás. Sin dudarlo, se presentaban como los profetas del tiempo por venir. Algunos se entregaban a las peores excentricidades, asegurando que iban a realizar nuevos milagros. Otros arengaban a la asamblea con descripciones del infierno tan terribles y tan precisas que se creería que venían de él. Otros más excitaban a los enfermos, asegurando que la mano de Dios se había posado sobre los esenios y que estos poseían además el poder fabuloso de devolver la vida a los muertos, igual que hacían desaparecer las llagas y aniquilaban los dolores.
Furiosos ante el creciente caos, los hermanos optaron por preservar sus oraciones y sus estudios. Cerraron herméticamente las puertas, dejaron de recibir a los enfermos. En desacuerdo con esta decisión, pero molesto por estar en el origen de este desorden, José no se opuso. Dejó que Gueuel se encargara de esta clausura intempestiva de la casa.
Cuando Rut se lo dijo a Miriam, esta se contentó con una mueca de indiferencia. Solo le interesaban los cuidados que prodigaba a la anciana. Cada día suponía un progreso. Había llegado casi sin resuello y ya respiraba mejor. Se alimentaba e iba recuperando la conciencia poco a poco.
Discreto, José de Arimatea venía a auscultarla a diario. Sus visitas eran como un rito. Al llegar, observaba a la anciana en silencio. Después, inclinaba la cabeza y, a través de un paño, escuchaba los ruidos de su pecho. Se interesaba después por lo que había bebido, comido, así como por lo que había evacuado. Por fin, pedía a Miriam que le palpara los miembros, la pelvis y los costados. Vigilaba las reacciones de dolor en el rostro de la convaleciente, guiando los dedos de Miriam. Así, le enseñaba a reconocer, bajo la carne, los huesos, los músculos y sus eventuales roturas y contusiones.
Cinco días después de que, gracias a él, fuese librada del influjo de la muerte, declaró:
—Es demasiado pronto para saber si los huesos de su espalda y de sus caderas están intactos y si podrá volver a caminar. No obstante, dudo que estén afectados. Por ahora, si tus dedos aciertan, solo tiene una costilla rota. Le dolerá mucho tiempo, pero lo aguantará. Lo peor es cuando los huesos del pecho se rompen y rasgan los pulmones. En ese caso, no podemos hacer nada, sino asistir a una agonía espantosa.
Miriam le preguntó cómo podía estar seguro de que no le ocurría eso a esta mujer. José sacudió la cabeza, gesticulando.
—Cuando eso ocurre, ¡no cabe la menor duda! Respirar es un suplicio. Se forman en los labios ampollas teñidas de sangre. Tanto al espirar como al inspirar, ¡el pecho produce un rugido parecido al de una tormenta torrencial!
—Pero, si no tiene nada roto —preguntó, asombrada, Miriam—, ¿por qué esta mujer estaba como muerta?
—Porque le faltó el aire bajo los escombros que la enterraban. En el esfuerzo que hizo por sobrevivir, su corazón se debilitó. En realidad, no dejó de latir, pero sus pulsaciones se hicieron muy lentas, manteniéndose viva solo gracias a un flujo de sangre muy pequeño. Porque eso es sobre todo la vida: un corazón que late e impulsa la sangre por todo el cuerpo.
—Entonces, con tus pociones, ¿le diste fuerza a su corazón?
José asintió con un aire de satisfacción.
—Nada más. Solo una ayudita a la voluntad de Dios. Desde luego, Él decide, pero así ha sido nuestra Alianza desde Abraham: podemos realizar nuestra parte del trabajo con el fin de sostener la vida en la tierra.
Sus palabras contenían un punto de ironía, porque, sobre todo, José no quería parecer presuntuoso. Sin embargo, Miriam sabía que era sincero. El hombre no nacía al mundo como una piedra que se tira a un pozo. Tenía su destino en sus manos.
Se callaron un instante, observando a la anciana. Arrugas sobre arrugas, como se acumulan en los troncos de los árboles los círculos indelebles de las estaciones, mostraban el rostro de toda una existencia. Todavía se intuían la antigua belleza de la joven, la inocencia que había moldeado sus rasgos antes de que la madurez, los hijos, las alegrías y las penas los fijaran. Hoy, el largo desgaste de las pruebas y del trabajo los corroía, disolviéndolos en la máscara caótica de la vejez. Sin embargo, ese rostro celebraba la vida, la fuerza de la vida y todo el deseo que los humanos tienen de ella.
Rompiendo el silencio, a pesar del espesor de los muros, llegaban los gritos de uno u otro de los «profetas» que sermoneaban a la muchedumbre de los recién llegados. Entre las vociferaciones en tonos amenazadores, distinguieron las palabras: «promesas, rayos, gran levantamiento, salvador, de hielo, de fuego». El hombre las gritaba por turno en arameo, en hebreo y en griego.
José suspiró.
—¡He aquí uno que quiere demostrar que es sabio! Eso debe de gustar.
Como para responderle, resonó afuera un clamor brutal. Dos o tres centenares de gargantas gritaron los versículos de un salmo de David:
Mira el rostro de tu Ungido.
Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa,
y prefiero el umbral de la casa de Dios…
Rápidamente, la voz del profeta reanudó su vibrante arenga.
—Si el Eterno no le ha hecho un verdadero profeta —dijo divertido José—, al menos le ha dado una garganta digna de anunciar las noticias en el desierto…
—El hermano Gueuel no se va a tranquilizar al oírlo —dijo Miriam con una media sonrisa.
—Gueuel está lleno de orgullo y de presunción —murmuró José.
Miriam asintió con la cabeza.
—Si fuese más humilde, sabría que nosotras, las mujeres y los débiles, todos los que él desprecia, nos parecemos a los que gritan afuera —dijo ella con dulzura—. Simplemente, nuestros gritos hacen menos ruido. Para mí, son tan dignos de compasión como esta anciana que tenemos ante nosotros. Sufren tanto como ella. Su dolor es el de no saber adónde los lleva la vida, de no comprender por qué están ahí. Andan sin una meta en los días por venir y esperan que la tierra se abra bajo sus pies y los arrastre al abismo. Sí, me entristece oírlos desgañitarse así. Les aterroriza hasta volverse locos ver que el rostro de Dios se aparta de ellos. No sienten ya su mano que los guía hacia la felicidad y hacia el bien.
José la miró intensamente, desconcertado. Rut, que se mantenía en segundo plano en la estancia, observó también a Miriam, como si las palabras que acababa de pronunciar fuesen de todo punto insólitas.
Con ese gesto que señalaba su apuro o su perplejidad, José se pasó la mano por su cabeza calva.
—Te comprendo, pero no comparto tu sentimiento, como tampoco experimento el temor de quienes están ahí afuera. Un esenio, si se comporta con justicia, pureza y por el bien de los hombres, sabe adónde le conduce el tiempo de la vida, al lado de Yahveh. ¿No es ese el sentido de nuestras oraciones y de nuestras opciones: la pobreza y la vida común en esta casa?
Miriam lo miró a los ojos.
—Yo no soy una esenia y no puedo serlo, porque soy mujer. Yo soy como ellos. Espero con impaciencia que Dios nos libre mañana de las desgracias que nos agobian hoy. Es mi única esperanza. Y este porvenir mejor no tiene que esperarlo solo unos pocos de entre nosotros. Tiene que abarcar a toda la humanidad que puebla la Tierra.
José no replicó. Dieron de beber a la anciana y, con la ayuda de Rut, Miriam le lavó la cara.
El día siguiente, cuando José llegó a auscultar a la mujer, todavía no habían cesado las vociferaciones en el exterior. Alterados, sin embargo, porque, durante la noche, había llegado un nuevo «profeta». Este, seguido por una veintena de fieles, exaltaba la alegría del martirio y el odio al cuerpo humano, débil y corruptible. Desde el amanecer, por turno, sus fieles se azotaban, a veces hasta la sangre, cantaban las alabanzas de Yahveh y su desprecio de la vida.
Cuando José entró en la habitación en la que descansaba la convaleciente, Miriam y Rut vieron que su rostro, de ordinario sereno y acogedor, estaba tan cerrado y duro como un guijarro. No dijo nada hasta que los llantos y los gritos estridentes le hicieron estremecerse.
—Los que presumen de profetas tienen más arrogancia que nosotros, los esenios, que Gueuel incluso —gruño—. Creen alcanzar a Dios haciéndose calcinar en el desierto. Permanecen meses de pie sobre columnas, se alimentan de polvo y apenas beben, hasta que su carne se transforma en cuero viejo. Se embrutecen con falsas virtudes. Con este amor fingido a Dios, se oponen a su voluntad de hacer de nosotros criaturas a su imagen. Y si chillan y se azotan para adelantar la venida del Mesías, es que esperan que el Mesías nos libere de nuestros cuerpos entregados a la tentación. ¡Qué aberración! ¡Olvidan que el Todopoderoso nos quiere hombres y mujeres! Nos ama estando en buen estado de salud y felices, y no como larvas afligidas por chancros y mordeduras de demonios.
La voz de José, llena de violencia contenida, resonaba en el silencio. Miriam levantó la cabeza y brindó a José una sonrisa que lo dejó atónito.
—Si es de los hombres que detestan hasta ese punto a los seres humanos, Dios debe advertirle. Es responsable de ellos. Y si, como dices, quiere que seamos hombres y mujeres, no debe enviarnos a mensajeros extraños que seamos incapaces de reconocer. Su enviado debe ser un hombre que se nos parezca y se le parezca. Un hijo de humano que compartiera nuestro destino, sufriese nuestros dolores y viniera en auxilio de nuestras debilidades. Traería amor, un amor que equivale al tuyo, que te obstinas en devolver la vida a los más viejos, a los de cuerpo más estropeado y que dices que la armonía de las acciones y de las palabras engendra la buena salud.
José elevó las cejas, se distendió, desterrando de golpe su rabia.
—Bueno —aprobó—, ¡no has perdido en tiempo con Raquel! Te has convertido en una dura polemista.
Después, al darse cuenta de que no era precisamente el cumplido que esperaba Miriam, añadió, conciliador:
—Quizá tengas razón. La persona que describes sería el mejor de los reyes de Israel. Por desgracia, Herodes sigue siendo nuestro rey. ¿De dónde vendrá el tuyo?
* * *
Siete días más tarde, el bullicio en torno a Bet Zabdai no había disminuido. El rumor de una resurrección milagrosa se había propagado mucho más allá de Damasco. Desde el amanecer al crepúsculo, nuevos enfermos se mezclaban con los que venían a diario a escuchar las peroratas de los supuestos profetas.
Los hermanos esenios temían que la muchedumbre, inflamada hasta la locura por las promesas de curaciones milagrosas, invadiese la casa. Por turno, diez hermanos montaban guardia tras el portón sólidamente atrancado. Al no poder salir a los campos y negar la entrada a todo el mundo, la comunidad se vio pronto obligada a racionar los alimentos, como en un estado de sitio.
Por desgracia, estas medidas solo consiguieron excitar un poco más a los falsos profetas, a los que dieron un pretexto para proclamar un misterioso y amenazador mensaje de Dios. La agitación en torno a la casa no decreció; más bien al contrario. Y, abriéndose paso a través de este caos, un gran carro de viaje se presentó ante el portón un día de tormenta.
El cochero se acercó a llamar al portillo para que le abrieran. Como era su obligación, en aquellas horas de tensión, los hermanos porteros no prestaron atención alguna a sus llamadas. Estuvo desgañitándose durante una hora sin conseguir nada. Los gritos de la joven que lo acompañaba no tuvieron más éxito.
Por fortuna, el día siguiente, antes de la oración del alba y mientras una lluvia glacial anegaba la aldea, la voz de Recab, el cochero de Raquel, resonó hasta el interior de los patios. Rut, que iba a sacar agua, comprendió el sentido de aquellas llamadas. Dejando sus cubos de madera, corrió a avisar a Miriam:
—¡Quien te trajo hasta aquí está en la puerta!
Miriam la miró sin comprender. Con voz apremiante, Rut añadió:
—¡El hombre del carro! El que te trajo con el pobre Abdías.
—¿Recab… aquí?
—Grita tu nombre como un loco desde el otro lado del muro.
—Hay que hacerle entrar rápidamente.
—¿Y cómo? ¡Desde luego, los hermanos no le van a abrir la puerta! Si pudiésemos salir de la casa…
Pero Miriam se precipitaba ya al patio principal. Vociferó tanto ante los porteros que apareció Gueuel. Se negó rotundamente a abrir el portillo.
—¡Tú no sabes lo que dices, niña! ¡Si entreabres esta puerta, la multitud nos invadirá!
La disputa se hizo tan vehemente que un hermano corrió a buscar a José.
—¡Recab está al otro lado! —gritó Miriam como única explicación.
José lo comprendió sobre la marcha.
—No cabe duda de que no ha venido de paseo. No se le puede dejar ahí con este frío y esta lluvia.
—Hay ahí detrás centenares soportando el frío y la lluvia y eso no los desanima —protestó agriamente Gueuel—. Al parecer, hasta los enfermos se encuentran mejor. ¡Quizá ahí esté el auténtico milagro!
—¡Basta, Gueuel! —gritó José, con una autoridad inusual.
El efecto fue más impresionante aun. Todo el mundo, sobrecogido, con el rostro mojado, se quedó paralizado observándolos, como dos fieras dispuestas a atacarse.
—Nos enterramos aquí como ratas —continuó José, con voz cortante—. No es esa la vocación de esta casa. Esta clausura no tiene sentido. Si acaso posee alguno, es perverso. ¿No nos hemos reunido en comunidad para encontrar la vía del Bien y aliviar el sufrimiento de este mundo? ¿No somos terapeutas?
Sus mejillas vibraban de cólera. Su rostro estaba rojo hasta el extremo de su calva. Antes de que Gueuel o cualquier otro hermano replicase, señaló con el índice a los porteros. La orden restalló, sin posibilidad de réplica:
—¡Abrid este portón! ¡Abridlo del todo!
Cuando rechinaron los goznes, el ruido que reinaba al otro lado cesó. Hubo un instante de estupor. Con los pies en el barro, los rostros rotos por la fatiga, los que esperaban durante días se quedaron paralizados, como si fuesen estatuas de arcilla, chorreando y con expresiones de sorpresa.
Después, se oyó un grito, el primero de otros muchos. En un instante, la confusión fue máxima. Hombres, mujeres, niños, viejos y jóvenes, enfermos y sanos corrieron al patio para arrodillarse a los pies de José de Arimatea.
Miriam vio entonces a Recab, de pie en el carro, sosteniendo firmemente las riendas de las asustadas mulas. Rápidamente reconoció la silueta que estaba a su lado.
—¡Mariamne!
* * *
—¡Tu pelo! —exclamó Mariamne—. ¿Por qué te lo has cortado…?
Recab, con los ojos brillantes, contemplaba a Miriam, emocionado y asombrado a la vez, mientras, tras ellos, José y los hermanos trataban de tranquilizar a la muchedumbre, asegurando sin descanso que reanudaban las curas.
—¡Cómo has adelgazado! —dijo, asombrada, Mariamne, abrazando a Miriam contra ella—. Noto tus huesos a través de la túnica… ¿Qué pasa aquí? ¿No te dan de comer?
Miriam se rio. Los introdujo rápidamente en el patio de las mujeres, donde Rut los esperaba bajo el porche, con el ceño fruncido y las manos en las caderas. Le hizo una señal a Recab, invitándolo a que se acercase a tomar algo en la cocina de las sirvientas.
—Aprovecha antes de que estos locos acaben con nuestras reservas —bromeó ella.
En el patio principal, la muchedumbre se tranquilizaba con dificultad. La voz de Gueuel, repetida por otros, reclamaba sin amabilidad orden y paciencia.
—El verdadero milagro sería que Dios pusiera algo de sentido común en la cabeza de todas estas buenas gentes —gruñó Rut—. Pero la tarea debe de ser bien grande, porque, desde Adán, ¡el Eterno no acaba de decidirse!
Giró bruscamente sobre los talones y entró en la casa. Recab, apurado, se volvió hacia Miriam. Ella le hizo una señal para que siguiera a la anciana sirvienta sin preocuparse por su humor.
—También tú querrás tomar algo, ¿no? —preguntó a Mariamne—. Y cambiarte de túnica, después de esta noche bajo la lluvia. Ven a calentarte…
Mariamne la siguió, pero solo aceptó un tazón de caldo caliente.
—El carro de viaje es bastante cómodo y una se olvida del frío y de la lluvia. Además, mi túnica es de lana. Cuéntame por qué te has cortado el pelo de un modo tan feo y lo que pasa en esta casa. ¿De dónde vienen esas gentes que se aglomeran alrededor de José? ¿Te has fijado en que no ha parecido reconocerme? Él, que ha venido tantas veces a Magdala…
—No te molestes con él. Te verá esta noche…
En pocas palabras, Miriam le contó cómo vivían los hermanos esenios, cómo curaban y cómo la supervivencia de la anciana en las últimas semanas había sido interpretada como un milagro, atrayendo a una muchedumbre de desesperados a Bet Zabdai.
—Estas pobres gentes quieren creer que José posee el don de la resurrección. Ante este pensamiento, pierden la razón.
Mariamne había recuperado su sonrisa burlona.
—Si lo piensas, es bien extraño y contradictorio. A ninguno le gusta la vida que lleva y, sin embargo, todos esperan que, gracias al milagro de la resurrección, vivirán eternamente.
—Te equivocas —objetó Miriam con seguridad—. Lo que esperan es una señal de Dios. La seguridad de que el Todopoderoso está a su lado. Y que seguirá después de su muerte. ¿No somos todos así? Por desgracia, José no posee el don de la resurrección. No pudo salvar a Abdías.
Mariamne bajó la cabeza:
—Sé que murió. Recab nos lo dijo a su vuelta.
Había dos preguntas, sin embargo, que Mariamne ardía en deseos de hacer, sin atreverse. Miriam no cedió a las peticiones silenciosas de su amiga.
Sin duda, Recab había comentado su estado y las atenciones que le había brindado José para mantenerla en su sano juicio. Pero ella no tenía ganas de hablar de ello a Mariamne. Todavía no. Mariamne y ella no hablaban desde hacía meses. Habían sucedido muchas cosas que las hacían un poco mutuamente extrañas, como atestiguaban tan bien los cabellos cortos que desesperaban a Mariamne.
Sin embargo, Miriam no quería apenar a su joven amiga.
—Estás más guapa que nunca. ¡Me parece que el Todopoderoso te ha concedido toda la belleza que podía reunir en una mujer!
Mariamne se ruborizó. Agarró las manos de Miriam para besarle los dedos, en un gesto de ternura que le era familiar en Magdala. Aquí, en la casa de Bet Zabdai, le pareció excesivo a Miriam. De todos modos, no lo dejó traslucir. Tenía que volver a habituarse a los entusiasmos ligeros de la hija de Raquel.
—Te he echado mucho de menos —murmuró Mariamne—. ¡Mucho, mucho! Todos los días he pensado en ti. Estaba preocupada. Pero mi madre no me dejó venir a tu lado. Ya sabes cómo es ella. Me dijo que estabas aprendiendo a curar al lado de José de Arimatea y que no había que molestarte.
—Raquel siempre tiene razón. En efecto, eso es lo que hago.
—Claro que siempre tiene razón. Y eso es horripilante. Me había asegurado que me gustaría estudiar la lengua griega. ¿Puedes creerte que hoy día la utilizo mejor que ella? ¿Y qué me encanta?
Se rieron juntas. Después, la risa de Mariamne desapareció de forma extraña. Tras una breve duda, su mirada se deslizó hacia la cocina, hacia Recab y Rut que las observaban, volviendo a Miriam.
—Si mi madre me ha permitido venir hoy hasta aquí, es para darte una mala noticia.
De los pliegues de la túnica, sacó un corto cilindro de cuero en el que llevaba las cartas. Se lo dio a Miriam.
—Es de tu padre, Joaquín.
* * *
Con un nudo en el vientre, Miriam sacó el rollo de papiro del estuche. Las líneas de escritura se montaban unas en otras, dibujando una masa compacta de signos. La tinta oscura, absorbida más ávidamente por el papiro en algunos sitios, cubría casi en su totalidad la larga hoja, que la irregularidad de las fibras engrosaba en una mitad.
Miriam reconoció la escritura sencilla de su padre. Al menos, pensó con un alivio precipitado, no es a él a quien ha afectado la desgracia.
Tuvo que hacer un esfuerzo para descifrar las palabras y entenderlas. Rápidamente, lo supo. Hannah, su madre, había muerto bajo los golpes de un mercenario.
Después de haber dejado Nazaret, escribía Joaquín, habían vivido en paz en el norte de Judea, donde se habían refugiado en casa de la prima Eliseba y su esposo, el sacerdote Zacarías. Con el paso del tiempo, el deseo de volver a ver las montañas de Galilea se hizo apremiante y no los abandonaba. Y también, admitía Joaquín, él mismo no conseguía ser feliz lejos del trabajo del taller, sin el olor de la madera, sin el ruido de las gubias y de los martillos contra las fibras de los cedros y los robles. Porque, en Judea, donde todas las casas solo tienen azoteas de adobes y ladrillos cocidos al sol, un carpintero vivía en el desierto de su oficio.
Así, pensando que había llegado el tiempo del olvido, acompañados por Zacarías e Eliseba, a quienes su deseo de cambio había alcanzado a su vez, Hannah y él se pusieron en camino hacia Nazaret, antes de que lo más duro del invierno hiciese impracticables las carreteras.
La primera semana de viaje transcurrió felizmente, con la viva alegría de acercarse al monte Tabor. Hannah, a pesar de su tendencia a temer lo peor, tenía la sonrisa en los labios y un poco de despreocupación en el alma.
Después, esto cayó como un rayo. El día en el que se acercaban a Nazaret.
¿Por qué había tenido necesidad el Eterno de apesadumbrarnos otra vez? ¿Por qué pecado los castigaba sin descanso?
Se habían cruzado con una columna de mercenarios. Joaquín había disimulado su rostro y los mercenarios no le habían prestado ninguna atención especial. Su barba, además, era ya tan larga que era seguro que no lo reconocerían, ni siquiera una persona amiga. Pero, como siempre, los soldados de Herodes se las ingeniaron para mostrarse desagradables. Habían empezado a registrar el carro, con las violencias y humillaciones habituales. A Hannah le invadió el pánico. En su diligencia, grotesca y desgraciada, tiró una vasija de vino sobre la pierna de un oficial. Por poco no le hizo una herida en los pies. Miriam se imaginó el resto: el movimiento colérico, la espada clavada en el delgado pecho de Hannah.
Eso era todo.
Hannah, hija de Emerenciana, no murió en el campo. Aunque sufrió el martirio, habían llegado a Nazaret, a la casa de Yossef. Tuvo que pasar una larga noche antes de reunirse con el Señor Todopoderoso. Un camino recorrido con pena y angustia, sin paz alguna, como el resto de su vida.
Quizá, seguía escribiendo Joaquín, no sin amargura, quizá José de Arimatea hubiese sabido curar esta herida y salvar a su fiel Hannah.
Pero José está lejos y tú también, hija mía muy querida, tú también estás lejos. Hace mucho tiempo hice el esfuerzo de satisfacerme con tu pensamiento para cubrir tu ausencia. Hoy te querría a mi lado. Me falta tu presencia, me faltan tu espíritu y toda esa sangre nueva que corre por tus venas y que me hace entrever un porvenir menos sombrío. Tú eres la única dulzura del mundo que me queda.
* * *
Recab, el cochero, dijo:
—Te llevo a Nazaret cuando quieras. Raquel, mi ama, me ha ordenado que esté a tu servicio el tiempo que quieras.
Mariamne asintió.
—Y yo voy contigo. No te dejaré.
Miriam respondió con silencios. Una especie de viento gélido le atravesaba el pecho. Sufría por el dolor padecido por su madre antes de morir, pero sufría aun más por su padre, cuyas palabras resonaban en ella.
Por fin, dijo:
—Sí, hay que salir cuanto antes.
—Podemos hacerlo hoy mismo —dijo Recab—. Quedan muchas horas hasta la noche, pero no estaría mal que las mulas descansaran hasta mañana. La ruta hasta Nazaret será larga. Cinco días, por lo menos.
—Entonces, mañana al amanecer.
Es lo que anunció a José de Arimatea cuando pudo librarse de la muchedumbre que lo había acaparado hasta entonces. Estaba agotado, tenía los labios secos por haber hablado demasiado y ojeras. Pero, cuando Miriam le informó de la carta de Joaquín, puso la mano sobre su hombro, en un gesto lleno de ternura.
—Somos mortales. Así lo ha querido Yahveh. A fin de que sepamos llevar una vida auténtica.
—Mi madre ha muerto por la mano de un hombre. La de Herodes, la de un mercenario pagado para matar. ¿Cómo puede admitir Yahveh algo semejante? ¿Es él quien desea nuestras humillaciones? Habría que romper hasta el aire que nos rodea y que respiramos. Las oraciones no bastan.
José se pasó la mano por el rostro, se frotó los ojos y repitió una vez más:
—No te dejes llevar por la cólera. No conduce a nada.
—No es la cólera lo que me invade —replicó Miriam con firmeza—. Simplemente, la paciencia ya no es hermana de la sabiduría.
—La guerra no nos ayudará en absoluto —insistió José—. Tú lo sabes.
—Pero, ¿quién habla de guerra?
José la miró sin decir palabra, esperando que siguiera hablando. Ella se conformó con sonreír. Veía toda la fatiga que lo agobiaba. Con remordimiento, se inclinó hacia él, le besó la mejilla con una ternura desacostumbrada que le hizo estremecerse.
—Te debo más de lo que nunca podré devolverte —murmuró ella—. Y te abandono ahora que me necesitarás para atender a todos los que van a acudir a ti los próximos días.
—No, no creas que estás en deuda conmigo —objetó José con afecto—. Lo que yo te haya podido dar, ya me lo has devuelto sin darte cuenta incluso. Y es mejor que te alejes de aquí. Los dos sabemos que esta casa no es para ti. Nos encontraremos pronto, no me cabe la menor duda.
* * *
Por la noche, cuando ya estaban encendidas las lámparas, Rut se acercó a Miriam y le dijo con voz firme:
—He estado reflexionando. Si lo aceptas, parto contigo. Ya es hora de que yo también deje esta casa. Quién sabe, podría ser útil en tu Galilea.
—Serás bienvenida en Nazaret. Tengo una amiga a la que le vendrás muy bien. Se llama Halva y es la mejor de las mujeres. No tiene muy buena salud y ya lleva pegados a su túnica a cinco hijos. Quizá hoy tenga uno más. Tu ayuda la aliviará si tengo que acompañar a mi padre, que está solo.
El día siguiente, a un amanecer gris y lluvioso, Recab sacó el carro de la casa de Bet Zabdai. La muchedumbre, tranquila, se hizo a un lado. Por primera vez desde hacía varias semanas, se mostraba paciente y solo prestaba una atención distraída a los furores de un nuevo profeta que anunciaba que pronto los campos se transformarían en hielo y después en un fuego lleno de lenguas envenenadas.
José acompañó a Miriam hasta la tumba de Abdías. Ella quería decirle adiós antes de reunirse con Rut y Mariamne. Se arrodilló en el barro. José, que esperaba oírla rezar, se sorprendió al verla mover los labios sin que de ellos saliera ningún sonido. Cuando ella se incorporó, ayudándose con la mano que le tendía, murmuró con una satisfacción que no podía disimular:
—Abdías me habla siempre. Viene hacia mí y yo lo veo. Siempre como en un sueño, aunque yo no duermo y tengo los ojos bien abiertos.
—¿Y qué te dice? —preguntó José, sin ocultar su confusión.
Miriam se ruborizó.
—Que él no me abandona. Que me acompaña adonde vaya y que es siempre mi pequeño esposo.