MIRIAM siguió mostrándose intransigente con respecto a la duración de su duelo. Se prolongó siete días, como imponía la tradición.
Los habitantes de Bet Zabdai tomaron la costumbre, por la mañana y por la tarde, al ir y regresar de los campos, de acercarse a rezar a su lado, como si la tumba de Abdías se encontrara en tierra sagrada. A veces, los que acompañaban a los enfermos se unían a ellos. Mezclaban con sus oraciones los votos por la salud de sus seres queridos.
Poco a poco, esto creó una animación desacostumbrada que atrajo la atención de los hermanos esenios. A la hora del crepúsculo, los cantos de las oraciones en la tumba de Abdías lograban traspasar los muros de la casa. Esto desconcertó a algunos. Se preguntaban si no estaría bien y sería bueno ir a unir sus oraciones a las de los aldeanos.
¿No era la oración el primer principio de su retirada del mundo? ¿No debía asegurar la oración el reino de la luz de Yahveh sobre los siglos de tinieblas?
Esto condujo a un debate que se desarrolló no sin dureza. Gueuel y algunos otros protestaron vivamente. Los hermanos se cegaban y se pervertían, aseguraban ellos. ¡La oración de los esenios no podía confundirse con el simple ejercicio de unos campesinos ignorantes que no sabían leer una línea de la Torá! Además, ¿cómo podían pensar en rezar por un am ha’aretz al que habían negado una sepultura a causa de su impureza? ¿Olvidaban la enseñanza de los sabios y de los rabinos que, muchas veces, habían declarado que los am ha’aretzim no tenían conciencia humana y, por tanto, eran indignos de la Alianza que Yahveh celebraba con su pueblo?
Estos argumentos no convencieron a todos los hermanos. El fervor de la oración era único e incalificable. Cuanto más numerosas fueren las oraciones, más purificado quedaría el mundo. Y quizá también, más cerca estaría la tan esperada venida del Mesías. ¿Olvidaban Gueuel y los otros que ese era el objetivo último? Cada oración era un nuevo impulso hacia Yahveh. A Él, solo a Él le tocaba efectuar la selección que la corta vista de los hombres les impedía hacer a ellos. Si esta chica de Nazaret, los campesinos y los enfermos unían sus oraciones en una alabanza común de amor al Todopoderoso, ¿dónde estaba el mal?
Esto sacó de sus casillas a Gueuel.
—¿Rezaréis algún día por los perros y los escorpiones? ¿Están allí los puros que queréis llevar a la isla de los Bienaventurados? ¿No tenéis otra ambición que poblarla con la escoria de la tierra?
Durante este debate, José de Arimatea permaneció en silencio. Sin embargo, la última palabra le correspondía a él. Aunque se negó a emitir ningún juicio sobre la conciencia y el alma de los am ha’aretzim, declaró que quienes fuesen a rezar a la tumba del niño con la chica de Nazaret no cometerían falta alguna.
En realidad, ninguno de los esenios se arriesgó. Los argumentos de Gueuel y sus partidarios eran demasiado arduos y demasiado inquietantes. Ninguno de los hermanos quería arriesgarse a prolongar una disputa que podía romper la armonía de la comunidad. Sin embargo, Rut, en algún momento, cruzó su mirada con la de José, brillante de satisfacción.
* * *
Acabado el duelo, Miriam entró en la casa sin que nadie se opusiera.
Hizo sus abluciones en la cocina del ala de las mujeres. Rut y otras dos sirvientas le llenaron un gran balde de agua pura.
A Miriam daba pena verla. Había adelgazado más allá de lo razonable. Al hundirse, su rostro se había endurecido. En unos días, daba la sensación de que hubiera envejecido varios años. Sus ojos rodeados de ojeras tenían un resplandor difícil de sostener. Sus músculos parecían tensos como cuerdas. Bajo la máscara de la fatiga y de la voluntad, no se adivinaba la belleza, sino una gracia salvaje, tan inquietante como atractiva, sin comparación posible con cualquiera otra. Sin duda, era esta singularidad, unida a su obstinación, lo que había seducido a la gente de la aldea y la había incitado a acudir a rezar al lado de Miriam.
Ahora, Rut sabía que, bajo la aparente fragilidad, se escondía una fuerza inflexible, como José lo había presentido desde el primer momento. Y que esta fuerza hacía a Miriam difícil de comprender, diferente de un ser ordinario. Por lo demás, para convencerse, bastaba oírla bromear mientras las sirvientas le echaban agua en los riñones.
¿De dónde sacaba las ganas de reír, ella que, aún ayer, maldecía la injusticia y el horror de la muerte?
* * *
A partir del día siguiente, Miriam apareció en el patio para recibir a los enfermos que venían, dos veces al día, a visitar a José y a los hermanos.
Se veían allí multitud de ancianos, numerosas mujeres con niños pequeños. Se quedaban a la sombra y esperaban, acurrucados. Las sirvientas les daban de beber y, a veces, distribuían alimentos a los niños más hambrientos.
Ellas llevaban también los paños y todo lo necesario para las curas. Ciertos brebajes y pomadas, las más ordinarias y las utilizadas con mayor frecuencia, se preparaban de antemano en la cocina y de acuerdo con las recetas inventadas por José.
Así fue como Miriam y él volvieron a verse. Solo intercambiaron unas pocas palabras.
Miriam llevaba un gran cántaro de leche, que vertía en las escudillas de madera que presentaban las madres de los pequeños enfermos. Gueuel seguía a José, con los ojos y los oídos alertas, según su costumbre.
Al descubrirla, José se acercó, la saludó con una sonrisa amistosa.
—Me alegro de que permanezcas en esta casa.
—Me quedo para aprender.
—¿Aprender? —dijo Gueuel, sorprendido—. ¿Es que una mujer puede aprender?
Miriam no respondió. José tampoco. Ni siquiera su rostro y su sonrisa cambiaron. Quienes los rodeaban tuvieron la sensación de que Gueuel había hablado en el vacío.
Así transcurrieron varios días. Miriam seguía los consejos de Rut y prestaba a los enfermos toda la ayuda de la que era capaz. Les hablaba con dulzura, los escuchaba también cuanto tiempo deseasen, preparaba los brebajes y los emplastos que, poco a poco, aprendió a poner con eficacia.
Nunca se alejaba mucho de José cuando venía a hacer su visita, pero no le dirigía la palabra ni traba de cruzar su mirada con él. Sin embargo, ante los enfermos, sobre todo ante los que el mal parecía misterioso, hablaba lo bastante fuerte para que ella lo oyese. Hacía muchas preguntas, palpaba y examinaba, reflexionaba en voz alta.
Poco a poco, Miriam empezó a comprender que un dolor en el vientre podía provenir de una bebida o una comida, o que el de pecho podía estar causado por la humedad de una casa o por el polvo del grano después de la cosecha. Una antigua herida de la infancia en el pie, a la que la persona se hubiese acostumbrado, podía deformar para siempre la espalda de un adulto.
Los ojos y la boca eran la sede de todos los sufrimientos. Todos los días, había que cuidarse de purificar la segunda con ayuda del limón y el clavo, y los primeros, gracias al polvo de antimonio. En cuanto a las mujeres, ellas sufrían infecciones de las que nunca se atrevían a hablar, aunque el dolor las abatiera tanto como si les atravesaran el vientre con una daga. Era la señal precursora más segura de la muerte en el parto.
* * *
Un día, cuando Miriam llevaba casi un mes en la casa, llegó un hombre llevando en brazos a un niño de siete u ocho años. El niño se había roto una pierna al caer de un árbol. Chillaba de dolor y su padre no gritaba menos fuerte que él bajo los efectos del miedo.
Aunque era tarde y se acercaba la oración del crepúsculo, José se acercó a ellos. Les habló para que se tranquilizasen, tanto uno como otro. Les aseguró que la rotura se curaría bien y que, antes del fin de año, el niño correría de nuevo. Pidió unas tablillas de madera y unos apósitos para rodear con firmeza la pierna del niño en una posición adecuada para la reparación de los huesos.
Con sus delicados dedos, palpó la carne ya inflamada. El niño gritó. Se desmayó cuando, de golpe y porrazo, José tiró de la pierna para poner en su sitio los huesos rotos. Llegó el momento de las tablillas. Sosteniendo la pierna, José le pidió a Miriam que la masajeara suavemente con los ungüentos mientras Gueuel disponía el entablillado.
Al hacerlo, Miriam se inclinó. La peineta que sostenía su espesa cabellera cayó. La masa de cabellos se desplazó y rozó la cara de Gueuel. Él lanzó un grito de furor y se echó hacia atrás.
Si no hubiese sido por los reflejos de José y de una sirvienta, el niño hubiese caído de la mesa en la que lo tenían tumbado. José, temiendo que la rotura de los huesos se hubiese agravado por la brusquedad del movimiento, desairó a Gueuel con unas palabras carentes de indulgencia.
—No estoy aquí para soportar la carne de esta mujer —replicó Gueuel con tono amenazador—. La obscenidad de su cabello es una corrupción que tú nos impones. ¿Cómo quieres que cure para el bien cuando el mal te abofetea la cara?
Todos los que los rodeaban lo miraron con estupor. El apuro de José y de Miriam era evidente. Gueuel no dudó en añadir, con una sonrisa perversa:
—¡No estarás, maestro, a punto de decidir instalar a tu lado, como el otro José, a una mujer de Putifar!
Con el rostro hirviendo de humillación, Miriam depositó el tarro de ungüento entre las manos de una sirvienta y salió corriendo hacia el ala de las mujeres.
Rut se temió lo peor. Se precipitó tras ella para disuadirla de que se tomara demasiado a pecho las palabras de Gueuel.
—¡Ya sabes lo que es: un odre de hiel, un envidioso! Nadie lo quiere en la casa. Los hermanos no más que nosotras. Algunos aseguran que Gueuel nunca alcanzará la sabiduría de los esenios por los celos que le corroen el vientre. Por desgracia, mientras no cometa una falta contra la regla, el maestro no puede reprocharle nada…
Una vez más, Miriam asombró a Rut.
La tomó de la mano y la llevó a la cocina. Allí, ella misma le tendió la cuchilla con la que se cortaban las ligaduras de cuero.
—Córtame el pelo.
Rut la miró, atónita.
—¡Vamos, córtame el pelo! No dejes más de un dedo.
Rut le contestó que no podía hacerlo. Una mujer debe ser una mujer y, para ello, debe tener los cabellos largos.
—¡Además, son demasiado hermosos! ¿Qué parecerás después?
—Me río de estar bella o fea. No son más que cabellos. Volverán a crecer.
Como Rut dudase todavía, Miriam agarró un grueso puñado de cabellos, los alejó de la sien y los cortó sin vacilar.
—Si me lo hago yo misma, será peor —dijo ella, tendiendo los cabellos cortados a Rut.
Como Rut lanzara un grito de horror, ella se rió con mucha alegría.
Y así reapareció a los ojos de todos al día siguiente, con un pelo tan corto que estaba irreconocible. Esto le dejaba una extraña cabeza de chico y de chica al mismo tiempo. Su mirada era aún más penetrante, más viva. Los pómulos y la nariz marcados encerraban una virilidad que desmentía la boca, orlada por la ternura y la sonrisa de una mujer. Como se ceñía la túnica alrededor de la cintura, al modo de los hombres, cubriéndose el pecho con un caftán corto, la ilusión era inquietante.
José no la reconoció inmediatamente. Elevó las cejas mientras Gueuel fruncía el ceño. A él se dirigió Miriam, quebrantando la regla que exigía que una mujer no tomara la palabra en primer lugar.
—Espero no imponerte nunca mi corrupción de mujer, hermano Gueuel. Nadie puede deshacer lo que el Todopoderoso ha hecho. Mujer nací, mujer moriré. Pero, durante el tiempo de mi permanencia aquí, puedo borrar la apariencia de mi feminidad para que tu mirada no sufra más la corrupción.
Lo dijo con una sonrisa sin sombra de ironía.
Se produjo un momento de silencio. La carcajada de José, seguida rápidamente por la de los otros hermanos presentes, resonó tan fuerte que incluso los enfermos que sufrían se divirtieron.
* * *
Durante varias semanas, meses incluso, no hubo más incidentes. Hermanos, sirvientas, enfermos, todos se habituaron al rostro de Miriam.
No pasaba día sin que aprendiera a curar mejor y a aliviar mejor los dolores, aunque había gran cantidad de enfermedades cuya cura, incluso para José, seguía siendo un enigma.
De vez en cuando y siempre brevemente, aprovechando la discreción de un momento, de una rara intimidad, él intercambiaba algunas frases con ella.
Una vez, él le dijo:
—Cada uno de nosotros debe luchar contra los demonios que se afanan por desviarlo del camino que le espera. Algunos llevan a muchos de esos demonios agarrados a escondidas a su túnica. Tienen pocas oportunidades de escapar de ellos. Ciertos terapeutas piensan que las enfermedades que no somos capaces de comprender ni de curar son obra suya. No lo creo. Para mí, los demonios son una calaña bien visible. Y, cuando te veo, hija de Joaquín, sé que tú luchas contra un solo demonio, pero muy poderoso: el de la cólera.
Dijo eso con su habitual tono tranquilo, persuasivo. La ternura animaba su mirada.
Miriam no respondió; simplemente, agachó la cabeza en señal de asentimiento.
—Tenemos muchas razones para experimentar la cólera —continuó José—. Más de las que podemos soportar. Por eso la cólera no puede engendrar el bien. A la larga, actúa como un veneno: nos impide recibir la ayuda de Yahveh.
Otra vez, declaró riendo:
—He descubierto que las sirvientas de la casa solo piensan en imitarte. Gueuel se preocupa y se pregunta si alguna mañana no va a encontraros a todas con el pelo corto. Le he respondido que se arriesga, más bien, a despertarse una mañana sin una sola sirvienta en la casa, porque te las habrás llevado lejos de aquí con el fin de fundar una casa de mujeres…
Miriam se rió con él. José se pasó la palma de la mano por la cabeza calva. Su actitud ponía de manifiesto que se estaba divirtiendo, sin dejar de estar profundamente serio.
—No sería imposible; tú ya sabes mucho.
—No, todavía tengo demasiado que aprender —replicó Miriam con la misma expresión, a la vez serena y severa—. Y no es una casa para mujeres lo que habría que abrir, sino una casa para todos: mujeres u hombres, am ha’aretzim o saduceos, ricos, pobres, galileos, samaritanos, judíos y quienes no lo son. Una casa en la que nos uniésemos como la vida nos une y nos mezcla. Y no con unos muros tras los cuales unos se retiren de los otros.
José no respondió, desconcertado y pensativo.
* * *
Las primeras lluvias del invierno hicieron caer las hojas de los árboles, haciendo impracticables los caminos. Había menos enfermos. El aire olía al fuego de los hogares. Los hermanos se pusieron a recorrer los campos alrededor de la casa, porque era uno de los mejores momentos para recolectar las hierbas necesarias para los ungüentos, las pomadas y los brebajes. Miriam cogió la costumbre de seguirlos a distancia para localizar su cosecha.
Una mañana, José la encontró esperando al borde de un camino, sentada sobre una roca. Como iba por delante de los demás, ella le confió:
—¿Sabes que Abdías viene a menudo a visitarme? No en sueños, sino de día y cuando tengo los ojos bien abiertos. Me habla, se alegra de verme. Y yo aun más.
Ella rió y añadió:
—¡Lo llamo mi pequeño esposo!
José frunció el ceño y preguntó con una voz aún más dulce que de ordinario:
—¿Y qué te dice?
Miriam se llevó un dedo a los labios y sacudió la cabeza.
—¿Crees que estoy loca? —preguntó, divertida por la inquietud que intuía en José—. ¡Rut está convencida!
José no tuvo ocasión de responder. Los hermanos se acercaban y los observaban con insistencia.
Después, José nunca demostró curiosidad por estas visitas de Abdías. Quizá esperara, como de costumbre, que Miriam le hablara de ellas. Ella no lo hizo. Como tampoco respondía a Rut que, de vez en cuando, con cierta socarronería, no podía morderse la lengua y le pedía noticias de su am ha’aretz.
* * *
Nevaba cuando, una mañana, un grupo de personas llegó a la casa chillando. Transportaban a una mujer muy anciana. El tejado de su casa, deshecho por la humedad, se había caído sobre ella.
José estaba fuera, recogiendo hierbas, a pesar del mal tiempo, y fue Gueuel quien se presentó en el patio para auscultar a la mujer. Miriam ya estaba inclinada sobre ella.
Intuyendo a Gueuel a su espalda, se apartó rápidamente. Gueuel examinó el rostro de la mujer, las heridas numerosas pero poco profundas de sus piernas y de sus manos.
Pasado un momento, se incorporó y declaró que la mujer estaba muerta y que no había nada que hacer. El grito de Miriam lo sobresaltó.
—¡No! ¡Seguro que no! ¡Ella no está muerta!
Gueuel la fulminó con la mirada.
—No está muerta —insistió Miriam.
—¿Acaso lo sabes mejor que yo?
—¡Noto su aliento! ¡La sangre pasa por su corazón! Su cuerpo está caliente.
Gueuel hizo un gran esfuerzo para controlar su rabia. Tomó las manos de la anciana y las cruzó sobre su túnica deshilachada y cubierta de polvo. Se volvió hacia quienes los rodeaban y les dijo:
—Esta mujer está muerta. Podéis preparar su sepultura.
—¡No!
Esta vez, Miriam lo empujó sin miramientos. Mojó un paño en una jarra de vinagre y comenzó a frotar las mejillas de la anciana.
—¡Ah! —se rió, sarcástico, Gueuel—, ¡quieres hacer tu milagro!
Sin prestarle ninguna atención, Miriam pidió más paños para lavar el cuerpo de la anciana y que calentasen agua para un baño.
—¿No ves que Yahveh le ha quitado la vida? ¡Lo que haces sobre el cuerpo de una muerta es sacrílego! —dijo, indignado, Gueuel— ¡Y todos los que la ayudéis también sois sacrílegos!
Tras un breve instante de duda, todos siguieron las órdenes de Miriam. Lanzando imprecaciones, Gueuel desapareció en el interior de la casa.
Metieron a la anciana en un balde de agua caliente, en la cocina del ala de las mujeres. Miriam no dejaba de frotarle el pecho y las mejillas con vinagre alcanforado. Sin embargo, todos comenzaron a dudar porque, en realidad, la anciana no daba más señales de vida.
A mediodía, José estaba de vuelta. Prevenido, acudió. Después de que Miriam le hubiese explicado lo que había hecho, él abrió los párpados de la mujer y buscó las pulsaciones de la sangre en el cuello.
Le llevó cierto tiempo encontrarlas. Se incorporó sonriendo.
—Vive. Tienes razón, vive. Pero ahora hace falta más agua caliente y darle de beber algo que podría tanto matarla como espabilarla.
Desapareció en el interior de la casa y regresó con una poción oleosa y negra, a base de raíces de jengibre y diferentes venenos de serpientes.
Con muchas precauciones, vertió unas gotas en la boca desdentada de la anciana.
Hubo que esperar hasta la noche, renovar constantemente el agua hirviente del baño hasta que, por fin, se le oyó con claridad un estertor.
Las sirvientas, como quienes habían transportado a la herida, retrocedieron, más por terror que por alegría. Habían querido creer que estaba viva cuando ella tenía el aspecto de estar muerta. Ahora, que tenían la prueba de que vivía, estaban aterrorizados. Uno de ellos gritó:
—¡Es un milagro!
Las sirvientas se echaron a llorar; otros gritaban:
—¡Es un milagro! Un milagro.
Aclamaron al Todopoderoso, se precipitaron afuera, desgañitándose para anunciar el milagro.
José, tan exasperado como divertido, miró a Miriam.
—Esto le va a encantar a Gueuel. En un momento, toda la aldea estará delante de la puerta gritando el milagro. Sería sorprendente que uno de ellos no improvisase una profecía.
Miriam no pareció entenderlo. Ella sostenía las manos de la anciana, mirándola con atención. Ahora, bajo sus párpados arrugados, se veían moverse los ojos. De su pecho provenía el ronquido entrecortado de su respiración.
Miriam buscó la mirada de José.
—Gueuel tiene razón. No se trata de un milagro. Es tu saber y tu poción los que le han devuelto la vida, ¿no?