Capítulo 13

MIRIAM escuchaba los ligeros ruidos de las idas y venidas por la casa, el murmullo de las mujeres, a veces incluso sus risas. Vibrando a través de las paredes, resonaban los golpes regulares del pilón que reducía los granos de centeno y de cebada a harina. Recordaban los latidos de un corazón pacífico y potente.

Tuvo deseos de levantarse, de unirse a las sirvientas y ayudarlas en sus trabajos. Ya no se encontraba fatigada. Su debilidad solo se debía al poco alimento que había tomado desde hacía unos días. Sin embargo, su cólera todavía era inmensa.

No se resignaba a aceptar las palabras pronunciadas por José. El solo pensamiento del cuerpo de Abdías bajo la tierra le inflamaba el corazón. Tenía que cerrar los puños para no gritar.

Además, tenía bastantes razones para sentir que no era bienvenida en esta comunidad. La mirada del hermano que acompañaba a José se lo había hecho comprender con toda claridad. La prudencia le aconsejaba hacer acopio de sus fuerzas y de su voluntad con el fin de dejar Bet Zabdai y reunirse con su padre, como había decidido en Magdala.

Únicamente, este pensamiento reavivaba su cólera. Partir, abandonar esta casa y Damasco era abandonar a Abdías, alejarse de su alma y quizá incluso avanzar hacia el olvido.

—¿Esta vez estás verdaderamente despierta?

Miriam se sobresaltó y se volvió. Al lado de su cama estaba una mujer cuya edad era difícil de estimar. Sus cabellos eran blancos como la nieve, centenares de finas arrugas se marcaban alrededor de su sonrisa y de sus párpados. Sin embargo, su piel parecía tan fresca como la de una joven. Sus ojos, muy claros, brillaban de inteligencia y quizá de astucia.

—Despierta y enfadada al máximo —añadió.

Miriam se sentó en la cama. La sorpresa la hizo enmudecer. No lograba averiguar si la desconocida se reía de ella con maldad o se le acercaba con amabilidad.

La mujer también dudó. Contempló a Miriam con las cejas arqueadas y los labios redondeados en una mueca.

—Estar enfadada con el vientre vacío no es muy bueno.

Miriam se levantó sin precaución. La cabeza le dio vueltas; tuvo que volver a sentarse y apoyarse con las dos manos en su cama para no tambalearse.

—Es lo que te decía —murmuró la mujer—. Es hora de que comas en vez de dormir.

A su espalda, dos sirvientas se asomaban en el umbral, ardiendo de curiosidad. Miriam sacó su orgullo. Levantó el mentón, esbozó una sonrisa.

—Estoy bien. Voy a levantarme. Os agradezco a todas…

—¡Por supuesto que puedes darnos las gracias! Como si no tuviésemos bastante trabajo sin que una presumida de tu clase venga a gemirnos en las orejas.

Miriam abrió la boca para excusarse, pero la ternura rebosante en las facciones de la desconocida le dio a entender que era inútil.

—Me llamo Rut —dijo la mujer—. Y tú no estás muy bien, no, todavía no.

La cogió bajo los brazos y la ayudó a incorporarse. A pesar de su ayuda, Miriam se tambaleó.

—Bueno, verdaderamente ya es hora de que te pongamos como nueva, hija mía —dijo Rut.

—Solo necesito habituarme…

Con una mirada, Rut reclamó la ayuda de una sirvienta.

—Deja de decir tonterías. Voy a darte de comer y te va a gustar. Nuestra cocina es demasiado buena para hacerle ascos de antemano.

* * *

Más tarde, mientras Miriam degustaba a pequeños bocados una galleta de alforfón cubierta de queso de cabra que mojaba en una escudilla de cebada hervida en jugo de legumbres, Rut declaró:

—Esta casa no es como las demás. Tienes que aprender las reglas.

—Es inútil. Mañana partiré a casa de mi padre.

Rut frunció el ceño. Le preguntó dónde vivía su padre. Cuando Miriam le explicó que venía de Nazaret, en las montañas de Galilea, Rut puso mala cara.

—Es un largo camino para una chica sola…

Con un gesto inesperado, acarició la frente de Miriam y deslizó sus dedos estropeados en la masa de su cabellera. Miriam se estremeció, emocionada. Hacía mucho tiempo que una mujer no la había acariciado con un gesto lleno de ternura maternal.

—Quítate esa idea de la cabeza, hija mía —dijo Rut con dulzura—. Tú no nos dejarás mañana. El maestro ha ordenado que te quedes aquí. Nosotras le obedecemos en todo y tú también, tú le vas a obedecer.

—¿El maestro?

—Maestro José de Arimatea. ¿Quién más podía ser aquí el maestro?

Miriam no replicó. Sabía que así llamaban a José. Incluso en Magdala, algunas mujeres lo designaban con este título respetuoso. Y aquí, en Bet Zabdai, era absolutamente evidente que José era un hombre diferente del que había conocido en Nazaret y que la había conducido a la casa de Raquel.

—Debo ir a la tumba de Abdías, en el cementerio. Debo ir a decirle adiós, a cantar las oraciones —dijo ella.

Rut pareció sorprendida, después inquieta.

—¡No! No puedes. No estás en estado de ayunar. Tienes que comer… ¡El maestro así lo quiere!

Sus mejillas se enrojecieron; hablaba precipitadamente.

—¿Hay hermanos en su tumba? —insistió Miriam—. Si no, debo ir. Abdías solo me tiene a mí para acompañarlo entre los muertos.

—No te preocupes. Los hombres de esta casa cumplen con su deber. No nos toca a nosotras, las mujeres, ocupar su lugar. Tú debes comer.

El estrépito de los pilones resonaba tras ellas, reduciéndolas al silencio un instante. El refectorio de las mujeres era muy largo y de techo bajo. A los lados, se alineaban sacos y serones que contenían las frutas y legumbres secas, así como una especie de bancos agujereados que sostenían las tinajas de aceite. La pared del fondo se abría de par en par sobre los morteros, las tajaderas y el fogón de la cocina, en el que las brasas estaban permanentemente vivas.

Algunas sirvientas machacaban los granos para la harina sobre una piedra, con la ayuda de una maza de madera de olivo, mientras cuatro mujeres amasaban y estiraban la masa de las galletas. De vez en cuando, levantaban la frente y lanzaban miradas curiosas a Miriam.

Dolorida, satisfecha, esta acababa su escudilla. Rut se apresuró a llenarla de nuevo.

—Estás demasiado flaca. Tienes que ganar en curvas si quieres gustar a los hombres.

Lo dijo con ternura, como se dicen estas cosas, siempre, de hermana mayor a hermana pequeña. Rut se quedó estupefacta por la inflexibilidad de Miriam, por la violencia de su tono y la dureza de su mirada:

—¿Cómo se puede desear que un hombre ponga su mirada en ti cuando sabes que los que viven aquí nos detestan?

Rut echó un prudente vistazo hacia la cocina.

—Los hermanos esenios no nos detestan. Nos temen.

—¿Temernos? ¿Por qué?

—Temen lo que nos hace mujeres. Nuestro vientre y nuestra sangre.

Era una realidad que Miriam conocía demasiado bien. Había tenido ocasión de debatir al respecto muchas veces en Magdala, con las compañeras de Raquel.

—Somos como Dios lo ha querido y esto debiera bastar.

—Sin duda —aprobó Rut—. Pero, para los hombres de esta casa, eso nos aleja del camino que nos permitiría alcanzar la isla de los Bienaventurados. Lo que más les importa en este mundo es eso: alcanzar la isla de los Bienaventurados.

Miriam le dirigió una mirada de incomprensión. Nunca había oído hablar de esa isla.

—No soy yo quien tenga que explicártelo —dijo Rut, incómoda—. Es demasiado erudito y yo diría tonterías. Aquí, no recibimos enseñanzas. A veces, oímos a los hermanos hablar entre ellos, cogemos unas palabras por aquí y por allá, nada más. De lo que no cabe duda es de que hay que seguir las reglas de la casa. Es lo más importante. Gracias a ella, los hermanos se purifican para entrar en la isla… La primera regla es permanecer en la parte de la casa que nos está reservada. Podemos salir a los patios, pero el resto nos está prohibido. Además, está prohibido hablar a un hermano si él no nos dirige antes la palabra. Debemos bañarnos antes de cocer el pan, lo que tiene lugar todos los días antes del amanecer…

Las tareas consistían en preparar la sopa de sémola y confeccionar las galletas cubiertas de queso dos veces al día, lavar la ropa de los hermanos y arreglárnoslas para que el lino de su ropa interior y de sus túnicas sea de una blancura inmaculada.

—Otra cosa importante: no hay que malgastar nada. Ni los alimentos ni las ropas —insistió Rut—. Con respecto a los alimentos, solo hay que cocerlos lo necesario, ni demasiado ni demasiado poco. Lo mismo para los tejidos. La ropa ordinaria, las túnicas oscuras de trabajo, aunque tengan agujeros, los hermanos no quieren tirarlas. No se desprenden de ella hasta que están deshilachadas. Eso no está mal: menos trabajo para nosotras.

Dio aún otros muchos consejos. Sobre todo, no había que acercarse al refectorio de los hermanos. Era un lugar sagrado, reservado a los hombres, porque, para los esenios, la comida era como una oración. Beber y comer era un don del Todopoderoso y había que amarlo por ese beneficio. También, antes de cada comida, los hermanos se quitaban las túnicas oscuras de paño grueso y se ponían la ropa interior de lino blanco. Después, se bañaban en un agua absolutamente pura para limpiarse las manchas de la vida.

—Por supuesto, yo no se lo he visto hacer —bromeó Rut, con un guiño—. Pero hace mucho tiempo que estoy aquí. Una acaba por espigar algunas informaciones… El baño: eso es lo importante. Después del baño, pueden comer. Todos sentados a la misma mesa, pero nunca antes de que el maestro haya bendecido la comida. A continuación, vuelven a ponerse sus vestiduras ordinarias y nosotras tenemos que lavar las túnicas que han utilizado en la comida. Cuando nieva, el agua de su baño puede estar congelada, pero les da igual. El pozo al que la tiran está en la misma casa. Nuestro pozo, para nosotras, para la cocina y el aseo, está fuera. Como ves, no es trabajo lo que falta. Aquí encontrarás tu sitio.

Miriam, en silencio, rechazó su escudilla.

—¡Come! —ordenó Rut inmediatamente—. Sigue comiendo, aunque no tengas ganas. Tienes que reponer fuerzas.

Pero Miriam no levantó la cuchara.

—Te quedas, ¿no?

La ansiedad no estaba solo en el tono, sino también en el rostro de Rut. Miriam lo observó, asombrada.

—¿Por qué tienes tanto empeño en que me quede? No tengo nada que hacer aquí. Está claro.

—Eres tozuda —suspiró Rut—. El maestro José lo quiere, por eso. Me lo ha pedido. A mí. Me ha dicho: «No querrá quedarse, pero tienes que convencerla». Ya ves: te quiere y solo quiere tu bien. ¡No hay nadie mejor que él!

—Yo vine aquí para que sanara a Abdías. Él no ha hecho nada.

—¡Oh! ¡Desde luego, estás loca! ¡Sabes perfectamente que el niño estaba muerto! Y desde hacía tiempo ya. ¿Qué podía hacer el maestro?

Miriam pareció no oír este reproche. Había cerrado los ojos. Sus labios temblaban de nuevo. Murmuró:

—No me gusta esta casa. No me gustan estos hombres, no me gustan estas reglas. Yo creía que José podría enseñarme a luchar contra el mal y el dolor, pero aquí no aprenderé nada porque soy una mujer.

Rut suspiró y sacudió la cabeza, afligida.

—Abdías era un ángel del cielo —continuó Miriam con una voz a la vez sorda y violenta—. Había que salvarlo. ¡Nada es justo, nada! Barrabás no tenía que haberlo dejado combatir. Yo hubiera debido saber cuidarlo y José hubiera debido saber resucitarlo. Todos somos culpables. No sabemos hacer reinar el bien y la justicia.

Ahora, Rut se preguntaba si el maestro no se equivocaba y si, por desgracia, el hermano Gueuel no tendría razón. Esta hija de Nazaret no estaba curada. Al contrario, estaba rematadamente loca.

Miriam leyó la duda en el rostro de su compañera. La cólera que le había sumergido aquellas últimas horas resurgió, palpitando en sus sienes y su garganta. Se levantó brutalmente, pasó por encima del banco como si fuese a marcharse.

En las cocinas, las sirvientas habían dejado su trabajo y las observaban, acechando la disputa. Miriam se echó atrás. Se inclinó hacia Rut:

—Tú crees que estoy loca, ¿verdad?

Rut se ruborizó, con la mirada huidiza.

—Es inútil decidirlo ahora. Mañana, ya lo verás. Descansa y, cuando pase la noche…

—Tras la noche, llegará el día, idéntico al de hoy. Yo no estoy loca y tú estás demasiado satisfecha de ser ignorante. Voy a decirte quién era Abdías.

Con una voz monótona, contó cómo había encontrado al pequeño am ha’aretz en Séforis; cómo había salvado en Tiberíades a su padre, Joaquín, de la cruz, y cómo lo habían matado los mercenarios de Herodes por salvar a Barrabás.

—Evidentemente, fue un mercenario quien clavó una lanza en su pecho. Sin duda, es Herodes quien paga al mercenario para sembrar el dolor entre nosotros. Pero somos nosotros, todos nosotros, quienes pusimos el pecho de Abdías delante de la lanza. Por nuestra tibieza. Porque aguantamos sin reaccionar a quienes nos humillan. Porque nos acostumbramos a vivir sin justicia, sin amor ni respeto a los débiles. Porque no rechazamos el peso del mal que pesa sobre nuestras cabezas. Cuando un am ha’aretz muere por nosotros, el mal es aún mayor. La culpa es aún más pesada. Porque nadie piensa en él, nadie grita venganza. Al contrario, todo el mundo se agacha un poco más con indiferencia.

Miriam había alzado la voz. Rut no se esperaba ese torrente de palabras y se quedó con la boca abierta, como las sirvientas en la cocina.

—¿Dónde está el bien? —preguntó aún Miriam—. ¿Aquí? ¿En esta casa? No, no lo veo por ninguna parte. ¿Estoy ciega? ¿Dónde está el bien que engendran estos hombres que quieren ser puros con el fin de poder alcanzar la isla de los Bienaventurados? El bien que nos ofrecen a todos nosotros, al pueblo de Yahveh, ¿dónde está?. No lo veo.

Había lágrimas en los ojos aterrorizados de Rut.

—¡No debes hablar así! No aquí, adonde vienen a centenares para que el maestro alivie su dolor. ¡Oh, no! No debes hacerlo. Están ahí con sus hijos, sus ancianos padres y cada día el maestro hace abrir la puerta y los recibe. Hace todo lo que puede por ellos. A menudo, los cura. Pero, a veces, algunos mueren en sus brazos. Es así. El Todopoderoso decide.

Este argumento lo había oído Miriam demasiadas veces.

—¡El Eterno decide! Pero yo digo que lo injusto es injusto y no hay que aceptarlo bajando la cabeza.

Con un gruñido de rabia, se alejó.

—¡Espera! ¿Adónde vas?

Ruth había agarrado su túnica y la retenía. Miriam trató de soltarse, pero el puño de la anciana sirvienta era firme.

—Voy al cementerio, a la tumba de Abdías. ¡Estoy segura de que nadie se ha acercado para hacer el duelo!

—¡Espera, por favor, espera!

La súplica, en la voz de Rut, intrigó a Miriam. Ella dejó de debatirse, se dejó aprisionar las manos por los dedos ásperos y estropeados.

—Tu niño no está en el cementerio.

—¿Qué dices?

—Los hermanos no lo han querido! Los am ha’aretzim no están…

—¡Oh! ¡Dios Todopoderoso! No es posible.

—No temas. Está en tierra, pero…

—¡José no hubiera debido permitirlo!

—No es él. ¡Te lo juro! No es él, ¡no lo creo! Él no sabía…

Con un grito, Miriam se soltó de las manos de Rut.

—Abdías está muerto, ¡pero solo era un am ha’aretz! Que haya vivido o no haya vivido, ¿a quién le importa? ¡Que Dios os maldiga!

Estas palabras resonaban todavía bajo las bóvedas de la sala cuando Miriam ya había salido.

Rut cerró los ojos, golpeó la mesa con la palma de la mano. Unas lágrimas ardientes salieron de sus párpados. Hubiera debido salir corriendo tras esta chica llena de cólera y llena de razón. Porque Miriam tenía razón, lo sabía. Lo había leído en los ojos del maestro José de Arimatea cuando le había pedido su ayuda. Él también sabía que tenía razón. Él también temía su cólera.

* * *

A la caída de la tarde, las sirvientas solo hablaban de aquello, haciendo mil preguntas a Rut que, cada vez más enfadada, no respondía. La chica de Nazaret, decían, ha dejado la casa aprovechando las idas y venidas de los enfermos en el gran patio. Ella se encaminó al pequeño cementerio, alejado unos doscientos o trescientos pasos. Allí, había preguntado dónde habían depositado el cuerpo del am ha’aretz. Lo había encontrado y ahora hacía su duelo, rasgando su túnica, cubriéndose los cabellos de ceniza y de tierra.

Los habitantes de Bet Zabdai, de vuelta de los campos, sorprendidos por la violencia de sus lamentos y por el fervor de aquellas oraciones ante una tumba que no estaba en tierra sagrada, se habían detenido a cierta distancia para observar. También ellos debían de preguntarse si no estaba loca.

Sin embargo, ella solo se limitaba a cumplir los ritos de los siete días de duelo. Pero con tanta devoción que todos, al verla y oírla, sentían escalofríos. Como si el dolor de la muerte penetrara en sus huesos.

Nadie se quedaba mucho tiempo. Muchos bajaban la mirada y se alejaban discretamente. Algunos se le acercaban durante el tiempo de una oración. Después, bajaban la cabeza con tristeza y partían en un silencio temeroso.

* * *

Finalizado su trabajo, Rut y algunas sirvientas subieron al tejado. Caía la noche.

Miriam estaba lejos de la casa, pero podía vérsela al lado de la tumba. No hacía falta mucha imaginación para adivinarla silenciosa y postrada, sucia y solitaria.

A quienes le habían informado de lo que se contaba fuera, Rut les había preguntado si el maestro no había tratado de llevar a Miriam a la casa. Las sirvientas le habían mirado con estupor. ¿Por qué iba a contravenir la regla el maestro? La puerta no volvería a abrirse. Y menos aún para dejar entrar a una mujer en duelo, manchada en el cuerpo y en el espíritu, cuando los hermanos habían tomado ya su baño y la cena que los purificaba.

Sí, Rut lo sabía. Sin embargo, no dejaba de pensar en la insistencia de José cuando le había pedido que velara por la hija de Nazaret. Esta petición era tan rara, tan excepcional, que sus palabras seguían viniéndole a la mente una y otra vez: «No la dejes huir. No la dejes que obedezca a su cólera. No dará su brazo a torcer. Sentirá una rabia terrible y tiene mucha fuerza. No es una chica ordinaria y su fuerza puede volverse contra ella. Vela por ella, si puedes…»

No había tenido que añadir: «Porque yo no puedo». No hacía falta. Rut lo había entendido.

Por una razón que ignoraba y no trataba de conocer, esta hija de Nazaret era muy querida por el maestro. Esto no podían aceptarlo los hermanos. Lo condenaban de antemano. Gueuel, que se quería el más sabio, el más intransigente, el más amado por Dios, lo convertiría en ocasión de un escándalo o incluso de una expulsión. Él no amaba al maestro. Todo el mundo lo sabía, lo sentía y, a veces, Rut había visto que José lo temía.

Pero a ella, Rut, José de Arimatea le había dado bastante para que ella, a su vez, diera. Se había dirigido a ella, haciéndole comprender a medias palabras su inquietud y la necesidad que tenía de su apoyo.

También ahora, en el techo de la casa, en la sombra cada vez más espesa de la noche que se cernía, Rut temía haber fracasado.

—Va a pasar la noche fuera —murmuró, con los puños apretados sobre el pecho.

Las que estaban a su alrededor se encogieron de hombros. Sin atreverse a decirlo en voz alta, pensaban que esto podría ser bueno para la recién llegada, tranquilizarla. Una noche al raso nunca había matado a nadie. Con frecuencia, quienes acompañaban a los enfermos dormían en las inmediaciones de la casa. Algunos tenían alfombras, mantas que tendían sobre estacas, a modo de techo. Otros se contentaban con estar al pie de un árbol o al abrigo de una tapia contra el viento. La hija de Nazaret podría hacer lo mismo. Aunque fuese triste verla en un estado de duelo tan excesivo por un chiquillo am ha’aretz.

Sin embargo, Rut sabía que nada era tan sencillo con esta Miriam. Las otras sirvientas no habían visto de cerca sus ojos, su cólera. No habían recibido sus palabras de rebeldía contra su pecho. Unas palabras que afectaban y herían más que golpes.

Bastaba mirarla, allá, en la tumba, pequeña silueta postrada, para adivinar que, en la noche, ella no se protegería de nada, ni del frío ni de los perros que merodeaban en la oscuridad en busca de carroña. Ni siquiera de los malhechores en busca de una presa.

Y quizá incluso fuese lo bastante insensata para querer emprender la marcha hacia Galilea a la sola luz de la luna. Con el riesgo de perderse más de lo que ya estaba, con el vientre medio vacío y el cerebro en llamas.

* * *

Rut no reveló a nadie estos pensamientos. Pero su decisión estaba tomada. No podía actuar antes de que hubiera terminado la cena de las mujeres y de que todas se hubieran retirado a sus celdas.

Aguantó la espera con impaciencia, tocando apenas su escudilla. Rezó en silencio, sin mover los labios, pero implorando desde el fondo de su corazón la mansedumbre del Todopoderoso, su comprensión, su bendición. ¡Qué Miriam no se aleje del cementerio!

Simuló que se iba a la cama, como sus compañeras. Allí, rápidamente, se ciñó la manta en torno a los riñones. Sin hacer el más mínimo ruido, en la densa oscuridad de los pasillos, volvió a la cocina. Antes había preparado discretamente un petate que contenía algunas galletas y una cantimplora de leche de cabra. Conocía tan bien el lugar que no perdió demasiado tiempo hasta encontrarlo.

Tocando las paredes con la punta de los dedos, entró en la gran bodega, detrás de la cocina. Allí estaba dispuesta una trampilla que permitía descargar desde el exterior el grano en un pilón. Esto evitaba muchas idas y venidas por el patio y preservaba la tranquilidad de la casa.

Tropezando aquí y allá, acabó encontrando el muro que rodeaba el pilón. Lo franqueó a duras penas, pisoteó los granos que se deslizaban bajo sus pies, a punto de sepultarla. Turbada, desorientada, buscó la trampilla un momento. Sus dedos dieron al fin con la madera del postigo y el metal de la cerradura, que solo se accionaba desde el interior.

Suspiro de alivio, tanteó aún para desbloquear el mecanismo de apertura que no se había accionado desde hacía varios meses. Pareció desencadenar un estruendo capaz de despertar a toda el ala de las mujeres.

Por fin, rechinaron los goznes. Con el corazón latiendo desaforadamente, Rut inspiró una gran bocanada de aire. Pensó que estaba loca. ¿Qué le iba a pasar cuando descubrieran lo que había hecho? Porque lo descubrirían. En esta casa, nada permanecía secreto. Y nunca, en todos los años que había vivido allí, se había permitido una desobediencia semejante.

Aterrorizada por su audacia, deslizó el busto por el tragaluz, suficientemente grande para ella. Tras la oscuridad absoluta, la claridad de la media luna le pareció que difundía una luz apenas real, pero tan fuerte que distinguía los más mínimos detalles a su alrededor.

La trampilla estaba más alejada del suelo de lo que Rut había pensado. Con la edad, había perdido su flexibilidad y su agilidad. Apretando las mandíbulas, respirando entrecortadamente, se aferró al borde del muro y se inclinó hacia adelante. La trampilla retumbó brutalmente y ella cayó al suelo con un pequeño grito.

Había caído en una postura tan grotesca que, en otro momento, se hubiese reído. Por fortuna, la manta que llevaba enrollada a la cintura había amortiguado el golpe y el camino estaba desierto.

Se puso en pie refunfuñando. El petate había rodado debajo de ella, las galletas se habían roto y desparramado por el suelo. Recogió algunos trozos que no parecían manchados antes de alejarse de la casa para tomar el sendero que conducía al pueblo.

Todo eran sombras y ruidos extraños. Como si estuvieran vivas, las cosas, los árboles, las piedras del camino cambiaban sutilmente de forma mientras avanzaba. Rut sabía que era el efecto de la luna, pero no estaba acostumbrada a las ilusiones de la noche. Había perdido la cuenta de los años que habían pasado desde la última vez que había caminado así, a la hora en la que los demonios se ríen de una.

Ella murmuró el nombre del Todopoderoso, suplicó su perdón y le suplicó una vez más que retuviese a la chica de Nazaret en la tumba del am ha’aretz.

Allí estaba.

Rut no la descubrió a la primera. Se confundía con los arbustos espaciados entre malas tumbas privadas de una piedra o de cualquier signo que indicara el nombre del muerto que albergaban. Después, Miriam se balanceó ligeramente. La luna iluminó su túnica rasgada bajo su cabellera descompuesta y llena de tierra.

Rut dejó que se tranquilizara su respiración antes de acercarse. Su corazón latía tan fuerte que creyó que Miriam podría oírla.

Pero la chica de Nazaret no pareció darse cuenta de la presencia de alguien a su lado. Rut reprimió su deseo de tomarla en sus brazos.

—Soy yo, Rut —murmuró ella.

—Si vienes a pedirme que regrese, será mejor que vuelvas a acostarte.

Las palabras de Miriam eran tan cortantes que Rut retrocedió un paso.

—Creía que no me habías oído —dijo.

—Si has venido a hacer el duelo por Abdías conmigo, eres bienvenida. Si no, puedes volverte —repitió Miriam con la misma dureza.

Rut se desató la manta, la depositó en el suelo, dejó la cantimplora de leche y se acurrucó.

—No, no he venido para hacer que regreses. Aunque lo quisiera, sería imposible. La puerta está cerrada por la noche. También yo he de esperar a mañana. Si me dejan volver.

Esperó a que Miriam reaccionase, pero, como no salió palabra alguna de sus labios, añadió:

—He traído leche y una manta. El alba será fresca. También tenía galletas, pero me he caído y se han roto.

Ahora, ella sonreía. Pero Miriam, sin volver la cabeza, declaró:

—Hago ayuno, No necesito tus alimentos.

—Beber leche no está prohibido durante el duelo. La manta tampoco. Y, en tu estado, ayunar es una tontería.

De nuevo, Miriam no replicó. El silencio, a su alrededor, estaba penetrado por gritos de animales, fricciones, roces de la brisa y ruidos de insectos. Rut se sentó en el suelo; trató de encontrar una postura un poco más cómoda.

Tenía miedo. Era más fuerte que ella. Sentir todas esas tumbas a su alrededor, esos muertos que no habían sido bendecidos por los rabinos la aterrorizaban. Apenas se atrevía a volver la cabeza por miedo a ver aparecer un monstruo. Este pensamiento bastaba para ponerle la carne de gallina. Había que ser esta chica de Nazaret para no temblar de miedo en medio de ese silencio lleno de ruidos.

—Yo no sé si he venido a hacer el duelo contigo —suspiró ella—. No me gusta esto, hacer duelo. Pero no podía dejarte sola afuera.

Esperaba que Miriam le preguntara por qué, pero no hizo ninguna pregunta. Para que el silencio no se prolongara, dijo, casi maquinalmente:

—Bebe un poco de leche, al menos. Eso te dará la fuerza para esperar la mañana. Y también para luchar contra el frío…

No acabó la frase. Ahora que había oído la voz rotunda y dura de Miriam, sus consejos le parecían inútiles e incluso ligeramente ridículos. La chica de Nazaret sabía lo que quería y hacía. No necesitaba sermones.

Rut apretó los dientes y los puños, acechando los ruidos en el corazón del silencio. Duró mucho tiempo. Ninguna de las dos se movía, con los músculos de los muslos y de los riñones agarrotados. Parecía que, de vez en cuando, los labios de Miriam se movían, como si murmurara una oración, o algunas palabras. A menos que no se tratara de un efecto de la luz de la luna a través de las hojas de la gran acacia que dominaba el paraje.

De repente, Rut cogió las esquinas de la manta, la desplegó y la extendió sobre las piernas de Miriam y sobre las suyas. Miriam no protestó ni la retiró. Esto decidió a Rut a hablar.

—He venido porque tenía que hacerlo. A causa del maestro José. Para confiarte una cosa. Tú dices que el maestro es injusto, pero eso no es cierto.

Con la cabeza baja, miró sus manos con las palmas sobre la áspera lana que cubría sus piernas. A ambos lados de su rostro, bajo los resplandores intermitentes de la luna, sus cabellos blancos brillaban como la plata.

—Yo tuve un esposo. Trabajaba el cuero. Con una sola piel de cabra era capaz de fabricar un odre de dos fanegas tan perfecto que no dejaba transpirar una gota de agua al sol del verano. Era un hombre sencillo y dulce. Se llamaba Josué. Mi madre lo había escogido para mí sin que yo lo conociese. Yo tenía la edad justa de los esponsales. Catorce años, quizá quince. Cuando vi a Josué por primera vez, supe que podía amarlo como se debe amar al esposo. Durante dieciocho años fuimos felices y desgraciados. Tuvimos tres hijas. Dos murieron antes de los cuatro meses de vida. La otra creció grande y hermosa. También murió. Desde entonces, no me gusta hacer duelo. Pero me quedaba mi Josué y pensaba que tendríamos otro hijo. Teníamos la edad y sabíamos hacerlo.

Tuvo deseos de reírse de su propia broma. La risa no salió. Apenas una sonrisa.

—Un día, Josué decidió que amaba al Eterno más que a mí. Esto le cogió como un viento que se levanta y destroza un campo de cebada. Vino a vivir a esta casa. Los hermanos tardaron en aceptarlo. No aceptan fácilmente a los nuevos. Desconfían. Temen que no tengan la fuerza suficiente para llegar a ser lo bastante puros… Pero yo tardé aún más en aceptar perderlo. Todos los días, me ponía a la puerta de la casa. No podía creer que permanecería allí, que no cambiaría de parecer. El Todopoderoso se había llevado a mis hijas. No podía llevarse también a mi Josué. ¿Qué culpa tenía yo? ¿O era su justicia?

La voz de Rut apenas era audible. Ella no lo quería, pero las lágrimas perlaban sus párpados. Hacía mucho tiempo que no había sacado esta historia de su corazón.

—Nunca me fue devuelto.

A través del espesor de la manta, se golpeó el muslo con la palma de la mano y respiró fuerte para deshacer el nudo que tenía en la garganta.

—Quien vino hacia mí un día fue el maestro José. Yo estaba a la sombra de una gran higuera, a la izquierda de la casa. Yo miraba la puerta, pero, de tanto mirarla, no la veía. Cuando se dirigió a mí, tuve tanto miedo como si un escorpión me picara en el culo.

Ella sonrió de nuevo. Era un poco exagerado, pero bastante cierto, y pensar en ello le permitía secarse los ojos. Esto debió de agradarle a la chica de Nazaret, porque, con su voz seca, preguntó:

—¿Qué te dijo?

—Que mi Josué no volvería nunca conmigo porque había escogido la vía de los esenios. Que esta vía le prohibía tratar a su esposa como antes. Que el Eterno me perdonaría si quería considerarme como una mujer sin esposo. Que yo todavía era joven y bella. Me sería fácil encontrar un hombre que quisiera amarme.

¡Qué raro resultaba pronunciar esas frases hoy!

—Si hubiese tenido a mano una piedra suficientemente grande, le habría roto el cráneo. Cambiar de esposo ¡y sin que eso fuese malo! Tiene que ser un hombre, sabio o no, ¡que el Todopoderoso me perdone!, quien tenga unas ideas parecidas. Una luna más tarde, seguía delante de la casa. Entraba el invierno. Llovía y llovía. La gente de la aldea me daba comida pero, contra la lluvia y el frío, no podían hacer nada. El maestro José vino una vez más a verme. Esta vez, me dijo: «Vas a morirte de frío si te quedas aquí. Josué no volverá a ti». Yo respondí: «Entonces, soy yo quien vendrá aquí, todos los días. Si el Eterno quiere que muera, moriré y tanto mejor». Él no se conformaba. Se quedó allí mucho tiempo, bajo la lluvia, a mi lado, sin decir palabra. Después, de repente, me anunció: «Puedes entrar y considerar nuestra casa como la tuya. Pero deberás respetar nuestras reglas y quizá no te gusten. Tendrás que convertirte en sirvienta nuestra». ¡Eso no era lo peor! Yo tenía la respiración entrecortada. El maestro José añadió: «En el curso de tus trabajos, verás ir y venir a tu esposo, pero él no te verá. Será como si no estuvieses allí. Y no podrás hablarle ni hacer nada para que vuelva a ti. Esto podría causarte un dolor mayor que el que sientes hoy». Yo me dije que tanto peor. Estaba dispuesta a todo con tal de estar bajo el mismo techo que Josué. Pero el maestro insistió: «Si el dolor es demasiado grande, tendrás que marcharte. Ni Dios ni yo queremos ningún mal para ti». Tenía razón. Era terrible ver a mi esposo y no ser más que una sombra. Una herida que se reabre a diario. Sin embargo, me quedé.

Ella se calló el tiempo necesario para apaciguar el fuego que todavía incendiaba su pecho.

—Fue hace mucho tiempo. Veinte años quizá. Lo pasé muy mal. Suplicaba al Todopoderoso que me dejara morir. A veces, el dolor era tan grande que ni siquiera me podía mover. El maestro venía a verme. Lo más frecuente era que no me hablara. Me cogía la mano y se sentaba un momento a mi lado. Eso va contra la regla. Pero Gueuel todavía no estaba allí. Y un día me dijo: «Tu Josué ha muerto. Su cuerpo es polvo, pero todos nuestros cuerpos serán polvo. Su alma es eterna. Vive al lado de Yahveh y sé que vive a tu lado. Tu casa está aquí. Vivirás aquí todo el tiempo que quieras, como una hermana vive en la casa de su hermano». No lloré. No podía. Pero me di cuenta de que mi amor a Josué seguía siendo muy fuerte. Un día, mucho más tarde, el maestro José me dijo: «La bondad y el amor que están en el corazón no siempre necesitan ver un rostro para existir y ni siquiera para recibir a su vez el amor. Vosotras, las mujeres, tenéis el corazón más grande y más sencillo que el nuestro. Tenéis que hacer menos esfuerzos para querer el bien de quienes amáis. Sois grandes para esto y, aunque seáis nuestras sirvientas, os envidio. Mientras vivas, tu Josué estará contigo».

La expresión de Miriam cambió, pero Rut no supo qué pensar. Podía leer en ella la cólera, la tristeza e incluso una especie de hastío. O quizá fuese el efecto de la luna.

Rut sintió la necesidad de añadir:

—Más tarde, comprendí el sentido de las palabras del maestro José. En aquel momento, lo importante era lo que me había dicho: «Tu Josué».

Se calló. Miriam había vuelto su rostro hacia ella, pero seguía callada. Bajo aquella mirada, Rut se sintió extrañamente incómoda. Lo que pasaba por el cerebro de esta chica nunca lograría adivinarlo, ni siquiera entenderlo.

—Te cuento mi historia para que dejes de estar enfadada con el maestro. Es el mejor hombre que ha habido en la tierra. Lo que ha hecho, tanto con palabras como con acciones, nos ha hecho bien. Él no tiene la culpa de que esta tumba no esté en el cementerio. Él es el maestro, pero no es el único que decide. Puede hacer mucho, pero no milagros. Yo también quise que hiciera un milagro para mi Josué. Pero es el Todopoderoso quien hace los milagros. Es así. Lo que es seguro es que el maestro sabe lo que sentimos nosotras, las mujeres. No nos menosprecia. Y él te quiere mucho. No puede decirlo ni demostrarlo en la casa. A causa de la regla. Pero quiere el bien para ti. E incluso espera algo de ti.

Rut se sorprendió por sus propias palabras. No estaba acostumbrada a hablar así. Simplemente, esta noche, le habían venido. Y necesitaba decirlas. No solo para restablecer la justicia para con el maestro José.

La pregunta de Miriam la dejó estupefacta:

—¿Ves a tu Josué después de su muerte?

Rut dudó.

—En sueños, a menudo. Pero más desde hace unos años.

—A Abdías lo veo. Sin embargo, no estoy dormida y tengo los ojos abiertos. Lo veo y él me habla.

Un escalofrío recorrió el espinazo de Rut. Sus ojos escrutaban la oscuridad a su alrededor. En el transcurso de su larga existencia, había oído muchas historias de este género. Muertos que salían de sus tumbas y vagaban. Verdaderas o falsas, ella las detestaba. ¡Sobre todo al escucharlas sentada en una tumba, en la oscuridad, en una tierra que no estaba bendecida por los rabinos!

—El hambre te juega malas pasadas —declaró ella con la voz más firme posible.

—No, no lo creo —respondió con calma Miriam.

Rut cerró los ojos. Pero, cuando los abrió, no vio a nadie más que antes.

—¿Qué te dice? —murmuró.

Miriam no respondió, pero sonreía. Una sonrisa tan difícil de comprender como su cólera.

—No me metas miedo —le suplicó Rut—. No soy una mujer valiente. Detesto la noche y las sombras. Detesto que veas cosas que yo no veo.

Lanzó un pequeño grito de terror porque la mano de Miriam tropezó con su brazo antes de encontrar la suya y agarrarla.

—No tienes porqué sentir miedo. Has tenido razón al venir. Para José también, debes de tener razón.

—Entonces, ¿te quedas?

—Todavía no es el momento de marcharme.