Capítulo 12

LA recuperación de Miriam llevó más tiempo del que José había previsto.

La habían instalado en una de las pequeñas habitaciones del ala de las mujeres, al norte de la casa. Tan pronto como estuvo allí, protestó. Quería estar al lado de Abdías. Se negaba a tomar alimento, a tranquilizarse, a ser razonable como le pedían. Cada vez que una sirvienta le repetía que debía cuidar de su propia salud y no de la de Abdías, porque había muerto, Miriam la insultaba sin contemplaciones.

Sin embargo, tras una dura jornada de luchas y de gritos, las sirvientas consiguieron que tomara un baño, comiera tres cucharadas de sémola en leche y tomara una tisana que la adormeció sin que se diera cuenta.

Durante tres días, así estuvo. Cuando abría los ojos, le daban de comer y le daban una tisana narcótica. Cuando se despertaba, Miriam encontraba a José a su lado.

En realidad, iba a visitarla con la mayor frecuencia posible. Mientras ella dormía, él la examinaba, ansioso. Pero, cuando abría los ojos, sonreía y pronunciaba palabras tranquilizadoras.

Ella no lo escuchaba. Incansablemente, hacía las mismas preguntas. ¿No podía curar a Abdías? ¿No era posible hacerle volver de entre los muertos? ¿Por qué José no era capaz de realizar ese milagro? ¿No era él el más sabio de los médicos?

José se limitaba a bajar la cabeza. Evitando dar respuestas cortantes, trataba de apartar a Miriam de sus angustias y de su obsesión. Nunca pronunciaba el nombre de Abdías y se obstinaba, ante todo, en hacer que comiera y bebiera lo antes posible el brebaje que la dormía.

José nunca iba solo a ver a Miriam. En el interior de la comunidad, la regla no permitía que un hermano se quedara solo en compañía de una mujer. El más brillante de sus discípulos, nacido en Gadara, en Perea, que se llamaba Gueuel, lo acompañaba. Apenas tenía treinta años, un rostro fino, un poco huesoso, y una mirada dispuesta a juzgarlo todo y a todos los que se encontraran con él.

La admiración de Gueuel por José era grande, pero su intransigencia ocultaba a menudo sus cualidades y amargaba el humor de sus compañeros. José toleraba ese carácter puntilloso. A veces, se burlaba de él con afectuosa ironía. Lo más frecuente era que lo utilizara para entonar el espíritu, igual que cuando nos echamos agua fría en la nuca por la mañana con el fin de eliminar los residuos del torpor nocturno.

Cuando Miriam, ignorando obstinadamente las respuestas de José, repitió sus preguntas por tercera vez, Gueuel dijo:

—Ha perdido la razón.

José lo negó.

—Rechaza lo que la hace sufrir en exceso. Eso no es volverse loca. Todos actuamos así.

—Por eso no sabemos discernir con claridad el Bien del Mal y las Tinieblas de la Luz…

—Nosotros, los esenios —recalcó José con una sonrisa—, creemos que quien está muerto puede resucitar.

—Sí, pero únicamente por la voluntad de Dios Todopoderoso. No por nuestro poder. Y también porque quien sea resucitado habrá llevado una existencia perfecta en el bien… ¡que no sería el caso de este am ha’aretz!

José bajó la cabeza maquinalmente. Con frecuencia, tenía este debate con sus hermanos. En esta casa, todo el mundo conocía su punto de vista: merece la pena sostener la vida hasta en las tinieblas y la muerte, porque ella era la luz de Dios dada al hombre. La vida era un don precioso, el signo mismo del poder de Yahveh. Había que hacer todo lo posible para mantenerla. Lo que no excluía que el hombre, si alcanzara algún día la pureza suprema, pudiera hacer renacer la vida allí donde pareciera haber desaparecido. Aunque José había manifestado en incontables ocasiones esta opinión, eso no impedía que Gueuel insistiese. Por eso, añadió:

—Ninguno de nosotros ha visto con sus propios ojos el milagro de la resurrección. Quienes reciben nuestros cuidados y a quienes devolvemos la vida todavía no están muertos. Solo somos terapeutas. Dispensamos el amor y la compasión, en los estrechos límites del corazón y el espíritu humanos. Solo Yahveh hace milagros. Esta chica se equivoca. El dolor le hace creer que tú eres tan poderoso como el Eterno. Es una blasfemia.

Esta vez, José asintió con más convicción. Contemplando el rostro dormido de Miriam, dejó pasar un poco de tiempo y declaró:

—Sí, solo Dios hace milagros. Sin embargo, piensa en esto, hermano Gueuel: ¿Por qué vivimos en Bet Zabdai y no en el mundo, entre las otras criaturas? ¿Por qué mantenemos la vida aquí, en el interior, y no fuera, hombres entre los hombres, si no es para hacerla más fuerte y más rica? En el fondo de nuestro corazón, esperamos ser lo bastante puros y lo bastante amados por Yahveh para que se cumpla por completo la Alianza que Él ha ofrecido a la descendencia de Abraham. ¿No es esa la razón de que observemos tan estrictamente las leyes de Moisés?

—¡Sí, maestro José! Pero…

—Gueuel, esto supone que esperamos, con toda nuestra alma, que un día Yahveh nos utilice para realizar sus milagros. Si no, habremos fracasado en ser su elección y su felicidad. Y seguiremos siendo de la raza de los hombres que lo defraudan.

Gueuel quiso replicar, pero José levantó la mano con autoridad.

—En una cosa tienes razón, Gueuel —añadió secamente—. No sería bueno sostener las ilusiones de la hija de Joaquín de Nazaret. Ella no debe creer que nosotros somos capaces de realizar milagros. Sin embargo, como médico, te equivocas: ella no se ha vuelto loca. Sufre una lesión invisible que provoca en ella una llaga tan profunda como una herida de espada. Las palabras que pronuncia, las esperanzas que alberga no deben parecerte dementes, sino sabias: apaciguan su herida con tanta eficacia como un emplasto y permiten expulsar del cuerpo la corrupción.

* * *

Cuando Miriam se despertó nuevamente, repitió su letanía de súplicas a José, con el fin de que devolviera la vida a Abdías. Esta vez, él le dijo:

—Ayer, después de tu llegada, despedimos el cuerpo de Abdías, como era nuestro deber. Lo envolvimos en un sudario y lo encomendamos a la luz de Yahveh. Su carne está en la tierra, donde vuelve a ser polvo, tal como el Eterno ha querido, haciéndonos mortales por la gracia de su aliento. Su presencia estará entre nosotros, en espíritu. Así debe ser. Ahora, has de convertirte en la guardiana de tu salud.

La voz de José era fría, desprovista de su dulzura habitual. Su rostro aparecía severo e incluso su boca parecía dura. Miriam se endureció. Gueuel la escrutaba. Ella cruzó su mirada con la de él y la sostuvo, antes de buscar de nuevo ayuda en la de José.

—En Magdala, nos enseñaste que la justicia es el bien supremo, la vía hacia la luz que Yahveh nos tiende —murmuró ella con un tono vibrante de cólera—. ¿Dónde está la justicia cuando Abdías muere y no Barrabás? Él podía morir, ya que tanto desafía a Herodes con la sangre.

Gueuel emitió un gruñido. José, un poco incómodo, se preguntó si era la condena de Barrabás lo que hacía reaccionar a su joven compañero o la evocación de su propia «enseñanza» a las mujeres de Magdala.

Con una autoridad que no excluía el deseo de provocar el mal humor de Gueuel, tomó la mano de Miriam.

—Dios decide —declaró, recuperando su dulzura habitual—. Nadie más que Él decide nuestros destinos. Ni tú, ni yo, ni ningún ser humano. Dios decide los milagros, los castigos y las recompensas. Él decide sobre la vida de Barrabás y Él es quien llama a Abdías. Tal es su voluntad. Nosotros podemos cuidar, aliviar el dolor, curar una enfermedad. Podemos hacer que la vida sea fuerte, bella y poderosa. Podemos hacer que la justicia sea la regla que una a los hombres. Podemos evitar que el mal sea nuestra arma. Pero la muerte y el origen de la vida solo pertenecen al Todopoderoso. Si no has comprendido esto a través de mi enseñanza, como tú la calificas, es que mi palabra es torpe y de poco peso.

Estas últimas palabras fueron pronunciadas con una ironía que Miriam ignoró. Mientras José hablaba, ella había cerrado los ojos. Cuando él terminó de hablar, ella retiró la mano de la suya. Sin decir una palabra, se dio la vuelta en su cama, de cara a la pared.

José la contempló, alargó el brazo y le acarició el hombro. Después, con un gesto paternal, la tapó con la mata de gruesa lana. La mirada de Gueuel seguía cada uno de sus movimientos.

Él se limitó a permanecer en silencio e inmóvil. Dudaba mucho que Miriam volviera a dirigirle la palabra, pero quería asegurarse de que su respiración recuperaba la calma.

Cuando estuvo seguro, se levantó. Hizo una señal a Gueuel para que lo imitara y saliera de la habitación con él.

En el vestíbulo, cuando llegaban al patio, los rodearon bruscamente un grupo de sirvientas. Venían del lavadero, cargadas con bandejas de ropa blanca. José retrocedió hasta un hueco. Gueuel, sin dudarlo, se abrió paso a través de ellas, obligando a las sirvientas a retroceder con sus pesadas cargas. A pesar del esfuerzo que tenían que hacer para cederle el paso, ellas no hicieron el más mínimo murmullo de protesta, se cuidaron de levantar la mirada e inclinaron la cabeza con respeto.

Cuando llegó al patio, Gueuel se volvió para esperar a José, con el ceño fruncido por la sorpresa. Señaló a las sirvientas.

—¿No podían dejarte pasar? Cada vez son más descaradas.

José disimuló su irritación tras una sonrisa.

—Sobre todo, cada vez hay menos y, por consiguiente, están sobrecargadas de trabajo. Si no estuviesen, ¿irías tú mismo, en las horas de estudio y de oración, a lavar nuestra ropa sucia?

Gueuel rechazó este pensamiento con una mueca. Cuando casi habían atravesado el patio, con un tono que pretendía ser conciliador, dijo:

—A veces, al oírte, ¡uno creería que no dudarías en nombrarlas «rabinas»!

Se interrumpió con una pequeña sonrisa divertida antes de continuar:

—Dios lo ha querido así: siempre será imposible. Es prueba de mucho orgullo pensar de otra manera y esperar que las mujeres puedan llegar a liberarse de lo que las hace mujeres.

José vaciló antes de responder. El pensamiento de Miriam le preocupaba. No estaba de humor para reaccionar con una sonrisa a la obstinación de Gueuel.

—Dios ha querido que seamos engendrados a partes iguales de la carne del hombre y de la de la mujer. Salimos del vientre de una mujer. ¿Por qué iba a querer el Eterno que saliéramos de una cloaca?

—Esos no son ni la palabra ni el pensamiento que albergo. Las mujeres son lo que son: movidas por la carne, la ausencia de razón y la debilidad del placer. Eso las hace inadecuadas para alcanzar la luz de Yahveh. ¿No es eso lo que está escrito en el Libro?

—Ya sé, Gueuel, que tú y muchos de nuestros hermanos condenáis mi opinión. Pero ni tú ni los otros habéis respondido hasta ahora a mis preguntas. ¿Por qué iba a habitar el mal en el vaso y no en la semilla? ¿Por qué vamos a ser nosotros más aptos para la pureza que las que nos engendran? ¿Cuándo se ha visto una fuente más pura que la gruta que la cobija?

—Te hemos respondido con la palabra del Libro. En todas partes, separa a la mujer del hombre y la juzga inadecuada para el conocimiento.

Eran argumentos mil veces rebatidos y una conversación que no llevaba a ninguna parte. José hizo un gesto de irritación, como si cazara una mosca, y se abstuvo de responder.

Molesto, con los labios apretados, Gueuel declaró:

—He hecho retirar el cuerpo del am ha’aretz de nuestro cementerio. Supongo que te entendieron mal. Su fosa no puede estar entre las nuestras, ya lo sabes. Los am ha’aretzim no tienen derecho a tierra sagrada.

José se quedó paralizado. Un temblor de repulsión le recorrió el cuerpo.

—¿Lo has sacado de la tierra? —preguntó con una voz monocorde—. ¿Quieres privarlo de sepultura?

—¡No, no!

Gueuel sacudió la cabeza. Una repugnante sonrisa de victoria endureció sus facciones.

—Sin sepultura, sería maldito. Supongo que no lo merece, ¿no es así? Incluso si su muerte, dado que todavía era casi un niño, significa, sin duda, que Dios no tenía grandes proyectos para él. No, no te preocupes. Ha sido enterrado. Al borde del camino que lleva a Damasco. Donde están las tumbas de los extranjeros y los ladrones.

José era incapaz de responder. Pensaba en Miriam. De repente, tuvo la sensación de que cada una de las palabras que le había dicho era una mentira.

Gueuel era suficientemente perspicaz para adivinar su pensamiento.

—Sería prudente que no volvieras a ver a esa chica. Su salud no está en peligro, solo su espíritu. Ella no te necesita y nuevas visitas a las zonas de las mujeres molestaría a nuestros hermanos.