LA noche siguiente, como otras tantas antes, Miriam se despertó en plena oscuridad. Abrió los ojos. Cerca de ella, Mariamne dormía, con una respiración regular. Una vez más, envidió el apacible sueño de su amiga.
¿Por qué, apenas abría los párpados, la invadía el sentimiento culpable de no tener derecho al descanso? La angustia le oprimía. Tenía la sensación de haberse tragado un trapo mojado que se le hubiese atascado en la garganta.
Sentía haberle prometido a Raquel que se quedaría un día más en Magdala. Hubiera sido mejor tomar el camino de Nazaret o de Jotapata a las primeras luces del alba.
Silenciosa, se levantó de la cama. En la habitación de al lado, rodeó la cama en la que dormían dos sirvientas para llegar al gran vestíbulo.
Descalza, con un chal grueso sobre su túnica, salió de la casa y pisó sin dudarlo la hierba húmeda de la noche. La luna en cuarto recortaba unas siluetas imprecisas sobre la orilla del lago. Ella se acercó con prudencia. Aquellas últimas semanas, sus noches habían estado marcadas tan a menudo por este paseo nocturno que podía orientarse solo con la fricción del follaje con la brisa y con el murmullo de las olas.
Se dirigió hacia el muelle en el que atracaban las barcas de la casa. Con la mano, rozó las piedras, encontró una más grande y se sentó. Ante ella, los juncos levantaban unos muros opacos, entrando en el lago a modo de pasillo. El cielo, en cambio, aparecía claro. A la otra orilla, se adivinaba esa tonalidad azulada que colorea la noche antes de la llegada del alba.
Inmóvil, se tranquilizó. Como si la inmensidad del cielo poblado de estrellas la liberara del peso que oprimía su pecho. Los pájaros aún permanecían silenciosos. Solo se oían las olas que llegaban hasta los guijarros de la orilla o se deshacían entre los juncos.
Permaneció así largo rato. Inmóvil. Sombra entre las sombras. Su angustia, sus dudas e incluso sus reproches la abandonaron. Pensó en Mariamne. Ahora, estaba feliz por pasar el día que empezaba junto a ella. Su despedida estaría llena de ternura. Raquel tenía razón al haberle impedido que se marchara de un modo demasiado brusco.
Se estremeció. Un ruido regular resonaba en la superficie del lago. El golpe sordo de madera contra madera. El choque de una rama contra la falca de una barca, eso era. Un movimiento regular, potente pero discreto. Ella escudriñó las aguas.
¿Quién podía llegar en una barca a esas horas? Los pescadores, que aprovechaban la brisa que levantaban los primeros rayos del sol, nunca se aventurarían en el lago antes del alba.
Inquieta, dudó si despertar a las sirvientas. ¿Habría enviado algún marido celoso a unos canallas para que trataran de dar un golpe? Eso ya había ocurrido. Más de una amenaza habían proferido contra Raquel y su «casa de mentiras» algunos hombres que habían descubierto su influencia sobre sus esposas.
Con prudencia, Miriam retrocedió a lo largo del muelle, ocultándose entre las ramas de un tamarisco. No tuvo que esperar mucho. Bien visible sobre la superficie del lago en el que se reflejaba el cielo que clareaba por el este, apareció una barca estrecha.
La barca se deslizaba sin dificultad. Un solo hombre, a proa, manejaba el largo remo. Llegado al centro del pasillo de juncos que conducía al muelle, se detuvo. Miriam supuso que trataba de localizar el pontón.
Con un hábil golpe, más violento, más largo, hizo girar el barco, dirigiéndolo directamente hacia Miriam.
Una vez más, ella pensó en huir. Pero el miedo la inmovilizó. Mientras trataba de distinguirlo mejor, algo en su silueta, en su cabellera, en su forma de echar la cabeza atrás le pareció familiar. Sin embargo, era imposible…
Pronto, el hombre dejó de impulsar la barca, guiándola solo con el remo. Un golpe indicó que la proa había tocado el muelle. La sombra hizo desaparecer al hombre. Después, se incorporó de repente antes de inclinarse para atar un cabo a la argolla de cubierta. La barca cabeceó. Hizo un movimiento vivo, ágil, para mantenerse. Su perfil se dibujó en el alba naciente. Miriam comprendió que no se equivocaba.
¿Cómo era posible?
Salió de su escondite y avanzó.
Él percibió la ligera zancada de sus pasos. De un brinco, saltó sobre el muelle. El brillo de una hoja de metal arañó la penumbra. Ella sintió miedo, ahogando un grito, temiendo haberse equivocado. Permanecieron inmóviles un instante, desconfiando cada una de la otra persona.
—¿Barrabás? —preguntó ella con una voz apenas audible.
Él no se movió. Estaba tan cerca que ella oía su aliento.
—Soy yo, Miriam —dijo ella, tratando de tranquilizarse un poco.
Él no respondió, se volvió hacia la barca, se agachó para verificar el nudo que la retenía. De nuevo, el pálido resplandor del cielo aclaró su perfil. Ella ya no tuvo duda alguna.
Avanzó con las manos tendidas.
—¡Barrabás! ¿Eres tú realmente?
Esta vez, él la miró de frente, cuando ella estuvo bastante cerca para tocarlo, él, con voz ronca, cansada, exclamó cómicamente:
—Pero, ¿qué haces aquí en plena noche?
Esto le hizo reír. Una risa nerviosa y llena de alegría. Un gozo desaparecido tanto tiempo atrás que la arrastró. Lo atrajo hacia ella, besándole la mejilla y el cuello.
Ella se dio cuenta de que temblaba y se mostraba temeroso de sus caricias. Se estiró, la rechazó y dijo antes de que ella pudiera preguntarle nada:
—Necesito tu ayuda. Abdías está conmigo.
—¿Abdías?
Él señaló la barca. Ella distinguió dos paquetes negros en el fondo del barco, una forma bajo una piel de cordero.
—Duerme —dijo ella, sonriendo.
Barrabás se dejó deslizar en la embarcación.
—No duerme. Está herido. Y mal.
La alegría que había inundado a Miriam desapareció. Barrabás levantó el cuerpo inerte del pequeño am ha’aretz.
—¿Qué le ha pasado? ¿Es muy grave? —preguntó ella.
Barrabás rechazó la pregunta con un gesto irritado.
—Ayúdame.
Ella se agachó, deslizó las manos bajo la espalda de Abdías. Una humedad cálida impregnó sus manos y sus dedos.
—¡Dios! Está lleno de sangre.
—Hay que salvarlo. Por eso he venido.
* * *
No pasó mucho tiempo hasta que la casa se despertara. Llevaron lámparas y antorchas para iluminar mejor la habitación en la que Barrabás acababa de depositar a Abdías.
Raquel, Mariamne, las sirvientas, incluso el cochero Recab, se arremolinaban alrededor de la cama. El cuerpo lívido del am ha’aretz parecía tan frágil como el de un niño de diez años, aunque su curioso rostro, paralizado por la inconsciencia o el dolor, era más viejo y más duro que de costumbre. Ennegrecido de sangre, manchado de polvo coagulado, una venda improvisada le atravesaba el pecho.
—Hemos hecho lo que hemos podido para que no se vaciara como un cordero —murmuró Barrabás—. Pero la herida se abre sin cesar. Yo no sé nada de emplastos. Donde estamos, nadie podía ayudarnos. No está lejos de aquí…
No acabó la frase, esbozó un movimiento inseguro. Raquel asintió. Le aseguró que había hecho bien, empujó a las sirvientas que miraban insistentemente al bandido del que tanto habían oído hablar. El rostro de Barrabás, ahora que las lámparas alumbraban, estaba gris de fatiga, atormentado por la tristeza. Su mirada no encerraba nada del fuego y de la rabia que Miriam había contemplado tantas veces. Largas costras, debidas a heridas mal cicatrizadas, recubrían sus brazos y, cuando podía, aliviaba de su peso una de las piernas.
—¿Tú también estás herido? —se interesó Raquel.
—No es nada.
Las sirvientas trajeron agua caliente y paños limpios. Miriam dudó al deshacer el vendaje. Le temblaban los dedos. Raquel se arrodilló y deslizó la hoja de un cuchillo bajo el tejido sucio. Con pequeños tijeretazos, deshizo el vendaje que Miriam apartaba, revelando poco a poco la herida.
Bajo la caja torácica, encima del vientre, la herida era lo bastante grande para dejar ver las entrañas. La lanzada que un mercenario había retorcido para agravar la herida. Las sirvientas gimieron, tapándose los ojos y cubriéndose la boca. Raquel las mandó fuera. Valerosamente, Mariamne se puso al lado de Miriam, con los labios temblando. Humedeció un paño en el agua y se lo tendió a su amiga, que, con el rostro duro, sin lágrimas, comenzó a limpiar el contorno de la herida.
Cuando acabó de retirar los vendajes sucios, Raquel miró de frente a Barrabás.
—Es peor de lo que pensaba. Ninguna de nosotras sabe lo bastante para curar una herida tan profunda.
Barrabás la interrumpió con un quejido salvaje.
—¡Hay que salvarlo! Hay que cerrar la herida, poner emplastos…
—¿Cuánto tiempo hace que está en este estado?
—Dos noches. No estaba tan mal, al principio. El dolor lo mantenía despierto. Debería haber venido antes. Pero tenía miedo de agrandar la herida. Hay que salvarlo. He visto a otros que han sobrevivido a heridas peores…
Las palabras le salían mecánicamente, como si las hubiese repetido miles de veces, a cada golpe de remo que lo había acercado a Magdala.
Raquel vio que esbozaba un gesto hacia el hombro de Miriam mientras que, sin una palabra, lavaba el rostro de Abdías. Dejó caer el brazo, con la boca amarga.
—Ve a descansar —le dijo ella con dulzura—. Tú también necesitas cuidados. Vete a comer y a dormir. Aquí no nos eres útil para nada.
Barrabás se volvió hacia Raquel como si no comprendiera nada. Ella le sostuvo la mirada. Unos ojos atormentados por los horrores de una matanza. Ella dominó el temblor que le atravesaba la nuca y encontró la fuerza para esbozar una sonrisa.
—Vete —insistió ella—. Vete a descansar. Nosotras cuidaremos a Abdías.
Él dudó, lanzó aún una mirada hacia Miriam. Salió de la habitación sin que ella le dirigiera siquiera un gesto.
* * *
Durante todo el tiempo en el que ellas se estuvieron ocupando del niño, Abdías permaneció sin conocimiento. Su extraño rostro no dejaba traslucir ningún sufrimiento, sino, más bien, un gran desvalimiento. Varias veces, Miriam acercó su mejilla a la boca del niño para asegurarse de que respiraba. Mientras ella le lavaba las manchas coaguladas por el sudor, sus gestos se parecían cada vez más a caricias.
El cuerpo del niño estaba cubierto de golpes. Los hematomas le ennegrecían los muslos y la piel de las caderas estaba desgarrada. Sin duda, lo habían arrastrado por el suelo, quizá desde un caballo, y durante un gran trecho.
Sin reconocerlo, Miriam temía que le hubiesen roto igualmente los huesos. Raquel hizo el mismo razonamiento. En silencio, con una dulzura extrema, palpó las piernas y los brazos de Abdías. Mirando a Miriam, movió la cabeza. Nada parecía roto. En cambio, era imposible saber cómo estaba la cadera.
Las sirvientas regresaron con gran cantidad de paños limpios, el cochero había ido a despertar a una mujer de la vecindad, conocida por su conocimiento de las plantas, que, en cada parto, hacía el oficio de comadrona.
Cuando ella vio a Abdías, tuvo un sobresalto y empezó a gemir. Con sequedad, Raquel le impuso silencio y le preguntó si era capaz de fabricar unos emplastos para curar las heridas y, sobre todo, para impedir la hemorragia.
La mujer se tranquilizó. Mariamne le tendió una lámpara, que ella acercó a la herida. Examinó al niño con cuidado, sin rastro de temor.
—Naturalmente que puedo hacer un emplasto —murmuró ella incorporándose—. E incluso un vendaje que impida que eso se pudra demasiado rápido. Y también elaborar un brebaje que sostenga a este pobre crío, si sois capaces de hacérselo beber. Pero no me aventuraría a jurar que todo eso lo sane y lo cure.
Con la ayuda de Mariamne y de las sirvientas, la comadrona preparó un emplasto compuesto por arcilla, mostaza negra molidas con pimientos y polvo de clavo. Envió a las sirvientas a cocer una buena cantidad de hojas aterciopeladas de consuelda y de llantén que bordeaban las sendas del jardín. Las añadió al preparado, amasándolo todo hasta obtener una pasta de textura viscosa.
Mientras tanto, siguiendo sus indicaciones, Mariamne hervía ajo y una raíz de serpol, tomillo y granos de cardamomo en leche de cabra con vinagre. Con esta mezcla se mantenía de ordinario a las personas ancianas cuyo corazón apenas latía.
Con la ayuda de Raquel, Miriam se la hizo beber con dificultad a Abdías, después de que la comadrona le hubiera recubierto las heridas con el emplasto y vendado de nuevo la llaga. En su inconsciencia, regurgitaba sin cesar el líquido. Ellas siguieron haciéndosela tomar pacientemente gota a gota.
¿Produjo esto algún efecto? Mientras ellas le daban la vuelta para vendarlo mejor, Abdías dio unos gemidos tan fuertes que se quedaron paradas. Sin atreverse a hacer un gesto más, vieron que se agitaban sus dedos, como si tratara de agarrar algo. Cuando volvieron a ponerlo delicadamente sobre la espalda, su respiración se aceleró. Abrió los párpados. Al principio, parecía que sus ojos no veían nada. Después, se dieron cuenta de que estaba recuperando la conciencia.
Sus ojos se deslizaron sobre los rostros desconocidos de Mariamne y Raquel. La sorpresa, el dolor, el temor se mezclaban en su rostro de rasgos marcados y prematuramente envejecidos. Descubrió a Miriam. Un tenue suspiro se deslizó entre sus labios. Se relajó, aunque su respiración era difícil.
Acercando mucho su cara a la suya, Miriam le agarró dulcemente la mano. Ella le susurró:
—Soy yo, Miriam. ¿Me reconoces?
Movió los párpados. El esbozo de una sonrisa iluminó sus pupilas. Parecía tan débil que ella temía que perdiera la conciencia de nuevo. Pero él luchó, encontró la fuerza para murmurar:
—Barrabás me había prometido… te vería antes…
Parecía que las palabras se desgarraban sobre sus labios. No logró acabar la frase. Pero sus ojos decían lo que no podía pronunciar.
—No te fatigues —dijo Miriam, poniéndole los dedos en su boca—. Es inútil hablar. Guarda tus fuerzas: te vamos a curar.
Abdías hizo una señal de negación.
—No es posible… Yo sé…
—No digas tonterías.
—No es posible.. El agujero es demasiado grande… He visto…
En un sollozo, Mariamne se levantó y salió de la estancia. Miriam cogió el cántaro que contenía el brebaje.
—Tienes que beber.
Abdías no protestó. Miriam humedeció sus labios agrietados con un paño; después, le puso con delicadeza el borde de un vaso entre los dientes. Él bebió un poco, temblando por el esfuerzo. Pero apenas absorbía un poco de la mixtura, tenía que recobrar el aliento.
Tras unos sorbos, Miriam apartó el vaso y le acarició con ternura la mejilla. Abdías buscó su mano y la agarró con sus dedos secos.
—Le prometí al padre Joaquín… Le prometí…
Extrañamente, la ironía brillaba en su mirada.
—… que sería tu esposo…
—¡Sí! —exclamó Miriam con fervor—. ¡Vive, Abdías! ¡Vive y serás mi esposo!
Esta vez, una auténtica sonrisa se deslizó sobre los labios de Abdías. Sus párpados se movieron de nuevo. Sus dedos agarraron un poco más los de Miriam. Después, sus ojos se cerraron. Solo quedó en sus labios una mueca.
—¿Abdías? —preguntó dulcemente Miriam.
No obtuvo respuesta.
—¿Vive todavía?
Era Barrabás, de pie, en el umbral de la habitación, quien había hecho la pregunta. Miriam, acurrucada al pie de la cama, apretando los dedos de Abdías contra sus labios, no respondió. Raquel se inclinó al lado de ella y puso la mano en el pecho del niño.
—Sí —dijo—. Su corazón late como un martillo, Que el Todopoderoso lo tenga en su misericordia.
* * *
A mediodía, Abdías todavía vivía. Presa de la fiebre, con el cuerpo ardiendo, ni un instante había recobrado el conocimiento. Miriam lo velaba sin descanso.
La comadrona preparó nuevos emplastos, una nueva mixtura, hizo cocer paños en una infusión de menta y de clavo, con el fin de que los apósitos no pudriesen la llaga, según explicó. Pero, cuando Mariamne le preguntó si Abdías sobreviviría, ella se contentó con un suspiro. Señaló a Barrabás, que mantenía un aire arrogante, y declaró:
—A este también hay que curarlo.
Barrabás protestó con desprecio. La mujer no se dejó intimidar.
—A los demás, puedes escondérselo, pero yo lo veo: tienes fiebre. Ocultas una herida. Te corroe. En un día o dos, no estarás mejor que este pobre crío.
Barrabás, obstinado, la tachó de loca. Raquel los empujó fuera de la habitación.
—Evitad hacer tanto ruido al lado de Abdías —les exigió, antes de insistir para que Barrabás aceptara los cuidados de la comadrona. Vamos a necesitarte para salvar a tu compañero. Así que no te quedes en el mismo estado que él.
De mala gana, Barrabás se levantó la túnica. Un trozo de trapo desgarrado cubría su pierna derecha. La comadrona lo levantó e hizo una mueca de asco ante la llaga. La punta de una flecha había atravesado la carne del muslo. Era una herida leve al principio, pero tan mal cuidada que supuraba un humor amarillento y maloliente.
—Más mugriento que un piojo, ¡así estás! —suspiró ella.
Con un gesto seco, cogiéndolo por sorpresa, retiró la túnica de Barrabás, dejando a la vista su torso lleno de cicatrices y sembrado de costras.
—¡Mira esto!: cuchilladas, llagas y bultos… ¿Y desde cuándo no te lavas?
Barrabás la empujó hacia atrás con ira, y con insultos. Pero la mujer le agarró la nuca con fuerza y lo obligó a escucharla; sus caras estaban tan cerca que cualquiera hubiera creído que iban a besarse en la boca.
—¡Cállate, Barrabás! Sé quién eres: tu nombre ha llegado hasta aquí. Sé lo que haces y por qué luchas, no hace falta que me demuestres tu valor. También es inútil morir por estupidez, porque te rompa el corazón ver a tu pequeño compañero a las puertas de la muerte. Sé inteligente. Déjate curar, descansa unas horas y podrás ayudarle.
La tensión que mantenía rígidos los músculos de Barrabás cedió de golpe. Lanzó una mirada hacia la habitación en la que estaban Miriam y Abdías. Sus hombros se hundieron. Aunque no derramara ninguna lágrima, Raquel y la comadrona comprendieron lo que significaba el temblor de sus labios. Púdicamente, volvieron la cabeza.
Un poco más tarde, él se hundía en el baño preparado por las sirvientas y se dormía, completamente destrozado. La comadrona sonrió y le susurró al oído a Raquel que la aplicación de su medicina podía esperar.
Si Miriam había oído la disputa, las protestas de Barrabás, no lo demostró en absoluto. Tampoco se preocupó por el estado del guerrero.
A su lado, Mariamne observaba su rostro y no lo reconocía. Los rasgos serios pero acogedores habían dado paso a una cara dura y violenta, llena de una cólera que la marcaba tanto como la tristeza. La mirada fija parecía no ver el cuerpo de Abdías. Bajo los pliegues de la túnica, se adivinaba la extrema tensión de la espalda. La respiración era tan tenue como la del niño inconsciente.
Desconcertada, Mariamne no se atrevía a decir palabra. Sin embargo, ardía en deseos de saber quién era el pequeño am ha’aretz que tanto trastornaba a su amiga. Miriam nunca le había hablado de él, aunque se habían reído juntas, y más de una vez, de Barrabás, de cuyo valor y determinación, así como de su enorme orgullo, le gustaba hablar a Miriam.
Aún dudando, acabó por rozarle la mano.
—Vete a descansar tú también. Apenas has dormido esta noche. Yo me quedaré a su lado. No tienes nada que temer. Si abre los ojos, te llamo al instante.
Miriam no reaccionó inmediatamente. Mariamne creyó que no la había oído. Iba a repetirlo cuando Miriam levantó la cabeza y la miró. Curiosamente, sonrió. Una sonrisa sin alegría, pero de una ternura inmensa, que rompió la dureza de sus rasgos como se rompe una cerámica demasiado fina.
—No —dijo ella con esfuerzo—. Abdías me necesita. Sabe que yo estoy aquí y me necesita. Saca sus fuerzas de mi corazón.
* * *
Barrabás se despertó cuando el sol todavía no estaba muy alto. Enseguida se preocupó por saber si Abdías había recobrado la conciencia. La comadrona negó con la cabeza y no le dio tiempo a que hiciese otra pregunta antes de curarlo. Cuando hubo terminado, envolviéndole el muslo en un grueso vendaje que le dejaba rígida la pierna, se acercó a Miriam.
Ella ni siquiera hizo ademán de percatarse de su presencia. Con un gesto, que nunca era maquinal, de vez en cuando enjugaba la frente de Abdías o depositaba unas gotas de brebaje en sus labios. En otros momentos, le acariciaba las manos, la mejilla o la nuca. Sus labios se movían como si pronunciara unas palabras que ni Raquel ni Mariamne, acurrucadas al otro lado de la cama, lograban comprender.
De repente, la voz de Barrabás se elevó, seca y áspera. Con el rostro vuelto hacia Miriam, como si se dirigiera únicamente a ella, comenzó a contar.
—Matías, el que se reunió con nosotros en Nazaret, en casa de Yossef, llegó un día cerca de Gabara, donde se escondía de los mercenarios. Me preguntó: «¿Hasta cuándo piensas esconderte como una rata? Necesitamos gente para luchar contra Herodes y hacerle mucho daño. Tú tienes mil hombres dispuestos a seguirte. Yo, solo la mitad, pero tengo muchas armas. Sobre todo, yo no he cambiado de opinión. Hay que luchar. Y, si hay que morir, ¡que sea plantando una espada en la panza de esos puercos!». Tenía razón y yo estaba cansado de esconderme. Y también de pensar sin cesar en tus reproches, Miriam. Es muy posible que tengas razón y que nos haga falta un nuevo rey. Pero no llegará solo porque lo desees. Por eso, estreché la mano de Matías y le dije que sí. Así empezó todo.
Al principio, la sorpresa había sido su mejor arma. Eran lo bastante numerosos para organizar ataques simultáneos en distintos lugares. En un camino, al paso de una columna de soldados, contra los campamentos o los pequeños fuertes levantados en las inmediaciones de las ciudades… Los mercenarios de Herodes, que no esperaban sus asaltos, se defendían mal y huían, dejando muchos muertos sobre el terreno. Si, superiores en número, resistían, Matías y Barrabás ordenaban unas retiradas demasiado rápidas para que sus enemigos pudieran perseguirlos. Lo más frecuente era que saqueasen las reservas o las incendiasen.
En pocos meses, la inquietud había comenzado a hacer mella en las tropas de Herodes. Los mercenarios temían desplazarse en pequeño número. Ningún campamento de Galilea era lo bastante seguro para ellos. Los robos y los incendios de los almacenes desorganizaban la intendencia de las legiones. Los oficiales romanos, tan altivos, que mandaban las plazas fuertes también manifestaban inquietud.
—Pero en la casa de Herodes reina la locura. Los romanos lo temen y no se atreven a decirle la verdad. En los palacios, nadie sabe distinguir la verdad de la mentira. Todo ha pasado exactamente como yo lo había previsto. No había mejor momento para la rebelión.
Todos los días llegaban hombres para unirse a ellos y luchar a su lado. En las aldeas de Galilea y del norte de Samaria, los recibían con los brazos abiertos. Los campesinos no se hacían de rogar para darles comida y, si era preciso, esconderlos. A cambio, cuando los golpes contra el tirano y sus secuaces rendían un botín suficiente, se compartía con alegría entre todos, combatientes y aldeanos.
Estimulados por su nueva fuerza, Barrabás y Matías decidieron llevar sus ataques cada vez más lejos, fuera de Galilea. Nunca grandes batallas, sino combates rápidos, mortíferos. Al principio, en Samaria; después, en el puerto de Dora, en el país de los fenicios, donde habían capturado un hermoso cargamento de armas forjadas al otro lado del mar. Habían aprovechado para liberar a un millar de esclavos. Eran bárbaros del Norte, algunos de los cuales se habían quedado con ellos. Atacaron Siquem y Acrabeta, a las puertas de Judea, burlándose de los hijos de Herodes supervivientes, refugiados en la fortaleza de Alexandrion.
—No tuvimos necesidad de combatir contra ellos, porque Herodes, en la pasada luna, ¡los asesinó él mismo!
Después de cada victoria, el entusiasmo aumentaba en las aldeas.
—Incluso los rabinos dejaron de denigrarnos en las sinagogas —añadió Barrabás con una voz sin matices—. Y cuando entrábamos en las villas no vigiladas por los mercenarios, los habitantes nos acogían cantando y bailando. Quizá eso sea lo que nos jugara una mala pasada.
Hablaba, y hablaba, como si necesitara limpiar su alma de sus vivencias intensas y extraordinarias de los últimos meses. Miriam, sin embargo, no quitaba la vista de Abdías. No mostraba ningún indicio de escuchar, mientras que, con el rostro levantado hacia Barrabás, Raquel y Mariamne no perdían una sola palabra.
Él señaló a Abdías con un gesto de dolor, casi acariciador.
—También a él le gustaba. Siempre le gustó luchar. En los combates, cuando nos sacudimos unos contra otros, con el cuchillo en la mano, cortando y gritando a diestro y siniestro, está en su salsa. Aprovecha su pequeñez, su aspecto de niño. Pero no hay que fiarse. Es más astuto que un mono y más valiente que todos nosotros. Sí, le encanta luchar. Se toma la revancha…
Barrabás se calló. Siguió en silencio la mano de Miriam que acariciaba el brazo de Abdías, le humedecía las sienes. Sacudió la cabeza.
—La idea de volver a Galilea para atacar la fortaleza de Tiberíades es suya. Quería realizar una hazaña. No por orgullo, sino para demostrar al fin a todos que tanto los legionarios de Roma como los mercenarios de Herodes estaban a nuestra merced. Incluso allá donde se creían más fuertes. Había que encontrar un lugar considerado invencible. Habíamos pensado en las fortalezas de Jerusalén o de Cesárea. Pero Abdías me dijo: «Podemos tomar Tiberíades. Casi lo hicimos ya».
Era cierto. El ataque durante el que habían liberado a Joaquín había puesto de manifiesto los puntos débiles de la fortaleza. Los romanos eran demasiado estúpidos y estaban demasiado seguros de sí mismos para haberlos corregido. Habían reconstruido tontamente las barracas del mercado y los edificios de madera que rodeaban los muros de piedra. Como la primera vez, se trataba de prenderles fuego.
Pero esta vez, en vez de aprovechar la confusión producida por el incendio para huir, forzarían las puertas. Pensaban tener bastantes hombres para sitiar el lugar.
Además, Barrabás y Matías no dudaban que, una vez entablados los combates y ante el debilitamiento de los mercenarios y los legionarios, la gente de Tiberíades tomaría las mazas, las guadañas, las hachas para luchar a su lado.
—La única dificultad —continuó Barrabás— era no levantar las sospechas de los espías de Herodes. No se podía meter en la ciudad a más de mil de la noche a la mañana.
Por eso, las dos bandas se distribuyeron en pequeños grupos de tres o cuatro. Disfrazados de mercaderes, campesinos, artesanos e incluso de mendigos, los rebeldes habían encontrado refugio en las aldeas de las colinas, en los pueblos de pescadores entre Tiberíades y Magdala. Esto llevó su tiempo: casi un mes entero.
—Sin duda, algunos se lo imaginaron —suspiró Barrabás—. Pero pensábamos…
Hizo un gesto de hastío.
¿Quién se había dejado sobornar: un traidor de la banda de Matías o de la suya, un pescador, un campesino demasiado asustado o un infame que quería ganar unos dineros a cambio de sangre?
—No lo sabremos nunca, pero creo que es uno de los nuestros. Si no, ¿cómo iban a saber dónde dormíamos, Matías y yo? Abdías estaba con nosotros. Es lo que el traidor ha contado sin duda: que estábamos en aquel pueblo, Matías y yo. Que bastaba detenernos para que los demás no se atrevieran a luchar.
Dos noches antes del ataque, a las primeras luces del amanecer, mientras el pueblo todavía dormía, un diluvio de fuego se abatió sobre las chozas. En la noche, una gran barca de guerra se había situado en el lago, a la altura del pequeño puerto. Las balistas instaladas a bordo habían proyectado decenas de jabalinas inflamadas sobre los tejados. Mientras las familias huían aterrorizadas, una cohorte de soldados romanos de caballería habían entrado en el pueblo por el norte y por el sur. Niños, mujeres, ancianos o combatientes, los soldados mataban sin distinción.
—Para ellos, era fácil —prosiguió Barrabás—. El pánico era enorme. Los niños y las mujeres gritaban, corrían en todos los sentidos antes de que los cascos de los caballos los atropellaran. Los romanos estaban entusiasmados. Apenas podíamos luchar. Y solo éramos cinco: Matías y dos de los suyos, Abdías y yo. Matías murió inmediatamente. Abdías me ayudó a huir…
Barrabás no pudo decir más. Su mano se deslizó sobre su rostro, en una vana tentativa de borrar lo que aún veía.
El silencio que siguió era tan intenso, tan terrible, que se percibía la respiración ronca del pequeño am ha’aretz.
Mariamne, sin darse cuenta, llevaba un rato aferrada a la mano de su madre. Se dejó deslizar contra la pared, llorando sin ruido, acurrucada.
Como si fuese de piedra, Miriam no se movía en absoluto. Raquel se dio cuenta de hasta qué punto esperaba Barrabás una palabra de ella. Pero no ocurrió nada. Simplemente, declaró con una voz seca:
—En nuestras manos, Abdías no vivirá.
Raquel se estremeció.
—¿Qué quieres hacer? La comadrona dijo que ella no podía hacer nada más. Y aquí, en Magdala, nadie sabe curar mejor que ella.
—Solo hay una persona que pueda devolverle la vida. Es José. En Bet Zabdai, cerca de Damasco. Él sabe curar.
—¡Damasco está demasiado lejos! A tres días, por lo menos. Ni lo sueñes.
—Sí, es posible. Día y medio, como máximo, debería bastar si no nos detenemos por la noche y si las mulas son buenas.
La voz de Miriam era cortante, fría. Estaba claro que, durante todo el discurso de Barrabás, solo había estado pensando en una única cosa: el medio de llegar a Damasco lo más rápidamente posible. Levantó el rostro hacia Raquel.
—¿Quieres ayudarme?
—Por supuesto, pero…
No había tiempo para dudar. Era evidente: si hacía falta, Miriam llevaría a Abdías en sus brazos hasta Bet Zabdai. Raquel se levantó sin prestar atención a la mirada estupefacta de Barrabás.
—Sí… Puedes coger mi carro. Voy a pedirle a Recab que lo prepare.
—Hay que hacerlo más cómodo —dijo Miriam—. Hay que preparar vendas, agua, emplastos. Y también una segunda persona para conducir las mulas. Cambiaremos en marcha. Tenemos que partir de inmediato…
Las frases sonaban como órdenes, pero Raquel bajó la cabeza sin ofenderse. Mariamne se levantó, enjugando sus lágrimas con un pliegue de su túnica.
—Sí, hay que darse prisa. Voy a ayudarte. Voy a ir contigo.
—No —dijo Barrabás—. Soy yo quien tiene que acompañarla. Hace falta un hombre para conducir las mulas.
Como antes, Miriam no le dirigió la mirada, sin aprobar ni rechazar su ayuda.