Capítulo 1

LOS gritos de los niños rompieron la somnolencia de la primera hora de la mañana.

—¡Ya están aquí! ¡Ya están aquí!

En su taller, Joaquín ya estaba trabajando. Intercambió una mirada con su ayudante, Lisanias. Sin dejar que los gritos lo distrajesen, con un solo movimiento, levantaron la viga de cedro y la depositaron sobre el banco de trabajo.

Lisanias se masajeó los riñones, quejándose. Era demasiado viejo para hacer esos esfuerzos. Tan viejo que nadie, ni él mismo, recordaba qué día había nacido en una lejana aldea de Samaria. Pero Joaquín había trabajado con él desde siempre. No se le pasaba por la cabeza sustituirlo por un joven aprendiz desconocido. Lisanias le había enseñado, con su padre, el oficio de carpintero. Los dos juntos habían hecho más de cien tejados en las aldeas alrededor de Nazaret. Varias veces, habían solicitado sus servicios hasta en Séforis.

Oyeron unos pasos en el patio mientras los gritos de los niños resonaban aún en las paredes de la aldea. Hannah se detuvo en la puerta del taller. Proyectada por el sol rasante de la mañana, su sombra llegaba hasta sus pies. Anunció:

—Han llegado.

Estas palabras no hacían falta, no lo ignoraba, pero tenía que decirlas a modo de queja de rabia y de inquietud.

—Ya los he oído —suspiró Joaquín.

No hacía falta decir más. En la aldea, todo el mundo sabía lo que pasaba: los recaudadores del Sanedrín entraban en Nazaret.

Desde hacía días, recorrían Galilea, yendo de aldea en aldea, precedidos por el anuncio de su llegada como el rumor de la peste. Y cada vez que dejaban una aldea, el rumor aumentaba. Se creía que devoraban todo a su paso, como las langostas lanzadas sobre el Egipto del faraón por la ira de Yahveh.

El viejo Lisanias se sentó sobre un bloque de madera, sacudiendo la cabeza.

—¡Hay que dejar de ceder ante estos buitres! Hay que dejar que decida Dios a quién castigar: a ellos o a nosotros.

Joaquín se pasó la mano por la barbilla, rascando su corta barba. La tarde anterior, los hombres de la aldea se habían reunido. Cada uno había dado rienda suelta a su furia. Como Lisanias, varios habían dicho que no se diera nada más a los recaudadores de tributos. Ni grano, ni dinero, ni objeto alguno. Que cada persona se les acercara con las manos vacías y dijera: «¡Fuera!» Pero Joaquín sabía que eran solo palabras, los sueños desesperados de unos hombres encolerizados. Los sueños se desvanecerían y el coraje se desmoronaría en cuanto tuvieran que afrontar la realidad.

Los recaudadores no entraban a saquear las aldeas sin la ayuda de los mercenarios de Herodes. Si ante los primeros podían presentarse las manos vacías, ante las lanzas y las espadas, la cólera constituiría una debilidad añadida. Solo serviría para provocar una masacre. O para palpar un poco más su impotencia y su humillación.

Los niños del vecindario se pararon ante el taller, rodeando a Hannah, con los ojos brillantes de excitación.

—¡Están en casa de la vieja Hulda! —anunciaron.

Lisanias se levantó; la boca le temblaba.

—¿Y qué van a encontrar en casa de Hulda? ¡No tiene nada de nada!

En Nazaret, todos sabían que Hulda era la amante de Lisanias. Si no hubiese sido por la tradición, que prohibía que los de Samaria se casaran con las mujeres de Galilea e incluso que vivieran bajo el mismo techo que ellas, haría lustros que serían marido y mujer.

Joaquín se enderezó, ciñendo cuidadosamente los faldones de su túnica con el cinturón.

—Voy allá; quédate aquí con Hannah —le dijo a Lisanias.

Hannah y los niños se apartaron para dejarlo pasar. Apenas había salido cuando le sorprendió la voz clara de Miriam.

—Voy contigo, padre.

Hannah protestó de inmediato. No era un lugar para una niña pequeña. Joaquín no le dio la razón. El aspecto decidido de Miriam le disuadió. Su hija no era como las demás. Había en ella algo más fuerte y más maduro. Coraje y rebeldía también.

En realidad, su presencia le hacía siempre feliz y eso se notaba tanto que Hannah no dejaba de burlarse de él. ¿Era de esos padres devotos de su hija? Podía serlo. Y si lo era, ¿qué tenía de malo?

Sonrió a Miriam y le hizo un gesto para que fuese a su lado.

* * *

La casa de Hulda era una de las primeras al entrar a Nazaret por el camino de Séforis. La mitad de los hombres del pueblo ya estaban allí congregados cuando llegaron Miriam y Joaquín.

Veinte mercenarios en túnica de cuero vigilaban las monturas de los recaudadores y las carretas tiradas por mulas, un poco más abajo, en el camino. Joaquín contó cuatro carretas. Los crápulas del Sanedrín se habían hecho demasiadas ilusiones si esperaban llenarlas.

Otro grupo de mercenarios, bajo la mirada de un oficial romano, formaban en fila ante la casa de la vieja Hulda. Con el puño cerrado sobre la lanza o sobre la empuñadura de una espada, todos mostraban la misma indiferencia.

Joaquín y Miriam no vieron a los recaudadores sobre el terreno. Estaban en el interior de la minúscula casa.

De repente, se oyó la voz de Hulda. Una queja ronca rasgó el aire. Se produjo un barullo en el umbral de la casita, y se les vio.

Eran tres. Con la boca dura, esa expresión altiva en los ojos que confiere el poder sobre las cosas y los seres. Sus túnicas negras barrían el suelo. Negro también era el velo de lino enrollado sobre sus bonetes y que, a los lados, solo dejaba ver unas barbas sombrías.

Joaquín apretó las mandíbulas hasta hacerse daño. Le bastaba con verlos para hervir de furor. De vergüenza y de deseos asesinos. ¡Que Dios perdone a todos! Auténticos buitres, parecidos a esos cuervos que se alimentaban de los ajusticiados.

Adivinando sus pensamientos. Miriam buscó su mano y la apretó con fuerza. Volcaba allí toda su ternura, pero compartía demasiado el dolor de su padre para poder apaciguarlo.

De nuevo, Hulda lanzó un grito. Suplicó; sus manos con los dedos desfigurados tendidas hacia delante. Su moño se deshizo. Unas mechas de cabellos blancos le cubrieron la mitad de su rostro. Ella trataba de aferrar la túnica de uno de los recaudadores balbuciendo:

—¡No podéis! ¡No podéis!

El hombre se soltó. La empujó haciendo muecas de asco. Los otros dos se acercaron en su ayuda. Agarraron a la vieja Hulda por los hombros, sin ningún miramiento a su edad y su debilidad.

Ni Miriam ni Joaquín habían comprendido aún la razón de los gritos de Hulda. Después, uno de los recaudadores se adelantó. Ambos vieron entonces, entre los faldones de su túnica de cuervo, el candelabro que apretaba contra su pecho.

Un candelabro de bronce, más viejo que la misma Hulda, adornado con flores de almendro. Era herencia de los abuelos de sus abuelos. Un candelabro de Jánuca, tan antiguo que contaba que lo habían tenido los hijos de Judas Macabeo y ellos habían sido los primeros que habían encendido las candelas que festejaban el milagro de la luz eterna. Era, ciertamente, la única cosa de cierto valor que todavía poseía. En la aldea, todos conocían los sacrificios que había hecho Hulda para no separarse de él. Más de una vez, había preferido la privación a las monedas de oro que hubiera podido obtener.

Al ver el candelabro en los brazos del recaudador, se elevó la protesta de quienes allí se encontraban. ¿No era acaso, en todos los hogares de Galilea y de Israel, el candelabro de Jánuca tan sagrado como el pensamiento de Yahveh? ¿Cómo podían atreverse los servidores del templo de Jerusalén a robar la luz de una casa?

A las primeras protestas, el oficial romano gritó una orden. Los mercenarios, bajando sus lanzas, cerraron filas.

Hulda todavía gritó algunas frases que no se le entendieron. Uno de los buitres se volvió, con el puño en alto. Sin la menor vacilación, la golpeó en el rostro. El golpe proyectó el cuerpo enclenque de la anciana contra la pared de la casa. Antes de hundirse en el polvo del suelo, rebotó como si no pesara más que una pluma.

Surgieron gritos de rabia. Los soldados dieron un paso atrás, pero las lanzas y las espadas dieron en los pechos de quienes estaban en las primeras filas.

Miriam había soltado el brazo de su padre. Muy cerca de él, ella gritó el nombre de Hulda. El hierro de una lanza apareció a menos de un dedo de la garganta de la niña. Joaquín vio los ojos asustados del mercenario que sostenía el asta.

Adivinó que aquel loco iba a herir a Miriam. Comprendió que él, a pesar de las exhortaciones a la sabiduría y a la paciencia que se hacía desde la víspera, ya no soportaba la humillación que los canallas del Sanedrín infligían a la anciana Hulda. Y, que Dios Todopoderoso le perdone, nunca aceptaría que un bárbaro a sueldo de Herodes matara a su hija. Se dio cuenta de que lo empujaba el coraje de la cólera, costara lo que costase.

El mercenario echó atrás el brazo para dar el golpe. Joaquín se lanzó hacia delante. Con el extremo de los dedos, desvió la lanza antes de que alcanzara el pecho de Miriam. La parte plana del hierro golpeó el hombro de un joven que estaba a su lado con fuerza suficiente para tirarlo al suelo. Pero Joaquín ya había arrebatado el arma de las manos del mercenario. Con su mano libre, tan dura como la madera que trabajaba a diario, golpeó al hombre en la garganta.

Algo se rompió en el cuello del mercenario, cortándole la respiración. Sus ojos se agrandaron de estupor.

Joaquín lo empujó; de reojo, vio a Miriam que levantaba al vecino, rodeada por la gente de la aldea que, sin darse cuenta de que uno de sus enemigos estaba muerto, insultaba a los mercenarios.

Sin dudarlo, lanza en mano, se abalanzó sobre los recaudadores. Mientras gritaban tras él, apuntó el hierro sobre el vientre del buitre que tenía el candelabro.

—¡Devuelve ese candelabro! —gritó.

El otro, estupefacto, no hizo un gesto. Quizá ni siquiera comprendiera las palabras de Joaquín. Retrocedió, pálido. Sin soltar el candelabro, pero babeando de pánico, se apretujó contra los otros recaudadores que estaban detrás de él, como para diluirse en su masa oscura.

A sus pies, la anciana Hulda no se movía. Un poco de sangre manaba de una de sus sienes, ennegreciendo sus mechas grises. En medio de los gritos y voces de la avalancha, Joaquín oyó la voz de Miriam que gritaba:

—¡Padre, cuidado!

Los mercenarios que, un instante antes, custodiaban las carretas, acudían en ayuda de los otros, blandiendo las espadas. Joaquín comprendió que cometía una locura y que su castigo sería terrible.

Pensó en Yahveh. Si Dios Todopoderoso era el Dios de la Justicia que le habían enseñado, Él le perdonaría.

Dio con la lanza un golpe seco. Le sorprendió sentir que el hierro entraba tan fácilmente en el hombro del recaudador grueso. Este chilló de dolor. Al fin, soltó el candelabro, que cayó al suelo con un ligero tintineo de campana.

Antes de que los mercenarios se lanzaran sobre él, Joaquín se deshizo de la lanza, agarró el candelabro y se arrodilló al lado de Hulda. Con alivio, se dio cuenta de que solo estaba desvanecida. Deslizó un brazo bajo los hombros de la anciana, puso el candelabro sobre su vientre y cerró los dedos deformados sobre el bronce.

Solo entonces se percató del silencio.

Ni un grito, ni un berrido, ni un insulto. Todo lo más, los gemidos del grueso recaudador herido.

Levantó la vista. Una decena de puntas de lanza y otras tantas espadas le apuntaban. La indiferencia había desaparecido del rostro de los mercenarios. En su lugar, un odio arrogante.

Abajo, a diez pasos en la carretera, toda la gente de Nazaret, así como Miriam, su hija, bajo la amenaza de las lanzas, no osaban moverse.

El silencio y el estupor se prolongaron el tiempo de un suspiro; después, se quebraron. Entonces llegó la confusión.

A Joaquín lo agarraron, lo tiraron al suelo y le golpearon. Miriam y los habitantes de la aldea se revolvieron. Los mercenarios los empujaron, hiriendo sin dudar los brazos, los muslos o los hombros de los más valientes. El oficial que mandaba la guardia dio la orden de repliegue.

Unos mercenarios llevaron al recaudador herido hasta su montura, mientras ataban con ligaduras de cuero las muñecas y lo tobillos de Joaquín. Lo echaron sin miramientos sobre las tablas de una carreta que maniobraba ya para alejarse de la aldea. A su lado, cargaron el cuerpo del soldado que había matado. Bajo los chasquidos de las fustas y los mugidos, las otras carretas la siguieron precipitadamente.

Cuando los caballos y los soldados desaparecieron en la sombra del bosque, el silencio cayó sobre Nazaret.

Un frío glacial se apoderó de Miriam. El pensamiento de su padre atado y a merced de los soldados del Templo le puso un nudo en la garganta. A pesar de la presencia de toda la aldea que se arremolinaba a su alrededor, sentía que la invadía un miedo inmenso. No pensaba más que en las palabras que iba a decirle a su madre.

* * *

—Tendría que haber ido con él —murmuraba Lisanias, sin dejar de balancearse en su taburete—. Me quedé en el taller como una gallina asustada. No era Joaquín quien tenía que defender a Hulda. Era yo.

Los vecinos y vecinas que abarrotaban la estancia, hasta en el suelo, escuchaban en silencio los gemidos del anciano samaritano. Veinte veces le habían repetido unos y otros que él no tenía la culpa y que no habría podido hacer nada. Lisanias no era capaz de quitarse de la cabeza ese pensamiento. Como Miriam, no soportaba la ausencia de Joaquín a su lado, ahora, esta noche, mañana.

Hannah callaba, sentada, rígida, con los dedos arrugando nerviosos los faldones de la túnica.

Miriam, con los ojos secos, el corazón desbocado, la observaba de reojo. La tristeza muda y solitaria de su madre la intimidaba. No se atrevía a dirigirle un gesto de ternura. Las vecinas tampoco habían tomado a Hannah en sus brazos. La esposa de Joaquín no era una mujer a la que resultara fácil acercarse.

Ya había pasado el momento de las palabras violentas y de venganza. Solo quedaban el dolor y la conciencia de la impotencia.

Cerrando los párpados, Miriam revivía el drama. El cuerpo de su padre acurrucado, atado y tirado como un saco en la carreta.

Se preguntaba sin descanso: «Y ahora, ¿qué le pasará? ¿Qué le harán?»

Lisanias no era en absoluto el responsable del drama. Joaquín la había defendido. A causa de ella estaba ahora a merced de los recaudadores del Templo.

—No volveremos a verlo. Es como si hubiera muerto.

Resonando en el silencio, la clara voz de Hannah los sobresaltó. Nadie protestó. Todos pensaban lo mismo.

Joaquín había matado a un soldado y herido a un recaudador. Sabían de antemano cuál era el castigo. Si los mercenarios no lo habían matado o crucificado sobre la marcha solo era porque les urgía curar al recaudador del Sanedrín.

Sin duda le infligirían un suplicio ejemplar. Una sentencia que todos conocían de antemano: la cruz, hasta que el hambre, la sed, el frío y el sol lo mataran. Una agonía que duraría días.

Miriam se mordió los labios para contener el llanto que la ahogaba. Con una voz átona, dijo:

—Al menos, habría que descubrir adónde lo llevan.

—A Séforis —dijo un vecino—. Seguro que a Séforis.

—¡No! —dijo otro—. Ya no encarcelan a nadie en Séforis. Tienen demasiado miedo a las bandas de Barrabás, los jóvenes a los que han perseguido durante todo el invierno sin conseguir atraparlos. Se dice que, ya en dos ocasiones, Barrabás se ha atrevido a atracar las carretas de los recaudadores. No, lo conducirán a Tiberíades. De allí, nunca ha escapado un preso.

—También podrían llevarlo a Jerusalén —intervino un tercero— y crucificarlo delante del Templo para denunciar, una vez más, ante los de Judea lo bárbaros que somos nosotros, los galileos.

—Para saberlo, lo mejor es seguirlos —dijo Lisanias, levantándose de su taburete—. Yo me voy.

Surgieron multitud de objeciones. ¡Era demasiado viejo, estaba demasiado fatigado para correr tras los mercenarios! Lisanias insistió, asegurando que nadie desconfiaría de un anciano y que todavía estaba suficientemente ágil para regresar pronto a Nazaret.

—¿Y después? —preguntó Hannah con voz contenida—. Cuando descubráis dónde se encuentra mi esposo, ¿de qué os servirá? ¿Para ir a verlo en su cruz? Yo no iré. No, ¡no iré a ver cómo devoran a Joaquín los pájaros cuando debería estar aquí y cuidar de nosotras!

Algunas voces protestaron. No muy fuerte, porque nadie sabía lo que convenía o no hacer en adelante. Pero Lisanias rugió:

—Si no soy yo, otros deben seguirlos. Es preciso que sepamos adónde lo llevan.

Se celebró un conciliábulo y, finalmente, designaron a dos jóvenes pastores, que partieron de inmediato, evitando el camino de Séforis y cortando a través del bosque.

* * *

El día no trajo alivio alguno. Al contrario, dividió Nazaret como un vaso que se rompe.

La sinagoga no se quedó vacía. Hombres y mujeres estaban allí, más devotos que de costumbre, hablando después de largas oraciones y, sobre todo, atentos a las exhortaciones del rabino.

Dios había decidido la suerte de Joaquín, afirmaba. No se mata a un hombre, aunque sea un mercenario de Herodes. Hay que aceptar su camino, porque solo el Todopoderoso sabe y nos conduce hasta la venida del Mesías.

No había que mostrarse demasiado indulgente hacia Joaquín, aseguraba. Porque su acto, además de poner en peligro su vida, sometía en adelante a toda la aldea de Nazaret a la venganza de Roma y del Sanedrín. Serían muchos los que reclamarían un castigo. Y los mercenarios de Herodes, unos paganos sin fe ni ley, solo soñarían con la venganza.

Había que esperar horas sombrías, previno el rabino. Desde ese momento, aceptar el castigo de Joaquín era lo más prudente, así como orar mucho para que el Eterno le perdonase.

Esos consejos acabaron de sembrar la confusión. Unos los encontraban llenos de buen sentido. Otros recordaron que, la víspera de la llegada de los recaudadores, la rabia había insuflado un viento de rebeldía sobre ellos. Joaquín les había tomado la palabra. Ahora, ya no sabían si debían seguir su ejemplo y manifestar, también ellos, el coraje de su cólera. La mayor parte de ellos estaban desorientados por las palabras oídas en la sinagoga. ¿Cómo distinguir el bien del mal?

Al escucharlas, Lisanias explotó, diciendo en voz bien alta que, al final, se alegraba mucho de ser samaritano y no galileo.

—¡Sois de lo que no hay! —gritó a quienes rodeaban al rabino—. Ni siquiera sois capaces de comprender a quien defiende a una anciana contra los recaudadores.

Y, asegurando que, en adelante, ninguna norma se lo impediría, fue a instalarse en casa de la anciana Hulda, que se había hecho daño en la cadera y no podía moverse de la cama.

Miriam escuchó y calló. Admitía que en las palabras del rabino había algo de verdad. Sin embargo, eran inaceptables. No solo justificaban todos los sufrimientos que los mercenarios de Herodes pudieren infligir a su padre, sino que, además, aceptaban que el Todopoderoso no fuese justo con los justos. ¿Cómo era posible tal cosa?

* * *

Antes del crepúsculo, los pastores regresaron sin aliento. La columna de los recaudadores del Templo solo se había detenido en Séforis el tiempo suficiente para curar la herida del recaudador.

—¿Habéis visto a mi padre? —preguntó Miriam.

—No se podía. Estaban lejos. Los mercenarios eran verdaderamente malvados. Sí es seguro que seguía en la carreta. Como el sol caía a plomo, debía de tener una sed terrible. La gente de Séforis tampoco podía acercársele. Era imposible acercarle una cantimplora, te lo juro.

Hannah gimió. Varias veces murmuró el nombre de Joaquín, mientras los demás bajaban la cabeza.

—Después, subieron a otra carreta al recaudador herido y salieron de la ciudad a toda velocidad. En dirección a Caná —aseguraron los pastores.

—¡Van a Tiberíades! —exclamó un vecino—. Si regresaran a Jerusalén, habrían tomado la ruta del Tabor.

Todos lo sabían.

Un pesado silencio cayó sobre ellos.

Ahora, las palabras de Hannah estaban en la mente de todos, Sí, ¿de qué les servía saber que llevaban a Joaquín camino de la fortaleza de Tiberíades?

—Al menos —suspiró una vecina, respondiendo a las preocupaciones de todos—, eso significa que no lo van a colgar de inmediato en una cruz.

—Mañana o pasado mañana… ¿Qué cambia eso? —masculló Lisanias—. Los dolores de Joaquín se prolongarán más tiempo, nada más.

Todos se imaginaban la fortaleza. Un monstruo de piedra de los benditos días del rey David, que Herodes había hecho ampliar y reforzar, supuestamente para defender Israel de los nabateos, los enemigos del desierto del este.

En realidad, desde hacía lustros, la fortaleza servía para encarcelar a centenares de inocentes, ricos y pobres, sabios e ignorantes. A todos los que desagradaban al rey. Un rumor, una habladuría malintencionada, las maniobras de una vil venganza bastaban para acabar dando allí con los huesos. Lo más frecuente era no volver a salir de allí o acabar en el bosque de postes que la rodeaba.

Ahora, visitar Tiberíades era triste, a pesar de la gran belleza del lago Genesaret. Nadie podía escapar al espectáculo de los ajusticiados. Algunos aseguraban que, por la noche, sus gemidos resonaban en la superficie de las aguas como gritos que subieran del infierno. Ponían los pelos de punta. Los mismos pescadores, aunque la orilla cercana a la fortaleza fuese más rica en pesca que la otra, no se atrevían a acercarse.

Pero, aunque el terror hacía enmudecer a todos, Miriam pronunció con toda claridad y sin dudarlo:

—Me voy a Tiberíades. No dejaré que mi padre se pudra en la fortaleza.

Las cabezas se levantaron. El guirigay de protestas fue tan ruidoso como profundo había sido el silencio inmediatamente anterior.

Miriam deliraba. No debía dejarse llevar por el dolor. ¿Cómo iba a sacar a su padre de las celdas de Tiberíades? ¿Olvidaba acaso que solo era una niña? Apenas quince años, tan joven que ni siquiera la habían casado. Aunque parecía mayor y su padre tenía la costumbre, quizá no tan buena, de considerarla como una mujer razonable y sabia, no era más que una niña, no una hacedora de milagros.

—No pienso ir sola a Tiberíades —anunció ella cuando se apaciguaron—. Voy a pedir ayuda a Barrabás.

—¿Barrabás, el ladrón?

De nuevo se elevó un concierto de protestas.

Esta vez, tras haber intercambiado una mirada con Miriam. Halva, la joven esposa de Yossef, un carpintero amigo de Joaquín, declaró, alzando la voz por encima del alboroto:

—En Séforis, dicen que no roba para él, sino para darlo a quienes lo necesitan. Cuentan que hace más bien que mal y que la gente a la que roba lo merece.

Unos hombres la interrumpieron secamente. ¿Cómo se podía hablar así? Un ladrón es un ladrón.

—¡La verdad es que esos condenados ladrones atraen a los mercenarios de Herodes a nuestras aldeas como una llaga las moscas!

Miriam se encogió de hombros.

—¡Lo mismo que imagináis que mi padre va a atraer la venganza de los mercenarios a Nazaret! —dijo ella con dureza—. Lo que importa es que, aunque persiguen a conciencia a Barrabás, no lo atrapan nunca. Si alguien es capaz de salvar a mi padre, es él.

Lisanias movió la cabeza.

—¿Y por qué iba a hacerlo? ¡No tenemos oro para recompensarle!

—¡Lo hará porque me lo debe!

Todas las miradas se centraron en ella.

—Nos debe la vida, a mi padre y a mí. Me escuchará, estoy segura.

* * *

Las interminables discusiones se prolongaron hasta bien entrada la noche.

Hannah gemía diciendo que no quería dejar marchar a su hija. ¿Quería dejarla Miriam absolutamente sola, sin hija ni esposo? Porque seguro que igual que Joaquín ya estaba crucificado y muerto, a Miriam la apresarían los ladrones o los mercenarios. La violarían y después la asesinarían. Eso era lo que le esperaba.

El rabino la apoyaba. Miriam hablaba con la inconsciencia de la juventud tanto como para olvidar su sexo. Que una joven fuera a meterse en la boca del lobo con una fiera, un rebelde, un ladrón como Barrabás era inconcebible. ¿Y para qué, para dejarse matar a la primera ocasión, para atizar el resentimiento de los romanos y de los mercenarios del rey, que no dejarían de revolverse contra todos ellos?

Se embriagaban con palabras de terror, con la imaginación de lo peor. Se complacían en la impotencia. Aunque ella sabía que todos hablaban por afecto y creyéndose sabios, Miriam comenzó a sentir un inmenso disgusto.

Se retiró a la terraza. Saturada por toda la tristeza del día, se tendió sobre los troncos que disimulaban el escondite, en adelante inútil, que su padre había preparado para ella cuando solo era una niña pequeña. Cerró los ojos y dejó que las lágrimas se deslizaran por sus mejillas.

Tenía que llorar ahora, porque al cabo de un momento, sin que nadie se percatase de ello, haría lo que había dicho. Dejaría Nazaret para ir a salvar a su padre. Entonces ya no sería el momento de lloriqueos.

En la oscuridad, volvió a ver el rostro de Joaquín. Dulce, acogedor y terrible también, como lo había vislumbrado cuando golpeó al mercenario.

Había tenido ese coraje. Por ella. Por la anciana Hulda, por todos ellos, los habitantes de Nazaret. Él, el más dulce de los hombres. Él, a quien venían a buscar para aplacar las disputas entre los vecinos. Había tenido ese coraje. Ella también debía tenerlo. ¿Qué sentido tenía esperar al alba si el día que llegaba no iba a ser el de la lucha contra quien os humilla y os anonada?

Volvió a abrir los ojos, se obligó a escrutar las estrellas para adivinar la presencia del Todopoderoso. ¡Ah, sí, al menos, pudiera preguntarle si quería o no la vida de Joaquín, su padre!

Al oír un roce, se sobresaltó.

—Soy yo —susurró la voz de Halva—. Imaginé que estarías aquí.

Cogió la mano de Miriam, la estrechó llevando sus labios a la punta de los dedos.

—Tienen miedo, están tristes y no pueden dejar de hablar —dijo ella simplemente, indicando el guirigay que llegaba desde abajo.

Como Miriam permaneciera callada, añadió:

—Vas a marcharte antes del amanecer, ¿no?

—Sí, así es.

—Tienes razón. Si quieres, te acompañaré un trecho con nuestra mula.

—¿Qué dirá tu esposo?

—He hablado con Yossef. En realidad, si no fuese por los niños, iría contigo.

No hacía falta que dijera nada más. Miriam sabía que Yossef quería a Joaquín como un hijo. Le debía todo lo que sabía del oficio de carpintero e incluso su casa, a dos leguas de Nazaret, en la que había nacido.

Prolongando su pensamiento, Halva se rió con ternura.

—¡Salvo que Yossef es el último hombre que me puedo imaginar luchando contra los mercenarios! ¡Es tan tímido que no se atreve a decir en voz alta lo que piensa!

Atrajo a Miriam hacia sí y la llevó hacia la escalera.

—Pasaré yo delante para que no te vean salir. Iremos a mi casa. Te daré un abrigo; así, tu madre no se dará cuenta. Y podrás descansar unas horas antes de que salgamos.