XXIII

La llegada de Gaddo Buonarroti al pueblo fue un acontecimiento en verdad memorable. Hasta por un instante dio la impresión de que nunca nadie tan famoso o tan importante se había acercado a aquel lugar. No era cierto, claro está, puesto que entre los habitantes permanentes u ocasionales, más de uno podía equipararse en celebridad al famoso tenor e incluso un personaje como Liam había sido proclamado y reconocido tiempo atrás como una leyenda viva de la literatura, un escritor que seguramente sería galardonado con el Nobel en cualquier momento, si la gente de la academia sueca hacía gala de un mínimo de sensibilidad cuando tocara otorgarlo de nuevo a un poeta de lengua inglesa. (De hecho, la humorada final en la vida de Liam Hawthorne fue recibir el premio Nobel cuando ya le resultaba por completo indiferente: para entonces el mal de Alzheimer había acabado con cualquier contacto suyo, por tenue que fuese, con la realidad.)

La expectación que creó la llegada de Gaddo Buonarroti se debió en sustancia a su fama mediática. La foto de Buonarroti salía en los periódicos continuamente, cualquier concierto suyo era noticia en la televisión, su presencia en cualquier fiesta de la alta sociedad era recogida en revistas e imágenes, el físico y los atuendos de sus acompañantes femeninas eran analizados y desmenuzados para gran contento de las propias protagonistas que veían que su cotización en el mercado de la carne se decuplicaba. Gaddo era un monstruo, todo un personaje de vivo carácter, adorado por las masas de sus innumerables admiradores, seguido por fans incondicionales y por aficionados a la ópera, incluso por aquellos que consideraban que la tonalidad de su voz era demasiado melosa.

Pero, más que nada, el entusiasmo suscitado en el pueblo por su visita tenía que ver muy principalmente con la propia Lavinia.

Era Lavinia la que se casaba con este cantante de fama universal y no al revés; era ella la que le estaba haciendo el favor y no al revés. Para el pueblo, Lavinia se había convertido en la heroína. Como había dicho Carmen, a través de ella, todos lograrían hacer realidad el sueño de convertirse en protagonistas de un cuento de hadas. Y era con íntima satisfacción que los más ancianos del lugar manifestaban sus opiniones sobre el acontecimiento. «Lo conoció en la Casa Blanca.» «No, dicen que los presentó el presidente de Estados Unidos.» «Fue el Rey.» «Ni hablar: ella estaba de sirvienta en casa de Ava Gardner y él se enamoró de ella una mañana que les pasó el desayuno a la cama.» «¿El desayuno a la cama?» «No sabéis nada: ella es azafata de Iberia…» «Ni hablar; fue en el conservatorio…»

De no haber sido por Lavinia, los habitantes del villorrio, tanto los autóctonos como, por pura mimesis, los importados, se habrían aplicado a la tarea de ignorar olímpicamente a Gaddo. Era célebre la anécdota de uno de los más viejos pescadores del lugar que, a las reiteradas preguntas de un periodista extranjero inquiriendo acerca del paradero de Augustus, declaró no saber de quién se trataba. Y observando, después, al periodista que se alejaba confuso, rezongó «y porque el Lorgus sea un tipo famoso voy a tener que conocerlo. Vamos, hombre».

—Era lo que tocaba —dijo Tono—. Los pueblos en Mallorca son así: desconfiados, recelosos, poco dados a abrirse en presencia de extranjeros, menos dados aún al papanatismo frente a la fama. Sólo que, en este caso, pudo más la curiosidad. La curiosidad y la conciencia del protagonismo de Love. Love era cosa nuestra.

Buonarroti llegó al pueblo de la mano de Lavinia, que había ido a buscarlo al aeropuerto.

Venían, es cierto, literalmente cogidos de la mano como dos tórtolos, indiferentes a todo. Seguían a ambos una batería de personajes, cinco o seis, de decidida catadura urbana. Todos vestían traje de calle. Todos llevaban corbatas de Hermès y todos traían en la mano izquierda voluminosas carteras de cuero en las que sin duda custodiaban importantes documentos. Cerraban la procesión dos severas señoritas con aspecto de secretarias; las dos llevaban gafas de montura de concha y el pelo recogido en sobrios moños. Resultaba cómico observar la indiferencia de los enamorados ante semejante procesión de incongruentes acompañantes.

Por más que algunos lo intentaran, por mucho que algunos quisieran adoptar lo que Juan Carlos describió como poses blasées («ay, hijo —le había dicho la Pepi en una ocasión—, que parece que por las mañanas, antes de salir de casa, te aprendes cuatro o cinco frases en inglés para soltarlas después a lo largo del día; ¿desde cuándo hablas tantos idiomas?», había inquirido con sorna), la curiosidad pudo con ellos.

Lavinia se paseó por casi todo el pueblo en lo que podría describirse como loor de multitudes, hasta llegar a La Fonda y sentarse con Gaddo a tomar un refresco. Los coches los habían dejado sin necesidad al comienzo de la calle principal (carretera, en realidad) y tan largo recorrido a pie fue lo único que puso de manifiesto la excitación de Lavinia y su convencimiento íntimo de ser ella la protagonista innegable de la ocasión. La gente se hacía la encontradiza y saludaba a los novios; los más ancianos del lugar, sobre todo las más viejitas, levantaban la barbilla sin decir nada o todo lo más «hola»; otros se detenían a dirigirles unas palabras de bienvenida o de felicitación; otros, por fin, miraban mudos, como si hubiera llegado el santo advenimiento. Todos estaban pendientes de los protagonistas de la jornada. En cuanto a Lavinia, se paseó de la mano de Gaddo con aquella indiferencia aparente tan suya, como una reina, con una sonrisa discreta, un poco alelada. Iba guapísima, con la tez muy blanca, estirada, bien entallada, «se hubiera dicho, oye, que le habían crecido las piernas», dijo Tono; «y las tetas», añadió Guillem.

En La Fonda, en seguida se les unieron Luisa, Max, David y Augustus. Con excepción de Luisa, Gaddo los conocía a todos, ya fuera por su celebridad como artistas, en el caso de David, o por habérselos encontrado antes en alguna capital del mundo civilizado. De hecho, Max lo había retratado en más de una ocasión y Augustus era directamente responsable de todo el asunto: él había presentado a los novios en una recepción celebrada en el hotel Pierre de Nueva York con motivo del estreno de su última obra de teatro. Lavinia trabajaba de meritoria en una agencia de relaciones públicas gracias a la recomendación de Max y por pura casualidad había sido enviada al Pierre para realizar tareas pomposamente descritas como de «asistencia a los participantes». Muy pocas personas estaban en el secreto, Beth, Luisa, Max y Dan el sueco, y su instinto de conspiradores les hizo mantener la boca cerrada. Hasta para el viejo Louis Trevor, Lav estaba realizando un curso de posgrado en la Sorbona.

—Yo también me senté en aquella mesa —dijo Tono.

—Y yo —dijo Carmen.

—Y yo —dijo la Pepi.

—El caso es que allí nos pusimos todos a charlar como si fuéramos amigos de toda la vida. Y bien simpático que era el bueno de Gaddo. Pero, por más que me esfuerzo…

—… Ya sé lo que vas a decir —interrumpió Carmen—. Vas a decir que por mucho que Gaddo fuera un personaje importante, por mucho que tuviera una personalidad exuberante y ruidosa, allí pintaba poco. Podía haber sido cualquier otro famoso, un actor de cine, un político, un concertista de piano o simplemente un millonario de escándalo, hubiera dado igual…

—… Sí, eso es. Eso es lo que quería decir. Exactamente eso. A lo mejor es que no era de los nuestros…

—¡Tonterías! —dijo la Pepi—. Estábamos todos con la boca abierta, allí codeándonos con este monstruo, que nos pareció bien simpático, os lo recuerdo, ¿eh?, que se iba a casar con Love… Venga, no me vengáis ahora con que allí no pegaba y tonterías de ésas. Ni hablar.

—No, bueno —dijo Tono—, estoy de acuerdo hasta cierto punto. Entonces estábamos boquiabiertos y dispuestos a todo. ¿Y os acordáis de aquel retén de abogados que se trajo el Gaddo para preparar el acuerdo matrimonial? ¿Eh? ¿Para ver lo que había allí y tal?

—Vaya… El almuerzo preboda. ¿Cómo lo vamos a olvidar?

—Bueno, el caso es que entonces no me lo pareció, pero años más tarde, recordando todo aquello, me di cuenta de que aquel fue el show de Love y de que la protagonista era ella y nadie más. Tanto Gaddo y tanta cosa… y mira que era grande y ruidoso…

—… Simpático —dijo Carmen.

—Sí, simpático, bien, pero aquello era el show de Lavinia. De nadie más.

—Mosquita muerta —concluyó Carmen con simpatía.

El almuerzo preboda fue un disparate («un show, eso sí que fue un show», dijo la Pepi) con ribetes de comedia negra.

Buonarroti había manifestado su deseo de conocer a Beth nada más llegar a Mallorca. Fue un encuentro entre el divo y la reina madre. Gaddo desplegó todo el considerable encanto latino de que era capaz pero Beth no bajó la guardia ni por un solo momento. Sabía bien que, en su caso, la campechanía era muy traidora. No. Mantuvo el aire hierático y algo distante (que ella consideraba propio) de una gran dama para evitar así que se le despertara el lado canalla, irresistible para una aventura erótica, poco recomendable para acuerpar el matrimonio de una hija.

Lo admirable de todo es que no cometió ni un solo desliz. Ni uno. A la hora de la verdad, se comportó de forma ejemplar.

Beth esperaba a la comitiva sentada en el mismo lugar del jardín de El Mirador en el que había recibido los parabienes de los amigos, sólo que esta vez leía los periódicos del mundo. Una madre bien informada vale por dos, sobre todo para que nadie crea que por vivir en un pueblo descuida una la tutela de los intereses de una hija desvalida.

—¡Ah, signora Von Meckel! —exclamó Gaddo con su vozarrón—, cuánto quería conocerla, cómo me ha hablado de usted su hija… Permítame que le bese la mano —todo dicho casi sin respirar. E inclinándose sobre Beth, tomó su mano derecha entre las dos suyas y con delicadeza posó sus labios en ella—. ¡Pero mi Lavinia no me había preparado suficientemente para la belleza de su madre! Nosotros, los italianos, cuando pensamos en la mamma, imaginamos a una adorable anciana, vestida de negro, bien rellenita, que nos prepara la pasta con tomate y la pizza… No puedo creer cómo es esta mamma.

Beth sonrió y por un momento estuvo tentada de decir que no sabía él cómo era esta mamma, pero se contuvo recordando su propósito de buena conducta.

—Ah, querido Gaddo. Lavinia también me ha hablado mucho de usted, de lo encantador que es y de lo bien que se porta con ella… de lo enamorados que están… Pero siéntese aquí a mi lado…

—… y hablemos de música, de ópera y de amor —concluyó Buonarroti, riendo.

Nadie es capaz de recordar con exactitud cómo fue introducido el tema de la preboda.

—La batería de siniestros se quedó en el pueblo —dijo Tono—. Se quedaron sentados en una mesa de La Fonda consultando papeles que iban sacando de sus carteras mientras las dos secretarias tomaban notas y tal. Dan el sueco dijo que una de las dos estaba buenísima y que él no nos acompañaría; prefería quedarse por ver de ligársela, cosa que si no recuerdo mal hizo aquella misma tarde… Pero en el fondo, Dan lo que quería era vigilar a aquellos tipos de ciudad que, le parecía, no tramaban nada bueno… La batería de siniestros, todos ellos abogados según supimos luego, se alojaron en el hotel de Reinhardt el alemán a la espera de ser convocados para la preboda, ya veis.

—Sí —dijo Carmen—, allí estaban, como buitres. La verdad es que no recuerdo bien cómo Gaddo propuso la comida aquella… me parece que no debió de ser ni él. No sé.

—Por lo que yo recuerdo… —dijo Juan Carlos.

—¡Pero si ni estabas allí! —exclamó la Pepi.

—Es verdad, pero a mí me cuentan cosas, colijo, estudio, comparo, y acabo sabiendo más o menos lo que pasó.

—Venga, venga, anda, que no estabas y eso es lo único que cuenta.

—Vamos a ver —dijo Tono, levantando una mano en señal de paz—, que me parece que fue el propio Gaddo el que sugirió el tema y propuso que se celebrara un almuerzo al día siguiente para tratarlo y resolverlo. ¿No os acordáis? Todos estábamos allí.

E non se ne parla più —dijo Gaddo—. Los abogados, pájaros de mal agüero —añadió con una gran risotada y frunciendo las cejas en un gesto de dramática comicidad—, controlan mi vida, toda mi vida… hasta el jabón que uso… No me dejan ni vivir. Dicen que me defienden del fisco… Se empeñan en conocer todos los detalles de lo que hago, de lo que me propongo hacer y de cómo voy a hacerlo. Es imposible vivir con ellos subidos a mi espalda como buitres… Muchas veces he decidido quitármelos de encima, pero me tienen tan agarrado por… en fin, me tienen tan agarrado que ya ni puedo tomar esa decisión. —Abrió los brazos con resignación—. Me siguen a todas partes, controlan cómo me gasto el dinero… en fin, que muchas veces añoro los tiempos en que cantaba en las pizzerías de Nápoles y vivía con cuatro perras. —Gaddo nunca había cantado en pizzería alguna, desde luego, y el secreto mejor guardado del mundo era que había nacido en un pequeño pueblo del estado de Kentucky, aunque eso sí, de padres emigrantes napolitanos.

—Comprendo que a veces una vida sencilla, como la que hacemos aquí —dijo Beth—, o como la que se puede hacer en Nápoles, con poco dinero y sin grandes preocupaciones, es lo que más apetece. Pero… luego se nos cruza el destino y nos lanza hacia mundos insospechados, ¿verdad?

—Desde luego. —Gaddo suspiró—. Qué se le va a hacer… ¿De qué estábamos hablando? Ah, sí. Los abogados. —Se frotó las manos—. Los abogados, sí. Buitres todos. En fin, que han venido todos en batería siguiéndonos como si nos espiaran… Me insisten, me insisten, tengo que disciplinarme, el fisco me persigue, todos me persiguen. Madonna mia. Qué desesperación… En fin, por hacer la historia breve, vamos a tener que establecer, sólo para satisfacer a estos buitres miserables, vamos a tener que establecer un acuerdo prematrimonial Lavinia y yo… nada muy especial, una tontería llena de generalidades, para mostrar a esos imbéciles que, vaya, no vamos a salirnos de las normas financieras que ellos nos impongan. —Puso su enorme mano sobre la muñeca de Beth—. Son las únicas normas que vamos a establecer, ¿eh?, Lavinia y yo. —Levantó la otra mano haciendo una pirueta en el aire—. Lo demás, ¿eh?, es fantasía, amor, inspiración divina, verdad. Un escenario es un escenario, construido con madera y cemento y hierro, fijo, inmutable. Pero el tenor que canta sobre él, ¡canta libre!, ¡canta inspirado! Y puede crear bellezza —soltó una carcajada—, …seguro de no hundirse en el foso de la orquesta. —Se volvió hacia Lavinia, que había seguido en silencio toda la perorata, sonriendo con amabilidad—. Vero, tesoro?

Lavinia asintió gravemente y, alargando el brazo, le acarició la mano.

Vero —dijo.

—Para terminar con esta tontería —dijo Buonarroti—, propongo que nos reunamos mañana en un almuerzo… ¿aquí?, ¿en este maravilloso jardín? ¿Sí? —Beth asintió, sonriendo—. ¡Claro! Muy bien… Un almuerzo de familia en este maravilloso jardín… ¡yo me encargo de todo! Traeremos a los abogados, los confinaremos al fondo, detrás de aquellas plantas, hablaremos Lavinia y yo con ellos —rió de nuevo—, ¡qué con ellos! Contra ellos, un ratito y después seguiremos celebrando. ¡Hay que celebrar! Quiero que en torno a la mesa estéis todos vosotros, todos los amigos de la infancia de Lavinia, todos, y será la mejor fiesta de compromiso que jamás se haya celebrado. ¿Qué os parece? —Se inclinó hacia adelante, expectante, queriendo que todos participaran de su felicidad, que todos aprobaran sus planes.

—¿Y el origen de la familia? —preguntó con amabilidad el abogado del traje marrón que parecía el jefe del equipo de asesores—. ¿Está directamente ligado a la casa real de…? —y dejó la pregunta en suspenso, esperando con sonrisa inquisitiva e inocente una respuesta meramente informativa. Era obvio que no había intención maliciosa.

—Nada, la pregunta no tenía malicia —dijo Carmen.

—Eso lo dirás tú —contestó Tono—. Todavía me da taquicardia cuando me acuerdo. Yo, cuando Buitre Primero me la hizo con ese aire de no haber roto un plato, comprendí que la razón del almuerzo de preboda era exactamente ésa: averiguar si toda la historia de la familia de Lavinia, Prusia, los grandes ducados, el Imperio austro-húngaro, Carolo, su hermano Willi Glock, que se fue a Australia… todo eso era verdad.

—¡Toda esa historia creada a partir de la imaginación de Beth y sin que Beth dijera nunca nada sobre ella! —exclamó Carmen—. Es verdad que lo que dice la Pepi es seguro: yo nunca he oído a Beth o a Lavinia afirmar que tienen sangre noble en las venas ni nada parecido…

—¡Claro! —dijo la Pepi.

—… pero era esencial que Buonarroti, el tipo más esnob que he visto en mi vida, se convenciera de que él ponía el dinero y la fama, y Lavinia, la sangre azul…

—Ni hablar —dijo Juan Carlos—. Por lo que se ha visto después, el almuerzo preboda fue para establecer el régimen económico del divorcio… del divorcio, insisto, y no del matrimonio.

—Tonterías. La pregunta me la hicieron a mí. Y tú no estabas allí para saber de qué iba la comida aquella.

—Oye, Tono, ése era el momento de decir oiga, a mí qué me cuenta, si Lavinia, que además no se llama Lavinia, quiere decir que es princesa, allá ella, que a mí no me consta.

—Ya. Mira, Juan Carlos, la gente es perfectamente capaz de aprovecharse de la buena fe del prójimo. Sólo hace falta querer y echarle cara dura. ¿Y voy yo a ir por la vida desmintiendo a la gente porque no me gusta la última mentira que se les ha ocurrido? Ni hablar. Y además, en aquel almuerzo estábamos cogidos… Cogidos por los cuatro costados. —Levantó un dedo—. Uno, si nos poníamos a decir a todo que no, se iba a armar una de una violencia… de una violencia que a mí por lo menos nunca me ha apetecido. Si quieres, lo que me pasa es que soy un cobarde. Vale, me da igual. —Levantó otro dedo—. Dos. No nos iba Buonarroti de nada. Estábamos allí por Beth y por Lavinia, a lo que ellas quisieran… —Bajó la cabeza para reflexionar—. Vaya que si nos manejaron. Ya lo creo. Y sin decir nada. ¡Nunca dijeron nada para prepararnos! Nunca nos avisaron de la que se nos venía encima. Sabían que haríamos una con ellas. —Miró a Juan Carlos con intensidad—. Decías que el momento del triunfo de Beth fue cuando nos acogió en el jardín para recibir parabienes por el noviazgo de la Love. Pues ¿sabes lo que te digo? El momento triunfal fue en la preboda. Manejó los hilos como una maestra y ganó la partida por jaque mate. Que le dieran a ella buitres…

Gaddo soltó una carcajada estrepitosa y poniendo, no sin delicadeza, una mano en el hombro de Lavinia, exclamó con su vozarrón:

—Soy un hombre feliz. Un uomo felice, si. Todo se ha arreglado, querida suegra, en un instante…

—Ya lo veo —dijo Beth con una sonrisa.

Lavinia aflojó un poco con las dos manos la presión del brazo de Gaddo y así pudo inclinarse hacia Luisa, a la que susurró algo que la hizo reír.

—No hablaremos nunca más de finanzas… eso queda para los buitres. —Guardó silencio durante unos segundos y después añadió—: Hasta los buitres han demostrado ser inocentes libélulas… Bien pensado, como hay sitios de sobra en la mesa, ¿les importaría que los invitáramos a sentarse con nosotros? ¡Pobre gente! Todo el día trabajando, aguantándome, y no tienen nunca un momento de descanso… —y, sin esperar a que nadie contestara, hizo un gesto amplio con el brazo que no sujetaba a Lavinia e invitó a los cinco abogados a sentarse. («Y lo que es más —dijo Tono—, con el mismo gesto sentó a Buitre Primero al lado de Beth y justo enfrente de mí.») Las secretarias se apartaron unos metros y fueron a instalarse a la sombra en uno de los bancos de piedra del paseo de las fuentes.

Nada más ocupar su silla y luego de beber medio vaso de vino, Buitre Primero se dirigió a Tono y le preguntó:

—¿Y el origen de la familia? ¿Está directamente ligado a la casa real de…? —Inclinó la cabeza en señal de espera. El tono era de una amabilidad exquisita, un huésped extranjero manifestando la curiosidad cortés de quien desconoce el folclore local, pero todos en la mesa comprendieron que aquella pregunta nada tenía de su aparente inocencia.

Cogido por sorpresa, Tono levantó la vista y balbució dos o tres palabras sin sentido. Y al final dijo:

—Perdón, no le he entendido bien…

—Verá, señor alcalde, lo que quiero decir… —insistió Buitre Primero.

—Von Meckelburg-Premnitz Lothringen —interrumpió Augustus con firmeza—. La casa real de Prusia. Verá usted, tenemos establecido, en mi opinión sin lugar a dudas, que el hermano del kaiser Guillermo I de Prusia, el duque de Pomerania, tuvo al menos dos hijos. Bueno, dos hijos para lo que interesa en esta historia: el primero, Carolo, recaló en estas costas y, además de hacer otras muchas cosas, compró esta casa, como estoy seguro de que ustedes saben. Su hermano menor, Guillermo von Meckelburg-Premnitz, a quien los oropeles de la vida de la corte horrorizaban sobremanera, se cambió de nombre, adoptó el patronímico de Willi Glock, se casó con su enamorada de toda la vida, una bailarina polaca llamada Ludmilla Pomerova, y se escapó con ella a Australia. —Abrió las manos para indicar que había concluido el truco de magia.

—¿Ah, sí? —dijo Buitre Primero.

Tono y Carmen y la Pepi abrieron los ojos con asombro.

—Sí.

Luisa sonrió.

—¿Y qué más? —preguntó Buitre Primero. Lo mismo estuvo tentado de preguntar Tono, pero guardó silencio.

Beth no decía nada; tenía las cejas levantadas y no dejaba de mirar a Gaddo Buonarroti.

Lavinia bebía agua. Hasta aquel momento había estado ausente, como si se hallara a mil millas de aquel lugar. Pero cuando el abogado del traje marrón quiso saber más, se levantó de la mesa con delicadeza y dijo:

—¿Me acompañas, Gaddo, mi amor? Quiero enseñarte mi rincón preferido del jardín… Allí, donde están las buganvillas, al pie de aquellas fuentes tan estropeadas.

—Bueno, hay poco más —dijo Augustus—. Beth comparte con su antepasado el horror por las cosas excesivas, los uniformes —miró el traje marrón de Buitre Primero, que se tiró de la solapa como si una chaqueta resultara demasiado solemne para la ocasión—, los bailes de la corte y la vida de la jet society

Por primera y única vez, Beth intervino.

—Todo esto me parece una exageración. —Sonrió—. El color de mi sangre es de escaso interés para nadie y no digamos para mí. Hace muchos años que decidí apartarme de todo aquello… Por eso vine aquí, huyendo de todo, buscando la vida sencilla que me resultaba tan difícil con mi marido… —Hizo un gesto vago con la mano—. Las embajadas, la corte… Oropeles. —Se mordió los labios con un encantador gesto de modestia que en el fondo escondía la angustia por haber usado, ignorando si de forma correcta, una palabra que desconocía hasta que acababa de oírsela a Augustus.

—Casi podría decirse que, en el fondo, Beth vino a este pueblo en busca de sus raíces —añadió Augustus. Beth asintió. Luego añadió en voz baja—: El filo de la navaja.

—¿Cómo dice? —preguntó Buitre Primero.

—Nada, pensaba en Somerset Maugham… En fin, así es esta historia.

—Pero —insistió el abogado, y Augustus levantó una ceja con incredulidad—, ¿cómo decidió la señora Meckel venir aquí? Por cierto, tengo una curiosidad, si me permite que sea maleducado.

—Claro que se lo permito —dijo Beth.

—¿Por qué se cambió usted el nombre?

—¿El nombre?

—Sí: Meckel.

—¿Meckel? ¿Se refiere usted a por qué mi apellido es Meckel? —repitió Beth, intentando disimular el horror que le producía la pregunta.

—Sí, de Meckelburg a Meckel.

—Ah, ya.

—El Von Meckelburg era demasiado complicado para Australia —intervino nuevamente Augustus, riendo de buena gana—. Los australianos son muy poco sofisticados, ¿qué le parece?

El abogado se rió como si encontrara que la salida de Augustus había tenido verdadera gracia.

—Claro, claro. Siempre hay que contar con lo primitivos que son los australianos, ¿verdad? ¿Y Lorena? ¿De dónde sale el nombre de Lorena? —Rió—. ¿De la Lorena francesa?

—No exactamente. Lorena es la versión española de Lothringen, pero en realidad ya en origen era una perversión del nombre, es decir, que había sido traducido al alemán antes de volver a ser vertido al español. Porque el primer Lorena fue Francisco de Lorena, duque de Lorena y de Toscana… En realidad —concluyó, pensativo—, la Toscana, quiero decir el ducado de Toscana, es lo que siempre ha atraído más a Beth, lo que tiene más cerca del corazón.

—Ya sabe usted —dijo Luisa— que, además, en las familias reales de Europa todos nos consideramos primos. Una tontería en realidad porque Lavinia y yo no podemos ser menos primas de lo que somos… pero… —levantó las manos con las palmas hacia arriba—, ya ve… ella es mi prima Lavinia.

—Claro —confirmó Augustus.

Beth alargó la mano por encima de la mesa y la puso encima de su muñeca.

—No me gusta que sigamos hablando de esto, Lorgus —dijo con voz suave—. Dejémoslo ya, que no tiene importancia. Sólo importa la felicidad de mi Lavinia. —Justo lo indispensable para tocar el corazón del esnobismo de un abogado americano.

(Años después, Carmen recordaría que todo aquello le había parecido tan empalagoso que le habían entrado ganas de lavarse los dientes.)

Desde el fondo del jardín pudo oírse la carcajada de Gaddo. Todos se volvieron hacia allá y pudieron ver cómo abrazaba a Lavinia y la levantaba del suelo.

—La casa de tus ancestros —dijo Buonarroti con un susurro teatral—. Es la casa de tus antepasados. ¿La quieres para ti, mi preciosa joya?

Lav asintió tímidamente.

Gaddo Buonarroti rió alegremente, con verdadera exuberancia.

—Pues será mi regalo de boda.

Aquella noche Beth hizo el amor con Dan el sueco como no lo había hecho en años: de la manera más salvaje y cochina que pudo apetecer, con un sentimiento a la vez de venganza y de celebración. Fue como si se hubiera quitado la máscara para regresar sin trabas a la vida desenfadada de siempre. Beth había engañado todo lo que tenía que engañar en la vida.

—Si esto fuera Australia hace veinticinco años —dijo riendo con la voz bronca y llena de sexo—, hoy me pasaría por entre las piernas a toda mi agenda, incluido Merrit, que era un amante lamentable.

Dan dio un silbido largo. Después la agarró con rudeza por la cintura, le dio la vuelta sobre la cama y se puso encima de ella.

Para Beth, los orgasmos de aquella noche no fueron, sin embargo, un premio a lo que Dan describió como el mejor timo de todos los tiempos, sino, aunque ella no lo supiera, una celebración final, la consagración de su última primavera, su gran canto a la vida libre, tal vez su último canto verdaderamente libre y consciente.

Oh, sí: ella no se dio cuenta al principio y lo achacó a despistes y distracciones, incluso a la menopausia inminente. «Empiezo a chochear», decía. Pero no, no. El mal estaba ahí.

Poco después —algunos meses quizá, o un año o dos— del día en que se formalizó la boda de Lavinia en el jardín de El Mirador, empezaron las rarezas de Beth, sus extraños olvidos, sus ensimismamientos, sus ausencias. Raras ocurrencias al principio, que fueron volviéndose más y más frecuentes.

Fue Augustus quien reconoció los síntomas inmediatamente. Había tenido infinitas ocasiones de angustiarse observándolos en su padre y, más tarde, en Liam, y supo de qué se trataba en el mismo momento en que, sorprendido por una incongruencia de Beth, se volvió hacia ella y, frunciendo el ceño, dijo «¿Beth?».

Y ella contestó «¿Qué?» sin comprender y con la mirada perdida durante un segundo.

¡Pobre Augustus!

Pobre Beth.