—La noticia de que Love se casaba fue un auténtico bombazo —dijo Tono—. Un día, así, de pronto, de ese modo tan especial e inexplicable como sucedían las cosas en el pueblo, empezó a circular: ¡Que se casa Love! ¿Habéis oído? ¡Que se casa Love!
—¿Que se casa Love? —había exclamado Carmen—. Vaya con la mosquita muerta. ¿Y con quién, si puede saberse?
—¿Con quién? —había insistido la Pepi.
—No sé —había contestado la madre de ambas—. Con alguien muy importante, pero no sé… Lo he oído en la panadería hace un momento.
—Creo que la que lo tiene que saber es la Luisa Genovés —había dicho Francisca.
—¿Pero está aquí? Porque hace días que no la veo.
—No va a estar… Claro que está. Hace un par de noches andaba por La Fonda… sin Max —añadió no sin malicia—… que está de viaje.
—Sí, pues ella lo sabrá. De modo que alguien importante, ¿eh? —había insistido Carmen, rezongando—. Vaya con la mosquita muerta.
—Tampoco fue tanto bombazo —dijo Carmen—. Nos enteramos y nos enteramos y basta. Hombre, no era para menos y no hubiera sido de extrañar que la gente se asombrara de la noticia. Pero no pasó nada de particular. Lavinia se casaba, bueno, pues se casaba. Se había marchado del pueblo un buen tiempo atrás, un par de años antes o así, y salvo estancias esporádicas para visitar a su madre y a Luisa, no había vuelto. Se decía que estaba en Estados Unidos estudiando, que vivía en casa de los abuelos o en un apartamento en Nueva York, vete tú a saber, que hacía la temporada de bailes en Londres o en Viena, que salía con un Kennedy, que se movía en el mundo del cine, que estaba acabando un doctorado en Harvard… había para todos los gustos.
—Sí —dijo Tono.
—¿Un doctorado? ¿De qué?
—Nadie sabía —contestó Carmen—. Arqueología… relaciones internacionales, música medieval… nunca quedó muy claro —concluyó, sonriendo.
—Tonterías —dijo Juan Carlos—. Azafata de congresos, eso es lo que fue… a eso se dedicó. Nada más… todo lo demás fueron leyendas. Una mediopelo distinguée…
—Caramba, cómo eres de apestoso, Juan Carlos.
—El que lo sabía de verdad era Augustus —interrumpió Tono con algo de nerviosismo, como queriendo desviar la conversación de los derroteros por donde iba—. Augustus fue el primero que nos dijo que Love se casaba. Así fue. Que yo sepa, él llamó a Beth para contárselo… bueno, para confirmarle que la noticia había salido en los periódicos americanos. Porque ella, os podéis imaginar, estaba al cabo de la calle. Había seguido el noviazgo de la niña como una gallina clueca aunque nosotros no supiéramos nada.
—Es verdad —dijo la Pepi—. Y creo que Beth se lo debió de contar a Luisa, que fue la que se lo contó a todo el mundo corriendo.
—Tú dirás. Pues no estaba ella poco ufana —dijo Carmen—. Menudo partido se enganchaba la niña. El Buonarroti nada menos.
—Claro. ¿Y quién no sabía quién era Gaddo Buonarroti? Ya para entonces Gaddo era el tenor más famoso del mundo… —añadió Juan Carlos—. Acordaos: fue más o menos por entonces cuando sacó el primer disco de música moderna, en fin, de canciones napolitanas, de boleros y luego de corridos mexicanos.
—Se vendieron como churros —asintió la Pepi.
—Hombre —añadió Guillem—, de ahí le vino la fama universal. Aficionados a la ópera hay muchos. Aficionados a la música melódica más facilona los hay a patadas.
—Todas las amas de casa de la burguesía media, media baja —dijo la Pepi.
Tono la miró y dio un silbido.
—Caramba —farfulló.
—Sobre todo si puedes demostrar una culturilla musical y decir a la gente que a ti el que de verdad te gusta es Buonarroti y no Plácido Domingo, por poner uno, o Pavarotti, da igual —añadió Juan Carlos—. Te basta con haber ido a un concierto de los tres tenores para convertirte en un experto.
—Claro —dijo Tono—, por aquel entonces Gaddo empezó a dar conciertos hasta en los estadios de fútbol…
—Y bien guapo que era —dijo Francisca, poniendo ojos soñadores.
—El caso —dijo Tono—, es que Augustus llegó a los pocos días con todos los periódicos…
—«Young Spanish aristocrat to wed Buonarroti» —dijo Juan Carlos, sonriendo—, lo recuerdo muy bien: «joven aristócrata española se casará con Buonarroti»… Todos nos quedamos sorprendidos, muertos de risa…
—Muerto de risa, tú, que eres más malo que la carne de pescuezo —le interrumpió Carmen—. Los demás estábamos encantados con la niña. Nos parecía que nos íbamos a casar todos con el cantante. Hale, todos en el cuento de hadas… Hasta estábamos dispuestos a pasar por alto la falsedad de sus principados y noblezas… ya ves…
—«Il Buonarroti si sposa la principessa spagnola» —insistió Juan Carlos como si no hubiera oído. Y con habilidad más propia de un prestidigitador que de un cotilla (él hubiera preferido agitador social), sacó un cigarrillo del bolsillo interior de la chaqueta y lo hizo rodar por entre los dedos de una mano. No lo llegó a encender.
—Lo que quieras —dijo Francisca—, pero recuerdo bien, y me parece que aún tengo los recortes, que Love salía en unas fotos en todos aquellos periódicos como si fuera una reina. Guapísima…
—… Radiante, sí —añadió Carmen—. La verdad es que estaba como siempre, sólo que en los periódicos, aquella tez tan blanca que tenía y los párpados abultados, como una virgen del Renacimiento, resaltaban y le daban un aire exótico… Y ya sé por dónde vas, Juan Carlos, que quieres meter el dedo en la llaga y recordar que la pobre Lavinia no era una princesa de sangre real. Pues qué quieres que te diga: se había convertido en nuestra princesa. Además, ¿le había dicho ella nunca a nadie que era princesa o que era descendiente de Carolo de Meckelburgo? No, ¿no? ¿Pues entonces? —Sonrió. Una pausa de medio segundo, no más, y luego—: Sólo lo sugirió de tal modo que se pensara que lo era. En eso residía, bueno, reside, su formidable habilidad.
—Carmen se ha vuelto monárquica —afirmó Juan Carlos—. Quién te ha visto y quién te ve.
Con tono de fastidio, la Pepi dijo:
—No sé qué manía tenéis con esto de la sangre azul de Love… si me apuráis, vaya, la sangre azul de Luisa la emperatriz de todas las Rusias, todavía. Pero ¿Lavinia?
—¿Y qué más te da?
—No me da nada, pero es que parecéis guionistas de un remake de Sissí emperatriz, venga.
Rieron.
—Un poco de aristo… —Tono titubeó— …aristocratización, eso es, no le viene mal a nadie.
La Pepi se encogió de hombros.
—Sois idiotas.
Pues ni unos ni otros.
La noticia del noviazgo la había dado por teléfono la propia Lavinia a Luisa Genovés, en un día radiante de abril, de los que en Mallorca aparecen esponjados de verdor, con la luz cristalina, sin intermediarios cromáticos, sin tamiz, como si el sol le hubiera robado la atmósfera a los olivares, dejándolos con sus colores despojados de matices y claroscuros. Así, al menos, con esta simbología de primavera lo recordaba Luisa, asociando la memoria de aquella mañana a la confidencia alegre de su amiga. (Puede que alegre no sea la palabra correcta para describir un sentimiento cuando se habla de Lavinia; nunca estaba alegre; antes al contrario, el estado de ánimo de Lavinia el día de su noviazgo era de contento, lo que resulta menos exuberante pero más apropiado.) Luisa era la única persona que había estado siempre en el secreto de todos los secretos de Lavinia, de todas sus ambiciones, de todas sus inseguridades y aprensiones. Lo habían compartido todo. No había misterios entre ellas, no existían las reservas mentales, las inhibiciones que, por ejemplo, estaban presentes en las relaciones entre la madre y la hija. Por eso era normal que la confidencia del noviazgo fuera hecha antes a la amiga que a la madre.
—¿Luisía?
—¡Vinie! ¡Mi amor! ¿Pero dónde estás? ¿De dónde me llamas?
—Estoy en Nueva York…
—¿Cuándo vienes?
—En seguida…
—¿Cuándo?
—En seguida… pero déjame hablar, que te tengo que contar algo alucinante… Bueno, no. No te voy a contar nada. Adivina. Te voy a permitir una sola respuesta… —Y se rió.
Inmediatamente, sin pensarlo dos veces, con gran seriedad, Luisa dijo:
—Que te casas. —Y después dio un grito—. Es que te casas. ¿A que sí? —Se dejó caer en la cama, riendo, con el teléfono pegado a la oreja. Lanzó las piernas hacia arriba y las agitó dando patadas al aire.
—¡Sí! ¡Me caso! —gritó Lavinia. ¿Gritar? Eso sí que resultaba atípico. Las personas que la hubieran oído gritar ciertamente no eran muchas—. Me caso, me caso, me caso.
—¡Por fin! Tengo unas ganas que me muero de conocer a tu tenor, Vinie… Pero, dime, dime, dime, ¿cómo se te declaró? —Su tono de voz estaba en el borde mismo de la histeria.
—Bueno… me llevó a cenar a la Côte Basque anoche, ya sabes lo que a él le gusta comer bien aunque se tiene que aguantar por el régimen. Me dijo que por una vez iba a comer y brindar como le diera la gana… Pidió una botella de vino blanco francés que estaba buenísimo, hizo que nos sirvieran y luego levantó la copa y se puso todo dramático, ya sabes, como de ópera, y me miró a los ojos. Por nosotros, dijo. —Lavinia se rió nuevamente—. Por nosotros, ¿te das cuenta Luisa?…
—¡Sigue!
—Bueno, eso… que me pidió que me casara con él.
—Ni hablar. Cuéntamelo, cuéntame todo cómo pasó, de pe a pa. ¿Qué llevabas puesto?
—El traje blanco con puntillas, ¿sabes cuál es?
—Sí, sí, sigue.
—Bueno, el traje blanco con puntillas y el escote un poco escandaloso que tanto le gusta a mi madre… Bah, tengo unas tetas tan pequeñas que qué más da. Me tuve que poner un sujetador para empujármelas hacia arriba. Bueno, pues eso. Entonces Gaddo sacó un estuche como de terciopelo azul del bolsillo de la chaqueta, era alargado, o sea, que tenía que ser una pulsera, y me lo puso delante sobre el mantel… lo empujó hacia mí con ese dedazo… y me pareció que todo el restaurante nos estaba mirando… pero no me dio ninguna vergüenza… al revés: estaba deseando abrir el estuche. —Se rió.
—¿Y entonces?
—Bueno, pues Gaddo lo abrió y ¡no era una pulsera! Era el collar de brillantes y esmeraldas más maravilloso que jamás has visto. Estoy deseando enseñártelo…
Guardaron silencio, pero al momento profirieron al unísono sendos grititos de entusiasmo.
—Y qué más.
—Nada, que he dormido con él puesto aunque pincha mucho, y ahora lo llevo y me lo estoy viendo en el espejo. Es maravilloso.
—¿Y Gaddo?
—Se ha tenido que ir a Washington. Canta allí esta noche… pero vuelve nada más terminar para que cenemos juntos.
—Pero ¡Vinie!, cómo te lo dijo, qué te dijo, qué le dijiste tú, cuéntamelo todo ahora mismo.
—Me quedé muda con el collar, como una tonta, ¿sabes? Bajé la vista, ¿sabes?, bajé la vista como si me diera vergüenza, pero en realidad era porque… porque… no sé. Y entonces, Gaddo me dijo con ese vozarrón que tiene, ya sabes que estos collares sólo se regalan para que pesen mucho en el cuello de una mujer y nunca pueda escaparse. Se rió y me dio la sensación de que temblaban las lámparas del restaurante. Y luego me dijo, Lavinia, no creas que esto es un soborno. Esto es sólo para que veas cuánto te quiero: tantos brillantes lucen menos que lo que yo quiero darte en la vida. Cásate conmigo, por favor. Me pareció que estaba al borde de las lágrimas. Y entonces qué le voy a decir… llevaba tanto tiempo esperando a que me lo pidiera… claro, dije que sí, que me casaría con él y él levantó la cabeza y se puso a reír… —Se interrumpió bruscamente—. Pues así fue.
—¿Pero cuándo es?
—¿El qué?
—El matrimonio, mujer.
—Todavía no lo hemos decidido, pero más o menos en el otoño… Te tengo que dejar que tengo que llamar a mamá y luego me voy a almorzar con el tío Augustus.
—Pero ¿cuándo vienes?
—Ah, dentro de un par de semanas.
—¿Y tu abuelo?
—Bah —casi pudo oírsele el encogimiento de hombros—. Ya se enterará por los periódicos. Hace meses que no le veo.
—Ya lo sé. Es tonto.
—Vaya, no se le ocurre más que a un viejo estirado como él meterse con mi madre… Menudo imbécil. Mira, Luisía, mi abuelo, que pague. Que pague todo hasta la boda y luego, que me deje en paz. Total… hasta voy a tener más dinero que él…
—Todos en el pueblo —dijo Tono—, fuimos corriendo a visitar a la Beth en cuanto oímos la noticia. Ella, con esa solemnidad de teatro que le venía de instinto, ya sabes, ese estar digno como si no pasara nada sólo que en realidad estás a punto de inflarte como un globo, nos iba recibiendo en el jardín de El Mirador…
—Sí —apostilló Carmen—, se había puesto un vestido más o menos serio, discreto, como azulón, y estaba sentada en una butaquita de jardín al lado de la mesa de mármol aquella que había allí con las patas de hierro negro forjado… bueno, negro, no; bastante oxidado…, y recuerdo que, para aparentar, hacía petit point —lo pronunció exageradamente a la española, peti-puán—. Tal parecía que no hubiera hecho otra cosa en la vida.
—Ya —dijo la Pepi—. Y encima de la mesa había una jarra grande de limonada y unos vasos. Y la Beth nos miraba y hacía gestos lánguidos hacia la jarra para que nos sirviéramos.
—Fue increíble —dijo Juan Carlos—. De todo el episodio, de todo lo que ha sido la vida de Beth y de Lavinia, su matrimonio, su divorcio, el lío o los líos, el pueblo, los expatriados, Liam, la biblia en pasta…, lo que recuerdo, no sólo mejor sino como más espectacular, es aquella tarde en El Mirador.
—Qué tontería —dijo la Pepi—. Además, no estuviste ni en la mitad de las cosas…
—No, no —respondió Juan Carlos con vehemencia—, atiéndeme. No es que en esta maravillosa historia no ocurrieran cosas más vistosas o más dramáticas, il dramma, cara mia, ante todo il dramma. Las hubo, sin duda. Cómo no va a haberlas. Lo único que estoy diciendo es que yo… yo, al menos…, recuerdo aquella tarde del día en que nos enteramos de que Love, nuestra Love, se casaba como el momento cumbre de todo…
—Bah.
—No. Bah, no. Ver a Beth sentada, tan guapa…
—¡Huy, tan guapa! Te falla la memoria, Juan Carlos.
—¡Te falla a ti! La estoy viendo, con aquella serenidad fingida, aceptando discretamente las enhorabuenas… Guapísima. ¿No os dais cuenta? Visto hoy con suficiente perspectiva histórica…
—… perspectiva histórica te iba yo a dar. Eres un cursi, Juan Carlos.
—… para Beth aquel momento era la culminación de toda su vida, de todo aquello por lo que había luchado, la superación de los instantes malos (los que conocemos y los muchos que desconocemos) y los buenos, de las ansiedades y angustias, las alegrías… Bueno. Me imagino lo mal que se debió de sentir el día en que su marido, como se llamara, apareció muerto en Gomila.
—Jim Trevor —dijo Guillem, para que no se olvidara que había sido el único de todos ellos que había tenido una relación con el padre de Lavinia. Una relación digamos funeraria, pero una relación al fin y al cabo.
—Equivalía —continuó Juan Carlos como si no lo hubieran interrumpido— a desvelar la gigantesca mentira que era toda la existencia de Beth…
—¿Tú lo sabes esto de la gigantesca mentira? —preguntó Carmen.
Juan Carlos sacudió la cabeza.
—En el fondo, se conseguía arruinar toda una vida, toda su vida. ¿Os imagináis lo que tuvo que ser para ella? No había marido diplomático destinado en un romántico y peligroso reino del Lejano Oriente, no había suegro millonario, no había sangre de príncipes corriendo a chorros por las venas de madre e hija, no había una vida trepidante vivida antes de que a Beth le sobreviniera el hastío y decidiera retirarse a esta isla… ¡nada! No quedaba nada. ¿Comprendéis? Una verdadera tragedia: cuando murió su marido de una vulgar borrachera, Beth tuvo que volver a empezar de cero. Vaya historia la de la muerte del marido…
—Jim Trevor —recordó Guillem.
Juan Carlos lo miró y respiró lentamente por la nariz. Se reclinó en el asiento y encendió con fastidio el cigarrillo que tenía entre los dedos desde un rato antes. Nadie se atrevió a interrumpirlo más. Y de golpe Juan Carlos hizo una pausa para subrayar el efecto dramático:
—… se casa Lavinia… Nada menos. Y se casa Lavinia con Gaddo Buonarroti… ¿Me hacéis el favor de comprender lo que eso pudo significar en aquel momento para Beth?
—Hombre, visto así…
—No… perdona. No hay modo de verlo de otra manera. Beth era la reina de corazones y nosotros habíamos acudido allí a tomar el té de las cinco, a rendirle pleitesía…
—Hasta acudió el sombrerero loco —dijo Carmen, riendo—. Vino Bertil con su bombín en la cabeza…
—Llegó todo el mundo —dijo Tono—. Todo el mundo. Hasta Liam, que ya no iba a ningún sitio, y su mujer y los chicos y Dan con las francesas, y el médico Rafael Rodríguez, que ya venía colocado y apestando a anís, y David con su niña pequeña…
—La mujer de David era una coneja… ¿cuántos niños tenía ya?
—¿Entonces? Cinco —dijo Francisca.
—… Los pescadores de la cala… el párroco… los dos guardias urbanos, de los que uno era analfabeto y no podía poner multas… ¡Y el cabo de la Guardia Civil! —Sacudió la cabeza—. Caramba. Y allí estaba la Beth, sentada en su trono, sonriendo no sin condescendencia y señalando la jarra de limonada para que la gente se sirviera.
—¿Y Lavinia?
—Ah, Lavinia, sí. Lavinia llegó días más tarde —dijo Tono.
—Y ésa sí que venía como una princesa —dijo Francisca.
—Pues no estoy de acuerdo, mira —dijo Carmen—. Llegó como siempre. Callada, paliducha…
—… guapísima —dijo Guillem.
—… paliducha, con su media sonrisa de lela, pero no como una princesa, sino normal. Eso hay que agradecerle, ya veis.
Lavinia llegó, en efecto, dos semanas después de que en el pueblo se enteraran de su inminente boda y lo único destacable de su presencia (es cierto que hubo una fiesta en La Fonda para celebrarlo, pero era obligada; Lav estuvo amable como siempre, distante, algo fría, imperturbable), aunque pocos fueron los que se enteraron entonces, fue que le pidió a Luisa su yegua blanca para dar un paseo.
—¡Pero si no sabes montar, mi amor! —le dijo Luisa, riendo.
—Siempre has dicho que la yegua blanca es muy pacífica.
—Bueno, sí, pero tanto como para montarla el día en que lo haces por primera vez me parece algo exagerado. Además, imagina lo que te puede pasar entre las piernas si no estás acostumbrada —rió—. Piensa en tu novio.
—No, verás, tonta… No me voy a ir al galope por los montes. Me mataría. Sólo quiero que Max me saque una foto montada en la yegua delante de El Mirador.
Luisa frunció el ceño con cómica seriedad.
—¿Max? ¿Mi Max?
—Max Gandahar, el famoso fotógrafo de la aristocracia de toda Europa. ¿Te acuerdas de él?
Luisa levantó un dedo admonitorio y lo sacudió varias veces, como una maestra de escuela.
—¿Qué estás planeando, eh? Ya sé yo… Conque Max, ¿eh?
Lavinia sonrió la sonrisa que nadie más veía, sólo Luisa, y luego se encogió de hombros.
—Unas fotos… Unas cuantas fotos… es poca cosa. —Y en mallorquín añadió—: Tampoco no es tanto, verdad.
Las revistas del corazón de un mes más tarde traían en su portada una bellísima fotografía de Lavinia a caballo frente a El Mirador. La más importante de todas ellas publicaba un reportaje muy parecido al que ocuparía las páginas centrales de Harper’s Bazaar en su número de julio: «La joven aristócrata española Lavinia de Meckel Lorena retratada por Max Gandahar. Pronto contraerá matrimonio con el famoso tenor Gaddo Buonarroti. En la foto Lavinia monta su yegua frente a la casa-palacio de sus ancestros en Mallorca. Texto de la princesa Luisa Genovés Romanovna.»
En realidad, el texto, como suele suceder en los servicios fotográficos que aparecen en las revistas de la buena sociedad, añadía muy poco más a la información de la portada. Se sospecha que la razón estriba en que los clientes de tales publicaciones leen poco o tienen escasa capacidad de concentración y menos afición a las labores del intelecto.
Lavinia era retratada con diversos atuendos y en diferentes poses en el jardín de El Mirador, sujetando (aterrada) a la yegua por la brida, paseando por entre las flores, apoyada contra una de las columnas del claustro, olisqueando una ramita de plumbago recién arrancada, pero nada se aclaraba sobre sus antepasados, la línea sucesoria, su sangre azul, la propiedad de El Mirador o el noviazgo con Gaddo. El artículo era una obra maestra de la confusión y la sugerencia. No, contestó una portavoz de la futura señora de Buonarroti a la miríada de periodistas que llamaron, la señorita (condesa, en realidad) de Meckel Lorena no concederá entrevistas por el momento: ella no es proclive a desvelar detalles de su vida o a hacer comentarios sobre sus planes; es una persona muy reservada y muy celosa de su intimidad, sí; por el momento, está muy ocupada en la preparación de los detalles de la boda y en terminar su licenciatura en Arqueología. A su debido momento se comunicarán la fecha y lugar del matrimonio. ¿Y la licenciatura, dónde la cursa? En una universidad americana. Buenos días.
Y como esta historia es verdadera, no cabe sino asombrarse de la credulidad de las gentes en general y de los profesionales de la prensa en particular.
Las gentes del pueblo sonrieron con condescendencia. Las dueñas de El Mirador se sorprendieron de su repentino parentesco con Lavinia (y sobre todo con Beth) y, cuando preguntaron a Beth acerca del origen de toda la historia, por toda respuesta recibieron una mueca de indiferencia (dirigida al mundo y no a ellas, por supuesto) y un «ah, no tiene importancia: no hagan ustedes caso. Son cosas que inventan los periodistas, que no saben qué contar. ¿Les apetece una taza de té?».
—¿Pero se casa Lav con Buonarroti? —preguntaron ambas.
—Ah, sí —dijo Beth, sonriendo y poniendo los ojos en blanco—. Eso es lo único que importa… bueno, lo único que es verdad. Lavinia se casa con Gaddo el próximo otoño, sí.
—¡Qué contentas estamos! ¡Qué maravilla! Tendremos que hacerle un regalo… en fin, pensamos, ¿no? ¿Y dónde será la boda?
—No lo hemos decidido aún, pero Gaddo se inclina por Venecia.
Gaddo, por supuesto, no se inclinaba por nada y además, aun cuando sus preferencias fueran en alguna dirección concreta, no sería Beth la depositaria de sus confidencias.
Gaddo, en el fondo, haría lo que Lavinia quisiera.
Augustus había mandado a Beth un telegrama, well done, my love, bien hecho, mi amor, que lo resumía todo con extrema precisión. Pero en su ausencia, Dan el sueco tuvo, como siempre, la última palabra.
—Lo ha jodido vivo —dijo y, con un gesto circular, se enroscó la cadena del Roskoff en el dedo corazón de la mano derecha.