XXI

No fue así en realidad. No fue así en absoluto.

Es indiscutible que sucedió la noche de la sátira anual de Liam Hawthorne. La comedia, dicho sea en aras del rigor histórico, tenía efectivamente por protagonista a Bertil y, si involucraba a turistas y terratenientes alemanes, no era para que entre todos instalaran una industria de fabricación de cañones o de bombas en el pueblo. La cosa era más sencilla y mucho más sutil. Bertil representaba el papel de un rico hacendado de Hannover, esto es cierto (y es un hecho contrastado que su interpretación tuvo gran dignidad: muchos son los que aún la recuerdan y hasta hay quien asegura que Augustus, impresionado por la maestría escénica de Bertil, le ofreció un papel en una de las obras que, escritas por él, estaban siendo representadas en el West End de Londres).

En la versión de Liam, el rico hacendado de Hannover había comprado el pueblo para hacer de él un gigantesco escenario en el que, en sesiones diarias de mañana, tarde y noche, se representara… la vida del pueblo, simplificada para turistas alemanes poco avezados. Los turistas que adivinaran el nombre de los personajes o descubrieran en la actitud de éste, en la risotada de aquél o en el disfraz de aquel otro a un escritor célebre o un astro de cine de Hollywood, a un contrabandista de tabaco o a un simple hippy, serían premiados con un paseo en barco para dos con derecho a paella y sangría.

En fin, así eran las bromas amables de Liam. Ésta tuvo especial significado porque no volvió a escribir otra.

Para gran tristeza de todos, del mundo literario en general y de sus familiares y amigos en particular, los más allegados pronto descubrieron que los repentinos cambios de humor de Liam en los últimos tiempos, sus olvidos y despistes respondían, como en el caso de Patrick Loveday, padre de Augustus, al infausto asalto de la demencia senil. Quiso la ironía del destino que los dos grandes poetas vivos de la lengua inglesa padecieran el mismo mal (no exactamente al mismo tiempo porque Loveday murió más o menos cuando Hawthorne enfermó) frente al mismo mar, a menos de quinientos metros el uno del otro, y resolvieran así la tragedia de sus vidas, unidas por acontecimientos que los habían convulsionado al mismo tiempo: la Gran Guerra y sus dramas estériles, Pamela Gilchrist y su tiranía estúpida, el suicidio de la mujer de Loveday, la soledad en que los dejó sumidos, abandonados a ambos, la destrucción de sus memorias y, por encima de todo, la grandeza de sus versos.

Bien. Fue por tanto la noche de la obra anual de Liam. Los Hewitt asistían por primera vez a este rito y se sentaban al lado de Augustus, que actuaba en cierto modo de padrino, intérprete y traductor suyo. Es verdad que también se encontraba Tono, pero su presencia era más bien marginal; entonces todavía hablaba inglés con no demasiada seguridad. Y, como un extranjero recién llegado, tenía que encontrarse más a gusto con un compatriota que con el alcalde del pueblo, James habló aquella noche más bien con Augustus.

La función discurrió con normalidad y a la salida, cuando en fila india los espectadores se encaramaban a los pedruscos que a modo de rudimentaria escalera los subía hasta la carretera, James, que iba detrás de Augustus, perdió un poco el equilibrio y para no caer tuvo que apoyarse en la persona que le seguía. Por supuesto se trataba de Beth.

—Perdón —dijo James, volviéndose hacia Beth.

—No tiene importancia —contestó Beth, sonriendo.

No hubo más. Siguieron subiendo todos y, al desembocar en la carretera, Augustus se sumó a uno de los corrillos que se iban formando a medida que llegaban los espectadores. Se dio la vuelta e hizo señas a los demás para que se unieran a él.

—James —dijo—, ésta es mi buena amiga Beth Meckel de Lorena. Creo que sois compatriotas…

—Hola —dijo James. Tendió la mano a Beth. Y luego frunció el ceño.

—Qué tal —dijo Beth, estrechándole la mano. Lo miró a los ojos con cordialidad curiosa. Después desvió la vista hacia Jaimie y sonrió.

—Es mi mujer Jaimie.

—Cómo está usted.

—¿Compatriotas? —preguntó James.

—Soy australiana de origen en realidad —como si estuviera diciendo que no le quedaba más remedio y que lo sentía—, americana por matrimonio y mallorquina porque vivo aquí desde siempre y aquí tengo la casa de mis antepasados.

—¿Ah?

—Sí. —Sonrió—. Ahora ya lo saben ustedes todo acerca de mí.

James asintió gravemente.

Augustus se frotó las manos.

—¿Por qué no venís todos a mi casa y hacemos una torrada?

—¿Una torrada?

—Sí: pan tostado y untado con tomate y aceite, jamón, aceitunas y vino, mucho vino. Dan el sueco está ya allí preparándolo todo.

—Ya me parecía que no lo había visto en el teatro —dijo Beth con una breve risa.

—Eso suena espléndido —dijo James.

—Ya sabes que a Dan el sueco las obras de Liam le parecen una patochada sin interés.

—Cosas de Dan —dijo Beth—. Por cierto, Lorgus, me tienes que hablar de esa acompañante de Hollywood que te sigue a todas partes. —Miró a su alrededor—. ¿Cómo es que no la has traído esta noche?

Hubo un segundo de silencio.

—Sólo somos buenos amigos —dijeron luego al unísono Augustus y Beth. Rieron de buena gana—. De verdad —insistieron ambos, otra vez al unísono—. Se ha quedado en América —concluyó Augustus. Beth le guiñó un ojo.

En aquel momento, Tono se incorporó al grupo. Había subido corriendo desde el anfiteatro de Liam y venía jadeando.

—¿Y vuestro alcalde? Aquí ya no se respeta nada. Ni siquiera esperáis a vuestro alcalde.

A casa de Augustus acabó llegando un grupo bastante numeroso de gente. Todos fueron recibidos con grandes carcajadas por Dan el sueco, que se había puesto un delantal y llevaba un enorme cuchillo de cocina en la mano.

—Perdón —dijo James Hewitt que, con Beth, Jaimie y Tono, fue de los primeros en llegar—. Tono, querría preguntarle una cosa antes de que lleguen muchos más amigos. —Tenía la expresión angustiada de quien acaba de descubrir un crimen y no sabe qué hacer con la información.

Tono se volvió hacia él con una sonrisa.

—Usted dirá —contestó en su inglés titubeante. (En realidad dijo yes?, vocablo que, entre desconocidos de distinta nacionalidad resulta mucho más inhóspito y seco que un sencillo «usted dirá».)

Y, en efecto, James titubeó y acabó por decir:

—Bueno, no. No tiene importancia… en otro momento tal vez. —Sin estar seguro del terreno que pisaba, temió cometer una equivocación grave—. No tiene importancia —repitió.

Tono abrió las manos con las palmas hacia arriba.

—Bueno, cuando quiera.

Oh, my God —dijo entonces James. Tono alcanzó a oírlo perfectamente aunque la expresión, dicha en voz baja si bien con alguna excitación contenida, estaba destinada a Jaimie.

—¿Qué ocurre? —preguntó ésta.

—Que sé quién es esa mujer australiana.

—¿Beth?

—Sí. Oh, God. Claro que lo sé. Tú no te acordarás porque pasó hace muchísimos años, veinte años o así…; Beth… Beth… —añadió, intentando recordar—, ¡Loring! Claro que sí, Loring. Se ha cambiado el nombre, evidentemente, pero es ella sin duda alguna. Es ella —repitió para demostrárselo a sí mismo—. Tuvo que irse de Australia…

—¿Pero qué hizo?

—Fue un escandalazo. Tenía una agenda llena de nombres de políticos y personajes de la buena sociedad o algo así. Era una prostituta de lujo. La recuerdo muy bien porque era guapísima, muy sexy, y la sacaron en bikini en las portadas de los periódicos. Me parece que la habían detenido en una casa de citas o que salió a relucir su nombre en una investigación sobre un político… ¡claro! —recordó de pronto—, ¡Merriot! El escándalo Merriot…

—Sí. Sí que me acuerdo, sí. Merriot era presidente de la cámara, un respetable padre de familia, era abuelo, ¿no?, y lo pillaron cuando tuvo que someterse a un examen parlamentario público para que lo nombraran algo en la ONU…

—Fue un periodista el que lo descubrió todo y luego resultó que la Loring tenía en la agenda aquella más clientes que la Coca-Cola. —Rió pero en seguida volvió a ponerse serio—. Fue tremendo. Merrit dimitió y a ella no le pudieron hacer nada, pero se tuvo que ir de Australia… Me pregunto cómo habrá acabado viniendo aquí.

—Porque buscaría el sitio más alejado del mundo, en las mismísimas antípodas, ya ves.

—Qué historia… Me siento responsable…

—¿Pero por qué? Yo también la recuerdo y no se me ocurre subirme al caballo y lanzarme a las cruzadas para redimir a los pecadores. Más aún: me parece que esta señora es bien simpática. Claro. Algo tenía que tener, aparte del espléndido busto y las piernas interminables… —rió—. Y, además, James, ¿en qué te afecta a ti todo esto?

—No lo sé, Jaimie, no lo sé. ¿Debería decir algo a estas gentes? Son buenas personas y a lo mejor no se merecen tener una señora así en el seno de su sociedad…

—¿Pero a ti qué más te da? ¿Te ha hecho algo ella?

—No, pero se ha cambiado el nombre y…

—¿Y a ti qué más te da? —repitió Jaimie—. ¿Te hace daño acaso? Se ha cambiado el nombre… pues se ha cambiado el nombre. Habrá pasado la página de aquella vida y se acabó. Tiene derecho a emprender una nueva vida. ¿No? No puedo creer que te preocupe poco o mucho este asunto. Hace veinte años de esto, por Dios.

James titubeó.

—Sí, claro. Es verdad. A mí no me afecta en realidad. Allá ella…

—No, James, por Dios, allá ella, no. Habrá rehecho su vida y tu obligación es respetarla y no dar a nadie lecciones baratas de moralidad.

—Está bien, está bien. Tienes razón. Olvídalo…

—No, querido, olvídalo tú.

No lo olvidó, naturalmente, pero sí decidió silenciar los extremos más escabrosos de toda la historia. Era mejor dejarlo estar. ¿Qué le iba lo que pudiera hacer Beth con su vida?

Y así fue cómo los Hewitt se sumaron al ya numeroso grupo de vecinos del pueblo que conocían los detalles verosímiles y los inverosímiles, que estaban en el secreto de los aspectos más engañosos de la vida de Beth contada por ella misma: un truco de prestidigitación del que todos conocían el intríngulis pero cuya ilusión mantenían para divertimento de los demás espectadores, de tal modo que ninguno de ellos pudiera sentirse defraudado. La magia es magia mientras se conserve intocada la convención de que si bien todo el mundo sabe que el juego contiene una trampa, nadie quiere desentrañarla.

Tono se enteró del escándalo Merriot y de la participación de Beth en él, pasados unos cuantos meses, en una apacible noche de confidencias. Y al día siguiente se lo contó a Carmen y a Juan Carlos, que eran los mayores del grupo. Como la Pepi era no sólo contemporánea, sino la más amiga de Lavinia (sin contar a Luisa, por supuesto) y Guillem era no sólo contemporáneo, sino el enamorado permanente de Lavinia y Francisca era, además de contemporánea, la enamorada permanente de Guillem, Tono les quiso ahorrar a todos los pormenores escabrosos de la historia y no les dijo nada. Al fin y al cabo eran aún casi unos críos: ya tendrían tiempo de enterarse de las maldades que contaba la gente.

Más adelante, Juan Carlos aseguraría que la ausencia prolongada de Lavinia a partir de aquel verano se debía a que su madre la había querido apartar del pueblo mientras circulaba aquella maledicente historia sobre su pasado en Australia. ¡Cuánto escrúpulo absurdo! Porque, visto con la perspectiva del presente, se hubiera dicho que el pueblo en pleno pretendía a posteriori para Beth un historial intachable que se correspondiera con el trato que el destino había deparado finalmente a Lavinia: Beth tenía que ser una gran dama para acabar siendo digna de una hija (casi) princesa que había terminado por casarse con el gran tenor Gaddo Buonarroti, uno de los personajes más célebres y ricos del mundo del espectáculo.

Por otra parte, resulta ridículo que nadie pudiera querer exigir de Beth tan irreprochable conducta en un pueblo la norma de cuyos moradores era el despiste, la inmoralidad, la pretenciosidad intelectual, el consumo de drogas, en fin, las fruslerías propias de una sociedad expatriada en un lugar de corsés hipócritas. ¿Por qué para ella sí debían regir unas normas de comportamiento que no se aplicaban a nadie más?

—O sea que yo puedo tener amantes por pares —dijo Dan, resumiendo, como era habitual en él, el camino por donde debía discurrir el recto proceder ético del pueblo—, puedo hacer contrabando de lo que sea, puedo vivir sin atenerme a norma alguna, pero a Beth debemos exigirle un comportamiento propio de la corte de la reina Victoria, sea quien sea esa reina Victoria de la que todos hablan…

Hear, hear —dijo Augustus, dando unas cuantas palmaditas en la mesa para mostrar su acuerdo con lo que acababa de decir Dan.

Una cuestión, por supuesto, toda ella académica desde el mismo momento en que nadie en el pueblo pretendía en realidad desenmascarar a nadie y sólo quería conocer detalles, cuantos más, mejor, en aplicación algo superflua y superficial del conocido principio de que información equivale a poder. «Te tengo pillado.» Menuda tontería.

Vaya. Por tanto, como decíamos ayer, Tono, sentado una noche de plenilunio junto a James en el jardín de La Fonda, intercambiaba confidencias con éste. Para entonces, su dominio del inglés había mejorado de manera considerable gracias a las clases intensivas que había recibido de Augustus (cuando estaba en el pueblo) y (si no) de Beth, que, sin ser profesional de esa disciplina, había demostrado tener las dotes de una excelente y pacientísima profesora.

Hablaban de las claves por las que se gobernaba la vida en el pueblo, de cuáles eran los resortes de esta sociedad española recién salida de la barbarie (por más que en Mallorca la tiranía se hubiera notado menos que en otras partes del país), de quién era quién en el orden jerárquico, Liam, Pamela Gilchrist, Augustus, el padre de Augustus, la madre de Augustus, la mujer de Liam, Dan el sueco y sus francesas, la nieta del zar, Lavinia (o Lav o Love), Beth…

—¿Por qué os vinisteis a vivir aquí?

—Porque estábamos hartos de Australia y de sus hipocresías de país joven y pujante, todos deportistas, nadando o jugando al tenis, por Dios santo…

Tono, riendo, se corrigió:

—No. Digo que por qué decidisteis venir a Mallorca sin saber nada de la isla, de España, de este pueblo…

—No sé. Alguien nos habló de todo esto, lo leímos en la prensa, me parece que hubo una serie de artículos sobre Liam Hawthorne…

—¡Todo empieza siempre por una serie de artículos sobre Liam! Sin que él hable nunca del pueblo, porque nunca habla del pueblo… se limita a ser su leyenda viva… este hombre ha hecho más porque seamos conocidos en el mundo entero que todas las oficinas españolas de turismo repartidas por ahí.

—Bueno —dijo James—, se diría que entre unas cosas y otras, aquí ha acabado juntándose una heterogénea colonia de gentes de todos los colores y pelajes. —Y en un tono de total inocencia, añadió—: Porque, por ejemplo, ¿cómo llegó hasta aquí una persona como Beth?

—Ésa es una larga historia.