XX

Eran momentos turbulentos para el pueblo. Llegaba a él una nueva generación de inmigrantes (anglosajones, italianos, franceses, algún jugador de ajedrez suizo o alemán), todos ellos menos libertarios que sus predecesores en el lugar, con un hippismo posmoderno y probablemente más artificial.

—Bueno —explicaba Tono—, tomaban drogas de diseño en lugar de la marihuana tradicional…

—Vaya, y cocaína como siempre, ¿eh? —puntualizó Juan Carlos—. Comme d’habitude.

—Eran escritores, pintores, cantantes, concertistas o simples banqueros acaudalados o miembros de una enriquecida aristocracia sin nada mejor que hacer en vacaciones que retornar a la simplicidad bucólica (igual que en tiempos de María Antonieta se jugaba a pastores y pastorcillos en los jardines de Versalles). Más que para responder a una llamada cuasi-religiosa de libertad individual, buscaban regresar a un pasado sencillo que nunca habían conocido en realidad. No sé si me explico —dijo Tono.

El grupo de los de siempre, cada vez más reducido, intentaba vivir como lo había hecho toda la vida. Pero salvo en largas charlas de nostalgia nocturna, se les hacía cada vez más difícil recuperar la memoria de la cohesión, el recuerdo que tenían de haber sido un grupo integrado, libre, comunero, alejado de las necesidades burguesas que habían impelido a cada uno a huir de su propio ambiente. Y, sobre todo, un grupo único y sin fisuras.

El pueblo en sí sufría una evolución similar. Empezaron a aparecer detalles que falsificaban su espíritu y que iban convirtiendo los sutiles cambios de fisonomía en alteraciones permanentes. Puede que se debiera sencillamente a la evolución propia de la sociedad y de la economía. El pueblo no tenía más remedio que avanzar a grandes saltos porque a eso lo impulsaban las oleadas de gentes e ideas y actitudes sociales. No podía ser de otro modo cuando la historia, el enriquecimiento, la traslación de la revolución en las costumbres de los grupos minoritarios a la generalidad, exigían este salto acelerado del siglo XIX al XXI.

Pero el pueblo padecía. En unos años, el villorrio primitivo y genuino fue adquiriendo un lustre apenas perceptible de colonia rica de vacaciones: muchas casas iban siendo vendidas a gentes de Barcelona, de Madrid, de Londres, de París o Nueva York y, sin que les fueran cambiadas las fachadas, sufrían alteraciones espectaculares en sus interiores. Los cables eléctricos seguían colgando de postes primitivos de madera, el asfaltado de las calles se limitaba al máximo, pero se hacían cuartos de baño nuevos, se instalaban cocinas eléctricas y neveras y las antenas de televisión se generalizaban en los tejados. El dinero había llegado al pueblo. «Sólo falta que nos pongan un supermercado», gruñó la madre de Carmen. El supermercado, sin embargo, tardó un par de años más en ser instalado en la calle principal. Y a quienes lamentaban esta evolución y se desesperaban porque el pueblo había dejado de ser lo que era y se había convertido en un espectáculo de extranjeros y para extranjeros, Dan el sueco respondía invariablemente:

—Ya. Pues no tenéis más que decirle a estas gentes que no vendan sus casas, que no acepten los millones que les ofrecen a cambio y que no se compren el coche con el que han soñado durante años, que no instalen agua corriente ni cocina de gas butano… Vosotros, que sois extranjeros, bueno, forastés llegados, eso sí, antes del boom, os quejáis del espectáculo y decís que no debería ocurrir… siempre y cuando no os afecte a vosotros, claro… Porque a vosotros también os vendieron sus casas los de aquí, ¿no? Para mí, amigos míos, está clara la trampa: consideráis que debe haber un lugar primitivo en la tierra al que, vosotros, gente rica hastiada de las metrópolis o gente huyendo de la civilización alienadora, debéis poder acudir para refrescaros, sin que ese sitio cambie y se modernice. Vaya gente, caramba. —Luego resoplaba, asombrado de haber hablado tanto, y repetía—: Caramba.

James Hewitt, en cambio, último llegado al pueblo, tenía las ideas claras:

—No pretendo que este pueblo, como condición para establecerme en él, permanezca inalterado con su estructura medieval intacta —dijo en seguida—. Si yo buscara darme un baño de Edad Media, primitivo e incómodo, me habría ido al Amazonas o a Nueva Caledonia.

James Hewitt, el arquitecto guitarrista, llegó con su mujer por aquellas fechas. Era un tipo simpático y generoso, muy rubio de complexión. Siempre estaba colorado y parecía que le iba a dar una apoplejía; pero era el sol, que estaba permanentemente reñido con su epidermis. Se hubiera dicho que su mujer, Jaimie, era más bien su hermana gemela: el mismo tono de piel, la misma cabellera rubia, los mismos ojos azules, idéntica sonrisa calurosa.

—Alquilaron la casita de los Bellver a mitad de cuesta —dijo la Pepi, que siempre les había tenido gran simpatía—, y se instalaron en ella con sus pocas pertenencias. Era gente sencilla, sin excesivas pretensiones, de esa a la que Dan el sueco aludía cuando se refería a los urbanitas que huyen de las metrópolis para reencontrarse con la vida simple. Sólo que los Hewitt tampoco no eran pretenciosos ni venían hastiados por la vida estresada del millonario. Venían hartos de una vida profesional llena de trampas y traiciones y buscaban a personas a las que sonreír y de las que recibir sonrisas. No pedían casi nada, la verdad sea dicha. Pero con su modestia y todo, James era un célebre arquitecto en Australia.

—James se había cansado de diseñar edificios en Sydney —asintió Tono—, pero lo único que quería hacer era dar clases de dibujo si alguien se lo pedía y componer canciones country. Nada más. No pretendía nada más.

—Lo cierto es que encajaron perfectamente con todos nosotros —dijo Carmen—. Hasta con Liam que, para entonces, ya trataba a muy poca gente.

—También llegó Max Gandahar más o menos en la misma época… —dijo Guillem, como si el hecho le hubiera vuelto de golpe a la memoria.

—¿El fotógrafo?

—Sí, el fotógrafo. Creo recordar que eran amigos, los Hewitt y él… y que por eso Max decidió alquilar una casa aquí para pasar en ella el tiempo que no estuviera trabajando dando tumbos por el mundo. Sí, vino por consejo de los Hewitt… eran amigos. Vamos, yo al menos lo vi a él por primera vez en la casa Bellver y me parece que alguien dijo que se habían conocido en Australia, adonde Max había ido a retratar a alguien o a fotografiar escenas de calle o edificios. Supongo que sacó alguna foto de una de las casas de James o algo así…

—Max era un tipo estupendo —dijo Guillem.

—Y guapísimo —dijo la Pepi—, con sus ojos negros y la piel tan oscura. Parecía un príncipe hindú…

—Y tanto —dijo Guillem—, como que era de Calcuta.

—Eso. Bueno… pero de madre inglesa. Es cierto que no le faltaba más que el turbante y el puntito rojo en medio de la frente.

—El puntito sólo se lo ponen las mujeres, burra —la corrigió Carmen.

—Bueno, lo que sea. Estaba como un queso…

—Sí —dijo Tono—, y además, era un hombre simpatiquísimo. Por eso ligó con Luisa, naturalmente.

Luisa Genovés Romanovna lo estaba pidiendo a gritos. Su belleza morena y descarada, su actitud provocativa y su simpatía alegre y graciosa, su forma de ser coqueta, por Dios, a los dieciocho años de edad, hacían de ella un explosivo andante. «La bomba di sesso», la llamaban los italianos del pueblo.

Max Gandahar la conoció una tarde en La Fonda. Los presentó Guillem. En seguida, Max, preso de un indisimulable ataque de lujuria, quiso hacerle una serie de retratos y le propuso posar para él. Luisa levantó una ceja y sonrió.

—No, no —dijo Max—. Nada de triquiñuelas, nada de trucos. Le estoy pidiendo que pose para mí. Nada más, se lo juro. Es usted un descubrimiento de los que se cruzan en la vida de un fotógrafo sólo una o dos veces: no la puedo dejar escapar.

—Te advierto —le explicó Guillem a Luisa— que Max es un fotógrafo famosísimo. Es uno de los fotógrafos oficiales de la familia real inglesa… entre otras muchas cosas. Portadas de Vague, de Harper’s Bazaar

—Ya —dijo Luisa con incredulidad pilla—. Familia real inglesa. Ya…

Riendo, Max contestó:

—Familia real inglesa, sí. Pero le juro que son bastante más feos que algunas de las chicas que he retratado para Playboy.

Luisa lo miró inclinando la cara, como si especulara con la probabilidad de que este guaperas de piel morena la estuviera engañando o tuviera aviesas intenciones. Pero evidentemente decidió que no era así y que le parecía un tipo de fiar.

—Puso las manos en jarras —recordó Guillem—, y chiquitita como era, lo miró de abajo arriba, y dijo, bueno, ¿cuándo?

—Mañana por la mañana —contestó Max para sugerir que no tenía prisa; las mañanas fomentan la falsa sensación de seguridad. A las niñas incautas les parece que las horas previas a la de almorzar no encierran peligro para su virtud y olvidan con ello que la virtud no reconoce cuadrantes horarios. Con la sola diferencia de que en este caso Luisa no percibió ninguna falsa sensación de seguridad sino una muy real y muy deliciosa anticipación de lo que le iba a pasar. Lo supo con la misma certeza con que, años antes, Beth había sabido que se iba a acostar con Dan el sueco en el mismo momento en que le había echado la vista encima. Puede que reconociera la sensación con menos claridad que Beth, puesto que Luisa seguía siendo virgen. Beth la había sentido en el bullir de su sexo; Luisa apenas notó un cosquilleo difuso por sus extremidades, en torno a los pechos, por el vientre. Algo muy placentero, sí.

—Muy bien —dijo, intentando discurrir cómo se las ingeniaría para hacer novillos en casa. Se encogió de hombros. Pues sí que la iba a preocupar eso ahora—. ¿Me recoges aquí? ¿A las once?

—Por supuesto —dijo Max con una gran sonrisa.

Luisa lo miró una vez más con fijeza, con una provocación que debía de nacerle de instinto. Después se dio la vuelta y salió a la calzada.

Allí Lavinia la esperaba, presa de verdadera excitación. Acababa de llegar de El Mirador y ya le habían contado el encuentro de su amiga con el fotógrafo.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó—. ¡Dime qué te ha dicho!

—Mañana. Por la mañana. Una sesión de fotos —dijo Luisa con el aliento entrecortado—. ¿Si te pregunta, le dirás a mamá que hemos comido juntas y que me quedo a dormir contigo?

Lavinia dio un gritito y ambas se abrazaron y giraron en redondo a pequeños saltos.

La apasionada aventura que desde el día siguiente vivieron Luisa y Max el fotógrafo fue piedra de escándalo, no ya en el pueblo, sino en toda la isla. La condesita de Alfayar, Dios mío, prácticamente biznieta del zar Nicolás, ¡una Genovés!, liada con un fotógrafo indio. Poco más que una adolescente, una virgen, ¡hollada por un negro! ¡Amancebada!

En realidad, las cosas podrían haber discurrido por cauces más tranquilos si Luisa se hubiera limitado a tener una aventura, intensa o esporádica, qué más daba, con Max.

—Pero —dijo Juan Carlos—, Luisa decidió liarse la manta a la cabeza y se fue a vivir con él. ¡A vivir con él! L’amour fou, el amor loco que todo lo puede… Se fueron a la casita de la montaña que Max había alquilado…

—… y transformado. La redecoró por dentro, le puso un estudio, un cuarto de revelado, una caja fuerte para guardar las cámaras y los accesorios, cuartos de baño, bueno, de todo —dijo la Pepi—. Les quedó precioso. Por tener, tenían hasta piscina y un pequeño picadero y unas cuadras muy bonitas en las que guardaban tres o cuatro caballos pura sangre. Los dos eran apasionados de los caballos, ella por la Pampa y él, claro, por el polo, que se juega mucho en la India.

—De casta le viene al galgo… —dijo Tono con cierta solemnidad.

—Bueno, pues se fueron a la casa de la montaña y vivieron felices comiendo perdices —concluyó Juan Carlos, un poco impaciente—. Qué queréis que os diga. Luisa acompañaba a Max en la mayoría de sus viajes y cuando se quedaba, muchas noches subía Lavinia a dormir.

—Nunca se casaron —dijo Francisca.

—Entonces, no. Après… —dejó la respuesta teatralmente en el aire y luego la concluyó—, …me parece que sí, cuando se fueron a vivir a Londres. Pero eso fue años después.

—Max, igual que los Hewitt —dijo Tono—, fue un típico representante de ese grupo de expatriados que llegó al pueblo mucho más tarde, en la segunda etapa de su expansión… digamos en la etapa de la adulteración. En la década de los ochenta.

—Sí —dijo la Pepi—, hombre, Max no buscaba en el pueblo filosofar sobre nada, ni encontrarse el alma, ni buscar la verdad telúrica, sólo descansar, recargar las pilas, el mar, la montaña, los olivares… eso.

—Sí, y me imagino que a los Hewitt les pasaba tres cuartos de lo propio aunque, claro está, con mucho menos dinero que Max —añadió Guillem.

—¿A ti cuándo te hicieron alcalde, Tono?

—Hmm… Eso fue más o menos por entonces, claro, en las municipales del 79… pues no era yo joven ni nada. El único problema que teníamos era el agua, que no daba para nada. —Rió—. El resto —hizo un gesto de indiferencia—, bah, el resto era escuchar las quejas de las viejas y soportar las sospechas de corrupción de todos. En cuanto daba permiso para que se construyera una casa en el término municipal, se armaba la de Dios. Se olvidaban de que los permisos de obras se daban en los plenos municipales y no los otorgaba yo a solas… Ahora las cosas han cambiado. Administrar el municipio se ha convertido en un trabajo complicado. —Sonrió con cierta tristeza—. Ahora las acusaciones de corrupción son más grandes… quiero decir, al revés… ahora las acusaciones son las mismas; es la corrupción la que se dice que es mayor. Tonterías.

—Pues fue en su propia casa donde James reconoció a Beth… —dijo Carmen.

—Calla —dijo la Pepi—. Calla, menuda…

—No os acordáis bien —interrumpió Tono—. No fue en casa de James Hewitt. Fue en el anfiteatrito de Liam. Me acuerdo como si fuera ahora.

—¡Calla! Que tienes razón… No me acordaba: fue en el anfiteatro de Liam, el día en que se representaba la sátira de aquel verano.

—Exacto.

Quedaron todos en silencio tratando de recordar cuál había sido el tema de la obra.

—El caso —dijo Tono, recolocándose las gafas antes de levantar la mirada al cielo para concentrarse mejor—, es que no sé si fue el año en que aparecía Puig discutiendo con el ministro de Información y Tirismo sobre cómo llevar el estiércol del poeta a la planta de producción de electricidad que iba a instalar el gobierno de Madrid para todas las islas y Cataluña…

—… eso…

—… o si fue el año de Bertil, vestido con su cuello duro y su bombín, haciendo de un alemán que compraba el pueblo y pretendía colocarle una fábrica de armamento…

Volvieron a guardar silencio.

—Bueno, da igual —concluyó Carmen—. El caso es que James la reconoció.

—Sí —dijo Tono—, no me acordaré de la obra de teatro, pero del momento… porque yo estaba al lado de James. Jaimie estaba al otro lado de él. Recuerdo que nos habíamos sentado en la primera fila y charlábamos y tal, esperando a que empezara la función. James no había estado nunca antes en el anfiteatrito de Liam, era la primera vez, y se extasiaba. Me decía que seguro que ésta era la forma en que había empezado el teatro en Grecia… en un sitio natural, con gente reunida como aquí, mirando a una especie de explanada en la que declamaban los actores, así, entre olivos y con el mar al fondo. Miraba a todos lados y de pronto se quedó mudo. Se puso pálido y, luego, balbució no sé qué. Yo le pregunté ¿te pasa algo?, Jaimie también se lo preguntó con cara de preocupación instantánea, ¿sabes?, como asustada por su salud o algo así, y le cogió de la mano. Pero él hizo que no con la cabeza, que no le pasaba nada, pero sin hablar, como si se hubiera atragantado. ¿Pero qué te pasa?, insistí. Sí, dijo Jaimie, ¿qué es? Oh, my god, dijo él por fin, la reconocería en cualquier sitio. ¿A quién?, dije yo. A aquella mujer. ¿Cuál? ¿Beth? Sí. Beth Loring, sí, Dios mío. Me quedé de piedra, sin atreverme a preguntar nada más… por la cabeza me pasaron en un instante todas las posibilidades horribles; que Beth hubiera asesinado a alguien y fuera una fugitiva, que hubiera robado un banco y la estuviera buscando la Interpol… qué sé yo.

—Menuda broma —dijo Carmen.

—Calla, calla —dijo la Pepi.

—Jaimie también había mirado hacia donde estaba Beth y se había sobresaltado visiblemente. James bajó aún más la voz, de modo que tuve que aproximar mucho mi cabeza a la suya para oírle. Excuso deciros que estaba impaciente… impacientísimo porque me contara lo que sabía de la Beth que no sabíamos nosotros. Imagínate que tuviéramos en el pueblo a una Mata Hari.

—Tú dirás —dijo Juan Carlos con una sonrisa—. Con lo porteras que somos en este pueblo…

—Pero a James se le había cambiado la cara. Bueno, si tuviera que decir cómo, diría que había apretado las mandíbulas como si se le hubiera cerrado la expresión, ¿entiendes lo que te quiero decir? Y me dijo, nada, no es nada, simplemente que la conocemos de Australia… ¿Y?, pregunté yo, muerto de curiosidad. Nada, que tal vez no le tengo demasiada simpatía. No tiene importancia. No es nada. No quiso decir más y se puso a atender a los preparativos de la función. Pero yo, que lo tenía al lado, durante todo el tiempo que estuvimos ahí lo noté ausente, nervioso, removiéndose en el asiento…

—Hombre —dijo la Pepi—, no me extraña porque las bancadas aquellas son lo más incómodo del mundo.

—Después, cuando acabó la obra, salí con los Hewitt a la carretera. Iban cabizbajos y en un momento James le dijo algo en voz baja a Jaimie y ella hizo que sí con la cabeza. Luego, casi me da la risa, me acerqué a ellos y les dije que yo era el alcalde y que no tenía más remedio que saber las cosas que ocurrían en el pueblo, porque, claro, no íbamos a albergar entre nosotros a una persona indeseable. Lo sentía mucho, pero tenía que saber lo que pasaba con la Beth. Un alcalde es un alcalde y tiene que servir para algo en su comunidad… en fin, que yo era la voz elegida del pueblo… un disparate. Por supuesto, los pobres Hewitt, que acababan de llegar, no tenían ni idea de las costumbres y las leyes en España. Como, además, los españoles salíamos de la dictadura de Franco, igual se temían que yo era capaz de hacerles cualquier cosa. De verdad, un disparate.

—Tú también, eres un exagerado —interrumpió Carmen—. Alcalde, hale, asustando a la gente extranjera con tu autoridad…

—No, mujer. Entonces me lo tomaba en serio y lo cierto es que la Beth me preocupaba bastante, no fuera a haber tenido algún problema allá en Australia y estuviera metida en un lío. Todos le teníamos mucha simpatía y estábamos dispuestos a echarle una mano. —Torció el gesto—. Hombre, ahora, con todos estos años transcurridos, me doy cuenta de que, más que preocupación, yo lo que sentía en serio era una curiosidad tremenda… Esta mujer que llevaba quince o dieciséis años en el pueblo y de la que no habíamos llegado a saber nada, nada a lo que nos pudiéramos agarrar… o sea, como me pasa a mí con vosotros: yo sé dónde y cuándo nacisteis, sé a qué escuela acudisteis, a quiénes quisisteis, sé de qué van vuestras vidas… De Beth no sabemos nada, ¿os dais cuenta? Nada. Llegó al pueblo, se instaló, se lió con David y con Augustus o con Dan o con Hans musculillos —rió—, o con todos al tiempo… De pronto le apareció un marido muerto de una borrachera en Gomila… no, hombre, es que la cosa era tremenda. No sabemos de qué vivía… Por no saber, no sabíamos quién era aquel americano banquero se supone que abuelo de Love… el de los doscientos millones de dólares. —Guardó silencio un momento, decidiendo qué más. Y se enderezó en la silla, se subió las gafas y dijo—: No tenemos ni idea de adonde iba Love durante los veranos tras los que volvía contando que había estado en Martha’s Vineyard, caramba, o pasando las vacaciones con los hijos de la Taylor. ¡Es que no sabíamos nada! Y a mí, eso me tenía frito.

—¿Y?

—¿Y, qué?

—Que qué pasó en la carretera cuando diste alcance a los Hewitt después de la obrita de Liam —preguntó Guillem.

—Ah. Nada, la verdad. No lo recuerdo muy bien. Tras la gran tensión vivida en el teatro con James y Jaimie mirando a la pobre Beth como si la quisieran matar, se me ha borrado lo que pasó después. Tiene gracia, eh, se me ha borrado por completo… No sé si me lo contaron entonces o me enteré más tarde. Qué cosas, qué vida la de Beth…

Se non è vero, è ben trovato.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Nada: que todo lo que ella se inventaba o sugería que se inventaba tenía verosimilitud… Eso tenía de bueno la historia de Beth de Meckelburgo-Premnitz de Lorena, Loring para los amigos: que nos la creíamos a pies juntillas no porque la consideráramos verdadera sino porque nos divertía, a ver hasta dónde era capaz de llegar.

—Eso lo dices ahora, Juan Carlos. Pero entonces estabas tan despistado como el resto de todos nosotros, venga. Nos creíamos lo que nos creíamos porque no teníamos otra cosa a la que hacer caso y porque nos parecía imposible que nadie se inventara una historia semejante. ¿No os parece?

—No —dijo Carmen, hablando por fin—. Lo que ocurría era que Beth hacía las cosas tan a conciencia y con tanta convicción que llegaba un momento en el que nos las tragábamos al ciento por ciento. Nosotros mismos completábamos las lagunas en nuestras cabezas para que las piezas del rompecabezas encajaran las unas en las otras.

—¿Pero de veras que creéis que la Beth montó todo esto como si fuera un guión de cine, así, paso a paso, de principio a fin?

—No, no —dijo Carmen—. Beth era una improvisadora espléndida, con unos recursos instintivos de primera… Contrariamente a lo que todos vosotros habéis dicho siempre, me parece que Beth era una mujer listísima. Inculta, analfabeta práctica, si queréis, pero inteligente y rápida, vaya… Pudo con la imaginación de todos nosotros.

—Quién la vio y quién la ve, pobre mujer.