Aunque no lo expresaba con tales y tan culturizadas palabras, en su carta a Louis Trevor enviada más o menos por aquel entonces, Beth le explicaba los cambios que había experimentado Lavinia con la adolescencia:
Estimado Sr. Trevor:
Aunque hace algún tiempo que no le escribo para contarle las novedades de nuestras vidas en Mallorca, le pongo estas líneas más que nada para mandarle la última foto de Lavinia. Verá usted cuánto ha crecido y cómo se ha puesto de guapa. Nosotros seguimos bien aunque Jim continúa delicado de salud, si sigue así tendré que internarlo en una clínica para que le podamos tratar adecuadamente.
Lavinia ha viajado mucho en el último año, sobre todo para asistir durante los veranos a dos colegios de señoritas, uno en Inglaterra, Our Lady of the Sacred Heart en el condado de Somerset, y otro en Suiza, la Roseraie. Este último nos gusta tanto que hemos decidido que repita este año durante todo el curso lectivo. Allí coincide con los hijos de Elisabeth Taylor (que la han invitado a navegar por aguas de Grecia) y con los hijos de los duques de Westminster. Creo que pronto también será invitada a Martha’s Vineyard a pasar unos días con la familia Kennedy. Viajará con una gran amiga de su edad que es biznieta del zar Nicolás de Rusia, Luisa Genovés Romanovna.
Lavinia está deseando conocer a sus abuelos. Yo, por supuesto, no le digo nada, ni la animo a que se haga ilusiones de visitar Filadelfia y entrar en contacto con su familia paterna, porque comprendo que la vida que Jim y yo elegimos cuando hace años vinimos a vivir al Mediterráneo no es del agrado de ustedes. Sin embargo, comprobará usted que, dentro de lo limitado de mis medios de fortuna, me he esmerado en dar a Lavinia la educación que se merece por ser descendiente de quien es.
Reciba, como siempre, un cordial y respetuoso saludo.
Beth Trevor.
Una obra maestra de la literatura epistolar con la que Beth demostraba un profundo conocimiento no sólo de la naturaleza humana (sobre todo de la de los americanos) sino de las pulsiones desencadenadas por el esnobismo.
Por primera vez, en efecto, la respuesta del viejo Trevor, aun cuando casi tan fría como las anteriores, venía de su puño y letra en un tarjetón de color vainilla con sus iniciales grabadas en la parte superior izquierda.
Estimada B., gracias por sus líneas. He encontrado a Lavinia muy bonita. Me alegro de que esté creciendo bien y de que parezca recibir con provecho la formación que usted le da. Cordialmente,
L. T.
En la soledad de su habitación, Beth hizo con el dedo medio de su mano derecha un gesto extremadamente vulgar frente al espejo.
Dos días después, el 2 de setiembre de 1979 para ser exactos, Lavinia y Luisa (Lavinia se encargó de convencer a la madre y a los abuelos de Luisa de la conveniencia de apostar por un futuro de su hija y nieta en la alta sociedad europea, y lo cierto es que no le costó gran trabajo conseguirlo) embarcaban en el avión que las llevaría a Ginebra y de ahí al colegio de la Roseraie en donde pasarían el curso lectivo perfeccionando las artes de la buena educación, la distinción, el disimulo y la pátina cultural tan necesarios para desenvolverse en la excitante vida de la jet set y las finanzas internacionales.
Fue también la fecha en que, fulminado por el delirium tremens, Jim Trevor murió en plena plaza de Gomila. Nadie sabe el momento exacto del fallecimiento, pero es costumbre que en estos casos en que el óbito ocurre en la vía pública, se fije la hora en torno a la madrugada para hacerla coincidir con la del cierre del último local de copas. Lamentablemente, la autopsia no resultó muy precisa desde el punto de vista del tiempo y no arrojó más datos fidedignos, si se exceptúa, como es natural, la descripción del estado en que había quedado el hígado del pobre Jim.
El casero de Jim Trevor encontró el número de teléfono de Beth en un papel fijado con una chincheta a la jamba de la puerta del dormitorio.
Cuanto siguió fue muy desagradable para Beth. Ni Augustus ni Dan el sueco estaban en España aquel día; es más, Augustus había tenido que viajar a Nueva York para preparar el estreno de su última obra de teatro, nada menos, y Dan realizaba una de sus esporádicas y misteriosas excursiones a Amsterdam. Hans musculitos, por su parte, acababa de extralimitarse una vez más, aunque en esta ocasión de forma exageradamente estúpida y más violenta que de costumbre. Tres días antes Beth lo había expulsado de El Mirador sin contemplaciones y para siempre jamás. Que aquella exclusión para siempre jamás fuera a ser definitiva o no quedaba por ver, pero por el momento así estaban las cosas y Beth se vio obligada a hacer frente a la situación sin ayuda de nadie y con un ojo a la funerala.
La inconveniencia recayó en los frágiles hombros de Guillem y lo cierto fue que el muchacho se las manejó con desacostumbrada celeridad y eficacia. Tono recordaba que Guillem se había enorgullecido de esta muestra de confianza de Beth, sobre todo porque el encargo había sido hecho a él y no a Vicentín Cañellas (Tono creía recordar que Vicentín Cañellas había sustituido por entonces a Guillem en las preferencias sentimentales de Lavinia, porque era un poco mayor, tenía menos cara de niño y conducía un 600). La memoria juega algunas malas pasadas a los cronistas si sólo se fían de lo que les queda en el recuerdo: porque lo cierto es que Vicentín Cañellas aún no había entrado en escena en el momento de la muerte de Jim Trevor.
En fin. Beth no tenía intención alguna de gastarse los ahorros en un funeral para Jim o en nada que tuviera que ver con su entierro o la repatriación de sus restos a Estados Unidos. Tan saludable aproximación al mundo de los muertos, tan sensata indiferencia por su marido ahora que su existencia ya no discurría por este valle de lágrimas («si no me he preocupado por él cuando vivía —se dijo—, no voy a empezar ahora cuando ha muerto»), chocaba sin embargo con la necesidad de quedar bien con su suegro y de presentarse como una viuda doliente dispuesta, si fuere preciso, a empeñar sus escasos medios de fortuna en un cadáver.
Pero Beth para estas cosas era muy despachada y resolutiva.
Lo primero que hizo fue llamar a su suegro a Filadelfia. Topó, claro está, con la barrera de la formidable celadora, Helen Saints, su asistente personal, a la que informó con la voz quebrada de la muerte de Jim y de su deseo de hablar con el viejo Trevor.
Louis Trevor acudió al teléfono inmediatamente.
—Sí —dijo, tras un titubeo y una inspiración profunda.
—Soy Beth, señor Trevor —esto, dicho con el tono monótono de lo verdaderamente triste.
—Sí.
—Me temo que debo darle una mala noticia.
—Ya me lo ha dicho la señora Saints —contestó Trevor con frialdad—. Lamento la muerte de mi hijo, claro está —añadió, puesto a la defensiva, como si esperara ser insultado por su indiferencia de tantos años—, pero así son las cosas.
Hubo un silencio. Después, Beth dijo:
—Lo siento por la señora Trevor.
—Mi mujer murió hace años… Nunca se recuperó del abandono de Jim… de las tonterías que llegó a hacer, de haber tirado su vida por la borda —precisó, habiendo recuperado el talante acusatorio.
Beth sonrió.
—Lo siento.
—Bien. ¿Cómo está usted?
—Bien… bien.
—Creo que usted y yo nos entendemos bien, Beth. No quiero saber en qué circunstancias murió Jim aunque las sospecho… No quiero saberlo… Pero me parece inevitable y conveniente que traigamos a Jim aquí y lo enterremos en el panteón familiar.
—Eso creo yo también.
—Debo ser muy claro, Beth. No deseo la presencia de usted en Filadelfia… Puede parecerle duro, pero no estoy en el negocio de andarme con demasiados miramientos en el tema de los sentimientos de la gente. Se me agotaron hace muchos años… —y añadió en voz casi inaudible—: … la ternura, supongo.
—Le entiendo —contestó Beth con suavidad—. Nunca he pretendido importunarle.
—Muy bien —alzando el tono de voz para darle la firmeza de una discusión de negocios—. Así están claras las cosas. Quiero que usted organice la repatriación de los restos mortales —dijo mortal remains, no dijo del pobre Jim o de mi hijo, dijo restos mortales—. Deseo que sea incinerado. Correré con los gastos desde aquí. Llamaré al embajador americano en Madrid para que alguien de su staff se ocupe de todo. Usted debe hacer frente…
—No se preocupe —dijo Beth secamente—, que me encargo de los gastos que se produzcan aquí.
—Muy bien. Ah, y, Beth, quiero a mi nieta aquí en el funeral de su padre.
Beth cerró el puño y con el brazo hizo un gesto triunfal de bombeo.
—Se ha marchado a Suiza esta mañana —dijo, esperando que no se le notara el temblor de la voz—, minutos antes de que muriera su padre. Señor Trevor, mandaré a mi hija a Filadelfia pero para que esté muy pocos días, dos o tres, ni uno más. La muerte de su padre es un acontecimiento triste, pero Lavinia tiene toda la vida por delante y no aceptaré que tire por la borda este curso en la Roseraie.
Hubo un largo silencio al otro lado de la línea y, por fin, Louis Trevor dijo «muy bien, dos días solamente, estoy de acuerdo. Debemos pensar en el futuro de Lavinia». Beth amagó un paso de baile y colgó el auricular.
Al final, el funcionario de la embajada americana de Madrid no llegó a tiempo de hacer gestión alguna (sólo pudo presentarse en el aeropuerto de Palma en el momento del embarque de la urna, cuando todo estaba pagado y resuelto) y el asunto recayó, como queda dicho, en los frágiles hombros de Guillem, apoyado en los muy sólidos del bufete del viejo Fuster y de un par de sus pasantes. El padre de Guillem, que era quien se había ocupado de solicitar y conseguir la ayuda desinteresada del bufete Fuster, se hizo cargo de los gastos del coche mortuorio, un viejísimo Cadillac que, por cierto, había visto tiempos mejores, y Liam Hawthorne corrió con los de la compra de la urna.
En el aeropuerto Beth lloró un poco, lo justo, pero de forma convincente. Nadie pareció sorprenderse a posteriori de la ausencia de Lavinia. Aunque, por supuesto, nadie podía sorprenderse de nada, porque a priori nadie estuvo al tanto de nada.
—Claro —dijo Tono—, la situación no era cómoda. Love nunca había sabido nada de su padre. Traerla así de pronto de Suiza, ponerla de negro y pedirle que pusiera cara de circunstancias era pasarse un poco, ¿no?
—Hombre, sí, un peu trop fort.
Sin embargo, las cosas sucedieron exactamente al revés: fue Beth la que viajó a Suiza para explicarle a Lavinia lo que había pasado.
La conversación no resultó fácil.
Bajaron al lago, madre e hija. Beth había tenido que rechazar la presencia de Luisa porque «Lav y yo tenemos que hablar de tú a tú; espero que no te importe».
Llegaron en taxi a Vevey, centro neurálgico de millonarios y chocolate, y buscaron algún salón de té por una vereda que descendiera hasta la orilla. Así podrían instalarse de espaldas a la ciudad. Hacía una tarde espléndida de temprano otoño, de las que, por su colorido, por sus flores, por la luz suavemente brillante, sólo son posibles en el marco de una postal suiza o en la tapa de una caja de bombones. El agua estaba azul, la surcaban balandros de vela blanquísima y, al fondo, al otro lado del horizonte, se veían los Alpes con los picos nevados. A la derecha del pequeño restaurante, un viejo castillo medieval de piedra oscura se proyectaba sobre el lago, reflejándose en el agua desde su promontorio.
—Ha pasado algo muy malo —dijo Lavinia, tragando saliva.
—Pues sí y no.
—¿Sí porque es muy malo muy malo y no porque no nos afecta?
—Algo así. Hace mucho tiempo que no me preguntas por tu padre… —Beth titubeó sin decidirse a continuar.
—¡Mamá! ¡Ha muerto mi padre!
No fue una exclamación dolorida. Si hubiera que buscarle un adjetivo, acaso el más idóneo sería «sorprendida»: la comprobación de un hecho infausto y lejano y la aparición de un fantasma que el tiempo hubiera volatilizado, relegado tan lejos de la memoria como para hacerlo irreconocible.
—Hace mucho…
—¡Espera! Luego hablaremos de eso. Ahora dime qué pasó. —Lavinia hablaba con tono firme y decidido, sin languidez, con dureza por primera vez en su vida o, al menos, por primera vez que su madre supiera.
Beth suspiró.
—Murió en Palma. —Ante el gesto de sorpresa de Lavinia, levantó una mano para no ser interrumpida—. En Palma. En la plaza de Gomila. De madrugada, a la salida de un bar. —Fijó sus ojos en los de Lavinia—. Estaba completamente borracho… Siempre estaba completamente borracho.
—¿Me estás diciendo que mi padre murió en la misma plaza por la que yo me paseaba a lo mejor el día antes con mi pandilla? ¿Sin yo saber que estaba allí mismo? ¿Todos estos años vivió a veinte kilómetros de nosotras y nunca hicimos nada por verle?
Beth asintió.
—En realidad, Lav —dijo—, no es exactamente así, sino más bien al revés…
—¿Al revés?
Dos ancianas que tomaban el té sentadas unas mesas más allá levantaron la cabeza frunciendo el ceño y mirando hacia donde madre e hija se habían quedado en tensión la una frente a la otra, como si se dispusieran a darse zarpazos. Beth tuvo miedo y se inclinó un poco hacia atrás, de forma imperceptible para quien no estuviera muy cerca de las dos.
—¿Al revés? —repitió Lavinia en voz baja.
Su madre asintió lentamente.
—Al revés.
—Espera —dijo de nuevo Lavinia—. ¿Cuándo?
—El día en que te viniste para acá.
—No me lo creo. ¿Y no me llamaste en seguida?
—No. No era necesario. —Y como Lavinia levantara el mentón (a Beth le dio la sensación de que bien podría ese gesto incipiente y apenas amenazador ser de preparación para abalanzarse sobre ella), añadió con firmeza—: ¡Ahora espera tú! ¡Déjame que hable y te explique las cosas como fueron! No era necesario llamarte, como antes no había sido necesario hablarte de él porque durante quince años él no nos quiso ver, no te quiso ver. No le importaste nunca, no se preocupó por ti. Nada… Lo único que le interesaba era la ginebra. ¿Sabes cómo lo llamaban en el barrio? Medio Jim, que era su nombre, medio ginebra, que era su bebida, su alimento, su amante…
—Pero ¿por qué? —A Lavinia de pronto se le habían llenado los ojos de lágrimas. Dos gruesos lagrimones le rodaron por las mejillas y se los apartó con violencia. Sorbió como una niña pequeña—. O sea, que adquiero un padre y al mismo tiempo ya lo he perdido —añadió con voz de niña, tapándose un sollozo. Beth intentó acariciarle la mejilla, pero Lavinia apartó la carta con un sobresalto.
—Empezó a beber muy pronto… cuando tú apenas tenías un año. En la Universidad de Berkeley. Allá estudiábamos los dos. Un día era un chico alegre y divertido y, de golpe, al otro día se había convertido en un borracho. Ya nunca fue el mismo… nunca. Yo le preguntaba qué podía hacer y él sólo se encogía de hombros y se emborrachaba más fuerte. Me engañaba cuando le reprochaba lo que estaba haciendo con su familia… en fin, con su hija pequeña, y decía que lo iba a dejar y que volvería a estudiar y que tendríamos otro hijo. Tonta de mí que me lo creía… al principio. Después… durante un tiempo asistió a las reuniones de alcohólicos anónimos, o al menos me dijo que asistía. Pero era sólo para que no le diera la lata. Por fin, cuando las cosas estaban verdaderamente fatal, pude convencerlo de que nos fuéramos de California… a la costa este… a Europa, a donde fuera. Al principio se resistió, pero después, un día se encontró mal y prometió reformarse de verdad… Bueno, nos vinimos a Europa, ¿no?… Y aquí fue todavía peor.
—¿Peor? —dijo Lavinia, tapándose la boca con una mano.
—Oh, sí. Estuvimos primero en Londres. Y nada más llegar, tu padre desapareció durante dos semanas sin dejar rastro ni dar noticia… Un día reapareció como se había ido… más sucio, más delgado, borracho, enfermo… como un vagabundo, que es en lo que se había convertido. Llegó hablando de una isla del Mediterráneo en la que se vivía bien y a la que quería ir a instalarse. Yo podía hacer lo que quisiera… él se iba a Mallorca. ¿Cómo iba a dejarlo, cómo iba yo a abandonar a su suerte a un náufrago así, Lav? Nos fuimos con él, tú y yo, dos pobres chicas que no conocían Europa, ni el idioma que se hablaba en este nuevo sitio ni las costumbres… nada. —Beth alargó la mano y agarró la muñeca de Lav, como si se hubiera tratado de un clavo ardiendo. Esta vez Lavinia no se movió—. Pobre amor mío, estaba angustiada sin nadie a quien acudir, sin dinero. Dos noches duró la armonía… Al tercer día, tu padre me montó una escena horrible y nos echó de la casa que acabábamos de alquilar… la casa… bueno, el pisito en el que vivió hasta su muerte, ya ves… —añadió, pensativa. Dio un largo suspiro—. Ah, cuánto dolor para nada. Aquella misma noche, sin tiempo para reflexionar, aterrada, asustada, casi sin dinero, te cogí y cuando íbamos por la escalera, Jim se asomó al descansillo… estaba descompuesto, le caía la baba sobre la camisa, gritaba como un energúmeno, ¡fuera de aquí, largo! ¡No os quiero volver a ver! ¡A ver si me dejáis en paz de una vez! Y luego se agarró a la barandilla para no caerse y dijo ¡te maldigo, os maldigo a las dos! ¡Si os vuelvo a ver os haré expulsar de España, iré a la policía y te acusaré de robo, de puterío, de lo que se me ocurra! ¡Fuera! ¡Y si te atreves a venir con tu cara ñoña y tus buenos deseos de mierda, te romperé todos los huesos y a ese engendro de niña, también! ¿Me oyes? Hizo como si quisiera bajar la escalera para darnos alcance… No pudo y entonces… Dios mío… entonces, levantó la botella de ginebra que tenía en la mano y nos la tiró. Hubiera podido matarnos, pero falló porque no tenía ya ni fuerzas para apuntar. Fue horrible…
—Dios mío, mami.
—Volví muchas veces a la casa —dijo en tono suave y con la vista puesta en los Alpes lejanos—. Nunca conseguí pasar del umbral. Lo intenté de cualquier modo, pero nunca fue posible volver a hablar con él. Lo llamaba por teléfono y antes de poder decir nada, ya me insultaba… buf, qué cosas me decía… y me colgaba. Años así, años y años. —Miró a Lavinia—. ¿Qué querías que hiciera? ¡Todo ese peso sobre mí! ¡Tanta responsabilidad! ¿Te imaginas las piruetas que tuve que hacer durante años para explicar a mis suegros…
—¿Tus suegros?
—Claro, hija, los padres de Jim… tenía que explicarles en las cartas que les escribía regularmente que su hijo estaba bien, un poco delicado de salud, pero que me mandaba recuerdos, que estaba de viaje, que estaba escribiendo y no se lo podía molestar… qué sé yo…
—Pero ¿quiénes son?
—¿Tu abuelo? Porque tu abuela murió, ¿sabes? Tu abuelo es un banquero de Filadelfia. Él también me acusa de haberme llevado a Jim… nunca le gusté, qué le vamos a hacer. ¿Pero comprendes ahora? ¿Para qué iba a echarte encima este problema?
—Oh, mamá. —Lavinia se incorporó e, inclinándose por encima del pequeño velador, dio a Beth un largo beso en la mejilla. Tenía los ojos arrasados en lágrimas.
Las dos ancianas llevaban un rato sin pestañear para no perderse ni un segundo de esta obvia tragedia de la que no comprendían los términos pero sí percibían el drama. Ni Beth ni Lavinia, inmersas en su drama, se daban cuenta de ello, pero aquellas dos espectadoras inclinaban las cabezas, chasqueaban las lenguas para hacer ver su comprensión por lo que estaba pasando y poco faltó para que se levantaran a ofrecer un pañuelo con el que madre o hija pudieran enjugar el llanto. Eso sí, en ningún momento dejaron de tomar el té y comer pastelillos y sandwiches.
Quedaba por hacer lo más difícil.
—¿Y ahora, qué? —dijo Lavinia.
Beth tragó saliva.
—Ahora… me temo que hay que acompañar a tu padre a América… Ha sido incinerado en Palma y la urna salió ayer hacia Filadelfia.
—¿Solo? ¡Mami!
—Yo no puedo ir. Tu abuelo me ha prohibido… bueno, prohibido… en fin, me ha dicho que no quiere que yo asista al funeral allá… no me quiere ver. —Se encogió de hombros—. Aquella familia es muy rencorosa. Bah, son como son. Millonarios del este, wasps.
—Y tú, ¿por qué lo permites?
—¿Qué quieres que haga? ¿Que vaya allá y les diga a todos ellos cómo era su hijo? ¿Lo que hizo con nosotras? ¿Cómo se portó? No tengo corazón para hacer eso. —Volvió a levantar los hombros—. No es mi estilo. ¿Qué ganaríamos nosotras con arruinar el recuerdo que ellos tienen de Jim? Nada, no ganaríamos nada, Lav. Pues que no me vean y que lloren al hijo que nunca fue lo que ellos creen. Qué más da.
—¡Mami! ¿Y aquellas historias que me contabas de que mi padre estaba enfermo y lo cuidaban en Austria en un palacio y todo eso?
—¿Hubieras preferido saber cómo era y lo que dijo de ti la última vez que le viste?
Lavinia sacudió la cabeza.
—No, creo que no —murmuró—. ¿Y mis apellidos? ¿Por qué llevo tus apellidos y no los de mi padre?
Beth puso una mueca de indiferencia.
—Porque, francamente, Lav, siempre pensé que mi nombre te abriría más puertas que… ¿y si detenían a tu padre en un escándalo entre borrachos y salía en la prensa? La verdad, Lav, yo había dejado de luchar por su buen nombre desde hacía años y, puesto que tu padre nos había echado de su lado, quise evitarte que también sus miserias cayeran sobre tu cabeza.
De forma casi inaudible, Lavinía dijo:
—Ya… claro, supongo que tuvo que ser así…
—Pero, mi amor, vas a tener que ir tú sola a Filadelfia al funeral…
—¿Yo? —exclamó—. ¡Pero si no quieren que vaya! ¿No has dicho que nos odian?
—A ti no. Sí quieren que vayas tú… Tu abuelo quiere que vayas. Y yo le he dicho que te lo consultaría y que, en todo caso, no estarías allá más de dos días —Lavinia bajó la cabeza y Beth añadió muy de prisa—: Creo que debes ir y creo, mi amor, que debes representar un papel, el primer papel de tu vida: debes estar allá aparentando un dolor que no sientes, recordando a un padre bueno que nunca tuviste, hablando de un hombre que nunca cuidó de ti… Eres una niña generosa. Debes hacerlo por ellos, por tu abuelo, por los hermanos de tu padre. Es lo único que puedes hacer por ellos: construirles un recuerdo amable de Jim. Ellos no saben lo que hizo, de modo que cualquier fábula que inventes será buena… más que buena. ¿Eh? ¿Qué me dices?
Lavinia se puso de pie.
—Voy al baño.
Y cuando volvió, había recuperado el aire lánguido y melancólico que era el suyo, casi no quedaban trazas de su llanto y en sus labios flotaba una discreta sonrisa, su media sonrisa de siempre.
—¿Cuándo tengo que ir a Filadelfia?
Beth suspiró.
—En seguida… pero no te preocupes: si te hace falta algo, cualquier cosa, lo que necesites, en Nueva York está el tío Augustus.
Lavinia hizo un gesto negativo.
—Sólo quiero que me acompañe Luisa.
—Está bien.
Aquél fue el día en que Lavinia se transformó en LAVINIA con mayúsculas. El día en que, sin que nadie se diera cuenta de ello, su naturaleza amable, distante y algo alelada se convirtió en una fachada para siempre.