XVII

—En fin —dijo Tono—, que allí estaba la Beth instalada con su niña en El Mirador, adoptando… bueno, empezando a adoptar estos aires de princesa… Quiero decir que aunque con nosotros no había cambiado y seguía siendo la Beth de siempre…

—¿Cómo iba a cambiar? —dijo la Pepi—. Todos la conocíamos desde siempre… A nosotros no nos iba a contar milongas. Sabíamos quién era y cómo vivía. Qué aires de princesa ni qué historias. Lo que pasa es que —se encogió de hombros—, en el pueblo cada cual hacía lo que le venía en gana. Hombre, te criticaban y tal… aquí, en el fondo, se vivía del rumor, pero a la hora de la verdad hacías lo que querías y te dejaban en paz.

—Bueno, pues eso, que vivía como en dos planos. Y a Love le iba a pasar lo mismo —añadió, pensativo—. Dos planos, sí. Sólo que el de la imaginación iba ganándole poco a poco la partida al de la realidad y entonces se le hacía a Beth cada día más difícil compaginar las dos vidas, compaginar la… ¿entiendes lo que te quiero decir?…

—… la onírica con la everyday.

—Venga, Juan Carlos —dijo Carmen, resoplando con irritación.

—… compaginar las dos vidas, aunque sólo fuera para no olvidar a quién le decía una mentira y a quién, otra… muy difícil, sí.

—Mi madre solía decir que la mentira tiene patas muy cortas —sentenció Francisca.

—Vaya. Beth en eso tenía la ayuda técnica de Augustus, que se divertía como un loco y que la iba ayudando, mira, Beth, no te olvides, esto a éste y esto otro se lo tienes que decir a este otro… como un director de escena, organizándole los pasitos, uno detrás de otro —precisó Juan Carlos.

—Ya. —Tono guardó silencio durante un instante. Después se inclinó hacia adelante y se rascó una ceja—. Pero, fijaos: a medida que pasaban los años, este juego se le iba haciendo a Beth más complicado de sostener…

—¿Por qué?

—¡Porque se lo empezó a creer! —exclamó la Pepi.

—Sí, ella misma se lo empezó a creer… Y los diversos planos en los que se movía empezaron a confundírsele, yo creo que igual que le pasaba con los amantes.

—Bueno —dijo Juan Carlos con condescendencia—, Augustus, Dan el sueco y Hans musculillos, que fueron los amantes principales, podrían ser descritos en esta comedia…

—¿Comedia? —dijo Tono.

—… vaya, bueno, melodrama si quieres… aquellos tres podrían ser descritos como los chevaliers servants de Beth…

—Tu manía de explicármelo todo en francés me va a llevar a la tumba —dijo Carmen. Juan Carlos sonrió y encendió un nuevo cigarrillo con su mechero de oro. Los fumaba poco, apenas tres o cuatro caladas y en seguida los apagaba. «Es por el enfisema», solía decir con una media risilla ladeada.

—El caso es que, mientras Beth iba tomando estos aires principescos que no engañaban a nadie pero que sin duda a ella le servían para lo que fuere, Love en verano, cada verano, desaparecía e iba a pasar temporadas a América, a Inglaterra, a Suiza…

—Ya lo creo —dijo la Pepi—. Volvía en setiembre y nos contaba unas historias increíbles. Que había estado en casa del duque de Westminster, pasando unos días con sus hijos, o que había navegado con Richard Burton y Elisabeth Taylor y los hijos de ella en Grecia o había pasado unas semanas con los Kennedy en Martha’s Vineyard… bueno, unas historias…

—Nos las tomábamos a risa —dijo Carmen.

—Te las tomarías tú… Yo —dijo la Pepi—, y ésta —por Francisca—, y éste —por Guillem—, nos las creíamos a pies juntillas.

—Y yo también —añadió Tono—. Eran tan verosímiles que no había más remedio que creérselas.

—A mí me encantaban —dijo Juan Carlos—. Alimentaban nuestro sentido del cuento de hadas. Y quién no quiere vivir cerca de un cuento de hadas, lleno de princesas y reyes y condes con palacios y carrozas y grandes bailes…

—Todo eso está muy bien —interrumpió Tono—, sólo que nunca vimos reyes y carrozas y grandes bailes…

—¿Cómo que no? —dijo la Pepi—, ¿y la fiesta de inauguración de El Mirador?

—Bueno, sí, tal vez… —dijo Tono con aire dubitativo—, sí, no sé.

—No entendéis. —Juan Carlos apagó el cigarrillo con gestos parsimoniosos hasta que no quedó brasa encendida—. Para todos nosotros era como estar en las carrozas y en los grandes yates. Igual. Recibíamos los efluvios por delegación. Love era nuestra representante y eso nos bastaba. Y si luego nos contaba algo de todo ese mundo tan esnob, mejor que mejor, nos parecía que nosotros también lo estábamos viviendo.

—Bueno. —Tono se frotó las manos con impaciencia—. El caso es que, cuando Love tendría dieciséis o diecisiete años hizo amistad en el colegio de Palma con esta niña que era nieta o biznieta, más bien biznieta, de una princesa rusa, de una gran duquesa sobrina del último zar, que se llamaba Catalina Romanovna. Nunca se supo de quién era viuda esta gran duquesa pero era viuda. Llegó a Palma huyendo de la Rusia revolucionaria en el 18 o el 19 y aquí se instaló en un palacio del casco antiguo, al lado de la catedral. Con ella venía una hija de gran belleza… —… y llena de duros —dijo Carmen—, que tenían una colección de joyas maravillosa, llena de huevos de Fabergé y collares de diamantes y esmeraldas.

—Bueno, sí. Tenían mucho dinero, es verdad. Bien, pues la hija, que era guapísima, se acabó casando con uno de los nobles, de las grandes familias de aquí…

—… tenían una finca fantástica cerca de Muro, en el centro de la isla, con un palacio fabuloso en medio y mucha agua…

—No me interrumpas, Carmen. Tuvieron varios hijos. Todos andan aún por aquí, los Genovés, condes de no sé qué…

—… de Alfayar —aclaró Juan Carlos.

—… Vale. Condes de Alfayar. Pues estos Genovés han hecho mucho dinero con el turismo. Tienen hoteles y cosas así. Bueno, pues una de las hijas se lió con un tipo argentino que vivía aquí. Hasta ahí va bien. Lo malo es que este argentino estaba ya casado y tenía varios hijos, con lo que el escándalo en Palma fue mayúsculo. Imagínate lo que era esta sociedad isleña en los años cuarenta y tantos… Un escandalazo, sí.

—Tan escandalazo —dijo Carmen—, que tuvieron que escapar a Argentina… bueno, escapar, irse… y desaparecieron allá. Él tenía en la Pampa un campo con reses y caballos. Debió de irles bastante bien porque durante años no se supo nada de ellos…

—¡Qué romántico! —exclamó Francisca.

—Sí, bueno, mucho, sí. En fin, que treinta años después, el argentino enfermó, me parece que era cáncer de próstata…

—… le está bien empleado, por adúltero —dijo la Pepi—. Estas cosas se pagan.

—… enfermó y la Genovés, María se llamaba, de pronto se encontró sola cuidando a este enfermo a mil leguas de su propia familia y decidió volver a Palma. Llegaron aquí, con el argentino moribundo y supongo que con ganas de ver a sus hijos y despedirse de ellos…

—Sí —dijo Tono—, y llegaron con una niña que tendría la misma edad que Love. Monísima era. Un cañón. Luisa Genovés. Llevaba el apellido de la madre porque entonces en España los hijos ilegítimos sólo podían llevar el nombre de la madre. Estando casado el padre, ni siquiera si reconocía al hijo ilegítimo podía darle el apellido. Con Franco no había hijos fuera del matrimonio, ilegítimos, vamos. De modo que esta niña, Luisa, trabó amistad con Love. Era la niña más mona que se ha podido ver en Mallorca. No me olvidaré nunca, cuando salía por la noche al Rodeíto, que era el sitio en el que nos reuníamos toda la juventud, y ella llevaba un vestidito mini plateado, ceñido, con tirantes, que nos tenía a todos bebiendo los vientos. Llegaban las dos, Love y ella, y arrasaban. Bueno, esto ocurría un poco más tarde de lo que estoy contando, pero os da idea: la una, rubia, casi transparente, delicada y ya guapísima; la otra, morena, sexy, tostada, enseñándolo todo. Vaya, eran un espectáculo cuando llegaban a bailar al Rodeíto. A mí me tocaba hacer de carabina, casi como un hermano mayor, y la verdad es que lo sentí más de una vez.

—Ya. Todos andábamos de cabeza —dijo Guillem.

—Todos andaban de cabeza —dijo la Pepi—, menos tú, que estabas al borde del suicidio, Guillem.

Guillem se encogió de hombros y dijo «bah».

—¡No es verdad! —dijo Francisca, defendiéndolo—. ¿Verdad que no, Guillem? ¿Eh? A ti Love ya no te importaba.

Guillem volvió a levantar los hombros.

La primera vez que se vieron Love y Luisa Genovés en el colegio de Palma, se adivinaron mutuamente a la hermana gemela que ambas estaban necesitando desde siempre. En seguida congeniaron y al poco tiempo conocían los secretos la una de la otra como si fueran propios.

—¿De dónde vienes? —preguntó Lavinia a guisa de saludo.

—Me llamo Luisa Genovés Romanovna, ¿y tú?

—Lavinia Meckelburgo-Premnitz de Lorena, aunque nos hemos acortado el apellido a Meckel porque a mi madre le sonaba demasiado pomposo y viviendo en un pueblo resultaba una pedantería. El bisabuelo de mi madre era un príncipe prusiano emigrado a Austria y luego a Australia; se había ido allá porque le aburría la vida de la corte y quería correr aventuras. —Afirmó dos veces con la cabeza—. Sí. Además se marchó de Viena porque se había enamorado de una bailarina y se quería casar con ella y no le dejaban, a pesar de que ella era una condesa arruinada. Bueno, pues mi tatarabuelo era hermano de Carolo von Meckelburg, que vino aquí y se compró El Mirador.

—¡Se había enamorado de una bailarina! ¡Qué romántico! Fijáte —pronunciado a la argentina—, que a mi mamá le pasó lo mismo: se tuvo que ir a la Argentina porque se enamoró de mi papá y no la dejaban casarse con él. Bueno —añadió riendo y bajando la voz—, es que mi papá ya estaba casado y aquí no le reconocían el divorcio como en Buenos Aires.

—¿Y ahora te vas a quedar aquí para siempre?

—Sí. Mi papá se murió cuando volvimos y decidimos quedarnos. Aquí tenemos a toda la familia, los Genovés por un lado y lo que queda de los Romanov, por otro. Ya sabes, mi bisabuela era sobrina del zar de todas las Rusias. Tuvo que salir huyendo —dijo hushendo— de San Petersburgo con mi abuela cuando la revolución bolchevique. Fue muy romántico: las ayudó un capitán de cosacos que estaba enamorado de mi bisabuela y que se jugó la vida por ellas, como la Pimpinela Escarlata. Por lo visto, en casa nunca se hablaba de aquel capitán Vassili Kornilov. Me parece que mi bisabuela también estuvo enamorada de él, pero mi mamá dice que nadie se atrevía a preguntarle por Vassili. Mi bisabuela, por lo visto, era muy estirada y sus enfados eran terribles, dice mami que eran como si cortaran el aire con un cuchillo de hielo. Me hubiera gustado conocerla.

Desde aquel día las dos niñas se hicieron inseparables. Casualmente con gran oportunidad. En efecto, a medida que iba creciendo, Lav empezaba a apartarse de su mundo del pueblo, de sus compañeros de juegos y de colegio: la doble vida («no la vida con doblez», aclaró Juan Carlos) se le iba haciendo más complicada por momentos. No se pueden pasar las vacaciones de verano con los Kennedy en Martha’s Vineyard, póngase por caso, y regresar en setiembre para reemprender una vida sencilla con los pequeños amigos del pueblo, uno de los cuales resulta ser, por ejemplo, el hijo del panadero.

—De modo que la amistad con Luisa Genovés le vino a Love como anillo al dedo —dijo Tono—. Ojo, que no rompió con nosotros. Love era y es una chica estupenda y tiene un corazón de oro. No nos habría hecho una perrería así… no nos habría ninguneado, no. Pero Luisa Genovés le sirvió para subir en un mundo que no era el suyo. Y, en aquel momento justo, era aquello para lo que estaba preparada.

—En el fondo —dijo Juan Carlos—, Love tuvo suerte de que la bisabuela gran duquesa de todas las Rusias hubiera muerto. Porque estos príncipes sabrán de pocas cosas y van por la vida como si todo les fuera debido, sin necesitar saber de nada porque están rodeados de gentes que saben por ellos. Pero sí hay una cosa que conocen perfectamente: la historia de la familia. En cuanto a la gran duquesa le hubieran dicho que Love era descendiente de los Meckelburg-Premnitz, habría explicado que eso era imposible porque no había un hermano que hubiera ido a Australia, de modo que habría destruido todas las coartadas y habría hundido a Beth y sus sueños. Et voilà, fin de l’histoire.

—Ya, Juan Carlos, sólo que los Meckelburgo no tienen nada que ver con los Romanov —dijo Carmen.

—Eso es lo que tú te crees, querida. La realeza europea se considera emparentada toda. De modo que el rey de Inglaterra es primo del de aquí y éste del de Bélgica, incluso si entre ellos existe el mismo parentesco que entre una coliflor y un bogavante. ¡Pero si la guerra del 14-18 la lucharon entre primos hermanos, el rey de Inglaterra, el de Prusia y el zar!

—Tío Augustus —dijo Love—, ¿de qué revolución rusa pudo huir la bisabuela de Luisa antes de llegar aquí?

—Tienes que leer La importancia de llamarse Ernesto —contestó Augustus riendo alegremente—. Verás que en la obra la institutriz considera que hablarle a la niña del desmoronamiento de la rupia hindú es un escándalo que no deberían escuchar los castos oídos de una joven de buena familia. —Y ante la mirada de incomprensión de Lav, sacudió la cabeza y añadió—: Lo que quiero decir es que los horrores de la revolución bolchevique no son aptos para oídos castos como los tuyos. Era una broma. Cógete tus enciclopedias y léete los capítulos sobre la revolución de octubre de 1917 en la Rusia zarista. Toda la historia te va a parecer trágica y el final de la familia del zar Nicolás en Ekaterimburgo, aún más.

Y con la obstinación silenciosa y unidireccional que aplicaba a todas las cosas que consideraba importantes, Lavinia se puso a estudiar la historia rusa de los siglos XIX y XX hasta conocerla en sus más pequeños detalles.

—En realidad —dijo Juan Carlos—, hubiera sido una excelente doctora en Historia si se lo hubiera propuesto. Una lástima.

—No, una lástima, no —dijo Carmen—. Love se empecina sólo en lo que le resulta útil. Para el resto es una vaga perezosa. Su curiosidad científica es nula si no le sirve para un propósito egoísta personal. Y para escribir una tesis, la ciencia te tiene que apasionar en serio y no porque te resuelve dudas sobre la genealogía propia.

De hecho, estos años de transición en la vida de Lavinia fueron lo más parecido posible a una adolescencia normal. Para satisfacción de Beth, la niña desmentía así sus predicciones más pesimistas. («Bueno, mírala —decía Dan el sueco—, tiene sus menstruaciones regulares y le han crecido unas tetas espléndidas, qué más quieres.»)

Es interesante que la reserva de Lavinia, su carácter introvertido, su aspecto desangelado y silencioso, el aire transparente de sus movimientos, la sonrisa ausente, siendo los mismos, sufrieran una transformación radical sin que casi nadie lo notara. Sólo Dan, ante las angustias continuas de Beth, repetía con paciencia que la niña había cambiado, aunque sin cambiar, que la revolución le iba por dentro.

Todo coincidió con los meses de floración de esta nueva amistad de Lavinia y Luisa Genovés.

Luisa pasaba muchas tardes en El Mirador e incluso se quedaba a dormir en la casa más de un fin de semana de las primaveras y los veranos. Lavinia y ella hablaban sin parar, como cotorras encaramadas a los bancos del jardín. Se regalaban buganvillas en flor y bouquets de primavera arrancados de los matorrales salvajes, que retorcían en sus manos. Guardaban luego las flores más vivas entre las páginas de las novelas románticas que leían por las noches, y que se intercambiaban semana a semana. Se hacían confesiones, se mostraban unos diarios íntimos llenos de pensamientos pueriles y sentimientos rosados y pedantes, hablaban de las cosas más intrascendentes como si les fuera la vida en ello, con la pasión propia de chiquillas. Reían inconteniblemente con cualquier tontería. Lloraban abrazadas al reconciliarse tras las peleas definitivas y despiadadas que sólo ocurren en el fragor primario de la adolescencia. Dormían juntas la una en brazos de la otra, murmurándose ternuras al oído. En realidad, el primer beso fue sencillo: apenas un ensayo, una prueba casi carente de erotismo, que tuvo más que ver con la ternura de la amistad que con algún fuerte impulso de Lesbos. Pero para ambas fue la señal del repentino despertar de la sexualidad. Aun cuando siempre guardarían la intimidad de su recuerdo, no sintieron vergüenza alguna; antes al contrario, les intrigó la paulatina exploración de los cuerpos, les sorprendieron, no, les encantaron las respuestas de los sentidos todavía adormilados en el mínimo secreto de la masturbación (tan ocasional e inexperta en el caso de Lavinia). Se preguntaban, intrigadas, lo que sentirían en brazos de un chico, qué sensaciones les produciría un pene en erección, ese instrumento terrorífico de alguno de los dibujos entrevistos en los papeles del príncipe Carolo o analizados en las fotografías de dioses griegos recogidas en las enciclopedias; qué experimentarían ante un cuerpo lleno de pelos y de recovecos angulosos, ante unas mejillas mal afeitadas como las de Hans musculillos. Se pinchaban la cara y el estómago con el cepillo del pelo (e incluso en un par de ocasiones, con un resto de papel de lija abandonado) para ver qué se sentía: acababan por estallar en interminables carcajadas y, con el masoquismo propio del exceso sensorial, la cosa terminaba en cosquillas, derrengadas las dos sobre la cama, muertas de risa.

Los muchachos de su edad hubieran tenido poco que hacer frente a este torbellino de sensualidad a la busca de experiencias adultas si realmente las chicas lo hubieran exteriorizado. Pero eran demasiado jóvenes y las inhibiciones las atenazaban. Las aventuras libertarias, las imaginadas piruetas sexuales se quedaban en sueños misteriosos y secretos; en verdad, secretos de alcoba. El pobre Guillem, perrito faldero de tantos años, se libró in extremis de resultar elegido como víctima propiciatoria, pero fue por milagro puesto que, de todos modos, siempre estaba ahí, disponible para lo que ordenara Lavinia.

—Pero ¿cómo te atreviste, Guillem? Dinos de verdad lo que pasó —le animó la Pepi.

Con franqueza encantadora, Guillem dijo:

—Y yo que sé. Siempre andaba detrás de ella… desde que éramos chiquillos en el convento del pueblo. Supongo que estaba embobado con Love. Y cuanto peor me trataba, más porfiaba yo porque me hiciera caso. En fin, que al final cuando los dos teníamos quince años, un día me miró muy seria y me dijo qué haces que siempre me sigues. Y yo no contesté nada. Supongo que me encogí de hombros porque no tenía nada que contestar. Luego, como sólo ponía cara de idiota y estaba haciendo el ridículo, dije algo así como si no quieres no te sigo. Me da igual, dijo ella. ¿Nos damos un paseo?, dije yo. Bueno. Yo entonces tenía una moto chiquitina, de 50 centímetros cúbicos, que andaba poco y hacía mucho ruido. En realidad, era de todos en casa, pero a mí me dejaban usarla. Invité a Love a subirse y nos fuimos por la carretera hacia El Mirador… por hacer algo, ¿no? Yo qué sé adónde había que ir o qué es lo que había que hacer en un caso como éste. Bueno, pues Love me pasó los brazos por la cintura para sujetarse y yo casi me desmayé. Y así fuimos todo el año aquel, que yo siempre la llevaba a todas partes, a donde ella quisiera, y por la noche, a casa. Siempre la dejaba en El Mirador a la anochecida.

—Ya —dijo Tono—, y entonces se te cayó un día…

—Calla, que era muy tarde y habíamos estado cantando con los demás y charlando. Había un grupo simpático de americanos de los que eran estudiantes y trabajaban para el museo de Bill Loden. Y Love y Luisa eran como las reinas del cotarro, manejándonos a todos como si fuéramos lelos. Yo casi siempre estaba callado porque no tenía nada que decir hasta que Love se volvía hacia mí y me preguntaba algo. El caso es que, cuando ya se había hecho tarde, Love me dijo vámonos. Nos subimos a la moto y a la primera curva, ella, que por una vez no se había agarrado bien, resbaló y se cayó. Bueno, no os cuento…

—Ya —dijo Tono, riendo—, que llegaste al bar despavorido gritando que Love se había matado…

—Hombre, tú dirás. Ella, que nunca decía nada, se había puesto a berrear sentada en la cuneta… lloraba sin parar y se sujetaba la muñeca. Menos mal que estaba allí mismo el doctor Rafael bebiendo anís. ¿Te acuerdas? Nos lo llevamos casi en volandas hasta donde estaba Love…

—También estaba Augustus, que era el único que tenía coche y la bajó a Palma para que le hicieran radiografías y le pusieran el yeso.

—Sí, y a ti y a mí nos tocó ir hasta El Mirador para despertar a Beth…

—… que fue cuando Hans musculillos casi nos arranca la cabeza —rió.

—¡Pero si estaban fornicando! —exclamó Juan Carlos—. Y no sé qué se oía más, si vuestros gritos o los de ellos…

—Ya, a nosotros aporreando la puerta o a ellos aporreando el cabecero de la cama.