XVI

—Tú me dirás cómo consiguió la Beth viajar aquella primera vez a Inglaterra con un pasaporte español para ella y otro para Love… —dijo Carmen.

—… en el que, además, ponía DE LORENA en vez de Loring o Trevor, que era lo que, en cualquier caso, tenía que poner —añadió Juan Carlos—. Cherchez la femme —precisó luego a guisa de aclaración.

—Os lo voy a explicar —dijo Tono—. ¿Os acordáis de aquel comisario Pérez de León o Gómez de León que era el de extranjeros en Palma?

—Ni hablar —interrumpió Juan Carlos—. Los pasaportes los daba el gobernador civil y no un comisario de policía. Por ahí no vas bien, Tono. Que eran los tiempos de Franco y nadie se atrevía a mover un dedo no se lo fueran a arrancar.

—Espera, atiende. Te juro que es verdad que la Beth se acostó con el comisario este. Lo que yo te diga. ¿No te acuerdas, Carmen? Un tipo grande, renegrido, con un bigotazo y oliendo a picadura. Siempre llevaba un jersey de manga corta debajo de la chaqueta, invierno o verano. Pues fue a él al que le sacó el pasaporte. Lo que yo te diga. ¿Tú no sabes lo que podía un comisario precisamente en tiempos de Franco, hombre de Dios? Fue a él. Al Pérez de León este o Gómez de León… En estas cosas siempre ha podido más un mindundi que un ministro.

—Vaya —dijo la Pepi.

Aquel verano en que había cumplido los 14 años, Love viajó a Londres con su madre. Ambas utilizaban el pasaporte australiano de Beth Loring, que era el apellido que constaba en el documento.

Durante muchos años, los ciudadanos del primer mundo, con aquello de que eran de tez blanca y de pelo casi siempre rubio (lo que no deja de inspirar gran confianza a todo el mundo), pudieron hacer toda clase de trampas y tener varios pasaportes a la vez, simplemente porque se les suponía la buena fe. ¿Cómo iba un ciudadano temeroso de Dios y respetuoso con la ley de los hombres pretender engañar a éstos y aprovecharse de ellos?

Gracias a esta convención de honradez ciudadana y sólo de momento, Beth tenía un pasaporte americano por su matrimonio y uno australiano por su nacimiento. Y se proponía adquirir cuantos fueran necesarios para construirse el pasado que debía legar a su hija.

Otra de las libertades de que disfrutan los anglosajones (blancos de pelo rubio o, como se definía Peter Ustinov, rosados de pelo ralo, lo que le costó un disgusto la primera vez que fue a Estados Unidos, por ser «rosa» el término con el que se describía a los comunistas en la era del macartismo) es la de cambiarse el nombre con una simple declaración ante notario.

Beth lo tenía todo bien pensado. Llegarían a Londres dos semanas antes de reunirse con Augustus (con quien habían quedado citadas para que las presentara en el colegio), tomarían hora con el cónsul australiano y en ese mismo acto Beth solicitaría por las dos, aportando el documento acreditativo de su patria potestad y custodia de la niña (suscrito y obtenido años atrás, al poco de llegar a Mallorca con Jim, ante el cónsul americano), un cambio de apellidos y, en el caso de Love, el cambio de su nombre de pila.

Nada más fácil: quince días después debían recoger sendos pasaportes australianos (sendos, ahora) a nombre de Elizabeth de Lorena y de Lavinia Meckel de Lorena. La discreta publicación en los periódicos del cambio de filiación y datos, name changed by deed poll (nombre cambiado por declaración notarial, una precisión que sólo estudiaban la policía y los muy maniáticos del linaje, el engaño o el timo), no debía crear problemas a Lav a la hora de resolver su vida en el futuro, lejos de Inglaterra y de Australia.

Meckel y no Meckelburgo, Beth lo tenía todo pensado para que nadie en Europa pudiera acusarla de usurpar un apellido principesco conocido. Se da, además, la circunstancia de que el apellido Merkel (no Meckel, eso sería demasiado) es bastante común en Adelaida, capital de la que Beth era oriunda, ya que pertenece a una gran familia de artesanos de la madera procedentes de la Selva Negra y emigrados a la parte meridional de Australia durante el último tercio del XIX. Desde el principio del siglo XX una rama de la familia se había dedicado con éxito notable a la construcción de barcos deportivos y, por más que los veleros de competición tuvieran ahora su casco construido con materiales que tienen poco o nada que ver con la madera, aquellos descendientes seguían unidos con provecho al mundo de la navegación. Incluso Michael, el pequeño de los Merkel, tataranieto del patriarca de Baden-Baden, era steward del Real Club de Yates de Adelaida. En fin, a lo que vamos: Michael era primo remoto de Beth (remotísimo en realidad, puesto que el contacto entre ambos se limitaba a una única ocasión durante un baile en el club seguido de un episodio tumultuoso aquella misma noche) y, como aseguró ella con singular decisión, las onomatopeyas son las onomatopeyas.

¿Engaño deliberado o encaje confortable de apellidos aprovechando sonidos semejantes, una casualidad favorecida por la ignorancia? El cambio de nombres realizado por Beth en Londres indicaría más bien lo primero, pero su esnobismo de analfabeta práctica tiene por fuerza que despojarla de toda mala fe. O de casi toda. Porque, conociendo a Beth, se hace muy cuesta arriba creer que en su ánimo (algo primario para estas cosas de la genealogía) anidara otra intención que la de adecuar sin más unos apellidos ilustres a lo que ella estaba convencida que era su historia familiar o, mejor dicho, la historia de su familia en Europa. Es cierto, por otra parte, que un relato tiende a simplificar las explicaciones y las circunstancias. Explicaciones y circunstancias que se hacen más complejas, más enrevesadas en el caso de Lavinia.

La niña estaba tan contenta con su pasaporte, exclusivamente suyo, su nueva seña de identidad personal y propia, que no le hubiera importado que en él apareciera su nombre como Agripina Rolo (tardó un tiempo en discurrirlo y cuando lo hubo hecho, rió a carcajadas por primera vez en su vida). Hasta habría aceptado figurar con 13 y no 14 años de edad, tal era el orgullo que le producía esta primera muestra de personalidad separada e independiente de su madre.

Siempre recordaría la experiencia inolvidable de estos quince días pasados con su madre sin tener que compartirla con nadie. Su felicidad fue completa, atenta, detallista, tal que si hubiera de atesorarla para tiempos futuros más inciertos. Y como para Beth, éste no era el Londres de once años atrás, sino uno más luminoso y, desde luego, menos pesimista, su talante fue encantador durante toda la estancia de ambas.

Hicieron de todo: comprar locamente en decenas de tiendas, visitar museos (no muy divertido), ir al cine y al teatro (aunque esperarían a Augustus para ver su obra en el Adelphi), comer en restaurantes, beber cerveza en los pubs, aun cuando a Lav por su corta edad no le sirvieran bebidas alcohólicas, pasear por el parque que tanto había desazonado a Beth una década antes, bañarse juntas en la bañera del pequeño hotel de Knightsbridge y aliviar los pies tan doloridos por las caminatas, tomar el tren para visitar Cambridge, navegar por las esclusas del Támesis, reír locamente sin motivo…

Lav fue absolutamente feliz, sin una sombra que empañara esta alegría, sin que un momento de melancolía o de tristeza o de añoranza fuera capaz de distraerla de este objetivo de disfrute completo y sin trabas con su madre y en una ciudad en la que nadie conocía a Beth. Todavía hoy es su recuerdo más hermoso, más tierno, más luminoso.

—Desde luego volvió cambiada —dijo Tono.

—Era otra persona, sí —apostilló Carmen.

—Vaya, que era como una señorita. Se había convertido en una señorita… El verano del 75, lo recuerdo bien.

—El año en que murió Franco —dijo Juan Carlos, moviendo la cabeza de arriba abajo, como si se tratara de un axioma de gran calado sociopolítico.

—¿Y qué? —interrumpió la Pepi—. Como si la muerte de Franco nos hubiera cambiado la vida a todos…

—Sólo he dicho que fue el año en que murió Franco, Pepi. No le saques más punta. Era una constatación de hecho para ponerlo todo en su perspectiva histórica.

—Lo que te quiero decir es que tu perspectiva histórica es irrelevante, ni falta que hace. Love volvió de Inglaterra completamente cambiada y eso es lo que importa. Podía haber sido el 45, el 85 o el 2005. Franco no tuvo nada que ver en el cambio de personalidad de Love.

—Vale, vale —dijo Juan Carlos en tono conciliador, pillado in fraganti en su pedantería. Y no lo pudo evitar—: Ça suffit, no hablemos más de ello.

—Y a la colonia extranjera le traía al pairo la vida y milagros de Franco y, desde luego, su muerte —dijo Carmen—. Que yo recuerde, y era yo bien pequeña, Dan el sueco fue el único que descorchó una botella de champán y se la bebió a solas, brindando al monte, el día en que murió Franco.

—Hombre, por lo menos recuerdo que Beth, cuando murió Franco, dijo que se avecinaba una catástrofe y que España iba a caer en las garras del comunismo, n’est-ce pas?

—Sí que es verdad que lo dijo. Yo también lo recuerdo. Dios sabe de dónde se sacaría aquello. De algún periódico de derechas inglés, supongo. Era una descerebrada. Lo habría oído por ahí. Pero nada. Ni Franco ni historias. En el pueblo ni se enteraron. Y los extranjeros, menos. Pues sí que andaban buenos de cultura política ésos…

—Bueno, no os peleéis —dijo Tono—. El hecho es que no sé lo que pasó en Inglaterra aquel verano, pero Love vino irreconocible… como si se hubiera construido una vida nueva, ¿sabes?… como si trajera algo dentro, distinto de lo que llevaba cuando fue para allá. Antes era una chica del pueblo, igual que si hubiera nacido aquí. Y ya no… ¿entiendes lo que te quiero decir?

(Augustus habría dicho que Love se había integrado en los propósitos de Beth. Pero había más.)

—No, no. Love volvió radiante —afirmó Guillem.

—Huy, radiante —exclamó la Pepi con burla—. Ha dicho radiante.

—Bueno… Pues no sé de otra forma de decirlo. Volvió así, pues volvió así. Radiante.

—Eso ya lo hemos dicho —dijo Carmen.

—Lo que quiero decir es que había cambiado físicamente. Había crecido… qué sé yo… le habían salido piernas —rió—, y… y…

—… tetas —dijo Tono.

—Bien, vale. Pues, tetas… Estaba guapísima… Su madre había comprado en Londres una cámara, una Leica, todavía la tiene Love guardada en una estantería del salón, y le había hecho muchas fotos en Hyde Park y por ahí con unos vestidos nuevos que estaban de moda. Estaba guapísima. Todavía guardo una foto que me dio nada más volver…

—¿Y por qué te la dio a ti? ¿Eh? —preguntó Carmen.

Guillem se encogió de hombros.

—No sé, yo qué sé… aún me acuerdo de que me la dio al día siguiente de volver, en el museo de Bill Loden.

—Es verdad —dijo Tono, dándose una palmada en el muslo y mirando al cielo para recordar mejor—, que al final de aquel verano estuvisteis todos trabajando en una excavación de Bill arriba en lo alto de la montaña. No sé qué había descubierto… un talayote del neolítico, del megalítico, yo qué sé… pero allí encontró una tumba de lo que parecía ser un rey importante, llena de objetos funerarios o de cosas de cada día, tampoco no sé…

—Claro —exclamó la Pepi—, sacaron todo aquello en los periódicos ingleses. En un artículo del Times que se llamaba algo así como Bill Loden y su brigada de pequeños expertos

—Cómo que sacaron —dijo Carmen—. Aún guardo el recorte en mi álbum. Por lo visto era un descubrimiento prehistórico fundamental para fijar la edad de las civilizaciones mediterráneas. El «talayot de Mallorca»… Salimos todos en la foto con cara de tontos, ya sabéis, firmes, con las manos al costado como en una revista militar, en fila, del más alto al más bajo —rió—. Íbamos con alpargatas y pantalón hasta la rodilla que parecíamos del siglo pasado… Bill sonreía y tenía en la mano… no sé… una copa o un cuchillo, algo así, no me acuerdo bien, tengo que mirarlo.

—La punta de una flecha —dijo Guillem—. Era la punta de una flecha. De ónix, sí. Y además, la única que no estaba en orden de altura ni firmes era Lav. Se había colocado al lado de Bill y estaba un poco apoyada en su brazo…

—… como si la flecha aquella la hubiera descubierto ella —dijo Juan Carlos con sorna—. Quel culot.

—Qué bobada. Es la única foto que hay de Lav antes de casarse en la que está sonriendo. Siempre estaba tan seria… A lo mejor a ti te parece que ella estaba apropiándose del descubrimiento, pero no es así. Lo miraba porque había participado en los trabajos igual que todos nosotros. Qué empeño tenéis en descubrirle malas intenciones a todo lo que hacía la pobre Lav, caramba.

—Venga, Guillem —dijo Francisca, que llevaba un buen rato en silencio—, que Lav no podía hacer nada mal, anda: según tú, escupía oro.

—No es eso. Para nada. Es que sólo le veis maquinaciones y complots.

Y era bien cierto que Lavinia había cambiado durante aquel verano del 75. Había estirado y al mismo tiempo todo el físico se le había moldeado, perdiendo las aristas patosas de la infancia, la estructura incómoda de la niñez malencajada en la preadolescencia. Se hubiera dicho que la habían esculpido nuevamente haciéndole un molde de cera caliente para así darle la armonía y suavidad de un cisne. De cera caliente blanca, claro, porque lo único que no había perdido ni perdería nunca Lavinia era la calidad casi transparente de la piel, esa manera traslúcida de moverse y de no tostarse al sol y de vagar como un espíritu de sonrisa melancólica.

Su regreso al colegio en el otoño fue casi incongruente, una delicada señorita de la aristocracia rodeada de paletos. De pronto, Lavinia parecía mayor que lo que correspondía a su edad. Puede que Beth la hubiera enviado al colegio inglés antes de tiempo, como había opinado Augustus. Pero es que la madre tenía prisa respecto de la hija, prisa por formarla, prisa por prepararla, prisa porque estuviera lista para orientar su vida cuanto antes. Y no parecía que hubiera salido demasiado mal la experiencia.

Lavinia no había hecho comentarios sobre el verano. Su estancia en el Sacred Heart había satisfecho a las monjas (y así lo habían manifestado en una encendida carta de aprobación) y, sin duda alguna a juzgar por los resultados externos, a Beth. Pero Lavinia seguía siendo un misterio: no parecía padecer ni sentir. Sólo su trasformación física explicaba los efectos del paso del tiempo, y los de la disciplina de la elegancia y el barniz de una culturilla superficial aunque hábil se reflejaban en su cambio de apariencia y porte.

Un día, al poco de regresar de Inglaterra, Beth sorprendió a Lavinia leyendo los papeles del príncipe que habían quedado en el baúl de la casa de El Mirador. Estaba rodeada de libros y tratados de historia centroeuropea y escudriñaba las páginas de una enciclopedia histórica. Tenía delante un bloc en el que apuntaba datos a lápiz.

—¿Qué haces? —le preguntó Beth.

—Nada —contestó ella.

—¡Cuántos papelotes! A ver, ¿qué es? Ah, ¿historia?

—Sí. La historia de nuestra familia —dijo, mirando a su madre a los ojos—. Es muy romántica. ¡Tan bonita! Sabes, mamá, me habría gustado muchísimo vivir en la época aquella y haber conocido a Sissí y haber ido a los bailes de los palacios, pasear en carroza, hacer los veraneos en los balnearios y luego en Venecia… ¡Qué vida tan bonita!… —Hizo una pausa y frunció el ceño—. ¿Por qué nos fuimos a Australia, mamá?

—Es una larga historia y, aunque el que te la puede contar bien bien es el tío Augustus…

—¿Lorgus? ¿Por qué?

—Bueno, porque él sabe muchas cosas de aquí y a mí me han interesado menos.

—Está bien… —dijo Lavinia con tono dubitativo.

—… Pero da igual. Sí. Aunque él te la puede contar mejor que yo… ya sabes que estas cosas me interesan menos… en fin, que el que se fue a Australia fue un hermano del príncipe Carolo, de este que compró El Mirador. Se llamaba príncipe Guillermo von Meckelburg, pero se cambió el nombre para que no lo reconocieran. La vida era muy peligrosa entonces, había revoluciones y guerras, ya sabes, y mucha gente se habría aprovechado de que era un hombre rico y noble para secuestrarlo o matarlo… Los Meckelburgo tenían muchos enemigos en Europa. Por eso Guillermo se fue a Australia, a Adelaida…

—¿Y qué nombre se puso?

—Willi Glock… Se fue con su amor de siempre, una condesa polaca que se llamaba Ludmilla Pomerova y que se había tenido que dedicar al ballet porque su padre, un rico terrateniente de Polonia, se había arruinado por culpa de Napoleón.

Lavinia se mordió los labios, pensativa.

—Ya —dijo al fin—. Willi Glock… Por eso nos hemos vuelto a cambiar el nombre…

—Por eso. Verás: es un poco complicado pero te lo voy a explicar. Nos hemos cambiado el nombre, pero no del todo. En vez de ponernos Meckelburg, nos hemos puesto Meckel, que de todos modos es el apellido que hemos venido usando todos en Australia, para que nadie en Europa pueda creer que queremos quitarles nada. No queremos quitar nada a nadie. Sólo queremos lo que es nuestro…

—¿Y qué es?

—El Mirador, nuestra casa, pero sobre todo, el respeto de los demás, Lav. Así son las cosas. No hay carrozas, amor mío, ni las habrá, pero tú serás la gran dama de Europa. Te lo prometo.

Lavinia se encogió de hombros como si la promesa de su madre le resultara indiferente.

—Pero El Mirador ya es nuestro…

Vivimos en él, pero todavía no es nuestro…

—¿Vendrá papá a comprarlo?

—No. Papá está muy malo desde hace muchos años, en una clínica en Viena, y no nos va a poder ayudar… pero no te preocupes. —Miró pensativa hacia la ventana, desde la que se divisaba el mar muy azul, allá abajo—. No te preocupes.

—Y qué más.

—¿Eh?

—Qué más.

—¡Ah! ¿De los Meckel? —Lav asintió—. Bueno, una parte de la familia se instaló en Adelaida y le fue muy bien: se dedicaron a construir barcos y hoy son riquísimos. Mi primo Michael, por ejemplo, es un personaje muy importante en Australia. Es el presidente del Real Club de Yates. Lo que pasa es que no me gustaba mucho la vida de allá abajo. Y un buen día, preferí irme a Estados Unidos a terminar la universidad antes que vegetar en la finca de mi padre y luego me vine a Europa. En Berkeley hice el doctorado en Geografía, mientras tu padre acababa el de relaciones internacionales. Después lo destinaron a una embajada en África y como el clima era muy malo y el sitio muy poco civilizado y tú eras muy pequeñita, nos vinimos tú y yo aquí. Eso es todo…

Beth acababa de cumplir los cuarenta años, una edad que la irritaba simplemente porque le parecía que su cuerpo empezaba a ralentizarse y, más importante aún (aunque ella no notara de manera particularmente angustiosa que el ardor del sexo se le iba pasando), tenía el convencimiento de que las batallas del amor, que tantas satisfacciones le habían deparado desde veintiséis años atrás, habían iniciado un imparable declive.

Dan el sueco no pudo reprimir un estrepitoso ataque de risa cuando ella le contó sus temores y frustraciones.

—Vamos a ver —dijo, secándose las lágrimas—, el único test de envejecimiento que me parece científicamente aceptable es el del lápiz… y aun así, creo que demuestra poco…

—¿El lápiz? ¿Qué lápiz?

Dan le acarició los pechos desnudos, por una vez sin su rudeza tan hábil y tan habitual.

—Siéntate —le dijo, y Beth se incorporó mirándolo con sorpresa. Entonces Dan se dio la vuelta hacia la mesilla y cogió un lapicero. Lo consideró durante un momento—. Me preocupa: no sé si va a salir el experimento —añadió con seriedad.

—¿De qué me hablas? —preguntó Beth.

—Mira. Fíjate bien. —Puso el lapicero horizontal y lo acercó al pecho izquierdo de Beth, que para entonces estaba ya en franco estado de erección. Arrimando el lápiz a la piel intentó que la curva inferior del pecho lo sujetara en un pliegue sobre la costilla. Fue en vano, claro, puesto que, pese a su edad, los pechos de Beth seguían firmemente enhiestos como si fueran los de una jovencita—. ¿Lo ves? —preguntó, riendo—. Mientras no se caigan… —y estampó un sonoro y goloso beso en el pezón.

—¡Idiota! —dijo ella.

Más tarde, cuando descansaban entrelazados, Dan murmuró:

—Claro que si estuviéramos en Cuba, te haríamos la prueba del puro.

—¿Cómo?

—La vagina de una cubana púber es capaz de fumar un cigarro sin inmutarse. Pero esa habilidad muscular se les pasa a los veintidós o veintitrés años. —Y estalló de nuevo en una incontenible carcajada.

Al principio, Beth lo miró con severidad, pero poco a poco se fue sumando a su hilaridad y acabaron ambos rodando por la cama.

—Dame un puro ahora mismo —exigió Beth y no paró hasta que se hizo la prueba.