El cuarto amante de Beth fue Hans musculillos, y de no haber sido por su afición a la violencia, hubiera pasado por el pueblo sin pena ni gloria y sin durar gran cosa en la cama matrimonial de El Mirador.
No era un personaje atractivo o que cayera simpático, aunque nadie le negaba una cierta belleza animal, de varón ario, con el pelo muy negro y la barba cerrada arrancándole por encima de las mejillas, casi desde las ojeras, el mentón firme y gran armonía y fortaleza de miembros. Malo era que el alcohol le hiciera perder el control de tal modo que hasta en una ocasión le arreó desde detrás una patada al mulo de Ca’n Negre, que se la devolvió con igual mal genio aunque con muchísima más fuerza. Le rompió el brazo y poco faltó para que le reventara el bazo; Hans musculillos estuvo una semana en el hospital y cuando salió a la calle había aprendido la lección: nunca más volvió a pegar a un animal que fuera más fuerte que él.
—Vaya —dijo Tono, riendo—, de cuatro o de dos patas… porque, como buen bestia, era bastante cobarde. Hombre, a veces calculaba mal la fuerza del adversario, sobre todo cuando estaba borracho, y se enzarzaba en peleas que no ganaba, como con Apóstolos el griego, el bueno de Apóstolos, que parecía chiquito pero era puro nervio y le acabó dando hasta que se cansó. Siempre andaban a la greña aquellos dos. Pero las peleas que tuvo con la Beth, ésas las ganó todas…
—¿Y Beth cómo se aguantaba los palos?
—No sé. Es muy raro, desde luego. Yo no le encuentro explicación, qué quieres que te diga. La Beth siempre me había parecido una persona normal… bueno… dentro de lo que es el pendoneo, más aficionada a una buena juerga sin complicaciones que a una historia como ésta en la que lo único que ganaba eran moretones sin cuento…
—Hans musculillos era alemán, ¿verdad? —preguntó Francisca.
—¡Qué va! —dijo la Pepi—. Usaba el nombre aquel, Hans, porque había vivido en Alemania, pero él era turco… Clugluglu o algo así se llamaba. Lo que pasa es que vivió mucho cerca de Stuttgart como gastarbeiter, trabajador emigrante —aclaró para los demás—, y así fue como se europeizó… Que yo sepa, hizo mucho dinero colocando vallas en las autopistas alemanas, ya sabes, las que se ponen para separar el carril de ida del de venida… ésas en las que se dejan las manos los motoristas cuando se caen en un accidente… ésas. Me contaron que era capaz de colocar y atornillar hasta un kilómetro al día, él solo, sin ayuda de nadie…
—Bueno, las cosas que sabes —dijo Carmen—. ¿De dónde las sacas?
—Toda buena comadre tiene fuentes impecables que nunca revela —sentenció Juan Carlos.
—No seas idiota. Me lo contó la propia Beth.
Hans musculillos apareció una tarde en La Fonda, acodada a una de cuyas mesas Beth leía un libro de versos de Liam Hawthorne.
—Yo creo que si llega a estar Dan el sueco —dijo Carmen—, no habría tenido ni una sola oportunidad de ligar con Beth. Lo malo es que Dan llevaba dos semanas ausente… en un viaje a Marsella, creo… y no estuvo ahí para librarla de sus propias inclinaciones. Tampoco estaba Augustus. El único que andaba por el pueblo era David, pero para entonces tenía novia y, en cualquier caso, no le habría durado a Hans ni un minuto.
Hans musculillos ejerció sobre Beth el misterioso encanto de una droga prohibida. Ni ella misma fue jamás capaz de explicárselo. Nunca le atrajo el dolor físico, no había en el catálogo de sus desviaciones sexuales («digamos normales», Juan Carlos dixit) cabida para el masoquismo o para el sufrimiento de cualquier naturaleza.
—Nunca lo entendimos —dijo Tono—. Debió de ser un amante extraordinario…
De hecho, Beth se resignaba a las palizas de Hans musculillos como si fuera la víctima de un tosco Doctor Jekyll y un horrible Mr. Hyde, porque les seguían momentos maravillosos en los que la reconciliación estaba hecha de fantásticos juegos de sexo y sensibleros e irresistibles momentos de arrepentimiento en los que Hans, llorando como una Magdalena, desnudaba su alma y se mostraba dispuesto a flagelarse hasta la sangre (en más de una ocasión se arañó profundamente el pecho con las uñas, dejándose la parte del esternón en carne viva y dos veces hasta llegó a hacerse en sendas muñecas profundas incisiones con un cuchillo; «¡me mato si me abandonas!», gemía; pero un torniquete lo remediaba todo), con tal de que ella lo perdonara. Además, la violencia no era un compás de espera de tiempos mejores, no era un hecho aislado que pudiera separarse del resto de la vida, como un entreacto desagradable; formaba parte inextricable del mundo que Beth vivía con Hans. La violencia estaba ahí con el resto de las sensaciones, como el orgasmo o la satisfacción del desayuno y la placentera sensación del agua fresca del mar.
Dos o tres veces en aquellos años Beth tuvo que refugiarse en casa de Augustus, que la consoló y le curó las heridas y hematomas, pero que nunca quiso retenerla, incluso después de que tuvieran un par de explosivos episodios carnales a los que Augustus había dado comienzo frotando suavemente los pechos y el estómago de Beth con un algodón impregnado en aceite de oliva. Beth gritaba de dolor cuando Augustus entraba en contacto inevitable con las partes más doloridas de su anatomía, pero luego le entraba la risa y exclamaba: «¿cómo hacen el amor los puercoespines? Con muchísimo cuidado».
Augustus no comprendía esta promiscua y masoquista faceta de Beth. Le resultaba hasta repugnante: aunque no se lo llegara a confesar jamás, el lado oscuro de la sexualidad —de Beth o de cualquiera— contenía para él elementos de degeneración moral que le recordaban la aniquilación de sus padres en el circo de la depravación dirigido y orquestado por Pamela Gilchrist. Le obsesionaban los recuerdos de su madre y de su horrible descenso a los infiernos de la demencia. Acostarse con Beth se le acabó haciendo tan atractivo pero simultáneamente tan sucio como la llamada del peor pecado de la carne. Con su capacidad para el autoanálisis, sin embargo, Augustus se comparaba a sí mismo con un seminarista que, después de un espléndido orgasmo provocado por una furiosa masturbación, se arrepiente de su pecado y, convencido de su inminente condena, reza y se flagela sin misericordia. Y entonces le sacudía una risa incontenible y se prometía que en la siguiente ocasión disfrutaría sin dejarse ir a sentimientos de culpa. Ya eran todos lo bastante mayorcitos como para andarse con estupideces.
Dan, por su parte, consideraba a Hans musculillos la encarnación misma del espíritu de la comuna o, dicho con más propiedad, consideraba a Beth encarnación del espíritu de la comuna. Si esa vida era lo que satisfacía a Beth (y a todos), el mundo era libre y cada cual que hiciera de su capa un sayo. Entendámonos: Beth no era patrimonio público del sexo libre en el mundo hippy. Antes al contrario, era como la abeja reina que escoge lo que quiere donde quiere. A Dan le parecía bien porque él, por su parte, se consideraba el abejorro rey y hacía lo que le daba la gana. Por eso Hans musculillos no le planteaba problema alguno; sólo habría problemas si Hans musculillos intentaba por ejemplo oponerse a una relación de Beth con Dan o con cualquier otro. Entonces, finito Hans musculillos.
O, pensaba Dan, podría considerarse la posibilidad de un episodio carnal con Hans, que se le antojaba tan agrio y apetecible como un buen plato de yogur griego. Dos machos cabríos peleando en la cama… Dan el sueco se reía con la ocurrencia. Y por qué no.
Love no era una estudiante cuyos resultados académicos fueran brillantes o cuyo intelecto descollara, pero era aplicada y metódica. Por esta razón fue aprobando los cursos de bachillerato sin altibajos, sin suspensos y sin matrículas de honor. Sus profesores la apreciaban porque era frágil, poco rebelde y apacible y ponía cierta expresión de fastidio cuando las travesuras de sus compañeros de clase se hacían demasiado ruidosas. Entre que le tenían esta simpatía los maestros y que era niña (y el rendimiento académico no tenía por tanto gran importancia), sus obvias dificultades en la escuela fueron solventándose con un empujoncito aquí y otro allá; la asignatura de matemáticas, por ejemplo: la aprobó al final de más de un curso lectivo gracias a que el profesor le explicaba pacientemente el contenido del examen el día antes o incluso le daba como ejemplo los mismísimos problemas que serían objeto de la prueba. «No te olvides de este papel, ¿eh? —le decía—, que igual te viene bien. Y no se lo digas a nadie. Anda, nos vemos mañana.»
—¿Y qué tal va esta niña en el colegio? —se interesó un día Liam Hawthorne cuando se topó con madre e hija en la tienda del pueblo.
—Ah, muy bien, Liam. Los profesores me dicen que es extraordinariamente inteligente, que aprueba todos los cursos con sobresaliente y que estudiará la carrera que quiera. Medicina… ingeniería… diplomacia, lo que quiera.
—¡Cómo me alegro!
—Y esto lo oí con estas orejitas que se van a comer los gusanos —dijo Carmen—. Yo estaba ahí cuando Liam lo preguntó.
—¿Y por qué no dijiste algo, no sé, oye, Liam, que Love es muy modosita pero muy bruta, que si no la ayudan en el cole, es que no se entera? ¿Que la Beth te está mintiendo? —preguntó Juan Carlos.
—Sí, claro —dijo Carmen, encogiéndose de hombros—. A ti, desde que eras pequeño, te apasionaba ir por la vida desfaciendo entuertos y mentiras. Según tú, debería haber desengañado a Liam, él gran poeta y yo una mocosa de quince o diecisiete años. Estás tonto. Recuerdo habérselo contado a mamá. Ella se rió y me dijo ¿a ti qué más te da? Que diga la Beth lo que quiera.
Por alguna desconocida circunstancia sicológica que aclara la relación de Love con Beth sin explicarla realmente, jamás (ni en los momentos más puros o más intransigentes de la adolescencia) puso la niña en cuestión las mentiras y mitomanía de la madre. Siempre las aceptó y asumió como parte de su mundo, de su destino más bien. «Interesante, ¿verdad?», reflexionó Juan Carlos.
—¿Es verdad que soy muy inteligente? —preguntó Love en aquella ocasión en que Liam se había interesado por sus estudios—. No sé… yo… yo… no saco sobresalientes, ¿sabes? Nunca me preguntan en clase como a Guillem.
—Pero, mi amor, los estudiantes más brillantes siempre sacan las peores notas porque son los que peor se adaptan a la disciplina… son los que más imaginación tienen… Fíjate, he oído que a Einstein lo echaron del colegio diciéndole que nunca sería capaz de sumar dos y dos. Y mira, premio Nobel…
—¿Quién era Einstein?
—Bueno, en realidad era judío, pero era un señor que sabía mucho de matemáticas y que descubrió unas cosas muy importantes.
—¿Y el premio… eso?
—¿Nobel?
—Sí.
—Pues es un premio importantísimo que se da sólo a los más inteligentes.
—¿Y tú crees que me lo darán a mí?
Beth sonrió.
—Pues a lo mejor. Pero sólo se lo dan a gente muy vieja, de modo que tienes muchas cosas que hacer antes de que te lo den…
—Ya. —Love se mordió los labios.
En opinión de su madre, Lavinia tuvo su primera regla con mucho retraso.
Para Beth aquello fue una maldición: las cosas de la vida tienen que ocurrir a ras de tierra, y cuanto más tierra, mejor. Pero sobre todo tienen su momento dictado por la madre naturaleza: como mucho, la primera menstruación debe llegarle a una niña a los doce años, no a los casi catorce. A los trece años es ya muy tarde. A Beth le parecía que este retraso de Love era una traición de su cuerpo a la vida (había que ver los fantásticos orgasmos que ella había tenido en plena regla), un insulto que tendría consecuencias en su crecimiento —no había más que verle los míseros cuatro pelillos que para entonces le habían salido y los dos abortos de tetitas que malamente le asomaban del escuálido pecho—, un retraso con el que igual, vaya usted a saber, se comprometían sus oportunidades de disfrutar de la existencia, de ser mujer hecha y derecha. Pero por encima de todo, a los ojos de Beth, aquel retraso, aunque por supuesto afectaba al desarrollo armónico del cuerpo y la mente de Love, obstaculizaba y retrasaba los planes que le tenía preparados para el futuro. Beth se callaba pero miraba con impaciencia creciente a su hija cuando se metía en la bañera, furiosa de que esto le pasara a ella.
En una novela, Beth habría consultado a Liam Hawthorne para buscar con él explicaciones del alma para este desastre, razones filosóficas, una discusión elevada y científica. Beth habría buceado en la psique y habría hallado respuestas que la habrían consolado y soluciones que habrían sido eficaces. Pero esto no era una novela, esto era la vida diaria y aquí el que sabía sabía: las cuestiones del bajo vientre debían ser habladas con especialistas. Y, claro, fue Dan el sueco quien la tuvo que consolar y dar razones; él eso de la tierra lo comprendía muy bien, él entendía de esto.
—Venga —dijo, riendo a mandíbula batiente para quitarle gravedad al asunto—. Alguien tenía que compensar las tetas que tú tienes…
—Te estoy hablando en serio…
—… Y los ríos de lava que te salen con la regla…
—No seas idiota, Dan, Love lleva mucho retraso y me preocupa. La veo escuchimizada, poquita cosa. —Habría añadido «poquita cosa para el destino que la espera», pero se lo calló.
—¿Has consultado a un médico?
—No.
—Pues, mujer, hazlo para que él te explique que no pasa nada, que es normal.
—¿Consultar a Rafael? Tú estás loco.
Cualquiera que conociera a Rafael Rodríguez, médico del pueblo, habría comprendido la reacción de Beth. No tenía ella intención alguna de poner en sus manos el examen de la virginidad y de las partes pudendas de su hija. Y es que el doctor era uno de los primeros productos del marginalismo insular, un hippy nativo, vamos, un amable consumidor de marihuana y en ocasiones de otros alucinógenos algo más potentes, que no inspiraba la total confianza que se requiere en la relación médico-paciente y que siempre daba la impresión de estar ausente de todo. Por las noches se sentaba en La Fonda y, a sorbitos, se bebía la mayor parte de una botella de anís mientras contemplaba en silencio a los demás clientes. «Huele a plantas», decía Love de él. «No va a oler —contestaba Augustus riendo—, ¿ves aquellas matas? Pues Rafael bebe un vino que hacen con ellas y por eso le huele el aliento.» Rafael recetaba para todo aspirina e infusión de valeriana.
—No te digo Rafael —dijo Dan el sueco—. Simplemente te sugiero que te lleves a Love a Palma a que la visite un ginecólogo.
Pero Beth sacudía sombríamente la cabeza y esperaba.
Un día Hans musculillos quiso entrar en el baño cuando Love se estaba lavando.
—Déjame que la vea y te diré lo que le pasa.
Abrió la puerta y se encontró con la niña refugiada en un rincón, entre el lavabo y el retrete. Se había tapado precipitadamente con una toalla y tenía los ojos espantados del susto.
Pero antes de que pudiera colarse en aquel viejo cuarto de baño de luz mortecina y baldosas antiguas, surgió Beth corriendo por el pasillo. A nadie le hubiera sorprendido que llevara erizado el vello de la espalda, tal era la violencia felina con la que se precipitaba. Traía la cara desencajada, roja de furia.
Agarró a Hans musculillos por el cuello de la camisa y tiró de él con fuerza, obligándolo a salir del baño marcha atrás y a trompicones. Fue la única vez que Hans retrocedió ante Beth sin atreverse a hacerle frente.
—Si intentas tocar a la niña o te acercas a ella o la miras nunca más, óyeme bien, te mato. —Lo dijo con un jadeo, casi en voz baja y con tanta violencia contenida que Hans tuvo miedo. Levantó las dos manos a la altura de los hombros como rindiéndose e intentó sonreír.
—No he querido hacerle nada —balbució—, sólo mirar a ver qué tiene. —Intentó tragar saliva y la nuez le subió una o dos veces por la garganta. Después, como ella no decía nada pero no dejaba de mirarlo con expresión feroz, reculó, carraspeó, se dio la vuelta y marchó pasillo adelante. Oyó cómo Beth entraba en el cuarto de baño y murmuraba palabras tiernas y tranquilizadoras.
Love tuvo su regla unas semanas más tarde, poco antes de cumplir los catorce años.
El contento de su madre fue para ella tan grande como inexplicable. Love no conseguía entender la razón por la que Beth se alegraba de esta revolución física que la asaltaba con sangre y dolor y menos aún que todo lo justificara aclarándole que de este modo se había convertido en mujer.
—Estuvo tres días sin ir al colegio —dijo la Pepi—, y luego vino pálida pálida y más callada que de costumbre. Recuerdo haberle preguntado si había estado enferma y ella hizo que sí con la cabeza y no quiso hablar. Me costó mucho trabajo sacárselo y cuando por fin me lo contó, me reí de ella y ella se puso a llorar. Es la única vez que la he visto llorar en toda mi vida. Entonces le dije que a mí me pasaba desde dos años antes. —Rió—. Todavía recuerdo su expresión de alivio.
Cuando Beth comprobó que su hija por fin ya era toda una mujer («al menos por dentro, porque lo que es por fuera…», dijo Carmen con sorna), pudo dar el paso siguiente: enviarla durante los veranos a convertirse en una señorita de distinción y porte para que se fuera transformando en la princesa que preveía el destino.
Hacía tiempo que había pedido a Augustus su consejo. Se trataba de encontrar el colegio mejor de Inglaterra, aquel al que acudieran las niñas de la mejor sociedad, las hijas de los duques y de los lores, de los millonarios y de los diplomáticos. El finishing school más finishing school de todos.
Augustus no lo dudó ni un momento.
—Our Lady of the Sacred Heart —dijo con seguridad—, Nuestra Señora del Sagrado Corazón, en el condado de Somerset. Es el mejor colegio de señoritas que hay en el Reino Unido. Una vez, cuando escribía para el dominical del Telegraph, me mandaron a hacer un reportaje sobre él… Unas monjas muy modernas, un gran parque lleno de hierba muy cuidada y enormes castaños y robles, con el río Wylye pasándole por en medio y un hermoso palacio georgiano de grandes ventanales emplomados y fachadas de ladrillo. Si eso es lo que te provoca como preparación de Love a la vida moderna… allá tú. A mí me pareció más bien pomposo y horriblemente esnob. Eso sí, había chicas elegantes y de buena familia para aburrir. De todos modos, creo que tu hija es demasiado joven para ir allá…
—¿Por qué?
—Pues… —rió—, porque para aprovechar las enseñanzas verdaderamente estúpidas que se imparten allí, cómo coger el cuchillo, cómo sentarse en el palco principal de un teatro, cómo cazar a un marido rico… me parece que se necesita tener un grado de artificiosidad que sólo se adquiere con el paso de los años. Una pobre niña inocente, sin un solo doblez, acostumbrada a la sencillez de la vida pueblerina… No, Beth, Love sería muy desgraciada en el colegio ese. Y la harían papilla.
—Lav es fuerte…
—Pero tímida y retraída… no tiene malicia…
—Pues allí aprenderá —dijo con terquedad y bajando la mirada.
—Además, no creo que la admitan antes de cumplir los catorce años. El Sacred Heart es para señoritas, ¿recuerdas? Señoritas —repitió.
—Qué quieres decir con eso de señoritas.
—Quiero decir… esto…
—¿Que si ha tenido ya su regla? La respuesta es no, pero ya llegará y para entonces quiero estar preparada.
—Ya me lo imagino, pero, de todos modos, si la mandas muy pronto, va a sufrir. Aquello es muy duro.
Beth se encogió de hombros.
—Me da igual. Lav tiene que hacerse mujer y señora —a woman and a lady, dijo— y cuanto antes empiece, mejor.
—No la vas a hacer muy feliz.
—Me da igual. Ya tendrá tiempo de serlo cuando madure. Además, un verano estricto no le hace daño a nadie.
—Como quieras, no voy a discutir contigo. —Sonrió y le dio un ligero beso en la mejilla—. Hay otro inconveniente.
—¿Sí?
—Desde luego. Un colegio así no es nada barato…
—Bah. Tonterías. ¿De qué cantidades estamos hablando?
Cuando Augustus se lo dijo, Beth dio un silbido.
—Caramba. Dan ganas de montar un colegio para señoritas en la isla. Menudo negocio.
—¿Y? —dijo Augustus.
—Nada. Puedo pagarlo. Tengo dinero ahorrado. No te preocupes. Tú más bien preocúpate de conseguir que me la acepten cuando llegue el momento.
Augustus rió con estrépito.
—No hay problema. La madre superiora quedó encantada conmigo: en el periódico me suavizaron el artículo y me parece que les debió de gustar. Además, el esnobismo intelectual llega a donde no llega la sangre azul… Soy hijo de mi padre, el poeta laureado, Patrick Loveday… soy… irresistible para una comunidad de monjas mojigatas metidas a regeneradoras de la aristocracia. —Levantó una mano y la agitó de derecha a izquierda—. Nada, no te preocupes… Love entrará en ese convento para niñas finas en cuanto quiera.
Fue más o menos por entonces cuando Beth escribió la primera de una serie de cartas que constituyeron una correspondencia relativamente frecuente entre ella y su suegro, si por relativamente frecuente se entiende una misiva por año enviada con el único objeto de asegurar el futuro de Lavinia. En realidad, ella pretendía obtener del viejo Trevor más dinero del que compartía con Jim. Aquella cantidad anual en cuyo reparto Jim Trevor salía tan malparado y madre e hija tan beneficiadas, era más que suficiente para cubrir todas las necesidades del trío en la isla, cierto, pero el concepto que Beth tenía de riqueza era otro muy distinto. Quería dinero como si le hubiera tocado el premio mayor de la lotería.
Dinero en cantidades obscenas, eso es lo que quería, sí señor. Es paradójico, conociéndola, que no lo pretendiera para sí sino para su hija. Su hija, la futura reina. En realidad quería que en Lavinia se unieran la fortuna industrial americana con el rancio abolengo de sus propios apellidos austríacos o australianos, lo que fuere. Beth quiso asegurarse de que el cordón umbilical que, por tenue que fuera, les unía a aquella rica familia americana del este no se rompería. Es más, que se fortalecería en beneficio de Lav.
En su primera carta, Beth explicaba la cómoda situación en que se hallaban, lo bien que estaba criándose la niña y la imposibilidad en que se encontraba Jim de escribir debido a unas inoportunas fiebres reumáticas que le obligaban a observar absoluto reposo. Pero todos estaban perfectamente y aunque habían tardado algún tiempo en dar noticias (diez años), los recordaban a todos con cariño y esperaban viajar pronto a América para pasar unas breves vacaciones junto a ellos.
La respuesta, cuando llegó (que fue a los diez días), no podía ser más clara. Firmaba la carta una Helen Saints, asistente personal del Sr. Trevor, y el texto era como sigue:
Estimada Sra. Trevor:
El Sr. Trevor, que ha tenido que ausentarse de Filadelfia por unos días, me encarga acuse recibo de su carta. Está seguro de que Jim se repondrá en breve y se alegra de los progresos de la pequeña Lavinia (le alegra que haya sido cambiado el nombre de la niña por uno más acorde con la realidad). No le parece conveniente que ustedes se desplacen a Estados Unidos, y considera que si realizan el viaje de todos modos, es posible que ello signifique que la asignación anual que reciben es claramente desproporcionada a sus necesidades reales. Reciba un atento saludo,
H. S.
Cuando las cosas escuecen, escuecen. Beth, sin embargo, recibió aquella bofetada sin inmutarse. De hecho se la esperaba, estaba segura de que aquel envarado pretencioso contestaría una imbecilidad frígida como la que le había hecho llegar su secretaria. Por lo menos ahora las cartas estaban encima de la mesa. Y sabiendo a qué atenerse, se propuso buscar despacio un camino para acceder a las dos cosas que podía ofrecer el viejo banquero sin siquiera notarlo y desde luego sin cumplir su amenaza de romper el mínimo nexo que les unía a él: influencia y dinero en Europa. Sólo en Europa. No necesitaba más.
Muchos meses más tarde, ocho o diez, Beth volvió a escribir a su suegro sin más pretensión, aseguraba, que mandarle una foto de Lavinia, muy mona, enfundada en un discreto vestidito de personilla adolescente que ambas habían comprado en Londres. En una nota aun más escueta que la anterior, Helen Saints acusó recibo de la misiva; sólo que esta vez el encabezamiento era «estimada Beth» y la antefirma rezaba «Louis B. Trevor» y a las iniciales H. S. seguía un «firmado en su ausencia».
Beth sonrió para sí y guardó la carta con gran cuidado en un cajón de su cómoda.