XIV

Lo primero que descubrió Beth en una de las habitaciones remotas de El Mirador a los pocos momentos de instalarse en la casa, fue un gran baúl de cuero verde con una cerradura redonda de latón que se asemejaba a un pequeño reloj de péndulo; dos cinchas de cuero marrón lo aseguraban aún más, cerrándose las hebillas de metal negro sobre la tapa superior. En letras doradas pintadas sobre la tapa, aunque difuminadas por el tiempo y descoloridas por cercos de humedad, figuraba la inscripción Prinz Carolus, y debajo en más pequeño, S.A.I. y R. El P. C. De M-P L.

Beth había preguntado en seguida qué contenía el baúl aquel a una de las dueñas de El Mirador que había acudido a hacerle entrega de la casona.

—Ah, nada —había contestado ésta—. Son papeles del príncipe sin clasificar, cartas, borradores, dibujos, cosas así. Antes estaba en el vestíbulo de entrada, pero como molestaba, lo subimos aquí. Lo vamos llevando todo poco a poco a La Punta y lo montaremos allí como un museo en cuanto tengamos terminada la biblioteca, pero de momento, si no le importa, lo dejaremos aquí.

Un museo, pensó Beth.

—¿Qué quieren decir estas letras?

Prinz quiere decir príncipe, claro, y las letras de abajo las debieron de añadir en España puesto que son las iniciales de su título en castellano: su alteza imperial y real el príncipe Carolo de Meckelburgo-Premnitz Lorena.

—Vaya… ¿Puedo abrirlo?

—Claro, no está echado el cierre. Ábralo si le apetece y lea lo que pueda.

Fue una desilusión. Nada de lo que había dentro del baúl, aparte de unos manteles bordados que olían a naftalina y un chaquetón marinero lleno de manchas, le era inteligible: de entre los papeles y documentos amontonados sin orden en una de las bandejas del baúl, las cosas escritas a mano que podían leerse estaban en idiomas que ella no alcanzaba a comprender y las demás, la mayor parte, ni siquiera habría llegado a descifrarlas por más que se hubiera aplicado a ello, que en todo caso habría sido poco. Había, eso sí, dibujos curiosos de árboles y plantas, de hombres de raza negra y pelo abundante y crespo o de otros vestidos de uniforme cosaco, torsos de mujeres desnudas que parecían nativas de alguna isla del Pacífico, playas con palmeras y casa de paja, planos de palacios rodeados de sauces, el Seepferd, el yate del príncipe, pergeñado a plumilla con gran detalle; poemas siempre firmados por Carolo y, entre otras muchas, una carta ilegible, escrita a dos columnas con un dibujo en el margen de una de ellas que la hizo estallar en una alegre carcajada.

—Esto sí que lo conozco —dijo en voz alta—, vaya con el príncipe.

Era un dibujo a plumilla de un magnífico pene en erección.

Le preguntó a Dan el sueco si era capaz de descifrar lo que ponía en la carta. Pero, claro, se había equivocado de técnico.

—¿Qué quieres? —preguntó él—. ¿Una lección de anatomía comparativa? Mira, acércate que te lo explique. No al papel, mujer. A mí. —Y rió con fuerza—. Nada, chica, que yo de esto no sé. Vamos, que de mi aparato sí entiendo, de los de los demás, ni palabra, y por lo que hace al texto escrito por este maricón, nada. ¿Cómo quieres que sea capaz de leer esta carta si apenas sé leer el sueco? Esto estará en francés o en mallorquín… qué sé yo.

Augustus, en cambio, sí estuvo dispuesto a explicarle lo que ponía en la carta.

—Bueno, es una historia bastante conocida del príncipe, que era un pícaro. Una vez, en Venecia, se encontró con el hijo de un gondolero… Salvatore Picolò se llamaba… un chico muy guapo, de al parecer blanquísima dentadura y lánguidos miembros. Fue un flechazo y la historia duró años. Se veían muy de vez en cuando, a escondidas para evitar un escándalo, en pequeños hoteles discretos, en Venecia, en Genova, incluso aquí. Picolò le escribía unas cartas incendiarias, siempre en italiano, que era el único idioma que hablaba, y ésta es evidentemente una de ellas… Espera… Intentaré leer algo de ella… Verás —dijo, acercando la carta a la luz—, na, nana, na… sí, aquí… «al instrumento que tanto le gusta», se refiere a este que tiene dibujado al margen, «de arriba abajo y lo veo tan bello que no consigo hacerlo bajar»… y aquí ya no sé lo que dice más… espera, verás, la segunda columna esta dice: «Otro deseo mío sería poder comprarme una bicicleta, pero mis finanzas no me lo permiten; si usted, queridísimo Carolo, fuera tan amante y me la pudiera comprar, le estaría»…, ta, ta, ta, aquí no hay nada más de interés, ¡ah, sí!, esto te va a encantar, con lo que a ti te gustan estas cosas. Verás: «Sé que los dos deseamos que llegue el momento de podernos unir en uno de esos abrazos tan queridos, tan íntimos, y de gozar de ese éxtasis que sabemos crear el uno dentro del otro cuando estamos juntos.» —Levantó la vista del papel y miró a Beth.

—Caramba con el príncipe —dijo Beth con picardía. Después, poniéndose seria—: Pero ¿no hay nada sobre la rama Lorena?

—¿En estos papeles?

—Sí, aquí, en todo esto.

—No, que yo vea. Así, a primera vista, no. Claro que hay mucho más —dijo, levantando con una mano un fajo de documentos que apenas sería la décima parte de lo que podía verse amontonado en el fondo del baúl.

—Bueno, ya miraremos más despacio.

De todos modos, por mucho que dijera y aparentara lo contrario, a Beth no le interesaba gran cosa seguir buceando en los orígenes de las familias imperiales austro-húngara y alemana. El esfuerzo académico requerido se le hacía excesivo, aburrido por demás. Y, en cualquier caso, nada de aquello la estimulaba lo suficiente: para qué quería ella conocer a fondo la historia de los Meckelburgo si lo único que necesitaba era discurrir la mejor manera de aprovecharla en beneficio de sus intereses. A lo sumo, debería conocer con cierto detalle las minucias de la genealogía para impresionar a quienes estuvieran dispuestos a dejarse impresionar, que eran la mayoría. Por lo demás, nunca había tenido la constancia indispensable para dar secuencia lógica a sus propósitos. Nada más alcanzar el límite intuido de lo preciso, se detenía. Le bastaba con que lo que tenía fuera el mínimo indispensable. No es que fuera tonta; era simplemente una vaga que disponía de un formidable instinto para las cosas esenciales. Sabía que cuanto más sencillas, más verosímiles: la gente era muy crédula y estaba preparada para creer cualquier historia que le fuera servida con un mínimo de adorno, sobre todo si se trataba de un cuento de hadas o de invenciones semejantes.

—No, si ella se puso a vivir en El Mirador como una princesa —dijo Tono—. No sabes. Bueno, una casa con capilla, con un jardín enorme…

—Hombre —interrumpió Guillem—, tampoco es que se montara como la reina del cotarro… Siguió haciendo su vida normal… Todo esto que decís de sus ínfulas y tal, yo no sé dónde lo veis, la verdad. Sois unos exagerados.

—A mí, la verdad, me da igual lo que hiciera —dijo Carmen—. Lo que me asombra es que pudiera montarse de la forma en que lo hizo. Incluso para el pueblo, aquello requería bastante dinero. No sólo el alquiler, sino, en fin, vivir, mandar a la niña al colegio, viajar, luego mandar a la niña al extranjero… bueno, el peso de los gastos era mucho, ¿no os parece?

—Una hetaira, n’est-ce pas? —dijo Juan Carlos con énfasis lánguido—. Una poule de luxe, la más antigua profesión del mundo aplicada con excelente criterio económico al afán de ahorro. Pienso que Beth organizó su vida profesional con mucha cabeza. De ahí sale todo.

Guillem se mordió el labio inferior y pareció a punto de intervenir para rebatir con energía tanta maledicencia, pero vio que la Pepi se encogía de hombros dando a Juan Carlos por imposible y desistió.

—Pendoneo, sí —rebatió, sin embargo, Tono—. Pero tanto como que montara una casa de putas unipersonal, me parece una exageración. Es no conocer a la Beth.

—¡Pero si tú mismo lo dices! ¿De dónde, si no, se sacaba el dinero para hacer todo lo que hacía? —Juan Carlos sonrió con suficiencia—. Una industriosa banquera del amor…

La casa de El Mirador constituyó un cambio radical en las vidas de madre e hija, un paso inesperado en la escalera de acceso al éxito. Fue afortunado que Beth llegara a enterarse de que las dueñas del casón estaban hartas de tenerse que ocupar de él sin llegar a vivirlo nunca después que se hubieron casado; los maridos no querían ni oír hablar de un posible traslado desde Palma hasta la costa norte (aunque sólo se tratara de cortas estancias de vacaciones) y menos aún a un viejo palacio mal amueblado y lleno de goteras, humedades, tejas desprendidas y corrientes de aire, heladoras en invierno. Bastante tenían con intentar restaurar La Punta, el palacio más elegante de los dos del príncipe, situado estratégicamente a medio camino entre el pueblo y El Mirador sobre un acantilado espectacular que acaba hundiéndose de forma vertiginosa en una rada bellísima y semicircular conocida con el nombre de la cala del Mirador. Desde el promontorio de La Punta se divisa toda la costa, kilómetros y kilómetros de montes azules bañándose en el mar, hasta la mismísima Dragonera. Allí, en la cala del Mirador, atracaba con su propio yate la emperatriz Sissí cuando venía a Mallorca a visitar la isla y, con menos entusiasmo, a este primo lejano y aburrido, el príncipe Carolo.

—Una histérica —dijo Carmen—, mucha Sissí y mucha película con grandes bailes, pero era una histérica: hacía poner una sábana en el suelo de su camarote para que la peinara su dama de compañía y luego le hacía recoger los pelos que se le habían caído y los contaba; si eran más de diez, armaba un escándalo.

—Pues sí —dijo Juan Carlos—, sería así, pero ella solita había aprendido griego moderno y traducía Hamlet

—Ya, y se paseaba con un secretario contrahecho que ése sí que era griego y se reía de él porque estaba enamorado de ella… Una bruja —concluyó Carmen.

Pues bien, «a lo que vamos», interrumpió Tono, los maridos de las dueñas de todo aquello estaban conformes («a regañadientes», intercaló Carmen) con gastarse el dinero restaurando La Punta y tal vez incluso con montar allí un museo del príncipe para uso de turistas, por más que les pareciera ridículo pensar que forasteros llegados de allende los mares quisieran recorrer esta costa tan bella como inhóspita, cruzada por carreteras peligrosas, polvorientas y zigzagueantes.

¿Pero El Mirador? ¡Una ridiculez! ¿Para qué iban a gastar tanto dinero en unas ruinas?

Y así fue cómo Beth, vestida con sus mejores galas y acompañada por un Augustus encorbatado y con zapatos de lazos en los pies en lugar de las usuales alpargatas y por un Bertil tocado con su impecable bombín, llegó a obtener El Mirador en alquiler a bajo precio con la sola condición de reponer las tejas que faltaban y arreglar algunas grietas.

—Caramba —dijo Tono—, hoy tampoco no deja de asombrar que se dieran en alquiler casas como El Mirador, llenas de muebles buenos, de recuerdos de un tipo como el príncipe, objetos de su yate, sextantes y eso, anteojos, catalejos… dibujos suyos, cartas, una biblioteca entera… hasta una reproducción a escala del Seepferd, que tenían colgada de la pared del salón… aunque me parece que las dueñas pronto se la llevaron a La Punta. Pero ¿sabes?, ni siquiera hicieron un inventario de lo que había en la casa cuando se la dieron a la Beth.

—Vaya —dijo Carmen—, es que entonces no se valoraban tanto las cosas…

—¡Cómo que no! —dijo Francisca.

—… no se valoraban tanto las cosas —prosiguió Carmen, como si no hubiera oído—. Pertenecían a una casa y era tal que si las hubieran encolado a las paredes y a los suelos.

—Me parece, plutôt, que nadie se daba aún cuenta entonces de lo que podían llegar a valer aquellos objetos —afirmó Juan Carlos desde el fondo del sillón.

Augustus, una vez que se hubieron quedado solos en la casa Beth, Bertil y él, miró a su alrededor con verdadero asombro.

—Me parece que esta gente no sabe lo que tiene aquí. —Se acercó al gran aparador que había en la pared del fondo del vestíbulo de entrada, alargó una mano y levantó un plato de delicada porcelana—. Meissen… Meissen, Dios mío. Un plato sopero de una vajilla que seguro andará por ahí. Mirad —añadió y, volviéndose hacia los otros dos, se apoyó el plato contra el estómago, sosteniéndolo por debajo con las dos manos abiertas.

Beth y Bertil se acercaron e inclinaron las cabezas para verlo mejor. El borde del plato no era perfectamente redondo, sino que siendo el objeto por completo circular, sus lados tenían pequeñas aristas relucientes; a todo su derredor había sido pintada una finísima raya de oro. En el centro había una rosa rosa, detrás de la que asomaban otras pequeñas florecillas. En los lados, divididos en doce porciones iguales, había más flores y hojas de un verde muy pálido y, de vez en cuando, una abeja diminuta que parecía andar hacia aquellos golosos pistilos.

Augustus levantó el plato y lo puso a contraluz de la puerta de entrada. Poco faltaba para que fuera casi perfectamente transparente. Beth lanzó una exclamación de sorpresa.

—¡Cielos! —dijo.

—Es la casa del tesoro —añadió Bertil—. Aquí hay cosas que producen verdadera maravilla…

Beth se pasó la mano por la cara.

—¿Creéis que las dueñas saben lo que hay aquí?

—¿Quieres decir que si se darían cuenta de que falta algo, si echarían en falta algo de todo esto si desapareciera? —preguntó Augustus, mirándola con cara de sorna. Sonrió—. Me parece que te sorprendería comprobar cómo recuerdan cada una de las cosas en cada uno de los sitios en los que están. Son años de no verlos de puro verlos. Si faltara algo, creo que se produciría un hueco en el aire. ¿Eh?

Beth se encogió de hombros.

En el jardín, Love corría entusiasmada detrás de una mariposa de tan vivos colores que se hubiera dicho una flor dotada de vida y movimiento.

—¡Venid! —gritó en mallorquín a la Pepi y a Francisca—. ¡Corred! Come! —Desde entonces, la impaciencia siempre le saldría en inglés.

Sus dos compañeras de juegos, al principio, se hicieron las remolonas porque, con diez y once años, les parecía demasiado infantil esta aventura de perseguir mariposas por un jardín, como si fueran idiotas. Pero Love se detuvo, giró en redondo y con las manos en jarras miró a la Pepi y a Francisca con una seriedad madura. En aquella carita tan pálida había tal fastidio, tal aire de superioridad, un mohín de impaciencia, un juego de miradas hecho de parpadeo y cejas fruncidas, que a las dos niñas les dio pena no hacer caso.

—¿Pena? —dijo Carmen—, ¿pena? Yo estaba en el porche y recuerdo la escena como si la estuviera viendo ahora… y la recuerdo, no creáis, porque era la primera vez que Lavinia imponía así su voluntad con su aire de mosquita muerta… Estas dos tontas la siguieron como corderitos y se pusieron a perseguir mariposas… bah. Y desde entonces, todos como corderitos, a lo que la Love dispusiera y mandorroteara. Pero ya para siempre, ¿eh?, hasta hoy.

—Bueno —dijo Guillem—, la verdad es que era muy mandona, así a la chita callando, pero a mí no me importaba porque siempre tenía razón y organizaba las cosas mejor que nadie.

La Pepi puso los ojos en blanco.

—Lo que puede el amor, Guillem. Caramba, que nos mandorroteaba a todos y nos dejábamos. Yo creo que ella tenía una… un…

—Un instinto —aclaró Juan Carlos, sin dejarla terminar.

—… eso, un instinto. —De pronto la Pepi se volvió a mirarlo, frunciendo el ceño—. Oye, tú, literato, a mí no me des lecciones de vocabulario como se las das a Tono, que es medio bobo. Fíjate que yo estaba por decidirme entre instinto y habilidad asumida para imponer su voluntad. ¿Te parecen conceptos filosóficos viables? De modo que no necesito que nadie me ayude a decir lo que pienso ni me sugiera palabras como si fuera una analfabeta. —Juan Carlos levantó una mano, sonriendo—. Bien, pues instinto… instinto para encontrar la mejor manera de hacer que la gente la obedezca… haga lo que quiere, vamos. Siempre ha sido igual. —Miró a Tono—: Acuérdate del almuerzo famoso de la preboda…

—Me acuerdo muy bien.

—Pues eso. Allí estábamos todos con los ojos como platos y entre Love y su madre nos manejaron como si hubiéramos sido una pandilla de subnormales.

—Hombre, Pepi, es que estábamos asombrados… nos quedamos sin habla y ellas se llevaron el gato al agua.

—¿Habláis del après-boda como del après-ski? —preguntó Juan Carlos, por hacer una broma.

—No seas imbécil —le dijo Carmen—. Claro, tú no estabas aquel día y no te enteraste de nada. Es pre-boda, antes de la boda, no après nada, que eres un cursi y además te da rabia habértelo perdido.

—¿Y?

—¿Y, qué?

—Que qué pasó.

—Todo a su tiempo.