Un día, cuando todavía no se habían mudado a El Mirador, Beth y Love jugaban a las cocinitas sobre el banco del hogar, debajo de la gran campana de humos. Beth había comprado en el puerto una diminuta batería de cocina de muñecas que venía pegada a un cartón de colorines y envuelta en papel de celofán. Había varias cacerolas, un par de sartenes, unas cucharas de madera, un colador, pequeños platos soperos de barro cocido, una espumadera y un cazo, un rodillo y algunos utensilios más. También había comprado varias verduras en miniatura, moldeadas en yeso y pintadas; había zanahorias, coliflores y patatas, judías verdes y un huevo frito con chorizo en una pequeña cazuela.
—¿Te gusta hacer cocinitas? —preguntó Beth.
Love asintió solemnemente dos o tres veces.
—Me gusta hacer cocinitas —afirmó, hablando despacio.
—Pues mami te lo ha comprado todo para que te diviertas mucho. Verás, ahora vamos a hacer una sopa, mucha sopa para que coman todas tus muñecas y engorden y crezcan.
—Las muñecas no crecen. Se quedan siempre igual. Me gustan más las flores.
—Ya lo sé, mi amor. Pero jugar a las cocinitas es divertido para aprender lo que harás cuando seas mayor y tengas muchos bebés. —Sonrió y, como para sí, añadió—: Aunque para entonces no tendrás que preocuparte de hacer la cocina… tendrás cocineros y mayordomos y doncellas… Sí.
De nuevo Love asintió con gran parsimonia.
—Cuando sea mayor tendré muchos bebés.
—Sí. Serán todos príncipes y princesas.
—Serán príncipes. Mamá, ¿por qué serán príncipes? ¿Yo también soy princesa? Quiero ser princesa.
—Pero, mi amor, eres princesa…
—¿De dónde? ¿Del reino de los caramelos? ¿Dónde está el reino de los caramelos? —Habían hablado de él muchas veces, cada vez que Dan el sueco se había presentado con una caja de bombones y dulces afirmando que venía de aquel principado del azúcar. Love aceptaba el cuento sin darle mayor importancia ni prestarle especial atención.
—No, mi amor: el reino de los caramelos es una broma de Dan, un juego que él hace porque te quiere. Pero tú eres princesa de otra cosa y esta vez de verdad. Eres princesa de aquí y de un sitio que está muy lejos y que se llama Austria… Está lleno de montañitas y colinas verdes y hay muchos árboles y flores y casitas de madera con geranios en los balcones… y las niñas se visten con delantales de colores y…
—¿Es como Sonrisas y lágrimas? —Pocas semanas antes habían visto la película sobre la familia Trapp en Palma y la niña se acordaba bien de todos los detalles; siempre tuvo (y sigue teniendo) una memoria excelente.
—Igualito.
—¿Y soy princesa de ahí?
—Sí.
Love guardó silencio. Después se bajó de la bancada, se puso en cuclillas y, apoyando los brazos en el asiento, ordenó las cacerolitas y las verduras, todo en una línea recta.
—¿Así? —preguntó.
—Sí, así. ¿Sabes qué? Nunca debes decir a nadie que eres una princesa…
—¿Y entonces de qué me sirve? Si nadie va a hacer lo que yo quiero, como soy princesa, la Pepi, Carmen, Francisca, Guillem, ¿de qué me sirve? ¿Me puedo casar con Guillem si soy princesa y él no?
—Yo creo que Guillem no se puede casar contigo. De todos modos, ellos siempre hacen lo que tú quieres… Mira, mi amor, no se lo debes decir a nadie hasta que seas mayor porque te lo podrían quitar, ¿sabes? Nadie debe saberlo. Tiene que ser un secreto, nuestro secreto, tuyo y mío.
—¿Y tú también eres princesa, mamá?
—Yo también, pero ya ves, tampoco se lo digo a nadie…
—¿Para que no te lo quiten?
—Claro.
—¿Tengo corona?
—La tendrás, pero primero tenemos que irnos a vivir al palacio que es nuestro.
—¿Allí vivía el abuelito? —Love seguía concentrada en las cacerolitas y hablaba sin mirar a su madre, como si el tema de la conversación no fuera con ella.
—Sí. —Beth se mordió los labios.
—¿Y papá, dónde está mi papá? Nunca me lo dices dónde está mi papá. —Hacía tiempo que Love había perdido todo recuerdo de Jim y lo había sustituido por la memoria que le quiso inculcar Beth, un mínimo anecdotario edificado sobre pequeñas leyendas de mimos, paseos por imprecisos parques llenos de árboles enormes y flores, fresas con helado de vainilla y visitas divertidísimas a lejanos parques de atracciones.
—Pobrecito, tu papá… se puso muy malito un día y se tuvo que quedar en el palacio de Austria…
—¿En la playa?
—… en la playa, sí… y luego se lo llevaron a una clínica para curarlo y allí está…
—¿Él también es príncipe?
—No, él no.
—¿Y entonces por qué tú te casaste con papá? ¿Si tampoco era príncipe?
Beth arrugó el entrecejo.
—Verás, Lavinia, hija. Eh… Papá tenía mucho dinero, casi más que un príncipe. Y entonces sí se puede uno casar con él aunque no sea príncipe. ¿Comprendes?
—¿Y por qué no vivimos en el palacio que es nuestro?
—Porque lo tenían otros.
—¿Y cuándo vamos?
—Pronto.
Love guardó silencio y con un dedo índice regordete empujó una de las sartenes.
—¿No se lo puedo decir a nadie? ¿Ni siquiera a mi mejor amiga?, ¿la Pepi?, ¿que soy princesa?
Beth le puso un dedo debajo de la barbilla y con gran suavidad le levantó la cabeza.
—Ni siquiera… ¿eh? Ni siquiera.
Love se encogió de hombros y, al cabo de un momento, dijo:
—Bueno.
Días después le dijo a la Pepi:
—Tienes que hacer lo que yo quiera. Yo te mando.
La Pepi levantó la cabeza.
—¿Eh?
—Tienes que hacer lo que yo quiera —repitió Love.
—¿Por qué?
Love se mordió los labios y miró a la Pepi sin saber qué decir. Tardó algunos segundos en contestar.
—Porque sí… Pero no te lo puedo decir porque es un secreto.
—¿Qué secreto?
—No te lo puedo decir porque es un secreto.
—Pero yo y tú siempre jugamos. Somos mejores amigas.
—Pero es un secreto.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Mi mamá.
—Pues cuéntamelo.
—Que soy una princesa.
La Pepi no dijo nada. Se limitó a levantar los hombros.
—Niñas —interrumpió sor Angela desde el fondo de la pequeña aula—. No quiero que habléis… si habláis más, os pongo a cada una en una punta de la clase. Jesús, qué niñas.
De esta época data el primer retrato que se conserva de Lavinia. Tendría más o menos siete años cuando posó las dos o tres sesiones que fueron necesarias. El cuadro cuelga ahora en el salón de arriba de El Mirador, en un rincón más bien discreto.
—En mi opinión es un parecido bastante exacto a cómo era Lavinia entonces.
—Sí —dijo Tono—, David lo pintó a la acuarela y la hizo con los trazos suaves y algo difuminados…
—… pacíficos… —dijo Juan Carlos.
—… bueno sí, pacíficos, que la Love tenía entonces. La pintó con las dos coletas aquellas que llevaba, una a cada lado de la cabeza, y recuerdo que fue ella la que se empeñó en llevar en la mano el ramo de lavanda.
—Sí, por supuesto, conozco bien el retrato y estoy de acuerdo con vosotros en que es bien bonito…
—¿Verdad? —dijo la Pepi—. Parecía una princesita. —Frunció el ceño intentando recordar, pero no dijo nada.
Fue más o menos entonces cuando Bill Loden consiguió de la Universidad de Stanford un poco de dinero para abrir el museo arqueológico del pueblo. Llevaba años excavando por la sierra del Norte y obteniendo piezas prehistóricas interesantes, muestras de las antiguas civilizaciones y culturas que habían anidado por esta parte del mundo. Además de abrir el museo y sus dependencias para la catalogación y estudio, la financiación le permitiría recibir a estudiantes, especialmente de América, que habrían de ayudarlo en las excavaciones y en los trabajos posteriores, comunicaciones a congresos, tesis doctorales, artículos en revistas especializadas.
Un tipo del entorno de Hawthorne tenía abierta la mejor pensión del lugar, una casona que estaba a la entrada del pueblo y que se llamaba Ca’n Posat. Aún hoy, convertida en restaurante y muy remozada, permanece apoyada contra el monte, como con las espaldas pegadas a la roca para que no se caiga.
Ca’n Posat dio alojamiento a muchos de aquellos universitarios americanos que venían a estudiar y trabajar en el museo de Loden. El problema para estos chicos, sin embargo, era que el pueblo en invierno dejaba mucho que desear como centro internacional de diversión y pronto se aburrían y se ponían a romper cosas, especialmente en las habitaciones de la pensión, y a armar bulla por el pueblo, bebiendo cerveza y fumando marihuana. Una verdadera ruina para los dueños y un incomodo para los lugareños. Y, al mismo tiempo, una pesadilla para la comunidad de expatriados a quienes molestaba sobremanera la laxitud de costumbres de estos forasteros escandalosos. Los residentes antiguos cuidaban mucho las relaciones con la gente del pueblo: se hubiera dicho que, como grupo, nunca acababan de sentirse del todo parte de aquel lugar, porque se encontraban de visita en un museo de silencio en el que no sólo hubiera que pagar la entrada a diario, sino observar una discreción exquisita de forma constante.
—Es curioso todo esto del pueblo —dijo Tono—. Cómo durante años convivieron en un espacio tan terriblemente pequeño dos comunidades socialmente diferenciadas, alejadísimas la una de la otra en mentalidad y maneras de vivir. Y sin embargo, se llevaban bien, no creas. Tenían un contacto… eh… —Titubeó.
—Funcional —dijo Juan Carlos. Luego, encendió un nuevo cigarrillo con su encendedor de oro y se recostó en el sillón, satisfecho.
—Eso, sí, funcional. Un contacto funcional, sí, que, eso, funcionaba a las mil maravillas.
—¡Pero, qué tontería! —exclamó Carmen—. ¡Qué funcional ni funcional! ¿Y no hubo relaciones de amistad entre todos acaso? Pues como en cualquier ciudad. No porque esto sea un villorrio tenemos todos que vivir como si estuviéramos en una comuna, hale, unos encima de otros.
—No, claro, pero lo que quiero decir es que los, digamos, intelectuales extranjeros tenían un contacto amable con los locales, pero no de relación profunda… —Miró a Juan Carlos.
—Integrada —dijo éste, exhalando, después, con los labios redondeados en un mohín una interminable y delgada pluma de humo.
—Integrada. A ver si me explico —dijo Tono—. ¿Entiendes lo que te quiero decir? Como si el pueblo viviera en dos planos diferentes. Los de aquí miraban a los de allá como si fueran bichos raros, unos extraterrestres amables… bueno, y la verdad es que tenían sus cosas, sus excentricidades, y si querías vivir en paz no había más remedio que aceptarlas, convivir con ello. Y es que la gente de fuera era toda así de rara. Ya sabes que para los mallorquines sólo hay tres clases de personas: de Mallorca, de fuera de Mallorca y de tierra de moros. —Rieron—. Pues todos estos forasteros que habitaban el pueblo eran de terra de moros, una pandilla de desequilibrados incomprensibles que venían de mucho más allá que de fora de Mallorca. Y me parece curioso que el único nexo de unión profundo entre las dos comunidades fueran los niños. Nosotros sí estábamos integrados y por eso, por eso, ¿eh?, por ejemplo Lavinia podrá ser amiga de reyes y presidentes en el mundo, pero sus amigas de aquí son la del estanco, la de la peluquería, nosotros… en fin, los que fuimos juntos al colegio.
—Tú no fuiste al colegio con nosotros.
—Bueno, mis hermanos pequeños, da igual.
Bajando hacia su casita del Cerrado un día, a Beth se le ocurrió detenerse frente al museo de Bill Loden. Decidió echarle un vistazo, por aquello de descubrir la arqueología y de situarla con propiedad en su contexto histórico, es decir, en el contexto histórico de ella, Beth. Todo lo que fuera anterior al siglo XIX, o lo que es lo mismo, a la fijación de las raíces de su familia los Lorena o los Loring en Austria, o en Australia, qué más da, se difuminaba en una nebulosa histórica de proporciones ciclópeas. Por consiguiente, si las excavaciones de Bill Loden eran merecedoras de un museo, Beth quiso de pronto saber de qué se trataba, qué podía ser más importante que la historia de su familia, que no tenía ni siquiera una sala con memorabilia en toda la costa.
Augustus no estaba en el pueblo. Había ido a Nueva York para supervisar el estreno de su obra en América y, por consiguiente, no podía darle en aquel mismo momento las explicaciones que hicieran comprensible todo este embrollo. Dan el sueco, como de costumbre, se habría reído; David era demasiado blando; Bertil se habría enfrascado en disquisiciones interminablemente aburridas; y Liam Hawthorne habría fruncido el ceño, exclamando «¡pero, querida muchacha!» y no habría habido más.
Por fin, para cortar por lo sano tanta incertidumbre, Beth se acercó a Bill Loden que, sentado frente a un banco de trabajo, limpiaba con gran cuidado un pedrusco algo tosco pero cuya forma recordaba a una pera.
—Hola —dijo.
Bill Loden, como si no la hubiera oído, siguió limpiando el pedrusco con un pincel que manejaba con delicadeza. Al cabo de unos instantes, sin embargo, volvió la cabeza y miró a Beth.
—¿Sí? —preguntó.
Tenía el pelo entrecano revuelto y los ojos muy azules. Sorprendía que, para el cuidado exquisito con que manipulaba aquel objeto, tuviera los dedos tan grandes y espesos, como morcillas.
—Buenas tardes. Me gustaría visitar el museo.
—Claro. ¿Le interesa la arqueología?
—Bueno, en realidad entiendo poco de esto y me preguntaba si usted me podría ayudar un poco…
Bill la miró con cierto humor. No se le escapaban muchas cosas de las que ocurrían en el pueblo y, pese a su fama de sabio distraído y huraño, conocía a Beth de vista y de habladurías.
—Dígame, ¿qué sabe usted de la prehistoria?
—Nada en realidad —contestó Beth, abriendo las manos con las palmas hacia afuera.
—Bueno. La prehistoria es el amanecer de la historia… tiempos en los que nadie dejaba testimonio escrito de su vida, vaya, porque no conocían la escritura tal como nosotros la entendemos y —sonrió—, porque no tenían papel ni tablillas de cera ni piedras en las que esculpir jeroglíficos, ¿sí? —Posó con gran cuidado sobre el banco de trabajo la piedra que estaba limpiando y se levantó—. ¿Ve esta piedra? Para quienes intentamos comprender lo que ocurría, cómo vivían aquellas gentes, de qué comían, piedras así son como libros de historia. Leemos la forma en que fue tallada, los utensilios con los que fue labrada por cómo están hechas las incisiones… bueno, hierro a veces, otras, piedras más duras, cosas así… y vamos adivinando cómo vivieron y en qué época vivieron quienes la manipularon. —Levantó la mirada hacia las estanterías—. Muchos de esos objetos han sido descubiertos por mí o por estudiantes que vienen por aquí a hacer cursos de estudio y de campo. ¿Sabe usted lo que es un estudio de campo?
Beth negó con la cabeza.
—Bueno, consiste en ir, por ejemplo, a un lugar en la montaña donde se piensa que hubo asentamientos humanos, ahora enterrados por miles de años de corrimientos de tierra, de construcciones, de explotaciones agrícolas. Se excava y poco a poco se van encontrando los restos que nos permiten estudiar lo que ocurrió… —Sonrió de nuevo—. No es así exactamente, pero, bueno, más o menos.
Beth señaló un objeto con un dedo.
—¿Y qué es aquello? ¿De cuándo es?
—Bueno, aquello es una copa, probablemente más reciente que las restantes muestras del museo. Es de hierro y tiene un valor incalculable.
—¿Por qué?
—Bueno, supongo que porque no hay muchas más por ahí. Es posible hasta que sea única… Hay que tener en cuenta que las civilizaciones no se fueron desarrollando en las diversas partes del mundo de manera simultánea… quiero decir que, mientras en una civilización inventaban la rueca, en otra ya existía el calendario de 365 días, mucho antes de que se descubriera el papiro para escribir… los sumerios construían con ladrillo cuando apenas empezaba la civilización de Troya y en Creta todavía estaban en el período de los asentamientos neolíticos…
Beth resopló, hinchando los carrillos.
—Cielo santo. ¿Y todo eso cuándo pasó?
Bill hizo un gesto circular con la mano.
—Bah, entre el 3000 y el 2500 antes de Cristo, es decir, hace unos cinco mil años… Por cierto, aquella copa es más o menos de ese tiempo.
Beth la miró con la boca abierta.
—Es mucho más antigua que nuestra familia —balbució.
Loden soltó una carcajada.
—Es mucho más antigua que cualquiera de nuestras familias o que cualquiera de las batallas o los libros o las obras de teatro que conocemos…
Beth se acercó a la estantería y se detuvo con la cara muy cerca de la repisa sobre la que estaba colocada la copa bajo una campana de cristal. La estuvo contemplando durante un buen rato.
—¿No tiene usted miedo de que se la roben?
—Pues… sí, claro. Podría ocurrir. Pero los cerrojos de la puerta son muy sólidos y, en cualquier caso, todas las noches metemos la copa en una caja de seguridad. No me hago ilusiones sobre su inviolabilidad… pero… me basta con que los ladrones tarden un poco en abrirla, y con algún esfuerzo además, y aquí estaría yo o mi mujer o uno de mis hijos con una enorme escopeta de cañones recortados, dispuestos a acabar con los malos. —Sacudió la cabeza—. Bueno —añadió con resignación—, estas cosas pasan de todas formas. Por eso la prima del seguro es tan cara. Claro que, en cualquier caso, una copa como ésta sólo tendría salida en una subasta especializada y allí pillaríamos al ladrón.
—La Beth se tomó el descubrimiento del museo de Bill Loden como si hubiera sido la conquista del nuevo mundo —dijo Tono—. Rara vez se ha visto un entusiasmo científico semejante. Tanto, que se lo acabó transmitiendo a Love.
A Love, en realidad, le aburrían los pedruscos, le parecía que aquellos objetos inanimados, burdos y rotos, cuando no medio desintegrados, merecían menos atención que la más humilde de las flores. Una flor nacía como un botoncito asomando de la tierra, se desarrollaba y crecía hasta convertirse en una maravilla de pétalos de colores y de delicados olores. Una piedra era… una piedra, aunque Bill Loden hubiera tenido que excavar profundo profundo para sacarla como si se tratara de un tesoro y luego la pusiera en una hornacina. Una flor vivía más en un solo día que cualquier piedra de esas de veinticinco millones de trillones de años. De eso estaba segura.
—¿Te gusta el museo del tío Bill? —le preguntó su madre un día.
Love estuvo callada unos segundos intentando decidir.
—¿Eh? —insistió Beth con suavidad.
Por fin Love asintió lentamente y en un susurro añadió:
—Me gusta el museo del tío Bill. Tiene piedras viejas de millones de trillones de años.