Cuando se decidió a ello, Beth no tuvo que porfiar demasiado para que las hermanas Cernuda, propietarias de El Mirador, le alquilaran la morada. Love había cumplido diez años y su madre la iba a mandar a Palma al colegio Cervantes. No iría sola: alguno más de los niños con los que había compartido aula en las monjas del pueblo también bajaría diariamente al nuevo colegio.
Pero no fue la mayor cercanía de «El Mirador» a la ciudad (apenas tres kilómetros menos que desde el pueblo) y lo que convenía a Love desde el punto de vista escolar lo que impulsó a Beth a dar el paso de dejar la minúscula casita del Cerrado y trasladarse a la casona del acantilado. Fue su obsesión con la historia de su ilustre familia y con la herencia que estaba preparando para su única hija.
Y así resultó que desde un impreciso deseo inicial de pertenecer al pueblo, a la entraña del pueblo, un día Beth dio el salto a la devastadora ambición de la sangre azul. Son las ventajas de carecer de historia: no se es nadie y todo es asumible, todo puede ser incorporado, como cuando se garabatea en una pizarra vacía. Por primera vez en su vida aquella mujer descubrió que sí podía ser constante, que si nunca hasta entonces había tenido nada que ambicionar, nada que de verdad valiera la pena, ahora, de pronto, existía una meta que la consumía: el esnobismo en su estado más puro.
Le pareció que el riesgo de un posible fracaso era grande y le hizo frente con decisión y arrojo. De todos modos pronto había comprendido la idiosincrasia de las gentes isleñas: el carácter y peripecia de las personas, los engaños, las apariencias, los escándalos más o menos verdaderos importan poco. La presión social de un villorrio se encuentra en la murmuración y lo único que necesitan para defenderse quienes la padecen es la capacidad de ser indiferentes. No: esto con el pueblo no iba en absoluto, pese a que el asunto estuviere íntimamente ligado a la esencia misma del lugar. El verdadero reto de Beth estaba en el exterior. La gente de fuera sería quien la juzgara y sólo los efectos de tal juicio serían trascendentales; la gente de fuera sería quien, convencida o no, otorgaría las credenciales que ella necesitaba para colocar a Love en la posición envidiable que para ella pretendía. No, nada la arredraría.
Así era su secreto.
Un secreto apenas compartido con nadie y desde luego, opinaba más de uno, no con Love. Y es que Beth no podía sincerarse con la niña por dos razones.
—La primera —aventuró Tono—, era la edad de Love. Por muy disparatada que estuviera la Beth, por mucho que con los años se le hubiera ido la olla, como se dice ahora, no podía ponerse a hablarle a una cría de diez años de noblezas, sangres azules, archiduques, propiedades… De todos modos tenía claro, aunque nunca se lo confesó a sí misma o a quien fuere que la aconsejaba, que las propiedades, las dos casas maravillosas, los muebles y cuadros, los servicios de plata, eran inalcanzables. Lo sabía, ¿no lo va a saber? Pero, bueno, noblezas, sangres, principados… eso sí. Claro que no podía contarle nada a la cría…
—¿Y la segunda razón?
—Vaya —contestó Tono—, la segunda tenía que ver con los verdaderos descendientes del príncipe en Europa. ¿Cómo iba Beth a desafiarlos sin argumentos? ¿Cómo iba a andar por ahí presumiendo de coronas imperiales que no le correspondían? ¿Cómo iba a arriesgarse a un desenmascaramiento público?
—Tienes una imaginación calenturienta —dijo la Pepi—. ¿De dónde te sacas tú toda esta historia de príncipes y de escondidas ambiciones de la pobre Beth, hombre de Dios?
—Mujer, no sé —contestó Carmen por Tono—. Vamos, sí sé. Son cosas que han ido saliendo a la superficie con los años, todos tenemos ojos y entendederas, ¿no?
—¿Tú la has oído una sola vez en todos estos años decir que ella descendía del príncipe Carolo?
—No, claro… no son tontas.
—Pues entonces. ¿De dónde sacas que está convencida de ser heredera de nada? ¡Si nunca ha dicho nada! Me parece que estas cosas no le interesan lo más mínimo.
—Pero ¿y Lavinia? No hay más que ver a Lavinia.
—¿Por?
—Yo sé lo que me digo… El hecho es que la Beth se fue montando este teatro poco a poco…
—¡Pero si no es verdad!
—Lo que yo te diga.
—¡Pues sería para vestirse de reina cuando estaba a solas! —exclamó la Pepi—. Porque, desde luego, ella nunca dijo nada a nadie… yo, al menos, no la oí… y mira que la oí veces… Vivió su vida, agitada pero discreta, a ver si me entiendes, sin meterse con nadie más que en la cama. Vale, vale —añadió, alzando una mano—, todo lo pendón que queráis, ¡hijo, qué manía!, pero todo esto que estáis contando ahora, Tono, me parece una fabricación de vuestras mentes esquizoides. ¡Coronas imperiales! Vamos, hombre.
—Es verdad —dijo Guillem—, estoy de acuerdo con Pepi. Beth nunca dijo nada de esas cosas que estáis contando. Nunca le oí a Beth, ni a Lavinia, ¿eh?, presumir de nada.
—Yo diría que tiene que haber un grano de verdad en todo esto —dijo Juan Carlos—. No somos un grupo de retrasados mentales: con los años hemos ido coligiendo datos, razonándolos, oyendo cosas y montando el rompecabezas… Hasta casi estaría dispuesto a apostar por la certeza de la historia. En todo caso, se non è vero è ben trovato.
—No, hombre. A Lavinia sí —dijo Carmen—, que va por ahí con unos aires de reina… —Se volvió hacia Guillem y le espetó—: Pero, hombre de Dios, ¿tú me dices a mí que madre e hija eran la sencillez personificada y que iban de humilditas por la vida? ¿Tú? Un par de interesadas que perdían el oremus por dos pesetas. Venga, Guillem, a ti precisamente, que te hicieron una perrería detrás de otra…
—Yo era como de la familia, Carmen. No me hacían perrerías; me hacían las cosas que se hacen con uno de la familia… cosas de confianza, de íntimos… A ver, ¿a quién acudió Beth cuando se trató de incinerar al marido?
—Bobadas, Guillem.
—Tengo la impresión de que no conseguís poneros de acuerdo con la descripción real de los hechos.
—No es eso —dijo Tono—. Me parece más bien que tenemos demasiados datos y es cuestión de ponerlos en orden.
—Será eso.
Después de siete años en el pueblo, Beth conocía bien a todos los descendientes locales del príncipe, en fin, a quienes se decían o alardeaban de ser los hijos de sus supuestos hijos ilegítimos y los herederos de sus propiedades, olvidando convenientemente que no había descendientes de sangre y que la única herencia (la de las dos casas y su contenido) había sido comprada por Cernuda. El ramillete de gentes era bastante numeroso y confuso. Beth tuvo que esforzarse mucho para conseguir completar y memorizar el nomenclátor. Su locura tenía un método: cuanto más segura estuviera de la identidad de toda aquella gente, menor sería la probabilidad de que nadie viniera a acusarla de superchería y de suplantaciones de personalidad.
—Vamos a ver —le dijo Augustus muy al principio de todo, cuando Beth aún no se había trasladado a El Mirador—. Primero está la rama Cernuda, que arranca en Antoni Cernuda, el secretario del príncipe. A este lo casaron con una condesa polaca, María Wiborkcza, sospecho que por ennoblecerlo. Tuvo, si no me equivoco, cinco hijos e hijas. Éstos a su vez proliferaron, aquí en las noches de invierno no había nada que hacer, y tuvieron más nietos y nietas… unos veinte o veinticinco, no sé. Y éstos, a su vez, también se multiplicaron y ahí tienes la respuesta a la pregunta de por qué está tan difundido el apellido Cernuda en esta comarca.
Beth sonrió.
—Vaya con los Cernuda.
—Sí. No sé si alguno de los hijos de Antoni Cernuda y la condesa eran efectivamente hijos del príncipe, y cuántos, frutos del esfuerzo personal. Tal como conozco la historia, sospecho que al menos los dos mayores eran del príncipe Carolo. Aunque, bien mirado, si hubieran sido hijos de Carolo, éste les habría dejado los bienes en herencia y no para que los vendieran y dieran el dinero a la Cruz Roja, ¿no? Al fin y al cabo, el príncipe era persona generosa, cuanto más con quienes fueran hijos suyos. ¿Verdad? ¿Tuvieron luego suerte estos pobres muchachos y muchachas? Ninguna —se contestó—. No tuvieron suerte porque Antoni Cernuda, una vez obtenidas las tierras, las dos casas y lo que había dentro, se lo dejó todo al hijo mayor, que se guardó muy mucho de compartir nada con sus hermanos. Aquí, el mayorazgo funcionó a la perfección…
Se encontraban, al caer de una luminosa tarde de principios del verano, en el pequeño teatro griego de Liam Hawthorne. Aquel mismo día habían comenzado los ensayos de su obrita satírica anual. Con Beth y Augustus estaban, además del propio Liam, varios de los expatriados más conspicuos de la comunidad deiana y algunos muchachos y muchachas locales de los que hablaban inglés, o al menos lo chapurreaban, que tal era la condición mínima para participar y conseguir un papel. A aquellos cuyo dominio del inglés era muy limitado o muy primario se les asignaban tareas de tramoya, música o atrezzo; no eran gran cosa, pero la gente acudía para divertirse más que para alcanzar gloria inmortal en las artes escénicas. Baste con señalar que el propio Augustus, éste sí gloria del teatro, solía representar poco más que un pequeño papel de comparsa.
Era el primer día de ensayos y hoy sólo se procedería a la lectura del texto y a la fijación de los movimientos de los actores.
Este año el personaje principal de la función era un noruego ficticio llamado Plan (que recordaba de forma irresistible a Dan el sueco). Plan debía moverse por el escenario haciendo grandes aspavientos y riendo con singular estrépito. Representaba a un marinero llegado a estas costas en una barcaza llena de cigarrillos rubios, sin que se supiera el motivo. La barcaza se hundía en una tormenta frente a las costas de la isla y Plan, convertido en fauno por obra de la magia de las montañas circundantes, quedaba condenado a seducir para toda la eternidad poética a cuanta mujer se cruzara por su camino, a cuanta ropa de volantes y plisados pasara por el pueblo, cosa que por arte del encantamiento y de un doloroso priapismo hacía sin dificultad, hasta que topaba con la amplia falda negra y llena de botones del párroco del pueblo.
Se habían sentado en círculo, unos en el suelo, otros sobre las piedras que hacían las veces de bancos de la rudimentaria platea, otros sobre el tronco casi tumbado de un olivo, y Liam, de pie en el interior del redondel de actores, leía el texto para regocijo de todos.
En seguida decidió fijar las posiciones que debería tener cada cual al empezar la función. Pasaron en ello un tiempo bastante largo.
—El caso es que al cabo de un rato y antes de que Liam nos repartiera el texto que nos teníamos que aprender de memoria, nos tomamos un descanso —dijo Tono—. No creas que el trabajo era extenuante, no. Reíamos, sobre todo con las payasadas de Dan el sueco, bebíamos vino, comíamos aceitunas y queso y, en ocasiones, pan con tomate y sobrasada. Pero eran las menos porque la sobrasada sólo la ponía mi madre cuando le venía en gana o mi tío había traído una de su propia matanza. Los demás se tiraban a ella de un modo que se hubiera dicho que no habían comido caliente en su vida. Bueno, el caso es que por allí andaba Love jugueteando en silencio como era su costumbre. No sé, tendría ya unos siete u ocho años y siempre iba recogiendo flores y hierbajos para hacer ramilletes… De vez en cuando nos regalaba un ramito de flores a alguno de nosotros, a Liam o a la Pepi o a Augustus. Toma, decía, para ti… —Sonrió—. Era una cría la mar de tranquila y se hacía querer… Entonces recuerdo que le dije a Beth, le dije, oye, Beth, ¿ese nombre de Love, de dónde le viene a la niña? Y ella me preguntó que por qué. No sé, le dije; parece un poco raro… hombre, si fuera un mote, bueno, pero así… llamar a una chica Amor, aunque sea en inglés… no sé. La Beth se rió. No, me dijo, no seas tonto, no es Love sino Lav… ya sé que suena igual, pero es Lav. ¿Lav?, pregunté. Sí, Lav, de Lavender… de lavanda, ¿me comprendes? Ah, dije yo, Lav… Ya. Claro, en castellano suena igual. Claro, y en mallorquín. Estuve así un rato, pensativo, y luego le dije, ¿Lav? ¿De Lavanda? ¿Pero ése es el nombre que le pusiste en la pila bautismal? ¿La bautizaste Lavanda? Ella se encogió de hombros. Pues vaya, Beth, vaya un nombre raro. Sí, pero es que quería ponerle un nombre de flor, me contestó ella. ¿No te parece correcto? Bueno, le dije yo, la verdad es que para España no suena muy allá. Es como un diminutivo, ¿no? Pero a ti te da igual… como sois extranjeras… No, no, dijo ella, no me da igual; es muy importante que esté bien el nombre, porque Lav va a vivir aquí y es aquí donde va a tener que… ya sabes. —Tono se pasó la mano por la barba—. No sabía lo que me quería decir pero hice que sí con la cabeza. Y ella me preguntó, oye, ¿y entonces, qué le pongo? Porque tú tampoco te llamarás Tono… ¿Qué nombre es ése, Tono? Es como Lav, dije yo, una contracción, un mote cariñoso de los que se te pegan cuando eres niño y ya te lo quedas para siempre. Yo me llamo Antonio, ¿entiendes? Antonio, Antoñito, Tono… Sí, pero ¿qué le pongo?, insistió ella. Hombre, no sé, dije yo, mujer… Me quedé pensando así un ratito y luego me vino la inspiración y le dije, ¡ya sé! Podrías llamarla Lavinia. ¿Cómo?, preguntó la Beth. Lavinia, dije yo. Es un nombre inglés muy aristocrático, raro pero aristocrático, ¿no? ¡Sí!, exclamó ella. Lavin…, ¿cómo es? Lavinia, repetí yo despacio. Lavinia, repitió ella en voz baja. Luego me miró muy seria y me dijo, ¿cómo se escribe? Me rebusqué en los bolsillos para encontrar un papel en el que deletrear el nombre… No tengo papel, dije, y antes de que ella pudiera entristecerse, ya sabes, desilusionarse, Augustus, que estaba a nuestro lado pero que parecía no haberse enterado de nada, se sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo, Winston, me acuerdo que eran, y se lo dio a Beth. Toma, dijo, aquí puedes apuntar. Yo tenía un lapicero medio gastado y con la punta roma; era lo único que teníamos; me lo saqué del bolsillo y, trabajosamente porque casi no cabía, escribí LAVINIA en mayúsculas en la parte de arriba del paquete. Beth lo miró y leyó el nombre en silencio, moviendo los labios, y luego se metió el paquete de cigarrillos en el escote. Miró a la niña y muy bajito la llamó Lavinia. La cría no hizo caso, claro.
Como siempre, Love andaba por ahí entretenida en sus cosas. Tres o cuatro perrillos correteaban de un lado para otro husmeándolo todo («incluidos sus propios derrières», dijo Juan Carlos). Ella les daba a oler los ramilletes de flores del campo pero no parecían muy interesados y, acostumbrados a recibir patadas con cualquier pretexto, brincaban de costado con el rabo entre las patas para apartarse del peligro. El único que no quitaba ojo a Love era Guillem, con su pinta tímida de chaval avispado y retraído. Se solía sentar un poco apartado del resto de la gente esperando a tener una oportunidad de ayudar a la niña en sus manejos. Es frecuente toparse con un chico así: medio escondido en las faldas de la madre, mira a los demás jugar mientras aquélla parlotea con alguna amiga y sólo cuando a los otros chavales se les escapa la pelota lejos del círculo de juego, se acerca un poco y la devuelve de un patadón con la esperanza de que lo llamen a unirse al club; y únicamente lo aceptarán una vez establecida la costumbre tácita de que él es quien hace de recogepelotas.
Guillem era igual. Fascinado por Love, la seguía a todos lados, pero a distancia, no por temor a ser rechazado de manera desabrida sino sencillamente porque la niña lo ignoraba casi siempre.
Con el tiempo, sin embargo, él se fue acercando y le fue permitido por fin intervenir algunas veces, muy pocas, en el mundo privado y casi mudo de Love. Le facilitaba la labor que fueran juntos a la misma clase en las monjas aunque ella prefería la compañía de las restantes niñas y especialmente de la Pepi.
La técnica fue la misma que con el balón y el corro de los chicos: un día, Love levantó la vista buscando a alguien que le sujetara un lápiz mientras ella rearreglaba un papel sobre el que se disponía a dibujar. El único presente con su carita de niño perdido era Guillem.
—Toma —dijo Love, alargando el brazo.
Guillem cogió el lápiz y esperó con el brazo extendido. Al poco, ella se lo quitó y no hubo más.
Desde entonces se hicieron inseparables o, mejor dicho, Guillem se hizo inseparable de Love. La seguía a todas partes y no se movía de su lado si ella no lo apartaba o lo mandaba irse, cosa que sucedía con más frecuencia de lo que a él le hubiera gustado.
—No lo pasa muy bien, pobre crío —dijo Dan el sueco, riendo—. No sé si es el chico el que hace el idiota o si es Lav la que lo lleva de la punta de la nariz y lo tiene embrujado… En cualquier caso… —levantó las cejas—, ese niño va a sufrir mucho con tu hija.
—Bueno —dijo Beth—, es sólo un chico del pueblo…
Dan rió.
—¿Qué pasa? ¿Que no es lo bastante para una princesa?
Beth nunca había comentado nada de sus planes y ambiciones con Dan. En realidad no lo había hecho con nadie, si se exceptúan sus sobreentendidos con Augustus. Se quedó bruscamente en silencio y lo miró a los ojos.
—¿Qué entiendes tú de nobleza o de princesas? ¿Eh? —dijo con cierta turbación.
—¿Yo? Nada, por Dios. Yo no entiendo más que de la vida y del buen licor, de un buen culo y unas tetas como las tuyas… —Le acarició las nalgas con un poco de rudeza y Beth las apretó con un escalofrío. Luego, se puso serio por un momento—. Yo de lo que entiendo es de que no hay que arrepentirse de nada, ni siquiera de haber ambicionado más de lo que te asignó la vida, de que si te viene un cáncer de pulmón por haber fumado, pues que te quiten los cigarros que echaras… Nadie es responsable de lo que hayas hecho más que tú. Pero… si no quieres que te reconcoma la rabia de lo que no conseguiste, primero, no pretendas subirte a un mástil pulido y bien engrasado con tocino de foca y segundo, cuando te quedes abajo, encógete de hombros sin que te importe. Otra cosa habrá que resulte más fácil… Y lo más importante: cuando resbales por el mástil procura hacerlo con las piernas bien abiertas para que al menos lo disfrutes. —Y le dio un ataque de risa incontenible.