X

El tercer amante fijo de Beth en Mallorca fue Augustus Loveday, el dramaturgo.

—Una historia interesante —explicó Tono.

—Pues sí —apostilló Juan Carlos—. Es una historia interesante porque ayuda a definir la relación de Beth con los hombres. Une espèce d’histoire-vérité. Para ella había (ya no hay, naturalmente, había) dos tipos de amantes: el amante-pasión y el amante-utilidad. Con los primeros, como Dan el sueco, por ejemplo, perdía los papeles. Su relación era puramente sexual. Con los segundos, como Augustus, primaban las razones de la cabeza y de lo que podía obtener de ellos, no dinero, ¿eh?, o no sólo dinero. Su relación era puramente intelectual.

—Pero qué intelectual ni intelectual —interrumpió Carmen—. A cualquier cosa le llamas tú intelectual. Menudas bobadas dices. Me vas a decir que el affaire de Beth con Augustus fue una cosa de la mente… No sé qué clase de amante era Augustus —la Pepi levantó una ceja—, pero te juro que con los años que pasaron juntos…

—… Al mismo tiempo que con Dan el sueco, David, Hans el musculillos… qué sé yo cuántos más… —dijo Juan Carlos.

—No me interrumpas… Con los años que pasaron juntos debieron de estar enamorados o divertidos o lo que sea. Además, ¿alguno de vosotros ha visto que Beth sacara algo de Augustus?

—Bueno, lo que hay que oír. O sea, que en su pendoneo, la Beth nunca sacó nada, ¿eh? ¿De qué vivía entonces? —preguntó retóricamente Tono. Luego se arrepintió porque no está en su naturaleza ser malvado. Y añadió—: Eh… bueno, bah…

Augustus acababa de regresar de Londres, en donde había estrenado, en el teatro Adelphi, y con éxito clamoroso, su nueva obra, Betraying mother, una tragedia que, después de un comienzo lleno de humor, se desplomaba sobre el espectador desprevenido con inusitada crueldad. Maggie Smith, Larry Olivier y Paul Scofield la mantuvieron en cartel durante los primeros meses, y no porque después les fallaran los espectadores, sino porque ninguno de los tres solía hacer más de una temporada en una misma sala con la misma obra. La platea estaba abarrotada de público noche tras noche y siguió estándolo durante varias temporadas con otros repartos igualmente ilustres. La obra no fue representada en España ni siquiera en los teatros universitarios de aficionados y desde luego nunca se tradujo (la versión castellana podría haberse titulado Traicionando a mamá): no estaban la censura de los años finales de Franco ni la descompuesta sociedad española para muchas aventuras teatrales como ésta, en la que el descreimiento, la hipocresía religiosa eran utilizados para mostrar con despiadado sarcasmo la miseria de una familia tradicional.

Augustus llegaba al pueblo precedido de una fama de admirable intelectualidad moral y cubierto de laureles de gloria. Y con excelente taquillaje, lo que daba gran prestancia a su bolsillo. Era el autor de moda en Londres y pronto lo sería en Nueva York de la mano de los mismos protagonistas que lo habían consagrado a las orillas del Támesis («por decir algo —precisó Juan Carlos—, puesto que el Adelphi no está a la orilla del Támesis sino en el Strand y hay una ribera de edificios de por medio»).

Claro que hubiera sido más propio decir que Augustus volvía al pueblo: era hijo de un anciano poeta, Patrick Loveday, compañero de armas de Liam Hawthorne durante la Gran Guerra, herido en la Somme y, finalmente, desertor en Irlanda. El recuento en un breve y dramático librito de sus espantosas peripecias en el campo de batalla, con envenenamiento por gas mostaza incluido, había escandalizado a la sociedad inglesa, empeñada como estaba en no mirar ni ver en sus verdaderos términos la carnicería que por cuatro años asoló Europa. Sólo la generosa actitud de Hawthorne saliendo con decisión en su defensa lo salvó del escarnio público e incluso de un consejo de guerra, del que de todos modos al final se habría librado gracias a una declaración de enajenación mental menos fingida de lo que hubiera podido parecer.

Patrick Loveday había pertenecido a una de aquellas extrañas y maléficas sociedades dirigidas y dominadas por Pamela Gilchrist en la etapa durante la que ésta convivió con Hawthorne en el pueblo. Les dio por llamarlas familias o ménages à trois o à quatre.

—Era más mala que un dolor —dijo la Pepi.

—Sí, pero era buena poetisa —corrigió Juan Carlos con fastidiosa suficiencia.

—De qué hablas, Juan Carlos —dijo Tono—. Era infame y sus versos no los entendía ni dios. Yo creo que en su vida no vendió arriba de cuatro libros y eso la envenenó de tanto ver que los de Liam se vendían por millones.

—¡Y además era una bruja! —exclamó Carmen—. Pero de las de verdad. Se dedicaba a la brujería para conseguir dominar a los pobres diablos que vivían dando brinquitos a su alrededor… Vaya una estupidez supersticiosa. Tontos ellos que entraban al trapo… Y luego dicen que los mediterráneos somos primitivos e ignorantes y crédulos. ¡Vamos! Los ingleses y los americanos, tan civilizados ellos —con desprecio. De pronto se animó y se inclinó hacia delante como disponiéndose a contar una jugosa historia—. Patrick Loveday, el padre de Augustus, estaba casado con Julie Remington, la madre, claro. Julie era una famosa crítica literaria que escribía en Londres para el Daily Telegraph. Una tipa un poco excéntrica pero muy bien. Pertenecían ella y su marido a varios de los circuitos literarios de Londres y, claro, era inevitable que todos acabaran encontrándose, o reencontrándose en el caso de Hawthorne y Loveday después de años de no verse. Pamela Gilchrist acababa de descubrir Europa, y colgada del brazo y del bolsillo de Liam, se dedicaba entonces a olvidar y despreciar América. Todo para llamar la atención, ya sabéis: años después volvió a Nueva York y declaró que regresaba para darse un baño de lo auténtico, que era América. —Sonrió con malicia—. ¡Al diablo Europa! Y, hale, a otra cosa. Bueno. Patrick era un personaje de gran delicadeza, un hombre sencillo, atormentado y débil…

—Pan comido para Gilchrist —dijo Juan Carlos.

—Pan comido para Gilchrist. Pamela era la mantis religiosa. Menuda arpía. Los atrajo al pueblo, los atrajo, sí, no puede explicarse de otra manera, como si les hubiera dado una pócima, y allí los enredó en la tela de araña de la secta.

En cuanto Augustus apareció por el pueblo a su regreso de Inglaterra, sedujo a Beth. Le pareció muy atractivo y la hizo pensar, no sin cierta alarma, en el Jim su marido de los primeros tiempos. Bien mirado, sin embargo, lo cierto es que no se asemejaban en nada o tal vez sólo en la forma de tenerse derechos pero un poco torcidos, como escuchando con atención a un interlocutor imaginario. Augustus era uno de esos ingleses espigados de tez clara, bien parecido y con ojos soñadores, de fuertes manos de largos dedos y nudillos enrojecidos. Tenía el pelo rubio, vigoroso y rizado con ondas exageradas. En cierto modo recordaba a David el pintor pero era mucho menos… mucho menos… («vulgar —dijo Carmen con impaciencia—, tenía bastante más clase que David, que sólo era un acuarelista de tercera con una renta que le pasaba su papá». «Hombre, tú —dijo Tono—, que le hizo un retrato al óleo a mi padre y bien bueno que es. No era un acuarelista de tercera. Lo que pasa es que David tenía cara de buena persona.»)

Su apariencia distinguida le había granjeado el mote de Lord Gus o Lorgus. Todos lo conocían en el pueblo desde que era muy chiquillo. Como más tarde ocurriría con Love, Augustus hablaba muy mal el castellano y bien el mallorquín, que era lo que había aprendido en las calles del pueblo y del puerto mientras sus padres sufrían acoso, dictadura intelectual y crisis absurdas de celos en el restringido círculo seudofamiliar de Pamela Gilchrist. («Bueno, la madre se quitó la vida, ¿no?», dijo Juan Carlos. «Vamos, que se suicidó», dijo Francisca por aclarar las cosas.)

Augustus fue muy festejado a su regreso triunfal de Londres. Sólo su padre faltó a las celebraciones.

Tras el suicidio de su mujer, Patrick Loveday había estado perdido en algún infierno lejano y no se sabe por arte de qué intuición sólo había regresado al pueblo, enfermo y arruinado, después de que se marchara Pamela Gilchrist. El viejo poeta, con la cabeza ida por la demencia senil, vivía en una torre aislada en los acantilados de la cala. Durante mucho tiempo, Hawthorne lo había ayudado y alimentado y ahora Augustus, a su vuelta de Inglaterra, era quien se ocupaba de él: lo tenía al cuidado permanente de dos enfermeras. A veces al atardecer podía verse a Patrick Loveday rígido sobre una roca recitando versos escritos décadas antes y llorando sin parar gruesos lagrimones inexplicables mientras una mujer de aspecto formidable, «como un sargento de caballería», dijo Carmen, no le perdía ojo, no se fuera a despeñar.

—En fin, que los más conspicuos del lugar —dijo Tono, encogiéndose de hombros—, los expatriados de todas las nacionalidades que andaban por ahí, decidieron organizar una pequeña recepción de bienvenida para Augustus.

Tuvo lugar dos noches después en La Fonda. Acudieron todos, y mientras la chiquillería escudriñaba con avidez curiosa el comienzo de la fiesta desde los matorrales y los extremos de la terraza, varias glorias de la música del rock, que siempre pasaban temporadas creativas en el pueblo y a las que se había unido un pintor célebre que tocaba los bongos, se dispusieron a afinar sus instrumentos.

Hubo música aquella noche, hubo canciones y alegría, hubo grandes cigarros atrompetados de marihuana que despedían una humareda espesa y de fuerte olor que los guardias civiles ignoraban con afectación estudiada, el champán brut («y demi-sec», apostilló Juan Carlos con disgusto) corrió a raudales y los celebrantes dieron buena cuenta de las grandes bandejas de coca de trempó y de sardinas, y de los platos de aceitunas y de pan con tomate.

En medio de todo aquel guirigay, Augustus reía feliz como un niño chico, descubriendo que, a pesar de toda la sofisticación londinense, el pueblo seguía siendo su pueblo, su hogar. Era aquí donde de verdad se encontraba en casa y los años de ausencia (dos, que se habían ido a gran velocidad entre la transformación de tres borradores en el texto definitivo en dos actos de Betraying mother, la búsqueda de actores y de financiación, los ensayos interminables, las varias premières, el estreno con la asistencia de la princesa Margarita, la angustiosa lectura de las críticas y los festejos) se le antojaban ahora como una peregrinación, que habiendo parecido por momentos inacabable, estaba felizmente concluida.

Beth, todos la recuerdan, iba guapísima aquella noche de la fiesta. Por una vez había vuelto a ponerse sus atuendos más ligeros, más provocativos, decidida a causar una impresión favorable en Augustus. Más que una impresión favorable: estaba decidida a desmoronarlo, a que cayera a sus plantas o tal vez un poco más arriba. Para estas cosas, para estas pasiones de conquista que tan poco tenían que ver con el intelecto o el corazón y tanto con el apetito, Beth era la transparencia personificada: se le notaba a la legua. Y eso la hacía tan sexualmente atractiva como una gata en celo para los machos de su raza.

—Vaya —le dijo Dan riendo a carcajadas—, vas vestida para una cacería. Lorgus, ¿eh? No te falta más que el rifle.

Beth sonrió, aparentando indiferencia.

—Di lo que quieras. A mí…

—Deja que te vea —dijo Dan levantándole la falda. Iba desnuda, tan respingona y prieta que se le hizo irresistible.

—Ni se te ocurra —dijo Beth, alzando un dedo admonitorio.

—No es por catar la mercancía, no te faltaría yo el respeto de esa manera, ¿pero cómo puedes pedirle a un pobre mortal que resista una tentación como ésta?

—Ni se te ocurra —dijo Beth en tono más débil.

—¡Hermana! La carne es…

—… La carne no es nada —replicó Beth con severidad.

Dan estalló en una de sus sonoras carcajadas, la cogió en brazos y la dejó caer encima de la cama. Cuando se ponía así, a Beth le resultaba imposible negarse a él: se le encendía de golpe el vientre, se le erizaba el vello de la columna vertebral como si fuera un animal primitivo y perdía la noción del tiempo o de la realidad. Estas reacciones tan primarias, tan alejadas de cualquier cálculo la asaltaban así, de un solo golpe, y tenían poco que ver con la coyunda más coqueta o incluso más enternecida o lúdica de los momentos que a ella se le antojaban de mayor sofisticación.

Pero Beth no quedó exhausta como hubiera podido suponerse por la violencia del juego al que acababan de entregarse ella y Dan. Al contrario, se sintió estimulada, rejuvenecida, flotando en un mar de sensualidad y de percepciones placenteras y, lejos de padecer la languidez habitual del caso, se le acentuaron las ganas de acudir a la fiesta, de bailar en ella, de revolotear y conquistar.

Estuvo arrebatadora, riendo con unos y con otros, probando una copa de champán aquí y un trozo de coca allá, saltando de grupo en grupo, como si hubieran estado todos en el más distinguido salón de París. Y a medida que progresaba la velada, se fue acercando de manera alegre, coqueta y charlatana hasta donde se encontraba Augustus.

De pronto, en una de sus piruetas notó cómo le rodaba por el interior de un muslo una gota de semen. Se le subieron los colores de puro placer y se volvió hacia Dan el sueco que, desde la barra del bar, la seguía con la mirada sin dejar de sonreír. Le hizo un guiño y Dan, echando la cabeza hacia atrás, dejó escapar una de sus risotadas, como si hubiera comprendido.

Al instante siguiente, Beth se encontró frente a frente con Augustus.

—Beth, ¿no?

—Beth. Augustus, ¿no?

Augustus rió.

—En el pueblo se me conoce como Lorgus… Augustus suena terriblemente solemne.

—Bueno, es lo que corresponde a un personaje terriblemente augusto, ¿sí? —Alargó una mano y con familiaridad le arregló el cuello de la camisa que tenía mal doblado y después un rizo cercano a la nuca. Lo hizo inclinándose hacia adelante, de modo que Augustus no pudo evitar mirarle el escote y verle los pechos desnudos debajo de la blusa de organza de muchos colores—. Quiero brindar por su éxito —añadió, mirándolo a los ojos y levantando la copa.

—Y yo por la mujer más guapa de la noche.

—¿De verdad iba desnuda? —dijo Francisca.

—Eso dice todo el mundo —contestó Tono—. No sé…

—¿Y la gente no se indignaba?

—Oye, que en los sesenta —dijo Carmen—, mucho amor libre y mucha historia, pero a las feministas ni se les había ocurrido todavía quitarse los sostenes y quemarlos en la plaza pública. No se habría atrevido… es imposible.

—Ni hablar —dijo la Pepi—, no iba desnuda ni en broma. ¿No ves que la hubiera detenido la Guardia Civil? Oye, que el sargento del pueblo era aquel que no quiso salir con Ava Gardner a pesar de que ella se lo pidió, porque estaba de servicio. Menudos eran. Ni hablar. Se la hubieran llevado al cuartelillo…

—Venga… Leyendas para decir que era una descarada… —dijo Tono.

—… Un putón —dijo Carmen.

—… que se propuso conquistar a Lorgus con total falta de vergüenza, pero, por lo que yo sé, con toda la ropa puesta. Estoy de acuerdo con vosotras: esas cosas no pasaban entonces. Acordaos de la que se armó la primera vez que en el acantilado se bañó una con las tetas al aire. Y eso sería allá por los setenta…

Public virtues, private vices —explicó Juan Carlos—. Virtudes públicas, vicios privados —insistió en castellano.

—… incluso bien entrados los setenta. En el caso de Beth, además, no importaba que estuviera desnuda.

—Quieres decir que no le hacía falta estar desnuda.

Tono enarcó las cejas.

—Claro. ¿Qué he dicho?

—Nada, déjalo.

A Augustus la actitud descarada de Beth lo sedujo por completo e inmediatamente. Se sintió arrebatado, pronto a perder la cabeza si fuere preciso. Aquel pensamiento le pareció divertidísimo y más que provocativo. Enrojeció violentamente, lo que por cierto no era característico en él. Beth no tenía modo de saber que el rubor se debía más al placer anticipado que a la confusión. Augustus carraspeó.

Beth rió, una risa bronca que le salió del fondo del estómago.

—No te irás todavía —preguntó Augustus.

—No. Me quedaré hasta el final de la fiesta. Ya verás: seré la última en marcharme y me tendréis que echar.

—Nadie te va a echar. Además… soy el huésped de honor y tengo derecho a exigir que se queden los que yo quiero que se queden.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo. Además, sólo pediré que te quedes tú. —Sonrió.

—Ven, te voy a hacer bailar —dijo Beth.

—¡Pero si no sé bailar!

—Tú sigue el ritmo y no te equivocarás… no te dejaré.

—Te voy a pisotear sin misericordia.

—Ya me quitaré de debajo… de tus pies.

Salieron a la improvisada pista de baile y en seguida Beth pegó su vientre al de él y le rodeó el cuello con los brazos. Lo hizo así, en ese orden, primero el vientre y después los brazos, para que no cupiera duda. Augustus dio un respingo. Después, rió con suavidad cómplice y se dejó ir.

Beth contuvo el aliento mientras experimentaba la más poderosa sensación erótica que había sentido en su vida, vaya, de las muchas que había sentido en su vida, al notar que la gota de semen pegajoso y cristalizado sobre su muslo había quedado apresada entre su pierna y la de Augustus. La imaginó como una perla perfumada de sexo, redonda, más fuerte que cualquier brillante y en aquel momento no le hubiera importado desmayarse.

Hicieron dos o tres piruetas más o menos armoniosas y, por encima del hombro de Augustus, Beth miró hacia donde estaba Dan, por buscar nuevamente su complicidad maliciosa. Pero él le daba la espalda y hablaba con grandes gestos, aspavientos y risotadas con dos chicas francesas, residentes de toda la vida, con las que se rumoreaba que fornicaba con frecuencia y de forma simultánea en la gran cama de hierro que tenía en la comuna.

Hubiera sido demasiado, pensó Beth.