El segundo amante de Beth en la isla fue un hippy genuino, de los de verdad. Se llamaba Dan Gustavson y era sueco y muy moreno de tez. Como Beth tenía ciertas dificultades científicas nacidas de un entusiasmo académico más que relativo durante su infancia y adolescencia, tuvo que hacerse explicar dónde estaba Suecia y también fue preciso que le aclararan que, a pesar de que suena parecido, Suecia no es Suiza.
Dan vivía en una de las comunas instaladas en una casona de la parte alta del pueblo. Era un tipo célebre por su bondad y buen humor y a pesar de llevar una vida obviamente disoluta y con toda seguridad ilegal, al menos su relación con la autoridad competente era buena, lo que en la España de entonces no dejaba de tener importancia: sea como fuere, al cabo de los años había llegado con la Guardia Civil local a un modus vivendi mutuamente provechoso.
Era de los forasteros antiguos. Había llegado muy joven en 1948, casi al tiempo que Bertil, un poeta hijo de familia inglesa noble que por las tardes se paseaba vestido con cuello duro y corbata y tocado con bombín, y a diario en su sala de estar servía el té con toda puntualidad a las cinco de la tarde. Bertil fue uno de los personajes gracias a los cuales el pueblo se convirtió en la meca de la excentricidad en los años cincuenta, y además era un estupendo escritor y su poesía lírica alcanzó gran fama en el mundo anglosajón. («Ya, pero estaba como una cabra», dijo la Pepi).
Precisamente en virtud de su llegada en la prehistoria del hippismo, bueno, en la prehistoria de casi todo, Dan pudo acceder, desde luego no sin esfuerzo y riesgo personal, a los circuitos locales del contrabando de tabaco, azúcar y harina. Era un excelente y habilísimo marinero: en una noche de tormenta en las que en la costa norte de la isla el mar parece hervir con inusitada violencia y acaba con todo lo que se le pone al alcance de las olas, Dan salvó al hijo del alcalde de morir ahogado y de paso rescató un gran bulto repleto de cartones de Chesterfield, que, envuelto en grandes tiras de caucho, seguía a flote por milagro después de que se hundiera la barca que lo transportaba.
Sin hacer comentario alguno, depositó el bulto en la parte trasera de las terrazas del restaurante de la cala y después ayudó al hijo del alcalde a subir la cuesta hasta el pueblo. Luego se acercó a La Fonda y pidió un coñac.
—¿Has visto al forasté? —dijo uno de los viejos del lugar—. Dan, hombre, que vienes empapado. ¿De dónde sales?
—Mucho ola —dijo Dan, y soltó una sonora carcajada mientras se frotaba las manos con vigor.
Dos noches más tarde, como el tormentón no pasaba y el viento seguía soplando con gran fuerza, el mismo viejo que le había preguntado de dónde salía se le acercó en La Fonda, en la que al final del día solían reunirse los vecinos, y le invitó a un coñac.
—Mucho ola —dijo Dan, que era un lince y no se le iba una.
—Ya —dijo el viejo—, me preguntaba si quieres bajarte conmigo a la cala para asegurar unas barcas en la orilla.
—OK —dijo Dan, apurando el coñac de un solo trago.
Y ahí empezó una colaboración en la vida delictiva que dio muy buenos frutos y que le resolvió las finanzas a Dan para siempre jamás.
El contrabando de tabaco había sido desde el siglo XIX una actividad perfectamente respetada en la isla, un modo de rebeldía frente a las exigencias fiscales del Estado central, y quienes lo practicaban circulaban revestidos de una aureola de Robin de los Bosques modernos. Nadie en la isla, ni contrabandistas ni agentes de la ley, escapaba a la pobreza misérrima de la economía insular y lo usual era que unos y otros estuvieran conchabados y obtuvieran provecho de una actividad («la primera de import-export avant la lettre», precisó Juan Carlos con su forma pedante de mezclar idiomas al hablar, como si los conociera todos) con la que no se perjudicaba a nadie más que a la Hacienda Pública. Y a la Hacienda Pública tonto era el que no la engañara.
Dan era (y es) un tipo estupendo. No es muy alto pero sí se le ve fuerte, con dos brazos peludos y poderosos, las manos anchas de dedos cortos y fuertes y las piernas un poco arqueadas del que ha hecho mucho ejercicio y ha llevado grandes pesos en su vida. Boberías, claro: Dan es como es, por constitución natural, enjuto, sólido y renegrido. Lleva el pelo azabache atado atrás en una coleta que anuda con una goma cualquiera; por delante le cae rizado sobre la frente, casi escondiendo los ojos intensamente negros. Toda la vida se le ha conocido en el pueblo vestido con camisas sicodélicas de vivos colores (por lo general, amarillos y naranjas con un toque de verde-hoja), que cubre en parte con astrosos chalequillos de cuero. De uno de los bolsillos del chaleco de turno asoma siempre una cadena de metal de gruesos eslabones cuyo extremo cuelga libre en lugar de estar sujeto al ojal correspondiente. Es la cadena de un viejo reloj ruso Roskoff que, escondido en el bolsillo, nunca ha dejado al parecer de funcionar con bastante puntualidad. Nadie lo sabe a ciencia cierta. «Yo no se lo he visto nunca», confirmó Carmen.
«Eso es porque Dan no lo ha enseñado arriba de media docena de veces en toda su vida», dijo Tono.
Dan tiene dos rasgos distintivos y, a juzgar por lo que opinan de ellos las mujeres, seductores. El primero es una risa estrepitosa, bronca, que no inspira mucha confianza, con la que uno se encuentra de cómplice involuntario en algo que seguro es sospechoso o inmoral, pero que resulta contagiosísima. El segundo tiene que ver, según parece, con unos atributos masculinos de gran tamaño y vitalidad.
Beth lo conoció en La Fonda a las dos semanas de llegar. Sucumbió en seguida a sus encantos, entre otras muchas razones porque Dan fue la única persona a la que Beth nunca pudo engañar: tenían ambos un lado canalla que les resultaba mutuamente indisimulable y estimulante, tan reconocible que desde el principio les divirtió sobremanera. («No, bueno —dijo Tono—, también James Hewitt supo adivinar quién era Beth. James era un arquitecto australiano medio músico que llegó a la isla mucho tiempo después.» «Pero eso fue por otros motivos —interrumpió Carmen—; fue porque la reconoció de Australia.»)
En La Fonda, de mesa a mesa, Dan le guiñó un ojo a Beth y levantó su copa de coñac en un brindis mudo. Beth estaba sola leyendo un periódico inglés de un par de días antes que alguien había dejado sobre la silla. Sonrió. Estaba muy guapa con la piel dorada por el sol de los primeros calores y el pelo muy rubio; tenía el físico atlético de las australianas criadas a base de leche y natación: las espaldas anchas, el cuello estirado, las piernas fuertes y largas, el trasero respingón y los pechos altos y grandes. Se acabarían poniendo pesados con el paso de los años, eso lo veía cualquiera, pero ahora desafiaban con impertinencia la ley de la gravedad, como si se hubiera colgado, carajo, dos melones de las clavículas, se dijo Dan.
—Hermana —dijo—, ¿quiere tomarse una copa conmigo? La veo tan sola que me parece un deber de buen samaritano apagar su sed… Bueno, eso hasta que llegue el marido —añadió, mirando a Love que, en cuclillas, parecía fascinada por cómo unos brotes de yedra se habían ido pegando a la pared—. Y cuando llegue, me retiraré a un rincón a llorar mi mala suerte…
—No hay marido, hermano —contestó Beth, riendo.
Dan se arrodilló de golpe y alzó su vaso al cielo.
—¡Odin me es propicio! ¡No hay marido! —Luego, sin llegar a bajar la copa, se interrumpió, volvió la cabeza hacia Beth y dijo—: Y si no hay marido, ¿dónde está? ¿Eres una comedora de hombres y acabas de terminar con él o él es completamente idiota y te ha dejado ir?
—No me como un hombre desde hace siglos —dijo Beth con un tono de cómica tragedia—. No. El marido es completamente idiota…
Dan se levantó del suelo y de una sola zancada se sentó al lado de Beth.
—Soy Dan el sueco y si eres una planta carnívora y me quieres comer ahora mismo, no tienes más que decirme por dónde quieres empezar.
—Oh, Dan. Me llamo Beth y si te digo por dónde quiero empezar a comerte, probablemente me van a acabar deteniendo. —Se puso a reír sin poderse contener.
Dan echó la cabeza hacia atrás y resopló.
—Dios —dijo—. ¿Esa niña tan preciosa es tuya, hermana?
—Pues sí. Love…
—Love, ¿eh? ¿Y tú, preciosa Beth? ¿De dónde sales?
Beth se removió con excitación en la silla. Acababa de reconocer la certeza de un encuentro sexual arrebatador e inminente y de pronto le bullía la impaciencia en el vientre y entre los muslos. Siempre había sido así desde la adolescencia: incontrolable, descarada, directa. No recordaba cuándo había rechazado un buen coito o cuándo se había abstenido de ser provocadora. Notó que se le endurecían los pezones y no le importó que se le notara por debajo de la camisola.
Dan bajó la mirada, inclinó la cabeza hacia la derecha y chasqueó la lengua. Luego rió con estrépito:
—Oh, está bien —dijo.
Beth dijo:
—Desde luego. Vengo de Australia y me encanta follar. —Dijo fuck. No supo explicarse la razón de la procacidad repentina. Años después se dijo que en aquel momento había reconocido a una alma gemela y que por eso le había sido fácil hablarle con su propio lenguaje íntimo. En todos los años durante los que fueron amigos y amantes más o menos ocasionales (a sobresaltos, a golpes de pasión incontrolable que duraban semanas) nunca se engañaron, nunca tuvieron secretos el uno para con el otro, nunca disimularon.
—No sé lo que vio en Dan, la verdad sea dicha —dijo Carmen, titubeando—. Tampoco es que tuvieran mucha intimidad, ¿no?
—¿Tú crees que se acostaban? —preguntó Francisca, con su inocencia tan habitual.
—No. A ver —dijo la Pepi.
—No sé. Eran tan raros los dos… Fíjate que siempre he pensado que Dan, con esa pinta de hombretón exagerada, es en realidad marica y ella se lo hacía con él por el morbo…
—Vamos, vamos —dijo Juan Carlos—. ¿Dan, marica? Bien au contraire. De hecho… ¿quién dijo antes que la llegada de Beth al pueblo lo cambió todo? Sí, tú, Pepi, ¿verdad? —Se inclinó hacia adelante y recuperó el tono lento y pedante, aquella forma suya de hablar impartiendo filosofía que tanto los irritaba a todos—. Oh, sí: ha sido una intuición tuya que te alabo. Dime, ¿qué querías decir con que la llegada de Beth lo había cambiado todo? —Como si le estuviera tomando la lección y sólo él conociera la respuesta.
La Pepi se encogió de hombros.
—No sé… como estabas hablando de que había maldad en este villorrio entonces… pues yo creo que esa maldad desapareció cuando llegó Beth… no porque llegara ella sino cuando llegó… como si todo se… —no encontró la palabra y titubeó.
—… se trivializara —concluyó Juan Carlos por ella—. ¡Exacto! Fue exactamente así. La perversidad que estaba en el aire, en el ambiente, Beth la rompió, la deshizo, la frivolizó. —Dijo frivolizó sílaba a sílaba—. Tanta magia que descendía de las montañas y que se canalizaba a través de Hawthorne se disolvió de golpe. Parece mentira que un elemento tan simple e insignificante como la llegada de un personaje marginal y de poca cultura… y que siguió siendo culturalmente marginal para siempre, ¿eh?, pudiera alterar la fisonomía filosófica, la weltanschaung de un lugar como éste. No es que Beth no llegara a integrarse en el círculo mirífico y Hawthorneiano, es que ella creó otro distinto sin quererlo, sin saberlo, y destruyó el de Liam Hawthorne, el que había creado a distancia Pamela Gilchrist con su maldad y su egocentrismo pedante…
—No sé por qué dices eso —interrumpió Tono—. Beth llegó y llegó. Y basta.
—¡No! Ocurrió que Beth llegó y desmoralizó el lugar con sus costumbres laxas. Y no porque fueran laxas, ¿a quién podían importar las costumbres de nadie durante la revolución hippy de los sesenta?, sino porque le era indiferente irrumpir en el alma de la gente y robarle la inocencia… los desconcertó a todos…
—¡No es verdad!
—… Y enfrentó a unos contra otros sin saberlo, sin darse cuenta. En cierto modo, Beth destruyó el alma de este pueblo.
—Bah —dijo Carmen—. Mucha palabrería altisonante para explicar un fenómeno que no ocurrió. Cuántas tonterías hay que oír. Lo único que Beth destruyó fue el bolsillo de la gente con la que tuvo trato.
—¿Te consta? —preguntó Tono.
—Hombre, claro. —Y luego, cambiando de tema, añadió—: Verdaderamente, Pepi, te has puesto un color de pelo que parece un incendio. —Y la Pepi arrugó el entrecejo y la nariz para que se viera que ella hacía con su pelo lo que le daba la gana.
Beth miró a Love y frunció el ceño.
—No le va a pasar nada —dijo Dan—. Está aquí en medio del pueblo, rodeada de gente. Para un rato que vamos a estar… esto…
—No. Tiene que venir con nosotros. ¿Cómo se va a quedar sola? ¡Tiene tres años!
—Bueno… Sin problema. En la comuna hay gente y Love puede jugar por ahí, en el patio y tal. Yo es que de niños…
—Vamos —dijo Beth—. Ven, amor —dirigiéndose a Love.
Love se incorporó sin dejar de mirar a la yedra. Alargó la mano y con el índice acarició una de las hojas, la más nueva, la que tenía el verde más brillante. Después volvió la cara para mirar a su madre y sonrió con levedad, como si hiciera una mueca ligera y un poco tonta.
Beth alargó la mano.
—Vamos, ven… que mamá tiene prisa.
Fue después de aquello que Love empezó a quedarse en Ca’n Pita, la casa de Carmen y sus hermanas en el Cerrado. Todas, menos Love el primer año, iban a la escuela primaria, la que está en el convento que hay en la cuesta, frente a la pensión Morelos, camino de la iglesia parroquial.
—Love aparecía en casa —explicó Carmen—, unas veces por la mañana, otras a las horas de comer. Había veces en que se pasaba toda la tarde jugueteando en el patio con las plantas, hay que ver lo que le gustaban las plantas a la chiquilla, o en la cocina, con las muñecas de ésta —señaló a la Pepi con la barbilla—. Aquello se convirtió en una rutina. Mamá no lo hacía más que porque le daba pena la cría.
—Ya, y cuando rompió a hablar —dijo la Pepi—, lo hizo un día de pronto en mallorquín, ¿te puedes imaginar?
—Es curioso cómo funciona la mente humana —dijo Tono en voz baja—. Love se puso a hablar en mallorquín, en un mallorquín cogido de la calle, que vosotros casi ni hablabais en vuestra casa.
—¿Verdad?
—En cambio, de lo que no estoy muy seguro es de por qué decidió Beth alquilar El Mirador —dijo Tono—. Hombre, le dieron los aires de grandeza y se puso a gastar el dinero que no tenía para ir a hacer la señorona a El Mirador, pero ¿por qué?
—Te lo digo yo —afirmó Carmen—. Que la cosa no tiene mucho misterio. Primero, estaba unos kilómetros más cerca de Palma para cuando decidió mandar a la niña allá al instituto. Segundo, nosotros, bueno, Ca’n Pita, éramos una acusación permanente, testigos, ya sabes, y a Beth le resultaba más incómodo por días, a medida que crecía Love…
—¡Qué va! —interrumpió Tono—, le daba igual. Pues sí que le ha importado nunca lo que opinaran los demás…
—Bueno, lo que quieras… Y tercero, le parecía más aristocrático vivir fuera del pueblo.
—Y sin testigos —insistió la Pepi.
—No, no —interrumpió Juan Carlos—. La palabra es, como ha dicho Carmen, aristocrático. Y es que menospreciáis su capacidad —levantó una mano—, todo lo primitiva que queráis, os lo concedo, très bien, la capacidad de Beth de planear, su formidable instinto para el futuro. No queréis daros cuenta de que su ida a El Mirador fue perfectamente diseñada, deliberadamente preconcebida. Lo que yo os diga.
—Sí, claro. Ahora que han pasado los años y que conocemos bien la historia de todo, ¿no?, ahora es bien fácil decir yo lo sabía, hubiera podido adivinarlo, se veía venir. Ya, se veía venir —dijo Carmen—. Lo que ocurre es que ahora, como Love es Lavinia, así con mayúsculas, todos recordamos a posteriori indicios de lo que iba a pasar. Entonces, nadie prestaba atención alguna, nadie le daba importancia a Beth. Era una guiri más de las que llegaron al pueblo, ¿eh?
Tomando el té en casa de Bertil una tarde (quienes llegaran a las cinco estaban invitados a la merienda de casa de Bertil), Beth dijo:
—Este príncipe Carolo del que todos hablan, ¿quién era?
—Ah —dijo David—, un tipo interesante. Un sobrino del emperador alemán y sobrino del austro-húngaro, amante de la naturaleza que vino por esta costa a finales del XIX. El hombre más feo del mundo pero por lo visto una buena persona. Llegó por aquí y se puso a comprar posesiones y fincas. Lo que pasa es que se le acabó el dinero y acabó por no comprar más que dos: El Mirador y el Palacio de la Punta. Las fue arreglando y luego, cuando se murió a principios de la primera guerra, se lo dejó todo a su secretario, Antoni Cernuda, con la instrucción de que liquidara al mejor postor las propiedades y lo que contenían. Con lo que resultara debía constituir un fondo de ayuda a la Cruz Roja. Como tonto, Cernuda se quedó con todo, que tampoco era mucho en una costa tan agreste, lejana y árida, dio unas migajas a la Cruz Roja y santas pascuas. —Hizo una mueca como si no estuviera muy convencido de lo que iba a decir—. No estoy seguro de cómo fue. Lo que sí sé es que el príncipe era muy religioso como todos estos austríacos…
—Bueno —dijo Beth—, algunos austríacos no lo son tanto…
—No, verás —continuó David, después de mirarla con sorpresa; pero lo dejó pasar para no perder el hilo del relato—. Todo resultaba un poco decadente, mucho menos honorable de lo que habría cabido esperar de un miembro de dos familias imperiales. El príncipe este nunca se llegó a casar… yo creo que porque tenía mucho complejo de gordura y fealdad, pero tenía un yate estupendo, el Seepferd, lo fondeaba ahí enfrente y en él se organizaban unas juergas colosales con efebos que ríete tú de Pompeya. Tuvo muchos novios este hombre…
—¿Novios? —preguntó Beth, sorprendida. Y después se le escapó una risotada como las de Dan, mala, llena de intención—. ¡Ya entiendo por qué nunca se llegó a casar!
—No es exactamente así—dijo Bertil de pronto.
—Espera, Beth, espera —añadió David riendo—, que después de las juergas le entraba el arrepentimiento y todos iban a misa a la capilla de El Mirador a pedir perdón por sus pecados. Y después… espera, espera… que esto no acaba ahí, después el príncipe vivía otra vida en tierra firme, hasta tuvo amantes fijas que eran del pueblo…
—Sí, varias que yo sepa —dijo Bertil.
—Sí, claro, entre otras cosas porque se acostó con cuanta mujer se le puso a tiro. Luego —dijo riendo de nuevo—, los hijos se los endilgaba al secretario, este Antoni Cernuda, al que para cubrir las apariencias casó con una condesa polaca. ¿Te imaginas, Cernuda, el paletón de pueblo casado con una condesa polaca?
Beth estaba absolutamente fascinada por el relato. Se arrellanó en la butaca y exclamó:
—No me lo puedo creer… ¡Ese príncipe era genial!
—Bueno, a las familias imperiales de Centroeuropa se les permitía todo. —David sacudió la cabeza con reprobación—. Bah, eran unos degenerados.
—Debo hacer varias precisiones históricas y al menos una poética —dijo Bertil, levantando un dedo de la mano derecha, mientras que con la izquierda sujetaba la tetera con la que se disponía a servir una nueva taza a Beth—. Primero, el príncipe Von Meckelburg-Premnitz Lothringen…
—En realidad, es más fácil la versión española, Meckelburgo-Berlín Lorena. Lothringen es en alemán Lorena, como Alsacia-Lorena —dijo David.
—Elsaz-Lothringen, sí… —confirmó Bertil. Y luego, con precisión minuciosa, repitió—: El príncipe Carolo era hijo, tercero para ser exactos, del gran duque Carlos Enrique de Pomerania, hermano del emperador Guillermo I, y había nacido en Berlín. De modo que no es correcto decir que era austríaco; era prusiano. Pero en 1860, siendo él todavía un niño, toda la familia tuvo que abandonar Premnitz expulsada por los militaristas prusianos y antiaustríacos. Tuvieron que refugiarse en Viena, empujados por los politiqueos de Otto von Bismarck… ¡Pobres! Lo que Carolo recordaba de verdad de aquella triste aventura era que las gentes de Berlín se asomaban a la carroza que los llevaba al exilio y exclamaban ¡qué niño más feo!
—¿Tan feo era? —preguntó Beth.
—Mucho —dijo David—. Ya te he dicho que feo y gordo. Te enseñaré fotografías que se conservan de cuando era un poco mayor. Todo eso le creó un complejo espantoso y, como consecuencia de ello, dejó de lavarse, aunque nunca había sido muy aficionado, la verdad, y llevaba la ropa llena de manchas.
—Pues vaya. Si yo fuera muy fea, intentaría disimular mi aspecto poniéndome muy pulcra y muy aseadita, ¿no?
—El hecho es —dijo Bertil, levantando un poco la voz para mostrar su impaciencia con las interrupciones— que a partir de aquel momento, toda su vida tuvo que debatirse entre las presiones del emperador austro-húngaro… claro —se interrumpió, pensativo—, de ahí viene que se lo considere austríaco… en fin, toda su vida tuvo que aguantar las presiones del emperador para que residiera en el castillo de Karlsbad, en Checoslovaquia (lugar, dicho sea entre paréntesis, que le parecía horrible y triste) o incluso en Venecia, que, aunque húmedo y frío, no estaba nada mal, tenía que decidir entre todo esto y lo que a él de verdad le tiraba, que era viajar por el mundo. Era un hombre nominalmente rico, pero la que manejaba el dinero era su madre, una mujer fría, desagradable y avara a la que Carolo tuvo que pasarse la vida halagando con zalamerías para conseguir los fondos que le eran necesarios. Mucho dinero, creo yo, además, por supuesto, de la asignación anual del equivalente a cien mil dólares que le correspondía como príncipe no heredero del ducado. Primero fue el barco, el Seepferd, un gran velero de tres palos que se hizo construir a la muerte del padre para así recorrer los mares. Luego, fueron los constantes viajes alrededor del mundo estudiando razas y gentes. De hecho, su gran obra, lo más importante que dejó escrito (y no es trabajo pequeño) fue una Historia de los pueblos del mundo en seis tomos, muy apreciable, un estudio antropológico bastante válido para los primeros años del siglo. Y luego, en cuanto llegó por aquí y se enamoró de esta tierra como todos nosotros, quiso comprar toda la costa.
—¿La costa entera?
—Sí. La costa. Carolo descubrió todo esto y decidió comprar una finca entre la montaña y el mar. —Sonrió—. La finca que va de este a oeste, de un cabo a otro. —Beth dio un silbido y Bertil asintió con ironía—. Sí, de un cabo a otro, sesenta o setenta kilómetros de extensión cubierta de casas excepcionales, viñedos, olivares, algarrobos, encinas… No sólo El Mirador y La Punta, sino el pueblo, el puerto, las montañas de atrás y La Viña, en particular esta última, que debía convertirse en el centro de su imperio de explotación agrícola y vinícola. ¿Le sorprende? Sí, sí. El príncipe quiso no sólo escribir libros sobre la naturaleza y los hombres con dibujos hechos por él, que lo hizo, no quiso sólo unificar este trecho de costa o construir caminos y miradores, quiso explotarlo todo. Sólo le faltó el dinero suficiente para hacerlo y todo quedó reducido a un par de casas y sus dependencias. —Guardó silencio y luego levantó la vista e hizo una mueca dubitativa—. A decir verdad, se han contado muchas historias sobre amores homosexuales y sobre hijos ilegítimos… Yo no las creo.
—¡Hombre, Bertil!
—¿Tú has mirado de cerca a cualquiera de los Cernuda o a cualquiera de sus padres y madres, supuestamente hijos del príncipe? ¿No te parece que habrían salido en alguno los rasgos Meckelburgo o algo de la fealdad de Carolo? Pues no se le parecen en nada. Vaya —añadió con resignación—, sí parece que hubo alguna experiencia homosexual vivida en Italia, en Venecia, y que se conservan cartas de un joven efebo muerto precisamente en El Mirador. Yo no las he visto —precisó, como si siendo notario de toda la historia, no le hubiera sido autorizado dar fe de aquella correspondencia sin disponer de ella físicamente—. Pero lo único comprobable es que tuvo estas amantes locales, mujeres, ¿eh?, a las que siempre dejaba bien provistas financieramente. No, si era un personaje generoso este Carolo…
—Cernuda y él vivieron juntos en El Mirador durante años. ¿No te parece cuando menos chocante?
—No, ¿por qué? Era su secretario.
—Toda esta historia me parece maravillosa, increíble —dijo Beth con entusiasmo—. Y luego hay quien dice que esta tierra no tiene imán, ése… no sé, algo especial. Qué no tendrá este trozo de costa que aquí han venido a vivir grandes hombres como el príncipe o Liam Hawthorne… Dice usted que, al morir, el príncipe se lo dejó todo a su secretario para que lo vendiera y le diera el dinero a la Cruz Roja. —Bertil asintió—. ¿Y nunca reconoció a ningún hijo? ¿Cómo es que no los favoreció en algo?
—No lo sé —contestó Bertil—, no lo sé. Es un poco misterioso pero, que yo sepa, no hay nada en los papeles del príncipe que arroje luz sobre todo esto, ni sobre si tuvo hijos o no.
—¿Y la precisión poética? —preguntó David.
—¿Eh? —dijo Bertil.
—Sí, hombre. Dijiste que querías hacer algunas precisiones históricas y las has hecho, y una precisión poética… y estamos deseando oírla…
—Ah sí, claro. La precisión poética es como sigue: siempre me ha parecido trágico que el príncipe, un hombre que tuvo el pathos del sauce… la tesitura anímica melancólica —explicó mirando a Beth—, viniera a instalarse en esta tierra tan llena de luz, tan mediterránea. Cuando pienso en Carolo en El Mirador, las imágenes se me llenan de brumas, se entristecen, cuando en realidad deberían iluminarse. El pobre. Acabó hinchándose, se llenó de pústulas y fue a morir a Berlín. ¿No os parece curioso? —Sacudió la cabeza—. Puede que todo esto explique la afluencia de turistas del norte al Mediterráneo, a las islas griegas, a Sicilia, a Capri, a las Baleares, pero no estoy muy seguro de lo que quiero decir con ello. Seguro que algo importante —sonrió.
—Ya veo —dijo Beth, que no había comprendido nada.